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lunes, 15 de mayo de 2017

La guerra de Flandes o de los Ochenta Años

La guerra de los Ochenta Años, o guerra de Flandes, fue un conflicto armado que enfrentó a las Diecisiete Provincias de los Países Bajos contra su soberano; el rey Felipe II de España. La rebelión comenzó en 1568 en tiempos de doña Margarita de Parma, gobernadora de los Países Bajos y finalizó en 1648 con el reconocimiento de la independencia de las siete Provincias Unidas, hoy conocidas como Países Bajos. Como pretexto, las relaciones de doña Margarita con la nobleza holandesa protestante nunca fueron del todo fluidas, este hecho, sumado a su inoperancia y a la distancia existente entre ambos países hizo que se fueran alejando cada vez más de la política española en busca de sus intereses económicos y políticos con un aire de independencia que comenzaba a gestarse en el ambiente. Los países que hoy se conocen como Bélgica y Luxemburgo formaban parte de las Diecisiete Provincias, pero permanecieron leales a la Corona española. Los territorios bajo el dominio del Obispado de Lieja no formaban parte de las Diecisiete Provincias, sino del Sacro Imperio Romano Germánico.
El resultado de la guerra de los Ochenta Años fue la independencia de los Países Bajos tras la Paz de Westfalia (1648); pero no está tan claro que ésta fuera la causa de la guerra. Ésta fue el resultado final de las discrepancias entre la Corona de España y la parte de los súbditos a los que tenían que gobernar en estas provincias. La falta de tacto del duque de Alba y su crueldad medieval —llegó a pasar a cuchillo a los habitantes de una ciudad que se rindió bajo palabra de que se respetaría la vida de sus defensores— condujo a que discrepancias que tenían su origen en el calvinismo y los intereses de la nobleza holandesa derivaran en la guerra. Cuando ésta terminó, se siguió reconociendo la soberanía nominal del rey de España, pero las provincias serían gobernadas en la práctica por un estatúder o virrey neerlandés. Las Provincias Unidas emergieron de la guerra como una potencia mundial gracias a su poderosa flota y a su marina mercante, y experimentaron un importante auge económico y cultural.
Para la Corona española, la independencia de las Provincias Unidas representó una gran pérdida. El mantenimiento económico de la guerra durante un período tan prolongado contribuyó en gran parte a provocar las sucesivas bancarrotas de la Corona española a lo largo de los siglos XVI y XVII, y el hundimiento de la economía española. Pero, ¿cuáles fueron las causas que provocaron esta larga guerra?
El rey Carlos I de España, y emperador del Sacro Imperio como Carlos V, era también soberano de los Países Bajos, Brabante, Flandes, Holanda, Henao y Namur, Luxemburgo, Güeldres y Zutphen, que dictó la Pragmática Sanción de 1549.
El emperador Carlos V nació en Gante en 1500 y se educó en el condado de Flandes, del cual era titular, por lo que era visto por sus súbditos neerlandeses como el monarca de su tierra. Sin embargo, Carlos V abdicó en 1556 en su hijo Felipe II, el cual, educado en España y con intereses siempre más en la línea de los intereses de Castilla, era visto como un monarca extranjero. Esta impresión se puso de manifiesto el día de la abdicación de Carlos V en Bruselas, donde en contraposición al emperador, flamenco, cosmopolita y políglota, el nuevo rey era incapaz de dirigirse a sus súbditos flamencos en su lengua. Hay que destacar que la misma reacción había provocado Carlos tras su llegada a Castilla en 1516: no hablaba español y llegó rodeado de cortesanos flamencos. Su comportamiento, y el desprecio a las Cortes y fueros de Castilla desató la revuelta de los Comuneros, que fue violentamente sofocada y ejecutados sus principales líderes tras la batalla de Villalar el 23 de abril de 1521. Carlos era hijo de Juana I de Castilla y de Felipe I el Hermoso, y nieto por vía paterna de Maximiliano I de Habsburgo y María de Borgoña —de quienes heredó el patrimonio borgoñón, los territorios austriacos y el derecho al trono imperial alemán— y por vía materna de los Reyes Católicos, de quienes heredó la Corona de Castilla, el reino de Navarra, las Indias Occidentales, los reinos de Nápoles y Sicilia, y la Corona de Aragón.
La situación de Flandes, a un paso de Inglaterra y con frontera con Francia y con el Sacro Imperio Romano Germánico —del que nominalmente formaba parte Flandes—, tenía una gran importancia estratégica para la monarquía española. Amenazaba a Inglaterra con una invasión, cerraba el cerco a Francia junto con España y las posesiones italianas de los Habsburgo, y era la puerta de entrada a Alemania desde el norte, sacudida por las guerras de religión. Ya durante el reinado del emperador Carlos V, el calvinismo había hecho acto de presencia en los Países Bajos, y había sido reprimido por éste, intentando incluso implantar un tribunal de la Inquisición para luchar contra la herejía. Esta política fue continuada por su hijo, Felipe II de España, que en 1565 promulgó los decretos tridentinos, causa de un gran malestar, ya que impedían la libertad de culto a la que aspiraban los nobles y los calvinistas. Hay que decir que, por esa misma época, tampoco los católicos disfrutaban de libertad de culto en los territorios alemanes donde había triunfado el protestantismo, y, mucho menos, en Inglaterra que, además, intentó imponerlo a sangre y fuego en Irlanda y Escocia. Asimismo, la reorganización de los tres grandes obispados existentes en los Países Bajos en diecisiete más pequeños, se encontró con la oposición de la nobleza flamenca, puesto que los segundogénitos de las familias nobles solían aspirar al cargo de obispo, y no tenía el mismo prestigio —ni ingresos— una gran diócesis, que una de las diecisiete pequeñas diócesis previstas.
Aparentemente, el énfasis puesto por el calvinismo en la honestidad, la modestia, la frugalidad y el trabajo duro, encajaban muy bien con la mentalidad de los industriosos holandeses embarcados ya en un incipiente capitalismo mercantil desde la Baja Edad Media. Éste era uno de los más ricos dominios de Felipe II —tres zonas económicas principales salen de la Edad Media: Flandes, Norte de Italia y España, con sus ricas posesiones de ultramar. Al parecer, la forma de hacer de los flamencos chocaba fuertemente con la estructura económica de los reinos hispánicos y la férrea posición de dominio que mantenía la nobleza castellana, sobre todo, en sus territorios. La economía jugó un papel importante en el estallido de la rebelión en los Países Bajos. La guerra entre Suecia y Dinamarca cerró el comercio y las importaciones de trigo procedentes del mar Báltico, provocando una caída del comercio y de los salarios, una carestía de alimentos y la subida del precio de éstos, lo que facilitaba la tarea oportunista de los calvinistas al criticar la riqueza y opulencia de la Iglesia católica cuando la población empezaba a sentir el hambre. Esta situación alcanzó su cénit en agosto de 1566 con una brusca subida del precio de los alimentos. Hay que hacer notar la coincidencia en el tiempo entre la subida de los precios, y el estallido de los desórdenes iconoclastas ese mismo mes, que provocaron el envío a los Países Bajos de Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba.
Los iconoclastas, en cuyas enseñanzas, en parte, se basaron los protestantes luteranos y calvinistas, fueron declarados herejes por la Iglesia en el lejano siglo VIII, cuando el Islam se extendía peligrosamente hacia Occidente, por negar el culto a las sagradas imágenes. Los iconoclastas destruían las imágenes y perseguían y daban muerte a quienes las veneraban. El culto a las imágenes fue otra de las concesiones del cristianismo romano al paganismo: se mantuvo porque la gente sencilla, sobre todo, estaba acostumbrada a orar a las imágenes de los antiguos dioses y lares.
La pérdida de los subsidios enviados por la Corona española en 1568 para pagar al ejército, a manos del corsario y negrero inglés William Hawkins, hermano del también pirata y esclavista John Hawkins, obligaron al duque de Alba a recaudar impuestos para sufragar al ejército estacionado en Flandes. Esto fue demasiado para los holandeses, obligados a mantener a un ejército extranjero utilizado para reprimirles en época de recesión económica y en contra de los usos y costumbres de su país. El 5 de abril de 1566, la nobleza flamenca presenta a Margarita de Parma, gobernadora de los Países Bajos y hermana de Felipe II de España, el Compromiso de Breda, una reclamación formal en la que solicita la abolición de la Inquisición y el respeto a la libertad religiosa. Posteriormente, el 15 de agosto, día de la Asunción, un incidente deriva en disturbios provocados por los calvinistas, en los que asaltan las iglesias católicas para destruir las imágenes de santos que ellos consideran heréticas. Ante la clara rebeldía de parte de la población y la nobleza, Felipe II decide enviar a Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, tercer duque de Alba, al frente de un poderoso ejército para reprimir a los rebeldes, como primera medida de un plan de pacificación, que prevé el viaje de Felipe II a sus provincias y dominios flamencos. Durante el año que tarda el duque de Alba en llegar a los Países Bajos, la princesa Margarita ha conseguido hacerse con el control de la situación dominando la insurrección e informado a su hermano, por lo que la llegada del duque de Alba al frente de un ejército provoca su dimisión en desacuerdo con la política del rey. El duque arriba a Bruselas el 28 de agosto de 1567, y el 5 de septiembre crea el Tribunal de los Tumultos, conocido por los neerlandeses como el «tribunal de la sangre», que condenará a muerte a centenares de flamencos y confiscará sus propiedades. El 8 de septiembre el duque de Alba cita a los nobles neerlandeses con la excusa de informarles sobre las órdenes del rey. Es una trampa en la que se detiene a los condes de Egmont y Horn, dos de los cabecillas flamencos que habían prestado importantes servicios al rey, y que serían decapitados en la Gran Plaza de Bruselas el 5 de junio del año siguiente (1568). El príncipe Guillermo de Orange, otro de los principales nobles flamencos, y muy apreciado por el padre de Felipe II, se había refugiado en las propiedades de su familia materna en Alemania. Desde allí financia a los denominados «mendigos del mar» y alza un ejército de mercenarios alemanes de su propio bolsillo y lo pone al mando de sus hermanos para hacerle la guerra a la católica España. Varios años antes ya se habían producido algunos conflictos que empeoraron la situación. El inicio «formal» de las operaciones bélicas se dio en la batalla de Heiligerlee el 23 de mayo de 1568, con la victoria de las tropas de Luis de Nassau, hermano de Guillermo de Orange, sobre las fuerzas flamencas leales a la Corona, que intentaban evitar la confrontación, muriendo el estatúder Juan de Ligne. Las tropas de Luis serían estrepitosamente derrotadas por los Tercios mandados por el duque de Alba en la batalla de Jemmingen.
El 21 de julio de 1568 las tropas del duque de Alba infligían una aplastante derrota a los nobles holandeses en la batalla de Jemmingen. El duque había sido enviado para castigar a los responsables de la «furia iconoclasta», que en el verano de 1566 había sembrado el terror mediante el saqueo de iglesias, destrozos de imágenes, asesinatos de católicos y robos de objetos de culto. Gobernaba por entonces Flandes la hermanastra de Felipe II, Margarita de Parma, que tras sofocar la revuelta fue partidaria de hacer concesiones a los calvinistas, tal y como le habían pedido los nobles flamencos, cada vez más molestos con el rey español, y por tanto, más cerca de los rebeldes. Felipe II sopesó el asunto con sus consejeros y al final se impuso la postura del duque de Alba: había que reprimir a los sublevados que, además de rebeldes, eran herejes. Al monarca le pesó el ejemplo de Francia, donde la permisividad y la tolerancia habían desatado un problema mayor.
Partió el duque de Alba rumbo a Milán, donde reunió a los Tercios y se encaminó a Flandes al mando de 9.000 hombres. Una vez en Bruselas, el duque creó el Tribunal de Tumultos para perseguir la herejía y castigar a los rebeldes. Viendo el cariz de las represalias, Guillermo de Orange se retiró a Alemania, no así los condes de Egmont y Hornes, detenidos y más tarde ejecutados por el duque de Alba. Pronto se organizó la resistencia contra el dominio español. El príncipe de Orange logró reunir un ejército que al mando de su hermano Luis de Nassau derrotó al duque en Heiligerlee. No fue más que un aviso para los Tercios. Apenas dos meses después el duque logró acorralar a Nassau en la desembocadura del río Ems y le infligió una severa derrota en la batalla de Jemmingen. Álvarez de Toledo demostró una superioridad militar aplastante y supo desbaratar la pueril resistencia de los holandeses como si se tratase de un entrenamiento. El ejército rebelde quedó aniquilado, mientras que las tropas españolas sufrieron unas pocas decenas de bajas en una proporción que se acercaba a un muerto español por cada millar enemigo.
Esta humillante derrota obligó a Guillermo de Orange a refugiarse de nuevo en Alemania. Con Guillermo fuera de Holanda y con los principales cabecillas decapitados, parecía que el duque de Alba había terminado con la rebelión y urgió al rey a poner en práctica la segunda parte del plan; su viaje a Flandes. Felipe II no pudo, o no quiso, viajar a Flandes, dejando al duque de Alba solo en su papel de pacificador de la provincia. La falta de dinero para pagar a las tropas llevó al duque a imponer un impuesto (alcabala) del diez por ciento sobre todas las compraventas, medida que fue vista como un castigo colectivo, y que volvió a poner en su contra a la población.
En 1572 el duque de Alba tuvo que hacer frente a varios intentos de invasión. Los mendigos del mar capturan en abril la ciudad portuaria de Brielle y desde allí los puertos de Flesinga y Enkhuizen, cerrando la salida al mar de las ciudades de Brabante y Holanda, las provincias más ricas de los Países Bajos, con el fin de acabar con su comercio. El éxito de los mendigos del mar fue la mecha que volvió a encender la rebelión en la región. Las ciudades de las provincias de Holanda, Zelanda, Frisia, Güeldres y Utrecht reclamaban la presencia de Guillermo, que volvió por el norte al frente de un ejército, y su hermano Luis atacó desde el sur al mando de otro. El duque de Alba reaccionó en el sur venciendo a las tropas de los rebeldes que sitiaban Mons, mientras en el norte su hijo don Fadrique asaltaba y saqueaba las ciudades de Malinas, Zutphen y Naarden. Tras el asedio de Haarlem, que finalizó el 11 de julio de 1573, sus habitantes pagaron 250.000 florines para escapar del saqueo. Posteriormente el duque ordenó poner sitio a la ciudad de Alkmaar, cuyos habitantes decidieron romper los diques que protegían sus campos del mar, provocando la ruina de la ciudad, pero obligando al duque de Alba a levantar el sitio. Entre tanto, Felipe II había decidido sustituir al duque de Alba como gobernador para intentar una solución negociada al conflicto.
Luis de Requesens y Zúñiga fue militar, marino y diplomático, gobernador del estado de Milán y fue nombrado gobernador de los Países Bajos en 1573 con el propósito de buscar una salida negociada al conflicto con los sectores más moderados de los rebeldes. Suprimió el Tribunal de los Tumultos e inició conversaciones con los rebeldes en Breda sin ningún resultado, ya que Felipe II pretendía la vuelta a la situación anterior al estallido de la rebelión sin aceptar ningún tipo de libertad religiosa ni autonomía política en sus dominios, algo inaceptable para los rebeldes, como demostraba la resistencia de las ciudades de Alkmaar y Leiden. Paralelamente, la falta de recursos económicos, hacía inviable la victoria militar pese a los éxitos conseguidos en los campos de batalla, como la victoria española en Mook, donde perdieron la vida dos hermanos de Guillermo de Orange. La falta de pagas indujo a los Tercios a amotinarse, impidiendo que después de esta batalla, tras la cual no quedaba ningún ejército rebelde que pudiera oponerse a las tropas reales, Luis de Requesens pudiera aprovecharse de ello para ocupar el territorio rebelde. La muerte de Luis de Requesens el 5 de mayo de 1576 fue aprovechada por Guillermo de Orange para que las provincias de Holanda y Zelanda formasen un Estado federal del que fue nombrado estatúder.
A la muerte de Luis Requesens, Felipe II nombró a su hermanastro don Juan de Austria gobernador de los Países Bajos con el mismo objetivo de negociar un acuerdo. A su llegada, en noviembre de 1576, se produjo el famoso saqueo de Amberes por las tropas españolas amotinadas (4 y 5 de noviembre). Este hecho puso a todas las provincias en contra de la Corona e hizo que se comprometieran, mediante la firma de la denominada Pacificación de Gante (8 de noviembre de 1576), a luchar unidas para expulsar a los españoles. A principios de 1577, Juan de Austria comienza a negociar con los Estados Generales, los cuales, a pesar de todo, se mostraban profundamente divididos y reclamaban que la Corona negociase con Guillermo de Orange y que las tropas españolas, especialmente los Tercios Viejos, abandonasen el territorio. Don Juan de Austria, por su parte, reclamaba su reconocimiento como gobernador de los Países Bajos y la restauración del catolicismo como religión oficial. Aceptadas las condiciones por ambas partes, don Juan pudo entrar en Bruselas y firmó el 12 de febrero de 1577 el Edicto Perpetuo por el que se comprometía a retirar los Tercios Viejos de los Países Bajos en un plazo de veinte días, eliminaba la Inquisición y reconocía las libertades flamencas a cambio del reconocimiento de la soberanía de la Corona española y la restauración de la fe católica en el país. Guillermo de Orange entró en Bruselas formando parte del séquito de don Juan de Austria.
Sin embargo, aunque los Tercios Viejos se retiraron a Italia, la situación se deterioró rápidamente. A pesar de que se tomaron medidas que aseguraban la tolerancia religiosa, se incrementaba la autonomía política y se reconocía a Guillermo de Orange como gobernador (estatúder) de Holanda y Zelanda, al tiempo que los Estados Generales reconocían a don Juan como gobernador, las provincias rebeldes proseguían en su empeño de alejarse de la monarquía española. Las provincias protestantes, Holanda y Zelanda, no aceptaron el retorno del catolicismo. Los calvinistas ofrecieron la soberanía de los Países Bajos a Francisco de Valois, en tanto que Brabante aceptaba a Guillermo de Orange como estatúder, haciendo éste su entrada en Bruselas. Por otro lado, las provincias católicas ofrecieron la soberanía de los Países Bajos al archiduque Matías de Habsburgo, hermano del emperador Rodolfo. Los Estados Generales le nombraron gobernador en julio de 1577.
Habiendo roto la tregua los rebeldes protestantes, don Juan se atrincheró en Namur, al tiempo que llamaba de regreso a los Tercios, que llegaron a finales de 1577 al mando de don Alejandro Farnesio, tercer duque de Parma. Los rebeldes se vieron forzados a evacuar Bruselas y Amberes. A principios de año, las tropas españolas se enfrentaron al nuevo ejército rebelde en la batalla de Gembloux, destruyéndolo completamente. Don Juan de Austria murió en Namur al contraer el tifus en octubre de 1578, nombrando como gobernador de los Países Bajos a don Alejandro Farnesio, decisión más tarde confirmada por el rey Felipe II.
Con la mayor parte de los Países Bajos en manos de los rebeldes, los calvinistas se lanzaron en persecución de los católicos, asesinando a religiosos y encarcelando a los católicos leales al rey de España. La independencia de los Países Bajos se identificaba cada vez más con el calvinismo, lo cual fue aprovechado por don Alejandro Farnesio para que las provincias católicas del sur se reconciliaran con el rey para contar con su protección contra la intolerancia y el fanatismo homicida que mostraban los protestantes. El 5 de enero de 1579, don Alejandro Farnesio firmaba con las provincias de Hainaut, Douai y Artois la Unión de Arras (23 de enero) por la que reconocían la autoridad del rey de España. En respuesta, las provincias rebeldes de Holanda, Zelanda, Utrecht, Güeldres y Zutphen firmaban la Unión de Utrecht por la que rechazaban cualquier intromisión extranjera en sus asuntos, y creaban el Estado de las Provincias Unidas de los Países Bajos, también llamada República de los Siete Países Bajos Unidos (Frisia, Groninga, Güeldres, Holanda, Overijssel, Utrecht y Zelanda). La Unión de Arras, a la que se sumaron Brabante y las restantes provincias del sur, reconoció la soberanía del rey de España sobre su territorio y declaró su confesión católica el 17 de mayo de 1579.
El 15 de marzo de 1581, Felipe II declaraba fuera de la ley a Guillermo de Orange y ponía precio a su cabeza. Éste, libre ya de toda atadura, abjuró públicamente de su obediencia al rey y consiguió que los Estados Generales reunidos en La Haya hiciesen lo mismo el 26 de julio de 1581, declarando destituido a su soberano. Mediante el acuerdo alcanzado, las provincias rebeldes proclamaban formalmente su independencia y nombraban gobernador a Francisco de Anjou, duque de Alenzón y heredero del trono de Francia. Sin embargo, el duque no era bien visto por una parte de los rebeldes y aunque éste, con ayuda de tropas francesas, intentó tomar Amberes, fue rechazado. Negociaciones posteriores mantenidas en la ciudad de Colonia entre los católicos y protestantes no obtuvieron resultado alguno.
Mientras tanto, don Alejandro Farnesio proseguía con la recuperación de las provincias rebeldes. Se apoderó de las ciudades de Tournai, concluyó el asedio de Mastrique (Maastricht) en julio de 1579, y en 1583 reconquistaba los puertos más importantes de la costa flamenca, Dunkerque y Nieuwpoort. En 1584 se centra en las ciudades del interior, ocupa Brujas y Gante, y coincidiendo con la muerte del duque de Anjou y el asesinato de Guillermo de Orange, en julio de 1584, pone sitio a la ciudad de Amberes. Este asedio, que mantuvo en vilo a toda Europa a la espera del vencedor, representó un derroche de medios e ingenio por ambas partes durante los trece meses que fueron necesarios para forzar la rendición de la que probablemente era la ciudad más rica y populosa de Europa, y cuya conquista representaba la determinación de la Corona española en recuperar los territorios perdidos y en el mantenimiento de la Iglesia católica.
La ininterrumpida y espectacular serie de éxitos militares del duque de Parma en los Países Bajos, y la coincidencia de la muerte del duque de Anjou junto con la de Guillermo de Orange, hizo pensar a Inglaterra que la rebelión, falta de líderes y de ayuda, estaba a punto de ser derrotada. Al mismo tiempo, con la formalización de una alianza entre el líder del partido católico francés —Francisco, duque de Guisa— y la Corona española para evitar la subida al trono francés del protestante Enrique de Navarra, y apoyar a los católicos en caso de una guerra civil, Felipe II de España obtenía la seguridad de que no sería atacado por Francia y que ésta no se inmiscuiría en los asuntos de los Países Bajos. El rey francés, Enrique III, tras llegar, a su vez, a un acuerdo con el duque de Guisa, rechazó asumir el papel del duque de Anjou como soberano de los Países Bajos y retiró la ayuda que les prestaba solapadamente a los protestantes flamencos.
Los éxitos españoles, tanto militares como diplomáticos, junto a la unión con Portugal en 1580, hicieron aumentar considerablemente la sensación de aislamiento de Inglaterra. Después de tener noticia de los acuerdos de Felipe II con el duque de Guisa (en diciembre de 1584) y de la caída de Amberes en manos de don Alejandro Farnesio (julio de 1585), Isabel I de Inglaterra decidió intervenir directamente en favor de la rebelión protestante con el objetivo de desgastar a España. Isabel I proporcionó a los rebeldes holandeses 6.000 soldados de su ejército, al mando del conde de Leicester, quien, en contra de la voluntad de la reina, aceptó el nombramiento de gobernador y se comprometió a sufragar una cuarta parte de los gastos militares de las provincias rebeldes. Aunque el cuerpo expedicionario inglés fue totalmente derrotado por los españoles, la ayuda prestada por Isabel I a los rebeldes holandeses y a la piratería, así como la destrucción y el saqueo de ciudades costeras, fueron los motivos que decidieron el intento de invasión de Inglaterra con la Armada Invencible.
Durante 1586 y 1587, el duque de Parma dirigió sus esfuerzos a organizar el ejército y a los preparativos necesarios para embarcar al ejército de Flandes en los buques de la Armada que debían recogerlos en el canal de la Mancha, tomando las ciudades de Ostende y Sluis. Tras el fracaso de la Armada, España intervino en Francia en 1589 en apoyo de la Liga Católica. Esta intervención en las guerras de Religión de Francia, hasta el año 1598, fecha de la promulgación del Edicto de Nantes, mantuvo ocupado en Francia a gran parte del ejército español de Flandes, lo que obligó a seguir una estrategia defensiva en los Países Bajos. La Corona española tenía demasiados frentes de guerra abiertos. Por su parte, los Estados Generales de las provincias del Norte decidieron no nombrar ningún nuevo gobernador y asumir ellos mismos la soberanía, creando así la República de las Provincias Unidas.
A partir de 1590, tras la marcha del duque de Parma a Francia —donde morirá en 1592—, los rebeldes holandeses, liberados de la presión a la que les sometía el duque, pudieron tomar la iniciativa. Por otro lado, la crónica falta de dinero de la monarquía española provocó un período de continuos motines entre los años 1589 y 1607, que limitaron la capacidad de los Tercios. En 1590 los holandeses conquistaban Breda por sorpresa. Entre 1591 y 1592 consiguieron ocupar gran parte de las provincias de Güeldres y Overijssel, situadas al norte de los ríos Rin y Mosa, y en julio de 1594 completaban la conquista de la provincia de Groninga en el norte, con lo que se creaba un frente más corto, desde Sluis, en el mar, hasta el ducado de Cléveris, al este de Nimega.
En 1595 Felipe II nombró gobernador de los Países Bajos al archiduque don Alberto de Austria, el esposo de su hija doña Isabel Clara Eugenia, los cuales se convirtieron, a la muerte del rey en 1598, en soberanos de los Países Bajos, al heredar aquella la Corona. La defensa y la política exterior del país quedaron de todas formas en manos de la Corona española. Tras la muerte de Guillermo de Orange, el mando del ejército de las provincias rebeldes pasó a su hijo Mauricio de Nassau–Orange, que lo reformó, haciendo de él un peligroso oponente al ejército español de Flandes, como se demostró en la batalla de Nieuwpoort, donde por primera vez las tropas holandesas vencieron a la españolas en campo abierto.
La estabilización de la frontera cambió la forma de hacer la guerra practicada en Flandes. De una continua e intensiva serie de escaramuzas, golpes de mano, asaltos, tomas de pueblos y ciudades, salpicados con alguna batalla a lo largo de una frontera irregular, se pasó a un pulso anual de resistencia en que cada ejército sitiaba una o varias ciudades enemigas, que usualmente contaban con modernas fortificaciones, durante largos asedios en los que era necesario emplear a todo un ejército para finalmente rendir por hambre a la ciudad. El intento de la parte contraria por levantar el sitio de una ciudad asediada, enviando a un ejército en su ayuda, llevó a un aumento de las batallas en campo abierto. A partir de la década de los noventa y hasta el final de la guerra, la mayor parte de los enfrentamientos entre españoles y holandeses se dieron por el control de las ciudades ribereñas de los ríos Ijssel, Mosa y Waal, donde muchas de las ciudades cambiaron de mano más de una vez. Para evitar los intentos del ejército español de Flandes de invadir el territorio y tomar las ciudades rebeldes, los holandeses construyeron un muro defensivo a lo largo de la orilla de los ríos Ijssel y Mosa que enlazaba con las fortificaciones de las ciudades y que consiguió evitar el intento de invasión realizado por los españoles en 1606. Tras la derrota en Francia de la Liga Católica y de sus aliados españoles, el nuevo rey de Francia, Enrique IV, conseguirá extender su influencia al sur de Alemania, Suiza y el norte de Italia hasta que en 1601 cae en su poder todo el Camino Español, cortando las comunicaciones por tierra entre la Lombardía y Flandes.
La muerte de la reina Isabel I en 1603 abre el camino para una paz con Inglaterra que acabe con la ayuda que prestaban los ingleses a los holandeses. El 29 de septiembre de 1603 se entrega a don Ambrosio Spínola el mando de las tropas que llevaban dos años sitiando la ciudad de Ostende con la promesa de reconquistarla en el plazo de un año; promesa que cumple el 22 de septiembre de 1604. Gracias a su victoria fue nombrado maestre de campo general y el año siguiente superintendente de Hacienda, con lo que se hacía con todo el mando y los ingresos del ejército.
Ya desde 1600, el nuevo rey Felipe III quería una tregua en los Países Bajos que los holandeses rechazaban, ya que su situación era mucho mejor que en épocas anteriores, pero la toma de Ostende dejó libre al ejército para iniciar de nuevo la ofensiva. Durante 1605 y 1606 el ejército de Flandes flanqueó la barrera defensiva construida por los holandeses y consiguió tomar las ciudades de Oldenzaal, Lingen, Wachtendonk, el castillo de Cracau, Lochem, Gróenlo, Bredevoort, Rheinberg y derrotar a Federico y a su hermano Mauricio de Nassau en la batalla de Mülheim. Pero pese a estas victorias no puede penetrar profundamente en el territorio rebelde. La falta de pagas para los soldados provocó que se produjeran los mayores motines de tropas ocurridos hasta entonces y que hicieran inviable continuar con la campaña. El 14 de diciembre, el Consejo de Estado aconseja al rey abandonar Flandes. Inesperadamente los holandeses hicieron una oferta de cese de hostilidades y la lucha finalizó el 24 de abril de 1607. Las negociaciones continuaron hasta el 9 de abril de 1609 en que se firma la Tregua de los Doce Años.
En 1622, un ataque español sobre la plaza de Bergen op Zoom fue repelido. En 1625, Mauricio moría mientras España ponía sitio a la ciudad de Breda. Su medio hermano Federico Enrique de Orange–Nassau tomó el mando del ejército, pero finalmente el comandante genovés al servicio de España, Ambrosio Spínola, tuvo éxito y ocupó Breda, episodio inmortalizado por Velázquez en su famoso cuadro Las Lanzas. Sin embargo, y a pesar de esta gran victoria, la partida se fue inclinando del lado holandés. Federico Enrique conquistó en 1629 la plaza de Balduque (en el norte de Brabante), considerada inexpugnable. Esta pérdida constituyó un serio revés para España. Tres años después, en 1632, Federico Enrique capturó Venlo, Roermond y Mastrique durante la famosa Marcha del Mosa. No obstante, los posteriores intentos de atacar Amberes y Bruselas fracasaron. Los holandeses se vieron decepcionados por la falta de apoyo de la población flamenca debido fundamentalmente a las diferencias religiosas: mientras que los holandeses eran calvinistas, los flamencos eran católicos.
La guerra en ultramar
Las posesiones de los Estados contendientes ya no se circunscribían a Europa, por lo que además la guerra se extendió a las colonias de éstos. En el caso español, la unión dinástica con Portugal había puesto bajo la soberanía de los Habsburgo españoles el imperio colonial portugués. Así, se dieron enfrentamientos en las Indias Orientales (en Macao, en Ceilán, en Formosa y en las Filipinas) y en las Indias Occidentales, sobre todo en Brasil. La mayor parte de estos conflictos se denominaría guerra luso–holandesa. En las colonias occidentales, la mayor parte de los problemas se originaron con las actividades de corsarios holandeses, que actuaban en las rutas mercantiles del mar Caribe. En este frente de la guerra el acontecimiento más destacable fue la captura de 16 barcos de la Flota de Indias por parte del corsario holandés Piet Hein en 1628 en la batalla de la bahía de Matanzas, logrando un gran botín, el mayor que perdió la Flota de Indias.
Todos los bandos en la guerra llegaron a la conclusión de que España nunca conseguiría restaurar su poder sobre los territorios al norte del delta del Mosa y del Rin, y que las Provincias Unidas septentrionales nunca lograrían conquistar las provincias del sur. En 1639 una escuadra española llegó a Flandes con 14.000 soldados para contribuir a las operaciones en el norte. Sin embargo, la Armada fue derrotada en la batalla naval de las Dunas al atracar en el teórico territorio amigo inglés. Los ingleses traicionaron a los españoles, rompiendo el Tratado de paz de 1605. Esta victoria no solo tuvo consecuencias en la guerra de Flandes, sino que marcó también el fin de España como la potencia marítima dominante en el mundo. En 1643 Felipe IV dio instrucciones al secretario don Francisco de Galarreta para iniciar conversaciones de paz con los holandeses que condujeran a la Paz definitiva.
El 30 de enero de 1648 la guerra en los Países Bajos terminó con el Tratado de Münster. Este tratado, firmado entre España y las Provincias Unidas, era solo una parte de la Paz de Westfalia, que puso fin a la guerra de los Treinta Años. La República de las Provincias Unidas fue reconocida como estado independiente y conservó muchos de los territorios que había conquistado durante los últimos compases de la guerra.
La batalla naval de las Dunas
Esta decisiva batalla naval tuvo lugar el 21 de octubre de 1639 en la rada de las Dunas —o de los Bajíos, the Downs en inglés—, cerca de la costa del condado de Kent, en Inglaterra, fue un enfrentamiento entre la Armada española y una escuadra holandesa.
En 1639 se formó en Cádiz una flota de 23 barcos y 1.679 hombres de mar para operar contra Francia y Holanda al mando de don Antonio de Oquendo. Zarpó hacia Flandes y se unió en La Coruña a la escuadra de Dunquerque. Acompañaban a la armada doce buques ingleses que transportaban tropas y dinero a Flandes para pagar a los veteranos de los Tercios que llevaban allí bastante tiempo combatiendo. A finales de agosto, llegaron a La Coruña los navíos de don Antonio de Oquendo, fondeando fuera del puerto para permitir la salida del resto de la flota. Se reunieron así las escuadras de don Antonio de Oquendo, de don Martín Ladrón de Guevara, de Nápoles, con el general don Pedro Vélez de Medrano y el almirante don Esteban de Oliste. La de don Jerónimo Masibriadi, con la del almirante don Mateo Esfrondati procedente de Cádiz. Estaban formadas por el sistema mixto de contrata y embargo, llevando barcos de Ragusa, Nápoles, Dinamarca y Alemania, siendo un total de veintidós barcos, entre los que había pocos buques españoles. En La Coruña se unieron las escuadras de: don Lope de Hoces, con don Tomás de Echaburu de almirante. La flota de Galicia, con el general don Andrés de Castro y el almirante don Francisco Feijoo. La de Dunquerque con el general don Miguel de Horna y el almirante don Matías Rombau. Éstas eran naves de asiento y embargadas, y provenían de Vizcaya, de la Hermandad de las Cuatro Villas, de Galicia, Portugal y Flandes. Se supone que eran 29. Además, les acompañan 12 navíos ingleses fletados como transporte de tropas. Entre todas llevaban, según las versiones extranjeras, veintisiete mil hombres. Algunas versiones españolas los reducen a seis mil. En realidad debieron ser unos catorce mil, de los que ocho mil serían hombres de mar y guerra, y el resto infantería. Para el conde–duque de Olivares, los buques y dotaciones estaban en un estado excelente de preparación y adiestramiento, y no había salido armada como ésta desde la jornada de Inglaterra. Para el almirante Feijoo, de la escuadra de Galicia, estaban faltos de todo, la gente era forzada, no había bastantes artilleros y tenían poca experiencia.
El 31 de agosto se hacen a la mar, dejando a los transportes ingleses navegar libremente, lo que fue un error, ya que los holandeses apresaron al menos a tres, con mil setenta infantes. La vanguardia la formaba la escuadra de Dunquerque, como expertos en aguas del mar del Norte. En el canal de la Mancha les esperaba el almirante holandés Martín Harpertz Tromp, con unas cuantas naves. Se avistaron las escuadras el 15 de septiembre al anochecer y, al amanecer del 16, Oquendo intentó abordar a la nao capitana holandesa, no consiguiéndolo y recibiendo a cambio numerosos cañonazos, que dejaron su nave casi desaparejada y con cuarenta y tres muertos y otros tantos heridos. A lo largo del día, se entablaron escaramuzas, con el único resultado de la voladura de una nave holandesa. El combate continuó el día 17, entre reyertas esporádicas con duelo artillero, sin permitir los holandeses que los españoles se acercasen a tiro de arcabuz. La dotación de los buques españoles incluía a infantes adiestrados en el abordaje, de ahí el interés de los holandeses en evitar el combate cuerpo a cuerpo. El día 18 se le unen a Tromp dieciséis naves, pero se mantuvo la misma táctica. Cayeron en el combate los almirantes Guadalupe y Ulajani, estando a punto de ser apresado el galeón de éste.
En estos tres días de combate, los contendientes agotaron toda la pólvora y municiones. Tromp entró en Calais, donde el gobernador le facilitó quinientas toneladas de pólvora, reparó sus buques, pudo desembarcar a los heridos y, en veinte horas, estar de nuevo en el mar listo para el combate. Oquendo podría haber hecho lo mismo en los puertos amigos de Mardique —hoy Fort–Mardyck, diez kilómetros al oeste de Dunquerque—, pero, dudando del calado de Mardique, donde pensaba que no podían entrar sus grandes galeones, dada la proximidad de la rada de las Dunas en la costa del condado de Kent, en Inglaterra, y considerando que los ingleses eran neutrales, decidió refugiarse allí, para intentar aprovisionarse y reparar sus barcos. A los ingleses les disgustó la decisión española de recalar en su puerto, y el enfado se agravó por no haber saludado Oquendo a la bandera inglesa del almirante Pennigton, cuyo buque se encontraba fondeado en la rada. Ante el enfado inglés, y dada su precaria situación, Oquendo cedió. Los ingleses facilitaron el fondeadero interior a los españoles y se colocaron entre la armada española y la flota holandesa.
Oquendo intentó conseguir pertrechos de guerra, informando de su presencia al embajador de España en Londres y al gobernador de los Países Bajos, consiguiendo así refuerzos de marineros y soldados desde Dunquerque. Organizó transportes en buques ligeros para llevar a Flandes el dinero y los soldados que transportaba con ese destino. El 27 de septiembre, aprovechando una espesa niebla, organizó un convoy con trece pataches y fragatas que acompañaron a cincuenta y seis embarcaciones costeras —la mayoría pesqueros venidos de Dunquerque—, que llegó sin novedad a Flandes, pese a estar Tromp bloqueando la salida de la rada.
Éste mantuvo una escuadra fondeada en la salida de la rada y otra navegando por el Canal. Disponía de entre ciento catorce y ciento veinte naves, entre ellas diecisiete brulotes. El 20 de octubre, Oquendo llevaba un mes fondeado en la rada de las Dunas, cuando llegó el primer suministro de pólvora. Resultó escaso y lo repartió entre los galeones mejor artillados. Tromp tuvo noticias de ello y decidió atacar antes de que los españoles se hubiesen rearmado completamente, por lo que expone al almirante inglés que ha sido atacado por los españoles y que, por lo tanto, procede a atacarles. Lanza sus brulotes sobre la escuadra fondeada, pero los españoles pican amarras y se hacen a la mar. Entre la confusión producida por los brulotes y una espesa neblina, solo consiguen salir de la rada veintiún buques para enfrentarse a más de cien holandeses. Los demás varan en los bancos de arena y la costa de los Bajíos. Tromp lanzó tres brulotes contra la nao capitana de Oquendo. Éste consiguió desembarazarse de los tres, pero uno de ellos se enganchó en la proa del galeón Santa Teresa, de Lope de Hoces, que le seguía y que se perdió envuelto en llamas. La batalla se entabló con los galeones españoles luchando de forma aislada contra fuerzas cinco veces superiores. Al anochecer, aprovechando la oscuridad, algunos navíos españoles consiguieron burlar a sus atacantes y, los que pudieron, se dirigieron a Mardique, a donde llegaron las naves de Oquendo, de Masibriadi y siete buques más de la escuadra de Dunquerque. Del resto de los barcos, nueve se rindieron; estaban en tan mal estado que tres se hundieron cuando eran llevados a puerto holandés. Los demás embarrancaron en las costas francesas o flamencas para no entregarse al enemigo. De los que habían varado en los Bajíos, nueve consiguieron llegar a Dunquerque. Las pérdidas españolas fueron estimadas por los holandeses en cuarenta y tres buques y seis mil hombres, y las holandesas estimadas por los españoles en diez buques y unos mil hombres.
Dicen que Oquendo, que estaba gravemente enfermo, dijo al llegar a Mardique: «Ya no me queda más que morir, pues he traído a puerto con reputación la nave y el estandarte». Hubo quien, desde España, vio la acción de Oquendo como una gran hazaña, puesto que había conseguido llevar los refuerzos y los dineros al ejército de Flandes y salvó la nao capitana y el estandarte real ante fuerzas abrumadoramente superiores.
Oficial español de los Tercios de Flandes con armadura completa

La contraarmada inglesa de 1589

En medio de la guerra anglo-española de 1585–1604 se dio el poco conocido episodio de la «Invencible» inglesa o Contraarmada, una flota de invasión enviada contra la península Ibérica por la reina Isabel I de Inglaterra en la primavera de 1589. Los anglosajones se refieren a ella como English Armada, Counter Armada o Drake–Norreys Expedition. Esta última denominación se debe a que la expedición fue mandada por sir Francis Drake, que ejercía de almirante de la flota, y por sir John Norreys en calidad de comandante de las tropas de desembarco. La intención de esta fuerza de invasión era aprovechar la ventaja estratégica obtenida sobre España tras el fracaso de la Armada enviada por Felipe II contra Inglaterra el año anterior. Los objetivos ingleses eran tres. El primero y fundamental era destruir el grueso de los restos de la Armada española que se encontraban en reparación en los puertos de la costa cantábrica, principalmente en Santander. El segundo objetivo era tomar Lisboa y entronizar al prior de Crato, don Antonio de Crato pretendiente a la Corona portuguesa, y primo de Felipe II, que viajaba con la expedición inglesa. Crato había firmado con Isabel I unas cláusulas secretas por las que, a cambio de la ayuda inglesa, le ofrecía cinco millones de ducados de oro y un tributo anual de 300.000 ducados. También le ofrecía entregar a Inglaterra los principales castillos portugueses, y mantener a la guarnición inglesa a costa de Portugal. Unas condiciones draconianas que, de facto, sometían a Portugal a una situación mucho peor que si continuaba bajo la soberanía de España. Asimismo, prometía el pretendiente darle quince pagas a la infantería inglesa y permitir que Lisboa fuera saqueada durante doce días, siempre que se respetasen las haciendas y vidas de los portugueses, y se limitase el saqueo a la población y haciendas de los españoles. Además de todo esto, se daba vía libre para la penetración inglesa en Brasil y en el resto de las posesiones coloniales portuguesas. Estas cláusulas convertían a Portugal en un vasallo de Inglaterra y le brindaban a Isabel I la posibilidad de obtener su propio imperio colonial. Finalmente, como tercer objetivo, se tomarían las islas Azores y capturaría a la Flota de Indias. Esto último permitiría a Inglaterra tener una base permanente en el Atlántico desde la que atacar los convoyes españoles procedentes de América, lo que supondría un avance significativo hacia el objetivo más a largo plazo de arrebatar a España el control de las rutas comerciales hacia el Nuevo Mundo.
La operación acabó en una derrota sin precedentes para los ingleses, de proporciones aún mayores que el descalabro de la famosa Armada española. A raíz de este desastre, el que había sido hasta entonces héroe popular en Inglaterra, sir Francis Drake, cayó en desgracia.
Objetivos y organización de la expedición inglesa
El objetivo básico de Isabel I era aprovechar la supuesta debilidad de la Armada española tras de el fracaso de 1588 y asestar un golpe definitivo a Felipe II, obligándolo a aceptar los términos de paz que Inglaterra impusiese. El primer punto del plan consistía en destruir los restos de la Armada Invencible, mientras estaban sometidos a reparaciones en sus bases de La Coruña, San Sebastián y sobre todo, Santander. Además, se aprovecharían estos ataques para abastecerse de agua y víveres mediante el saqueo de dichas localidades. Posteriormente, se desembarcaría en Lisboa para apoyar una revuelta contra Felipe II en Portugal, país recientemente anexionado al Imperio Español. De este modo, y una vez asegurado el control sobre Portugal, Inglaterra se convertiría en principal aliado y socio comercial del país, y se adueñaría de alguna de las islas Azores para disponer así de una base permanente en el Atlántico desde la que atacar a las flotas comerciales españolas.
La Invencible Inglesa acometió con evidente exceso de optimismo una empresa que resultaba prácticamente imposible dada la tecnología disponible en aquella época. Posiblemente influidos por el exitoso ataque de Drake a Cádiz en 1587, los ingleses cometerían graves errores tácticos y estratégicos, que desembocarían en un desastre. Todo el plan se construyó como si de una operación comercial se tratase. La expedición fue financiada por una compañía privada con acciones cuyo capital era de 80.000 libras. Del capital, un cuarto lo pagó la reina, un octavo el gobierno holandés y el resto varios nobles, mercaderes, navieros y gremios. Todos ellos esperaban no ya recuperar lo invertido, sino obtener grandes beneficios. Este criterio organizativo, basado en un conjunto de intereses económicos particulares, se había mostrado efectivo hasta aquel momento para promocionar expediciones de barcos negreros y corsarios, basadas fundamentalmente en ataques por sorpresa a poblaciones costeras indefensas, o desprevenidas. Pero en esta ocasión, dada la enormidad de los objetivos estratégicos y la duración de la campaña frente a un enemigo alerta, se demostraría calamitoso.
A diferencia de los españoles, los ingleses no tenían en aquel momento ninguna experiencia en la organización de grandes campañas militares, ya fuesen éstas navales o terrestres, por lo que la logística fue muy deficiente. Diversas preocupaciones unidas al mal tiempo retrasaron la salida de la flota. Además, los holandeses no proporcionaron todos los barcos de guerra que habían prometido, pues, hay que decirlo, recelaban de los ingleses. El retraso en la partida provocó que se consumiera un tercio de las provisiones antes de salir del puerto, quedándoles solo para dos semanas de campaña. Solo había 1.800 soldados veteranos frente a 19.000 voluntarios novatos e indisciplinados, que no se contaba con la artillería y las máquinas de asedio necesarias para tomar fortalezas tan sólidas como las españolas, construidas con gruesos muros de piedra. Tampoco se disponía de fuerzas de caballería para cargar contra la bien entrenada infantería española en las operaciones terrestres. Es más, en tierra, los ingleses no eran rival para los Tercios españoles. Es posible que los que diseñaron y organizaron la expedición inglesa subestimasen a los españoles y el problema logístico debido a que cuando combatieron contra la Grande y Felicísima Armada el año anterior, lo hicieron frente a sus propias costas, siendo constantemente aprovisionados por pequeñas embarcaciones que iban y venían llevándoles todo lo que necesitaban. Atacar la Península era otra cosa.
Quizá un punto controvertido fue la decisión de otorgar el mando de la escuadra a sir Francis Drake. Si bien Drake había obtenido notables éxitos actuando como corsario y contrabandista de esclavos negros, pero numerosos compañeros del «gremio» de los filibusteros habían criticado furiosamente su actitud durante la campaña contra la Armada, aunque Drake finalmente consiguió atribuirse todo el mérito de la derrota española. Una derrota de dimensiones aumentadas hasta la exageración, y de cuya trascendencia dudan diversos historiadores. Según su historial anterior, la expedición de la Invencible Inglesa requería de un jefe con sus supuestas cualidades: o lo que es lo mismo, de un comandante familiarizado con las acciones de corso. Pero dirigir las operaciones en alta mar contra una flota armada, no es lo mismo que atacar por sorpresa poblaciones desprevenidas, o a barcos mercantes indefensos. Por lo que los hechos posteriores demostrarían que el filibustero Drake no era el hombre adecuado para mandar una gran expedición naval.
Ejecución del plan
Sir Francis Drake siempre fue considerado como un filibustero por las autoridades españolas, mientras que en Inglaterra se le valoró como corsario y se le honró como héroe. Lo cierto es que unas veces actuó como filibustero, y otras como corsario. Los filibusteros eran piratas, que por los siglos XVI y XVII formaron parte de los grupos que infestaron el mar de las Antillas. Filibusteros eran también aquellos que conspiraban en secreto por la emancipación de las provincias americanas de España. Los corsarios, por su parte, eran buques que mandados por un capitán, con patente del gobierno de su nación, se dedicaban a la piratería, repartiendo el producto de sus rapiñas entre la tripulación, y reservando una parte del botín para el monarca que les concedía dicha licencia de corso, a condición de que solo asaltasen y robasen las naves de otros países.
La flota inglesa partió de Plymouth el 13 de abril de 1589. Al salir, la flota consistía en 6 galeones reales, 60 buques mercantes ingleses, 60 urcas holandesas y unas 20 pinazas, además de docenas de barcazas y lanchas. En total, entre 170 y 200 naves, mucho más numerosa que la Armada española, compuesta por entre 121 y 137 barcos. Además de las tropas de tierra, embarcaron 4.000 marineros y 1.500 oficiales. El número total de combatientes, entre marinos y soldados, fue contabilizado antes de zarpar en 27.667 hombres. Emulando la táctica utilizada el año anterior frente a los españoles, Drake dividió su flota en 5 escuadrones, mandados respectivamente por él (Revenge), Norreys (Nonpareil), el hermano de Norreys, Edward (Foresight), Thomas Fenner (Dreadnought) y Roger Williams (Swiftsure). Junto a ellos, y en contra de las órdenes de la reina —que había prohibido expresamente su participación en la campaña—, navegaba el amante de Isabel I, la Reina Virgen: sir Robert Devereux, II conde de Essex.
Desde el primer momento, la indisciplina de la chusma que componía las tripulaciones inglesas, se hizo notar. Antes incluso de llegar a divisar la costa española, ya habían desertado una veintena de pequeñas embarcaciones, con un total de unos 2.000 hombres a bordo. A ello se sumó la desobediencia del propio Drake, quien se negó a atacar Santander como se le había ordenado, alegando vientos desfavorables y el temor a verse cercado por la flota española en el golfo de Vizcaya, o a embarrancar en el Cantábrico. En su lugar, Drake decidió poner rumbo a la ciudad gallega de La Coruña. No están claros los motivos que le llevaron a tomar esta decisión, pero pudo haber dos razones fundamentales: en primer lugar el deseo de Drake de repetir su éxito de 1587 cuando atacó Cádiz, pues corría el rumor de que en La Coruña se custodiaba un fabuloso tesoro valorado en millones de ducados, lo cual era falso, y por otra parte La Coruña era base de partida de numerosas flotas españolas, por lo que poseía grandes reservas de víveres.
Ataque a La Coruña (4–19 de mayo de 1589)
Las defensas de La Coruña eran bastante deficientes. Tras divisarse las primeras velas inglesas en el horizonte, se ordenó encender fuego en la Torre de Hércules para avisar del peligro a toda la comarca. El gobernador de la ciudad, el marqués de Cerralbo reuniendo a los pocos soldados de los que disponía, además de las milicias locales y los hidalgos tan solo podía contar con unos 1.500 hombres. A pesar de todo, la población civil de la ciudad se dispuso a ayudar a la defensa en todo lo que fuese necesario, lo cual resultaría decisivo. En cuanto a la flota disponible, tan solo se contaba con el galeón San Juan, la nao San Bartolomé, la urca Sansón y el pequeños galeón San Bernardo, así como con dos galeras, la Princesa, mandada por el capitán Pantoja, y la Diana bajo mando del capitán Palomino.
El 4 de mayo la flota inglesa se asomaba a la bocana del puerto de la ciudad gallega. El San Juan, la Princesa y la Diana se apostaron junto al fuerte de San Antón y cañonearon, apoyadas por las baterías del fuerte, a la flota inglesa a medida que ésta se iba introduciendo en la bahía, forzando así a los atacantes a mantenerse alejados. Unos 8.000 ingleses desembarcaron al día siguiente en la playa de Santa María de Oza, en la orilla opuesta al fuerte, llevando a tierra varias piezas de artillería y batiendo desde allí a los barcos españoles que no podían cubrirse ni responder al fuego enemigo. Finalmente, los marinos españoles tomaron la decisión de incendiar el galeón San Juan y resguardar a las galeras en el puerto de Betanzos, dejando a la mayor parte de las tripulaciones en la ciudad para unirse a la defensa.
Durante los siguientes días, las tropas inglesas bajo mando de John Norreys atacaron la ciudad, tomando sin demasiada dificultad la parte baja de La Coruña, saqueando el barrio de La Pescadería, y matando a unos 500 españoles, entre los cuales se contaron numerosos civiles: ancianos, mujeres y niños. Tras esto, los hombres de Norreys se lanzaron a por la parte alta de la ciudad, pero esta vez se estrellaron contra las murallas. Apostados tras ellas, la guarnición española y la población de la villa, incluyendo a mujeres y niños, se defendió con total determinación del ataque inglés, matando a cerca de 1.000 asaltantes. Fue durante esta acción donde se distinguió la que hoy en día sigue siendo considerada heroína popular en la ciudad de La Coruña: doña María Mayor Fernández de la Cámara y Pita, más conocida como «María Pita». La leyenda cuenta que muerto su marido en los combates, cuando un alférez inglés arengaba a sus tropas al pie de las murallas, doña María se fue sobre él con una pica y lo atravesó, arrebatándole además el estandarte, lo que provocó el derrumbe definitivo de la moral de los filibusteros ingleses. Otra mujer que aparece en las crónicas de la época por su distinción en los combates fue doña Inés de Ben. María Pita fue nombrada por Felipe II alférez perpetuo, y el capitán don Juan Varela fue premiado por su heroica actuación al mando de las tropas y milicias coruñesas.
Finalmente, y ante la noticia de la llegada de refuerzos terrestres, las tropas inglesas abandonaron la pretensión de tomar la ciudad y se retiraron para reembarcar el 18 de mayo habiendo dejado tras de sí unos 1.000 muertos españoles, y habiendo perdido por su parte unos 1.300 hombres, además de entre 2 y 3 buques y 4 barcazas de desembarco, todos ellos hundidos por los cañones del fuerte y los barcos españoles. Además, en aquel momento las epidemias empezaron a hacer mella entre las tropas inglesas, lo cual unido al duro e inesperado rechazo en La Coruña contribuyó al decaimiento de la moral y al aumento de la indisciplina entre los ingleses. Tras hacerse a la mar, otros diez buques de pequeño tamaño con unos 1.000 hombres a bordo decidieron desertar y tomaron rumbo a Inglaterra. El resto de la flota, a pesar de no haber conseguido aprovisionarse en La Coruña, prosiguió con el plan establecido y puso rumbo a Lisboa.
Ataque a Lisboa (26 de mayo–16 de junio de 1589)
Tras el fracaso en La Coruña, el siguiente paso era provocar el levantamiento portugués contra los españoles. La aristocracia portuguesa había aceptado a Felipe II como rey de Portugal en 1580 quedando el país anexionado a España. El pretendiente, el prior de Crato, no habiendo sido capaz de establecer un gobierno en el exilio, había pedido ayuda a Inglaterra para tratar de hacerse con la Corona portuguesa. Isabel I aceptó ayudarle con el objetivo de disminuir el poder de España en Europa, obtener una base permanente en las islas Azores, desde la que atacar a los mercantes españoles y, finalmente, arrebatar a España el control de las rutas comerciales a las Indias Occidentales. El prior de Crato, heredero de la Casa de Avís, no era un candidato demasiado bueno: carecía de carisma, su causa estaba comprometida por falta de legitimidad, y tenía un oponente mejor visto por las Cortes portuguesas, doña Catalina, duquesa de Braganza. Este hecho ponía en duda la estrategia inglesa para Portugal, pues se suponía que don Antonio de Crato debería captar seguidores y liderarlos en la guerra contra España.
Con unos precedentes poco halagüeños, finalmente la flota inglesa fondeó en la ciudad portuguesa de Peniche el 26 de mayo de 1589 e inmediatamente comenzó el desembarco de las tropas expedicionarias comandadas por Norreys. Pese a no contar con resistencia de consideración, los ingleses perdieron 80 hombres y unas 14 barcazas debido a la mala mar. Inmediatamente la fortaleza de la ciudad, bajo mando de un seguidor de Crato, se rindió a los invasores. Acto seguido, el ejército comandado por Norreys, compuesto a aquellas alturas de la misión por unos 10.000 hombres, partió rumbo a Lisboa, defendida mayormente por una guardia teóricamente poco afecta a Felipe II. Paralelamente, la flota comandada por Drake también puso rumbo a la capital portuguesa. El plan consistía en que Drake forzaría la boca del Tajo y atacaría Lisboa por mar, mientras Norreys, que iría reuniendo adeptos y pertrechos por el camino, atacaría la capital por tierra para finalmente tomarla.
Pero lo cierto es que el ejército inglés tuvo que soportar una durísima marcha hasta llegar a Lisboa, siendo diezmados por los constantes ataques de las partidas hispano–lusas, que les causaron cientos de bajas, y por las epidemias que ya traían de los barcos. Además, las autoridades españolas habían vaciado de materiales y pertrechos utilizables por los ingleses todos los pueblos entre Peniche y Lisboa. Por otro lado, la esperada adhesión de la población portuguesa no se produjo nunca. Más bien al contrario, la población civil lusa hizo el completo vacío a las tropas inglesas, y en todo el camino hacia Lisboa los ingleses no consiguieron sumar más que unos 300 hombres. En realidad, parece que para los portugueses de a pie, los supuestos libertadores no eran más que unos herejes que llevaban años saqueando sus costas y atacando sus barcos pesqueros y mercantes. Por otro lado, los ingleses no contaban más que con 44 caballos, por lo que tenían que transportar la mayor parte del material haciendo uso de los soldados. Al llegar los ingleses a Lisboa, tras haber recorrido 75 kilómetros infernales, su situación era dramática porque carecían de medios para forzar su entrada en la capital. Les faltaban pólvora y municiones, no tenían caballos ni cañones suficientes y se les habían agotado los alimentos.
Sorprendentemente para los ingleses, la ciudad no solo no daba muestras de pretender rendirse, sino que se aprestaba a la defensa. La guarnición lisboeta estaba compuesta por unos 7.000 hombres entre españoles y portugueses. Si bien las autoridades españolas no confiaban totalmente en las tropas portuguesas, nunca llegaron a producirse levantamientos ni motines. Por otra parte, en el puerto fondeaban unos 40 barcos de vela bajo mando de don Matías de Alburquerque, y las 18 galeras de la Escuadra de Portugal, bajo mando de don Alonso de Bazán —hermano del ilustre marino español—, se preparaban para el combate. Inmediatamente las galeras de Bazán atacaron a las fuerzas terrestres inglesas desde la ribera del Tajo causando numerosas bajas a los invasores con su artillería y con el fuego de mosquetería de las tropas embarcadas. Los ingleses buscaron refugio en el convento de Santa Catalina, pero fueron acribillados por la artillería de la galera comandada por el capitán Montfrui, y se vieron forzados a salir y continuar la marcha bajo un fuego incesante. La noche siguiente, los soldados de Norreys montaron su campamento en la oscuridad para evitar ser detectados por las temibles galeras. Al no conseguir localizar la posición de las tropas invasoras, don Alonso de Bazán ordenó simular un desembarco echando varios botes al agua, indicando a sus hombres que hiciesen el mayor ruido posible, que disparasen al aire y gritasen, lo cual provocó inmediatamente la alerta y la confusión en el campamento inglés, que se preparó para la defensa. Las galeras españolas distinguieron en la oscuridad los fuegos de las antorchas y las mechas encendidas de las baterías inglesas, por lo que Bazán ordenó concentrar el fuego de sus barcos sobre las luces, lo que provocó una nueva matanza entre los ingleses. En el castillo de San Jorge, que protege Lisboa, se concentraron las tropas ibéricas en 1589.
Al día siguiente, Norreys intentó asaltar la ciudad por el barrio de Alcántara, pero de nuevo las galeras acribillaron a las tropas inglesas forzándolas a dispersarse y retirarse para ponerse a cubierto, tras haberles causado un gran número de muertos. Tras conocerse que algunos habían vuelto a buscar refugio en el convento de Santa Catalina, las galeras abrieron de nuevo fuego contra el edificio forzando a los atrincherados a salir y matando a muchos de ellos. Posteriormente, los prisioneros ingleses relatarían el pavor que les producían las galeras de Bazán, responsables de un enorme número de bajas entre sus filas. Finalmente Bazán desembarcó 300 soldados para atacar desde tierra al maltrecho ejército inglés.
Durante los combates, la pasividad de Drake que no se decidía a entrar en batalla provocó un aluvión de reproches por parte de Norreys y Crato que lo acusaron de cobardía. Drake alegaba que no tenía posibilidades de entrar en Lisboa debido a las fuertes defensas y al mal estado de su tripulación. Lo cierto es que mientras las tropas terrestres llevaban todo el peso de la batalla, el almirante inglés se mantenía a la expectativa, bien porque realmente no pudiese hacer nada, bien porque estuviese esperando el momento adecuado para entrar en batalla cuando la victoria fuese segura y recoger los laureles. En cualquier caso, el 11 de junio entraban en Lisboa otras 9 galeras de la Armada española, bajo el mando de don Martín de Padilla, transportando a 1.000 soldados de refuerzo. Esto supuso el punto de inflexión definitivo en la batalla, y el 16 de junio, siendo ya insostenible la situación del ejército inglés, Norreys ordenó la retirada. Inmediatamente las tropas hispano–lusas salieron en persecución de los ingleses. Si bien no se registraron combates de entidad, las tropas ibéricas hicieron numerosos prisioneros que iban quedando rezagados y se apropiaron de gran cantidad de pertrechos ingleses. Sorprendentemente, también se hicieron con los papeles secretos de don Antonio de Crato, que incluían una lista con los nombres de numerosos conjurados contra el rey Felipe II de España.
Persecución de la flota inglesa. Principales combates navales
Tras la dura derrota sufrida por el ejército de Norreys, el filibustero Drake decidió abandonar con su flota las aguas lisboetas y adentrarse en el Atlántico. Por su parte, los marinos españoles se dispusieron para iniciar la persecución del enemigo. Don Martín de Padilla, al mando de la Escuadra de galeras de España, contaba con una gran experiencia en combate, ya que llevaba más de 20 años comandando flotas de galeras en una lucha sin cuartel contra piratas y corsarios turcos, argelinos e ingleses, desde que en 1567 se le otorgara el mando de la Escuadra de galeras de Sicilia. Padilla sabía muy bien que una galera no podía enfrentarse con posibilidades de éxito a cualquier velero de tonelaje medio, pues las galeras estaban muy poco artilladas, tan solo contaban con un cañón de grueso calibre y varias piezas de menor tamaño y alcance, y todas ellas situadas a la proa de la embarcación. A esto se unía el fuego de mosquetería de las tropas embarcadas. Si bien las galeras eran ideales para atacar tropas terrestres desde las aguas costeras poco profundas, como se había demostrado una vez más en Lisboa, éstas eran claramente inferiores a cualquier buque de guerra en un combate naval. No obstante, existía una condición táctica en la que una flota de galeras podía hacer mucho daño a una formada por veleros: la ausencia de viento. Esta circunstancia dejaba a los barcos de vela prácticamente inmóviles, sin capacidad de maniobra y al capricho de las corrientes marinas. En cambio, las galeras podían utilizar su propulsión a remo para maniobrar y situarse a popa del velero, batiéndolo con su escasa artillería de modo que los proyectiles atravesasen el velero longitudinalmente causando grandes estragos y sin exponerse a los cañones situados en el costado enemigo. En cualquier caso, esta maniobra era extremadamente arriesgada, pues la aparición repentina del viento podía permitir al velero ponerse de costado a la galera atacante y destrozarla gracias a su abrumadora superioridad artillera.
De este modo, Padilla partió el 20 de junio en persecución de la flota inglesa al mando de 7 galeras: la capitana comandada por el propio Padilla, la segunda comandada por don Juan de Portocarrero, la Peregrina, la Serena, la Leona, la Palma y La Florida. Los españoles mantuvieron la distancia con la flota enemiga, esperando un golpe de fortuna que dejase a los ingleses sin viento y permitiese atacarlos y destruirlos. El comandante español estaba preocupado por los planes de Drake, y temía que su intención fuese volver sobre Cádiz para a atacarla como ya había hecho en 1587. Durante la noche, Padilla se adentró entre la flota enemiga, y envió a un capitán inglés católico a bordo de un esquife para ponerse en contacto con los marinos ingleses y tratar de averiguar sus planes. La única información que pudieron obtener fue que las tripulaciones inglesas se encontraban enfermas y desmoralizadas. Los vientos flojos impedían a los ingleses alejarse de las costas portuguesas, y finalmente llegó a los españoles la oportunidad que estaban esperando. Con vientos muy débiles que impedían maniobrar a los veleros, las galeras se lanzaron a la caza. Padilla ordenó a sus barcos formar en hilera y atacar a los buques enemigos que se encontraban descolgados de la formación. Así, la fila de galeras iba situándose a popa de los buques ingleses, y batiéndolos sucesivamente con su artillería se iban relevando unas a otras a medida que se recargaban los cañones. Por su parte, las tropas embarcadas batían las cubiertas inglesas con sus mosquetes. Debido a la imposibilidad de defenderse o huir, los barcos ingleses atacados sufrieron un terrible castigo, siendo finalmente apresados 4 buques de entre 300 y 500 toneladas, un patache de 60 toneladas y una lancha de 20 remos. Durante aquellos durísimos combates murieron unos 570 ingleses, y unos 130 fueron hechos prisioneros. Entre estos últimos se contaban 3 capitanes, 1 oficial de ingenieros y varios pilotos. Por su parte, los españoles solo lamentaron 2 muertos y 10 heridos. Pero una ligera brisa comenzó a soplar de nuevo, por lo que Drake, que había sido un mero testigo del ataque pudo maniobrar con su buque insignia, y seguido por otras 4 embarcaciones mayores se dirigió hacia las galeras españolas que trataban de remolcar sus presas de vuelta a Lisboa. Los españoles decidieron entonces quemar los buques de mayor tamaño y hundir a cañonazos los más pequeños, hecho lo cual se retiraron manteniendo las distancias con los grandes veleros enemigos, que no pudieron alcanzarlos. A eso de las 5 de la tarde comenzó a soplar un fuerte viento, por lo que los ingleses largaron velas y pusieron rumbo al Norte. Tras esto, Padilla, muy preocupado por el peligro que corría Cádiz, y a pesar de haber recibido 3 nuevas galeras de refuerzo, decidió abandonar la lucha y poner rumbo a la ciudad andaluza para participar en su defensa llegado el caso. Por su parte, don Alonso de Bazán decidió relevar a Padilla con varias galeras de la Escuadra de Portugal y continuar con la persecución, apresando tres buques ingleses más durante los días siguientes. El Revenge, buque insignia de Drake en 1589, fue capturado por la Armada española en aguas de las islas Azores en 1591, dos años después del desastre inglés.
Drake puso rumbo entonces a las islas Azores, para tratar de conseguir el último de los objetivos acordados al planearse la expedición, pero sus fuerzas estaban ya muy mermadas, y fueron rechazados sin grandes dificultades por las tropas ibéricas destacadas en el archipiélago. Perdida la ventaja de la sorpresa inicial, con las tropas de desembarco diezmadas por los combates y la tripulación cada vez más cansada y afectada por enfermedades —solo quedaban 2.000 hombres capaces de luchar—, se decidió que el objetivo de formar una base permanente en las Azores no era posible. Tras otra tormenta que provocó nuevos naufragios y muertes entre los ingleses, Drake saqueó la pequeña isla de Puerto Santo en Madeira, y ya en las costas gallegas, desesperado por la falta de víveres y agua potable se detuvo en las Rías Bajas de Galicia para, el 27 de junio, arrasar la indefensa villa de Vigo, que en aquella época era un pueblo marinero de unos 600 habitantes, a pesar de lo cual, la resistencia de la población civil causó nuevas bajas a los atacantes. Al tenerse noticia de la llegada de tropas de la milicia al mando de don Luis Sarmiento, los ingleses reembarcaron cobardemente, sin presentar batalla. Tras numerosas deserciones, y un nuevo brote de tifus, Drake decidió dividir la expedición. El propio Drake, al mando de los 20 mejores bajeles regresaría a las Azores para tratar de apresar la Flota de Indias española, mientras que el resto de la expedición regresaría a Inglaterra. Essex recibió orden de Isabel de volver a la corte y Norreys decidió también poner rumbo a Inglaterra.
El 30 de junio Drake capturó una flota de barcos mercantes hanseáticos, que habían roto el bloqueo inglés rodeando las islas por Escocia. Pero aquello no sirvió para sufragar los gastos de la expedición porque para acallar las protestas de las ciudades de La Liga Hanseática, estos navíos tuvieron que ser devueltos con sus mercancías a sus legítimos propietarios. Antes de conseguir llegar de nuevo a las islas Azores, otro temporal obligó al filibustero inglés a retroceder, momento en el que se dio por vencido y ordenó la retirada poniendo rumbo a Inglaterra.
Mientras la flota inglesa navegaba dispersa debido las tempestades y a la escasez de dotaciones en los navíos, don Diego Aramburu recibió la noticia de que el enemigo navegaba en pequeños grupos por el Cantábrico camino de Inglaterra por lo que inmediatamente partió de los puertos cantábricos al mando de una flotilla de zabras a la caza de presas, consiguiendo finalmente capturar dos buques ingleses más, que remolcó a Santander. La retirada inglesa degeneró en una carrera individual en la que cada buque luchaba por su cuenta para llegar lo antes posible a un puerto amigo. El pánico y la indisciplina predominaron hasta el final en la Flota inglesa. Al arribar sir Francis Drake a Plymouth el 10 de julio con las manos vacías, habiendo perdido a más de la mitad de sus hombres y numerosas embarcaciones, y habiendo fracasado absolutamente en todos los objetivos de la expedición, la soldadesca se amotinó porque no aceptaban los cinco chelines que como paga se les ofrecieron. Y tan mal cariz tomó la protesta, que para sofocarla, las autoridades portuarias inglesas ahorcaron a siete amotinados a modo de escarmiento.
Consecuencias de la derrota inglesa
La expedición de la Contraarmada está considerada como uno de los mayores desastres militares en la historia de Gran Bretaña, quizá solo superado, siglo y medio después y durante la guerra del Asiento, por la derrota sufrida en el sitio de Cartagena de Indias de nuevo a manos de tropas españolas. Según el historiador británico M. S. Hume, de los más de 18.000 hombres que formaron aquella flota de invasión, descontados los numerosos desertores, solo 5.000 regresaron vivos a Inglaterra. Es decir, más del 70 por 100 de los expedicionarios fallecieron en la operación. Entre la oficialidad, las bajas mortales también fueron muy altas: el contraalmirante William Fenner, ocho coroneles, decenas de capitanes y centenares de nobles voluntarios murieron debido a los combates, los naufragios, y las epidemias de aquella empresa. A las pérdidas humanas hay que añadir la destrucción o captura por los españoles de al menos doce navíos, y otros tantos hundidos por temporales. Además de esto, los ingleses perdieron también unas 18 barcazas y varias lanchas.
Aparte de perder la oportunidad de aprovechar el que la Armada española se encontrase en horas bajas, los costes de la expedición agotaron el tesoro real de Isabel I, pacientemente amasado durante su largo reinado. Entre los cañones capturados en La Coruña, los bastimentos y otras mercancías de variada índole apresadas en Galicia y en Portugal, el total del botín a repartir entre los numerosos inversores no alcanzaba las 29.000 libras. Teniendo en cuenta que las pérdidas de la Corona inglesa debidas a la derrota habían superado las 160.000 libras, el negocio no podía ser más ruinoso para Isabel I, también llama la «Reina Virgen».
Ante la magnitud del desastre, las autoridades inglesas nombraron una comisión para tratar de esclarecer las causas de la derrota, pero pronto el asunto fue enterrado debido a conveniencias políticas y propagandísticas. Por su parte, el hasta entonces considerado azote de los españoles, el filibustero sir Francis Drake, quedó condenado a un casi total ostracismo tras el fracaso, asignándosele la dirección de las defensas costeras de Plymouth y negándosele el mando de cualquier expedición naval durante los siguientes 6 años. Cuando finalmente se le concedió la oportunidad de resarcirse del fracaso de 1589, otorgándosele el mando de una gran expedición naval contra la América española, de nuevo volvió a guiar a sus hombres al desastre, finalmente perdiendo la vida él mismo en 1595 en combates contra fuerzas españolas destacadas en el mar Caribe. Y es que «ser un avezado corsario, no faculta para ser un gran almirante».
La guerra anglo–española fue muy costosa para ambos países, hasta el punto de que Felipe II tuvo que declararse en bancarrota en 1596, tras otro ataque a Cádiz. Después de la muerte de Isabel I, y la llegada al trono de Jacobo I, rey de Escocia e hijo de María Estuardo, en 1603, éste hizo todo lo posible por terminar con la guerra. La paz llegó en 1604 a petición inglesa. Las cláusulas de la misma se estipulaban en el Tratado de Londres, y resultaron muy favorables a los intereses españoles. Ambas naciones estaban ya cansadas de luchar, pero especialmente Inglaterra, que en aquel momento era tan solo una potencia media y que estaba luchando en ese momento contra la monarquía más poderosa de Europa, y más cuando ya no podía sostener los costes de un conflicto que fue muy lesivo para su economía. A raíz de este acuerdo de paz, Inglaterra fue capaz de consolidar su soberanía en Irlanda, además de ser autorizada a establecer colonias en determinados territorios de América del Norte que no revestían interés para España. Por su parte, los ingleses debieron abandonar su pretensión de controlar las rutas comerciales entre Europa y América, y su promoción de flotas corsarias contra España, cesar en su apoyo a las revueltas en Flandes, y permitir a las flotas españolas enviadas para combatir a los rebeldes holandeses utilizar los puertos ingleses, lo cual suponía una total rectificación en la política exterior inglesa.
Tras la derrota de la Contraarmada, España reconstruyó su Marina de Guerra, que rápidamente incrementó su supremacía marítima hasta extremos superiores a los de antes de la Felicísima Armada. Dicha supremacía duró casi 50 años más, hasta la batalla naval de las Dunas, en la que Holanda comenzó a asomar como nueva potencia marítima. Inglaterra no emergería definitivamente como primera potencia naval hasta la guerra de Sucesión Española, en 1700–1715. Aunque durante el protectorado de Oliver Cromwell, la marina inglesa venció repetidamente a la holandesa en la primera guerra anglo–holandesa.


Galeón español del siglo XVI




La flota holandesa ataca a España en las islas Filipinas

En el contexto de la guerra de los Ochenta Años, los holandeses intentaron apoderarse de las islas Filipinas, y los ataques de la flota holandesa contra el Archipiélago se prodigaron entre 1565–1646. La piratería inglesa y holandesa en Filipinas, alejado, pero estratégico dominio español, no fue un hecho aislado. Desde los inicios de la colonización española hacia 1565, el Archipiélago soportó el acoso de piratas y corsarios con mejor o peor fortuna. Pese a toda adversidad, los españoles lograron conservar —no sin mucho sacrificio— aquella privilegiada posición en el Pacífico hasta 1898. A raíz de la llamada guerra de los Ochenta Años, y debido al hecho de que Holanda —y no Inglaterra, como suele creerse— emerge como gran potencia marítima, los corsarios holandeses no tardaron en protagonizar acciones bélicas y de piratería sobre los sampanes chinos que viajaban a Filipinas para comerciar. Los sampanes eran embarcaciones ligeras propias de China, para la navegación en aguas costeras y fluviales, e iban provistas de una vela y un toldo, y eran propulsadas a remo. Se empleaban para el transporte de mercancías y se utilizaban como vivienda flotante.
La piratería holandesa había perjudicado el comercio español con China con sus continuas escaramuzas en la bahía de Manila y otras costas del archipiélago Filipino. En concreto existen registros escritos de incidentes con buques de bandera holandesa en los siguientes años:
1600: el 14 de diciembre, una flotilla holandesa al mando del corsario Olivier van Noort, atacó a la escuadra española comandado por don Antonio de Morga cerca de la isla Fortuna.
1609: François de Wittert intentó ocupar Manila con cuatro barcos, pero fue repelido por el gobernador general don Juan de Silva, que contraatacó y derrotó a los holandeses en una escaramuza en playa Honda (Botolan), donde halló la muerte Wittert.
1616: en octubre, Joris van Spilbergen bloqueó la bahía de Manila con 10 galeones, pero una escuadra española de 7 barcos al mando de don Juan Ronquillo le rechaza, hundiendo el buque insignia enemigo, el Sol de Holanda. No deja de tener su gracia el nombre con el que había sido bautizado el buque, dado lo raro que es ver al Astro Rey en aquellas tierras.
1640–1641: tres barcos holandeses situados en el embocadero de San Bernandino trataron de capturar galeones españoles que venían de Acapulco, en el virreinato de Nueva España. Los galeones fueron alertados de la presencia enemiga por señales luminosas desde el puerto y tomaron un rumbo alternativo para evitar su captura.
1642: los holandeses toman la isla de Formosa y expulsan a los comerciantes españoles residentes.
El nuevo gobernador de Filipinas, don Diego Fajardo Chacón, tan pronto llegó de España y tomó posesión de su cargo, tuvo que hacer frente a varios sultanes indonesios y rebeldes musulmanes en la isla de Mindanao. Para colmo de desgracias, el comercio estaba muy debilitado y no llegaban mercancías desde Nueva España desde hacía más de dos años. Había, además, escasez de pertrechos para los astilleros y los efectivos militares para las guarniciones y las dotaciones de las naves eran insuficientes. Por fin, en julio de 1645, llegan a Manila procedentes de Acapulco los galeones Encarnación y Rosario con nuevos recursos y el arzobispo electo de Manila, don Fernando Montero de Espinosa. El arzobispo se contagió de unas fiebres durante su viaje a Manila, y murió a los pocos días de haber desembarcado, causando gran consternación entre los feligreses de su nueva diócesis. Para acabar de empeorar las cosas, el 30 de noviembre de 1645 hubo un terremoto en Manila al que siguió una réplica el 5 de diciembre, cobrándose un millar de vidas y causando graves daños en los campos de las mismas provincias que habían padecido devastadoras consecuencias de varias erupciones volcánicas que se habían producido entre 1633 y 1640 en aquella castigada región.
Mientras tanto, representantes de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales se reunían en Batavia (Yakarta) y planeaban apoderarse de Filipinas, para lo que deciden enviar al Archipiélago tres flotillas de asalto. La primera estaba compuesta por cuatro galeones y un patache que pusieron rumbo a Ilocos y Panagisan con el fin de apropiarse del comercio con China y llamar a la rebelión a los nativos. Los pataches eran embarcaciones ligeras de guerra, y se utilizaban para llevar avisos, reconocer las costas y guardar las entradas de los puertos. Hoy solo se usa esta embarcación en la Marina mercante.
La segunda flotilla estaba compuesta por cinco galeones y dos brulotes, y puso rumbo a Zamboanga, y después al estrecho de San Bernardino para capturar el galeón español que debía arribar a Manila procedente de Acapulco. La tercera escuadra la formaban seis galeones con el objetivo de cortar las comunicaciones marítimas del archipiélago Filipino con el exterior, cortando la comunicación de Manila con Ternate y Macasar. Pasada la estación de los monzones las tres flotillas debían concentrar sus fuerzas en Manila para tomarla al asalto. El 1 de febrero de 1646 una flota holandesa era avistada en Ilocos y Panagisan. Los holandeses intentaron, sin éxito, convencer a los filipinos para que se levantaran en armas contra los españoles. Al no conseguirlo, se entregaron al saqueo de varias poblaciones hasta la llegada de las milicias españolas que les obligaron a reembarcar.
Fajardo, alarmado, convocó un Consejo de guerra y haciendo inventario de fuerzas, comprueba que solo dispone de los dos maltrechos galeones llegados el año pasado, la nao capitana Nuestra Señora de la Encarnación y la almiranta Nuestra Señora del Rosario que habían atracado en Cavite procedentes de Nueva España en julio 1645. Se asigna el mando de ambos navíos a don Lorenzo Ugalde de Orellana —también conocido como don Lorenzo Orella y Ugalde— que embarca en la Encarnación y el segundo al mando, el almirante andaluz don Sebastián López, que hace lo propio en el Rosario, mientras que don Agustín de Cepeda es nombrado sargento mayor. Cuatro compañías de infantería son embarcadas en cada galeón, mandadas respectivamente por los capitanes don Juan Enríquez de Miranda, don Gaspar Cardoso en la capitana, y don Juan Martínez Capelo y don Gabriel Miño de Guzmán en la nao almiranta. Las tripulaciones solicitan y obtienen la asistencia de capellanes dominicos a bordo, y toman a la Virgen del Rosario como patrona de la Flota.
La primera batalla contra los holandeses iba a producirse en el cabo Bolinao, en la península del mismo nombre, en el golfo de Lingayen, en la provincia de Pangasinán, en la isla de Luzón. El 3 de marzo zarpan de Cavite los dos galeones españoles, al no encontrar enemigo en la isla de Mariveles, ponen rumbo a Pangasinán en la misma Luzón, al noroeste de la bahía de Manila, llegando allí el 15 de marzo. La escuadra holandesa, compuesta por cuatro buques, es avistada por la almiranta a las nueve de la mañana, alertando a la capitana por medio de cañonazos. A las tres de la tarde se inician los combates, formando ambas escuadras en línea. El galeón Rosario es el que sufre más castigo, pero esto permite a la Encarnación concentrar su fuego sobre los buques enemigos dañando severamente a su buque insignia. Tras cinco horas de combate, los holandeses se retiran amparados en la oscuridad de la noche. Los dos galeones españoles persiguen a la escuadra enemiga —muy superior—, hasta el cabo Bojador en el extremo norte de la isla de Luzón. Al amanecer del día siguiente, al perder de vista a la escuadra holandesa, Ugalde da orden de regreso, sufriendo sus naves solo daños menores, y apenas algunas bajas.
En abril de 1646, tras capturar dos barcos españoles que navegaban sin escolta, la segunda flotilla holandesa es avistada próxima a la fortaleza de Zamboanga, al suroeste de la isla de Mindanao. Tras un frustrado ataque por sorpresa de los holandeses, éstos desembarcan en la ensenada de Caldera. El capitán don Pedro Durán de Monforte, con 30 soldados españoles y dos compañías de milicianos filipinos, logra rechazar el ataque holandés a la fortaleza, causándoles un centenar de bajas y obligándoles a reembarcar. Tras recibir la orden del gobernador, el primero de junio de 1646, Ugalde llega al puerto de San Fernandino en Ticao con sus dos galeones, allí aguarda la llegada del galeón San Luis desde Acapulco. Desde allí deberá escoltarlo a su destino. El 22 de junio se avista la escuadra holandesa acercándose a Ticao, identificándose 7 buques y 16 lanchones. Ugalde advierte que se encuentra en una situación comprometida, y que la flota enemiga supera ampliamente a sus dos galeones. Para colmo, el galeón de Acapulco se retrasa. Temiendo ser atacados por tierra, Ugalde desembarca a 150 hombres al mando del sargento mayor don Agustín de Cepeda, y un puñado de cañones y experimentados artilleros al mando del capitán don Gaspar Cardoso. Ese mismo día, a las diez de la noche, los holandeses envían cuatro lanchas a reconocer el puerto. Los españoles les dejan acercarse y esperan a que desembarquen para recibirles con abundante fuego de fusilería, causándoles numerosas bajas y obligándoles a reembarcar. Los ataques de las lanchas contra los dos galeones españoles en los días siguientes fueron igualmente infructuosos. Al cabo de un mes los españoles seguían resistiendo. La fortuna quiso entonces que cuatro prisioneros de la escuadra enemiga consiguieran escapar e informar a Ugalde sobre los planes de los asaltantes: las flotas holandesas planean converger en Manila para tomarla por asalto.
El 24 de julio los holandeses desisten de someter o hundir a los dos galeones españoles, y al no llegar el tercer galeón procedente de Acapulco, ponen rumbo a Manila como tenían previsto. El 25 de julio, Ugalde, libre del bloqueo, vuelve a hacerse a la mar para enfrentarse a la flota holandesa, seguro de que el San Luis ha recalado en otro puerto. Ciertamente, el San Luis, aunque sufrió algunos desperfectos por el temporal, pero pudo recalar en el puerto de Cahayán donde desembarcó su mercancía antes de hundirse al ser arrastrado por la corriente y chocar contra las rocas.
Consciente de que Manila está indefensa —sin barcos ni artillería—, Ugalde se apresta a perseguir a los holandeses con sus exiguas fuerzas. Los dos galeones españoles interceptan a los siete buques holandeses que componen la flota de asalto entre las islas de Banton y Marinduque el 28 de julio. Los españoles se encomendaron a la Virgen del Rosario y la batalla se desató el 29 de julio a eso de las siete de la tarde. Las siete naves holandesas rodearon a la nao Encarnación que se batió con ellos con bravura, mientras la nao Rosario disparaba en apoyo de su compañera desde fuera del cordón enemigo. La Encarnación estuvo a punto de ser abordada, pero la pericia de la marinería hispano–filipina al cortar los cabos de abordaje, lo evitó. Los holandeses mandaron entonces a uno de sus brulotes a prender fuego a la Encarnación, pero fue rechazado por una certera andanada. Después lo intentaron con la Rosario pero esta vez, detonándose la flamígera carga del buque holandés que explotó matando a su propia tripulación en el acto. Los holandeses desistieron al anochecer y, una vez, huyeron al amparo de las sombras de la noche. No hubo ninguna baja en la Encarnación y la Rosario solo perdió cinco hombres.
Al día siguiente la armada española persiguió a los barcos holandeses que solo tenían ya seis naves, siendo interceptados por los dos galeones el 31 de julio a las dos de la tarde cerca de la costa sureste de Mindoro. Los holandeses estaban esta vez a la defensiva, y trataron sin éxito de desarbolar a la Rosario. Luego remolcaron su último brulote hacia la escuadra española, pero el fuego de los cañones y los disparos de fusilería desde la cubierta, lo destrozaron y hundieron con su carga al grito de los españoles de «¡Ave María!» y «¡Viva la fe en Cristo y en la Santísima Virgen del Rosario!». La batalla se prolongó hasta las seis de la tarde, huyendo los holandeses de nuevo en medio de la noche, y con varios de sus buques severamente dañados.
En agosto, la escuadra española regresa a Cavite para efectuar reparaciones. Los marinos e infantes que componían la tripulación fueron recibidos como héroes en Manila, y cumplieron con los votos prometidos a la Virgen en la iglesia de Santo Domingo de Manila. El general Orellana, por su parte, se retiró del servicio siendo recompensado con una encomienda, mientras que los demás oficiales de tropa y marinería fueron ascendidos en sus empleos por el gobernador general.
Estas victorias rebajan la alarma entre las autoridades españolas, que permiten al recién llegado galeón San Diego, navegar a San Bernardino, en Ticao, sin escolta en el preciso momento que tres barcos de la tercera escuadra holandesa estaban entrando en aguas filipinas. El general don Cristóbal Márquez de Valenzuela, capitán del San Diego se sorprendió al encontrar los barcos holandeses cerca de la isla Fortuna, en Nasugbu, Batangas. Viendo que no se trataba de un buque de guerra, los holandeses acosaron al San Diego que, gracias a la pericia de su capitán, logró escapar por los pelos hacia Mariveles, informando en Cavite de la presencia de la flotilla enemiga. El gobernador Fajardo ordena entonces a su sargento mayor, don Manuel Estacio de Venegas formar una nueva escuadra compuesta por la nao Encarnación, la nao Rosario y el galeón San Diego, convenientemente artillado y reconvertido en buque de guerra, y a los que suman una galera y cuatro bergantines.
En esta ocasión, don Sebastián López es puesto al mando de la armada, en la Encarnación, mientras que don Agustín de Cepeda, queda de almirante en la nao Rosario. Se sigue manteniendo a los capellanes en cada nave como parte de su dotación, y el gobernador Fajardo ordena a la tripulación se renueven los votos realizados a la Santísima Virgen. El 16 de septiembre de 1646 la escuadra española navega a Fortuna, pero al no hallar buques holandeses allí, se dirige a Mindoro, encontrándolos entre Ambil y las islas Lubang. Amblas flotas entablan combate sobre las cuatro de la tarde, con el viento en contra de la escuadra española, que, además, es sometida, durante cinco horas, a un intenso bombardeo a larga distancia por la flota holandesa, que cuenta con cañones navales de mayor alcance de tiro que las baterías españolas. A las nueve de la noche, la Rosario se desvía y se ve rodeada por tres naves enemigas, el viejo galeón resiste heroica y desesperadamente durante cuatro horas, pese a los intentos de la Encarnación por acercarse y socorrerle poniéndose en línea para abrir fuego contra los holandeses. Finalmente la Encarnación consigue zafarse del cerco enemigo y refugiarse en cabo Calavite.
Mariveles se encuentra en la boca oeste del golfo de Manila, Cavite al este. La batalla decisiva entre ambas flotas tuvo lugar el 6 de octubre, con la escuadra española dispersada e intentando refugiarse en Mariveles. Tres barcos holandeses, viendo que los tres galeones estaban muy separados, se lanzaron al ataque con la intención de capturarlos o hundirlos. El general López esperó a que se acercaran los holandeses, temiendo ser alejado del resto de la armada por las corrientes. La Encarnación levó el ancla y se defendió de las tres naves holandesas siendo arrastrada por la corriente con ellas lejos del San Diego. Tras cuatro horas de intenso bombardeo, la Encarnación provocó graves daños en los atacantes, obligándoles a retirarse. Al amainar el viento, la galera pudo remar y alcanzar al buque insignia holandés, pese a estar en franca desventaja por el número y el calibre de sus cañones. Aun así, la galera maniobró con gran pericia y utilizó sus baterías meritoriamente, recargando con gran rapidez para aumentar su cadencia de tiro, y compensar el menor calibre de sus proyectiles causando graves daños al enemigo, que se vio así desbordado por lo inesperado de la maniobra.
El buque insignia holandés estaba próximo a hundirse, pero el viento volvió a soplar posibilitando una vez más la huida de los holandeses. La Encarnación y otra galera se dieron a la persecución al anochecer; pero los holandeses, también hábiles marinos, se habían esfumado. Afortunadamente solo hubo que lamentar 4 bajas en la nao Encarnación. Después de esta victoria la flota española regresó a Manila donde cumplió sus votos con la Santísima Virgen del Rosario en la iglesia de Santo Domingo de Intramuros. El 20 de enero de 1647 la victoria española fue celebrada con fiesta, desfile y procesión con el compromiso de repetir las celebraciones cada año. El 6 de abril de ese mismo año, el padre dominico fray Diego Rodríguez, solicitó al vicario de Manila la declaración de Intercesión milagrosa de la Santísima Virgen favoreciendo la victoria de los españoles en nombre de Dios.
Corría el día 10 de junio de 1647, cuando en el puerto de Cavite, en la bahía de Manila, se detectó la presencia de una escuadra holandesa compuesta por 12 navíos dispuestos a bloquear el puerto. Las baterías de costa españolas respondieron a la voz de alarma abriendo fuego y hundiendo el buque insignia y otro navío de la flota enemiga. El ataque holandés fue tan virulento, que la fortaleza de Porta Varga que guardaba el puerto, resultó destruida. Sin embargo, los defensores resistieron bravamente y los holandeses tuvieron que abandonar la nueva intentona de apoderarse de Manila. Los holandeses continuarán merodeando por aguas filipinas hasta la finalización de la guerra de los Treinta Años en 1648, tras la firma del tratado de Paz de Westfalia. No obstante, Cavite es tristemente célebre por la batalla que tuvo lugar allí durante la guerra hispano–norteamericana en 1898.
Más de un siglo después (1762-1764), en el marco de la guerra de los Siete Años los ingleses intentaron también capturar Manila, pero fueron finalmente expulsados pese a los limitados recursos del archipiélago Filipino. Téngase en cuenta que en la época de la guerra con los holandeses, España combatía también en Flandes y en Alemania contra los protestantes, contra Suecia y, finalmente, contra Francia. Además de hacerlo en Italia. Inglaterra se mantuvo moderadamente al margen debido a la situación de preguerra civil que se vivía en su país hacia 1640. Ese mismo año, además, se produjo la guerra de Secesión en Portugal y Cataluña, consiguiendo los portugueses independizarse de España y los catalanes iniciar una larga guerra de 12 años que concluyó con la pérdida del Rosellón en 1659, con la firma del tratado de la Paz de los Pirineos.
Cubierta de un galeón español durante un combate naval (siglo XVII)