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miércoles, 31 de mayo de 2017

Barrabás: proceso a un rebelde

En el Evangelio de Juan encontramos la siguiente frase puesta en labios de los príncipes de los sacerdotes: «Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: "¡Vosotros no sabéis nada! ¿No comprendéis que vale más para todos que muera un solo hombre por el pueblo, y que no perezca toda la nación judía...?"» (Juan, 11, 50). Así pues, la actividad mesiánica de Jesús había terminado por poner a toda la nación judía en peligro de ser exterminada por los romanos. ¿Cómo? Esta advertencia del clérigo Caifás no sorprenderá a nadie si damos un salto hacia adelante en el tiempo y nos situamos en el año 70 d.C. Jerusalén es arrasada por los romanos y el Templo demolido, piedra a piedra, tal como Jesús había predicho. Era el modo en que los romanos decidían poner fin a sus enemigos, lo hicieron con Jerusalén, del mismo modo que lo habían hecho unos doscientos años antes con Cartago. Además, en los escritos de Flavio Josefo se dice que los romanos vendieron como esclavos a los habitantes de poblaciones enteras y pasaron a cuchillo a otras, sospechosas de haber prestado apoyo a los rebeldes zelotes. Ahora bien, debemos absolver al sacerdote Caifás de cualquier acusación de maldad o egoísmo, el propio Evangelio de Juan, en este pasaje, nos especifica que aquél pronunció estas palabras, no por sí mismo, sino en un verdadero delirio profético, es decir, bajo la inspiración divina, que le reconoce el propio evangelio en dicha circunstancia. Probablemente, de esa frase tan sencilla es de donde Saulo, el visionario epiléptico, extrajo la idea de que Jesús murió por la salvación espiritual (no la material) de todas las naciones y pueblos de la Tierra (y no sólo de Israel).
Por lo tanto resulta evidente que para halagar al poder imperial, Roma, y a Constantino en particular, los escribas anónimos del siglo IV, que eran profundamente antijudíos, se empeñaron en presentar a los sacerdotes y a los judíos en general, ensañándose con Jesús, un compatriota suyo, para perjudicarle, y a Pilatos esforzándose por declararlo inocente, cuando con absoluta seguridad debió suceder exactamente todo lo contrario. Porque los hechos, y el espacio de tiempo en el que se producen, desmienten que los judíos hubiesen pedido, casi implorado, la ejecución de Jesús en la cruz, a manos de los invasores extranjeros. Si los malvados sacerdotes del Sanedrín hubiesen querido matar a Jesús Barrabás [Yeshua Bar-Abba] para desembarazarse de él, habrían encargado su asesinato a un sicario para que le matase en cualquier callejuela, o en medio de la multitud, y los propios evangelios nos lo confirman: «Todos los días me sentaba en el Templo para enseñar, y no me prendisteis…» (Mateo, 26, 55).
Para averiguar las causas que condujeron a Jesús a la muerte, lo primero que hay que hacer es descartar las pistas falsas, dicho de otro modo, eliminar definitivamente, y de una vez por todas a los judíos, como autores de su muerte. Pero… ¿cuál pudo ser el hecho, históricamente demostrable, que puso en alerta a los romanos y decidió a Pilatos a terminar con Jesús? Existe una hipótesis que debemos tener en cuenta. En Lucas leemos lo siguiente: «Por aquel tiempo se presentaron algunos, que le comentaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilatos con la de los sacrificios que ofrecían, y respondiéndoles dijo: ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los otros por haber padecido todo esto?» (Lucas, 13, 1-2). Situaremos la acción a principios del año 35, no más tarde del mes de febrero, y para ver si la datación es válida, consultaremos a Flavio Josefo en sus Antigüedades de los Judíos, Libro XVIII: «Los samaritanos no carecieron tampoco de disturbios, pues estaban incitados por un hombre que no consideraba grave el mentir, y que lo combinaba todo con tal de agradar al pueblo. Les ordenó que ascendieran con él al monte Garizim, al que tienen como la más santa de las montañas, asegurándoles con vehemencia que, una vez allí, les mostraría unos vasos sagrados enterrados por Moisés, quien los había colocado allí en depósito. Ellos, creyendo que sus palabras eran verídicas, tomaron las armas, y, tras instalarse en un pueblo llamado Tirathana, adhirieron a su causa a cuantas gentes pudieron recoger, de forma que iniciaron la ascensión de la montaña en masa. Pero Pilatos se apresuró a ocupar con antelación el camino por el que debían efectuar la ascensión, y envió allí a jinetes y a soldados de a pie, y éstos, cargando contra las gentes que se habían reunido en el pueblo, mataron a unos en la refriega, pusieron a otros en fuga, y a muchos se los llevaron presos, los principales de los cuales fueron ejecutados por orden de Pilatos, así como los más influyentes de entre los fugitivos.
»Una vez calmado este disturbio, el consejo de los samaritanos acudió a Vitelio, personaje consular, gobernador de Siria, y acusó a Pilatos de haber masacrado a las gentes que habían perecido; porque no era para rebelarse contra los romanos, sino para escapar a la violencia de Pilatos, por lo que se habían reunido en Tirathana. Después de haber enviado a uno de sus amigos, Marcelo, para ocuparse de los judíos, Vitelio ordenó a Pilatos que volviera a Roma para dar cuenta al césar de los actos de los que le acusaban los judíos. Pilatos, después de diez años de permanencia en Judea, se apresuró a ir a Roma, por obediencia a las órdenes de Vitelio, a las que no podía objetar nada. Pero antes de que hubiera llegado a Roma, sobrevino la muerte de Tiberio...» (Flavio Josefo, Antigüedades de los Judíos, XVIII, IV, 85-89).
Pilatos se convirtió en Procurador de Judea en el año 25. Permaneció allí diez años, según nos dice Flavio Josefo. Por lo tanto la insurrección de los samaritanos podemos situarla en el año 35. Tiberio murió 17 días antes de las calendas de abril del año 37, o sea el 18 de marzo del calendario juliano, y el 29 en el gregoriano. Pilatos estaba todavía en el mar cuando Tiberio murió. Luego fue a finales del año 36 cuando recibió la orden de Aulo Vitelio de presentarse en Roma para justificarse, y fue reemplazado por Marcelo. Ahora bien, se plantea un problema: ¿quién era ese misterioso desconocido que "lo combinaba todo con tal de agradar al pueblo" y que dirigió la insurrección? Un nombre acude a nuestros labios, el de Jesús, que, a lo largo de sus actividades, no disimuló sus simpatías hacia los samaritanos, despertando no pocas críticas entre los judíos ortodoxos. Y de nuevo nos enfrentamos a otra artimaña de los escribas anónimos del siglo IV; la de presentarnos a unos galileos, en lugar de unos samaritanos, en el pasaje citado (Lucas, 13, 1-2), a fin de ocultar, una vez más, que Jesús era el caudillo de un movimiento que protagonizó una insurrección contra Roma. Desgraciadamente para él, ésta fue la última. Debía encontrase entre los fugitivos de los que habla Flavio Josefo. Consiguió llegar a Jerusalén con algunos de los suyos y pasaron inadvertidos entre la muchedumbre que empezaba a acudir para la Pascua, lo que aumentaba considerablemente la población habitual de la Ciudad Santa. Y fue entonces cuando se produciría el ultimátum de Pilatos a los sanedritas, así como la recomendación hecha por Caifás, ya citada:
«¿No comprendéis que vale más para todos que muera un solo hombre por el pueblo, y que no perezca toda la nación judía...?» (Juan, 11, 50).
Si nuestra hipótesis es exacta, no sería pues en el año 34, cuando habría sido ejecutado Jesús, sino en el 35. Valga decir que algunas cronologías protestantes fijan la crucifixión en el año 31, aunque precisando que la Era cristiana, lleva un retraso de cuatro años, lo que nos sitúa de nuevo en el año 35. Pero aún hay quien, con sus argumentos, hace morir a Jesús en el año 37. Nosotros nos inclinamos por situar como posibles fechas de la ejecución de Jesús los años 35-36, dado que en el primer trimestre del año 37 Pilatos ya ha sido cesado por Aulo Vitelio y se dirige a Roma. Admitiendo que la represión de Pilatos en el monte Garizim fue un éxito militar, pero un grave error político que motivó su fulminante cese y su regreso a Roma, la ejecución de Jesús no le fue reprochada tácitamente. Y el mundo grecorromano, durante varios siglos, supo cuáles habían sido los auténticos motivos legales de su condena a muerte. Recordemos a Trajano, que gobernó el Imperio entre los años 98-117, y que, al interrogar a un líder mesiánico que apeló al césar, le preguntó: «¿Hablas de aquel al que Poncio Pilatos hizo crucificar?» He ahí un detalle que da qué pensar. Demos otro salto en el tiempo. Maximino, augusto de Occidente en 311, mandó fijar carteles en todo el Imperio que recordasen a los romanos los auténticos motivos por los que Jesús fue condenado a morir en la cruz. Estos son los términos que utiliza el escritor latino Minucio Felix, en su obra «Octavius», para resumir las objeciones habituales: «Un criminal ejecutado por sus crímenes sobre el madero funesto de la cruz… adorar a un criminal y a su cruz… ¡No! Hacer pasar a un hombre por un dios… Y especialmente a semejante culpable…» Minucio Félix es, con Tertuliano, uno de los primeros apologistas del cristianismo.
Heracles, juez de Nicomedia en tiempos de Diocleciano, contumaz perseguidor de cristianos, dice, refiriéndose a Jesús: «Un bandido infame…» Los métodos de tortura de los verdugos romanos causaban horror. Pero, teniendo en cuenta las crueles costumbres comunes en tan terribles épocas, hay que recordar que el palacio imperial de Nicomedia se había incendiado recientemente de forma misteriosa, quedando totalmente destruido y reducido a escombros. Por supuesto, los cristianos negaron haber tenido nada que ver. Lo mismo que en el incendio de Roma del año 64, en tiempos de Nerón.
Desde finales del siglo III, el fanatismo de los cristianos había ido en aumento y se extendía por todo el Imperio Romano, devorando sus instituciones y amenazando su continuidad. En Oriente, grupos de facinerosos fuertemente armados, habían proclamando emperador al tribuno cristiano Eugenio (303). Diocleciano decretó que los cristianos sospechosos de haber cometido acciones subversivas fuesen arrestados e interrogados. Ni que decir tiene que muchos fanáticos fueron capturados y encarcelados durante esa redada que la Iglesia tergiversó posteriormente convirtiéndola en una cruel persecución contra inocentes cristianos cuando se trató, en realidad, de una acción policial contra unos peligrosos delincuentes a los que hoy les habrían acusado de terrorismo y pertenencia a banda armada sin dudarlo.
Contra todo pronóstico, apenas diez años después de estos violentos sucesos protagonizados por los parabolanos, nos encontraremos con un emperador, Constantino, que intenta un doble salto mortal político, apostando por lo que hoy algunos llamarían integración, y publica un edicto tolerando las actividades de un grupo de facinerosos que, bien organizados y con el suficiente apoyo financiero, liquidarán la cultura helenística en apenas unas décadas, y que acabarán apoderándose de todas las instituciones civiles romanas y convirtiendo al emperador en un monaguillo al servicio del obispo de Roma. El nuevo «Pontifex Maximus» ya no es el emperador, sino el papa. Constantino tiene que conformarse con ocupar un puesto de segundón, porque del título de césar ya se ha apropiado la Iglesia. A partir de ahí, los escribas cristianos del siglo IV empiezan a reescribir los evangelios y la Historia echando mano de un augurio dedicado a Augusto, cuando ya se sabía, desde mucho antes de su muerte, que al producirse el óbito sería deificado por el Senado, cosa que así sucedió, y que sus nombres, César y Augusto, serían utilizados por los emperadores romanos durante más de 400 años. Y aún en el siglo XX los títulos de zar (Rusia) y de káiser (Alemania) significaban césar.
Una vez tolerados y legalizados, los cristianos tardaron unos cinco minutos en suprimir el culto al divino Augusto. Y poco a poco, tomando a unos pastorcillos y una cueva del culto de Mitra, por aquí, y una ceremonia con pan y vino del culto de Adonis, por allá, fueron pergeñando una piadosa religión, cuya única e inocente proclama, era la de considerarse la Única Verdadera.
Volvamos con el Jesús Barrabás de carne y hueso del siglo I. Exactamente, ¿de qué podían acusarle los romanos? Antes que nada debemos fijar nuestra atención en un detalle que suele pasar inadvertido: Poncio Pilatos, como representante del Estado, tenía como misión primordial mantener el orden en Judea, pero el orden romano, se sobreentiende. Las acusaciones de blasfemia y las demás patochadas y majaderías que los escribas cristianos fueron añadiendo en los evangelios y poniendo en boca de los sacerdotes judíos, a Poncio Pilatos no le interesaban en absoluto. Pero en el siglo IV, cuando se reescribieron los evangelios, la situación era distinta, y convenía desprestigiar a toda costa a los judíos, a fin de cortar definitivamente los lazos que imbricaban al nuevo cristianismo oficializado en el Concilio de Nicea (325), con el caduco judaísmo ortodoxo. Por otro lado, pedirle al procurador romano la muerte de otro judío, era impensable para unos sacerdotes hebreos. La supuesta afirmación de Jesús proclamándose «Hijo de Dios» no se produjo nunca. Jesús se refería a sí mismo como «Hijo del Hombre». Era judío, y jamás le habría pasado por la imaginación semejante disparate. Le habrían lapidado sus conciudadanos allí donde lo hubiese dicho, sin necesidad de involucrar al Sanedrín ni al procurador romano. La cosa hubiese sido diferente si Jesús hubiese negado la divinidad de Augusto, ese sí era un delito de sedición y lesa majestad castigado por la Ley romana. Pero sólo la divinidad de Augusto, deificado por el Senado unos quince años antes. Tiberio, el emperador romano en aquel momento, no ostentaba ese título. Su sucesor, Calígula, se lo adjudicó de forma fraudulenta, y fue asesinado por ello. Aunque muchas familias romanas, incluida la Julia, descendientes de Julio César, pretendían tener sus orígenes en la cohabitación de dioses y mortales, era algo más simbólico que otra cosa. Luego tampoco, ningún emperador romano en su sano juicio, se hubiese proclamado a sí mismo «Dios», a excepción de Calígula, que pagó con su vida el atrevimiento. Luego ya tenemos otras dos falsedades en una: Jesús no se proclamó a sí mismo «Hijo de Dios» ni negó la divinidad de Tiberio, puesto que éste, a diferencia del difunto Augusto, no era divino. Luego Jesús no fue condenado por los romanos por aspectos religiosos o esotéricos, sino políticos: por encabezar una revuelta en Samaria, por haber dirigido el asalto al Templo que culminó con el apaleamiento de los mercaderes, y por ser Barrabás, el temible caudillo de los zelotes, el movimiento mesiánico fundado por su padre, Judas de Gamala, que propugnaba la emancipación de Judea de la tutela romana y la inminencia del «Reino de Dios»; o sea, la proclamación de un estado teocrático. Pero 1948 aún estaba muy lejos en el tiempo.

Poncio Pilato decide soltar a Barrabás

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