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viernes, 26 de mayo de 2017

Atila y los hunos invaden Occidente

A mediados del siglo V los hunos aparecen en Occidente liderados por su gran caudillo Atila. De las costumbres de los hunos nos da abundante información el relato de un tal Prisco, quien acompañaba a una embajada romana que fue a visitarle el año 449. Los embajadores partieron de Constantinopla y llegaron sin contratiempo a Sárdica, la moderna Sofía. Allí descubrieron que la ciudad ya había sido destruida parcialmente por las avanzadillas de los hunos. Toda la región, hasta el Danubio, estaba cubierta de cuerpos insepultos. Los hunos no enterraban ni quemaban los cadáveres de sus víctimas para aterrorizar a sus enemigos. Atravesaron el caudaloso río en balsas hechas de troncos de árboles y, después de varios días de cabalgar, acamparon cerca del lugar donde Atila estaba cazando; éste recibió a los dignatarios con malos modos y frases groseras, y hasta les amenazó con empalarlos. El motivo de su airada queja era que con la embajada no le habían devuelto los rehenes hunos. Dos días después, Atila, con todo su séquito, marchó hacia el lugar donde se alojaba habitualmente. Allí fueron también los embajadores, pero por diferente camino, porque Atila quería detenerse en determinado paraje para recoger a otra concubina para su harén. Por fin, el gran caudillo llegó a su aposento. Grupos de muchachas salieron a recibirle, cantando y agitando sin cesar velos de lino blanco. Sin desmontar, Atila comió y bebió de lo que le ofrecieron sus esclavas. La tienda de Atila estaba situada en una elevación desde la que se dominaba todo el campamento. Una empalizada, con torres también de madera, rodeaba su tienda. Todo lo cual estaba construido con delicadeza y esmero, elegantemente decorado con tallas y esculturas; probablemente obtenidas en sus rapiñas.
Las negociaciones con la embajada avanzaron muy lentamente; pero, a la manera oriental, los embajadores fueron invitados a un magnífico banquete. Atila comió en una mesa separada, en el centro de la sala; a un lado tenía a sus hijos y consejeros, y al otro a los delegados imperiales. Los manjares fueron servidos a los huéspedes en vajilla de plata, pero los vasos eran de oro; sólo Atila comió y bebió en platos y vasos de madera; por lo visto tenía empeño en demostrar sus modales rústicos, los propios de un nómada semisalvaje de las estepas. Al terminar el banquete, entraron los bardos en la sala para entonar cánticos de guerra y de victoria, que hicieron derramar lágrimas a los guerreros más veteranos. Por fin, un bufón ataviado como un bailarín, jorobado y de aspecto africano, empezó sus mímicas, que todos rieron, menos Atila, que se mantuvo tranquilo e impasible.
Tal era el talante del hombre que, a la cabeza de sus quinientos mil hunos, atravesó el Rin acompañado de sus aliados: gépidos, alanos y ostrogodos. Fue hacia la primavera del año 451 cuando las hordas de Atila, divididas en dos grupos, atravesaron el río por Coblenza y Basilea. El primero de estos vados se hallaba desguarnecido, porque los francos que ocupaban la región no quisieron oponer resistencia; el segundo vado estaba en la tierra que ocupaban los burgundios. Reunidos los dos cuerpos de ejército de los hunos en Metz, pasaron por delante de Reims y París, sin entrar en ellas. Su objetivo era Orleans, en el recodo que forma el Loira en el corazón de la Galia, un punto de importancia estratégica formidable.
El Imperio de Occidente contaba entonces con la inestimable colaboración de Flavio Aecio —el mejor estratega romano desde Estilicón—, un general que conocía perfectamente a los hunos. Por hallarse enemistado con Gala Placidia, que en nombre de su hijo Valentiniano III regentaba Occidente, este general romano se había exiliado voluntariamente a la corte de Atila. Allí vivió Aecio algunos años como huésped, y a su regreso le acompañaba una formidable escolta de sesenta mil jinetes hunos. Con su ejército personal de hunos y alanos, Aecio se había impuesto a la corte imperial de Rávena y estaba en la Galia, tratando de pacificar a los pueblos germanos que habían encontrado allí aposento, cuando Atila con sus hordas penetró en la zona romana. Aecio compendió enseguida que no podía hacer frente a los hunos teniendo a los visigodos, que aún no habían tomado partido, a sus espaldas. Los visigodos permanecían en sus tierras de Aquitania y su frontera pasaba por el sur de Orleans. El rey de los visigodos no parecía muy dispuesto a colaborar con Aecio; su pretexto era que Atila no había invadido el territorio que él tenía asignado para su defensa, pero acaso esperaba el resultado del choque entre los dos ejércitos para ponerse del lado del vencedor. Aecio encargó a un riquísimo patricio llamado Avito, la delicada misión de convencer a los visigodos. El distinguido intermediario regresó de su embajada acompañado por dos escuadrones de visigodos bien pertrechados para el combate, con el rey y dos de sus hijos a la cabeza. Animado por estos refuerzos, y con su retaguardia asegurada, Aecio fue al encuentro de los hunos, que aún no habían levantado el asedio de Orleans. Atila, al ver aparecer las águilas romanas levantó el cerco, buscando un paraje más llano donde su ejército —sin infantería, compuesto exclusivamente de caballería— pudiese maniobrar. Lo encontró al nordeste del río Loira, cerca de Châlons-sur-Marne, en un lugar entonces llamado Campos Cataláunicos. Según la leyenda, Atila, la víspera del combate, pidió a sus adivinos y arúspices que predijeran el resultado de la batalla. El método que emplearon los augures de Atila se basaba en calentar huesos y conchas de tortuga y, por la forma de las grietas, descifraban el porvenir. El augurio de los chamanes hunos fue que Atila perdería la batalla, pero que en ella moriría su enemigo. ¿Y quién era su enemigo sino Aecio? ¿Y qué más podía desear Atila que la muerte del desterrado ingrato al que había cobijado y colmado de honores, y le había regalado una guardia de corps, el mismo que ahora le perseguía al frente de sus enemigos godos y romanos?... Atila se decidió, pues, a perder, con la esperanza de ver morir a Flavio Aecio. Porque, además, Atila sabía muy bien que, una vez desaparecido Aecio, el Imperio de Romano de Occidente caería en sus manos.
El combate, que se libró en algún momento de los meses de junio o julio del año 451, fue un gigantesco duelo entre civilizaciones. Todas las fuerzas de Europa, y hasta podríamos decir de Asia, estaban movilizadas en aquella contienda. La batalla de los Campos Cataláunicos contrastaba con el carácter local y episódico de los demás conflictos entre bárbaros y romanos. Desde la batalla de Adrianópolis a la de los Campos Cataláunicos sólo se habían producido escaramuzas muy localizadas, pero el destino del Imperio no había corrido un serio peligro. Ahora, a un lado estaban los hunos con sus aliados: gépidos, hérulos, alanos y ostrogodos. En frente, Aecio con sus tropas romanas y sus aliados, francos y visigodos. Atila disparó la primera flecha y luchó durante toda la acción en primera fila. El rey de los visigodos, Teodorico, combatió también personalmente, pero recibió una lanzada y cayó en primera línea. Efectivamente, el jefe de sus enemigos había sucumbido, pero no era el odiado Aecio, sino un bárbaro que hubiese podido ser su aliado. La otra parte del oráculo también parecía verificarse: los hunos perdían la batalla; el hijo del rey de los visigodos, descendiendo a paso de carga de una altura que dominaba el campo, había reconquistado todo el terreno perdido en las primeras horas. Los hunos empezaban a retirarse y Atila había hecho ya levantar una pirámide de sillas de montar para que fuera su pira funeraria. Pero llegó la noche y Flavio Aecio aconsejó a los visigodos que renunciaran a la persecución de los hunos que huían en desbandada, según su costumbre, y regresaran a sus cuarteles de Tolosa. ¿Por qué tomó Aecio esa decisión? Se ha dicho que Aecio no quería envalentonar a los visigodos, que, envanecidos por haber derrotado a los invencibles hunos de Atila, se sentirían ya los dueños del Imperio. Es posible también que Aecio recordase entonces el agradecimiento que debía a Atila por la hospitalidad de él recibida y creyera que bastaría con aquella derrota para que los hunos regresasen a sus tierras en Panonia. Sin embargo, el reposo de Atila y los suyos en las orillas del Danubio duró pocos meses. Desbandar un ejército de 500.000 hombres es más fácil que su movilización. Así, un año después, en el 452, Atila entró en Italia utilizando la misma ruta que había seguido Alarico, esto es, Aquilea, el Véneto y el valle del Po. Milán y Pavía pagaron un fuerte tributo, aunque consta que Atila entró en Milán y hasta hizo que pintaran su retrato junto a los de los antiguos césares en un fresco del palacio imperial. Pero Italia no era un país apetecible como territorio conquistado para un pueblo de pastores nómadas. Por esto, Atila aceptó la propuesta de paz que le hicieron los romanos.
Los comisionados romanos que fueron a tratar con Atila en su tienda, levantada cerca del lago Garda, fueron el cónsul de aquel año, Avieno, un patricio cauto, fino y malicioso; un tal Trigecio, que había sido gobernador de la prefectura de Italia y conocía bien el país y, con autoridad y personalidad superior a todos los demás, el obispo y papa de Roma, León I el Grande, cuya sola presencia —cuentan los cronistas— impresionaba. Atila consintió en retirarse; de todos modos, hubo que pagarle un tributo proporcionado al mal que se evitaba.
Poco tiempo después, Atila moría en extrañas circunstancias, ahogado en su propio vómito mientras dormía después de una borrachera. Parece ser que fue su concubina preferida, una germana llamada Ildico, quien le encontró muerto en su cama. Después de los funerales, empezaron las disputas entre sus hijos y los reyes aliados para procurarse la sucesión. Pero nadie parecía tener la personalidad y el carisma necesarios para hacerse con las riendas y mantener unido aquel conglomerado de pueblos de diferentes etnias y credos. Los gépidos y ostrogodos, por de pronto, se separaron de los hunos, apropiándose de vastas regiones cercanas a la frontera romana. Desde allí aguardarían el momento oportuno para entrar en Italia y apropiarse de la Península. Un día, los ostrogodos bajo Teodorico o Teodoredo el Grande, más tarde los longobardos o lombardos, más los gépidos, llegaron también a Italia para hacer los mismo que habían hecho los visigodos en Aquitania e Hispania; y que los francos y burgundios hacían en la Galia: transformar en reinos estables, habitados por pobladores sedentarios, los territorios arrancados a otros bárbaros como representantes del Imperio de Occidente. Así nació la Europa medieval.


Batalla de Châlons (451): visigodos y romanos contra los hunos y sus aliados

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