En el Evangelio de Juan
encontramos la siguiente frase puesta en labios de los príncipes de los
sacerdotes: «Uno de ellos, Caifás,
que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: "¡Vosotros no sabéis nada! ¿No
comprendéis que vale más para todos que muera un solo hombre por el pueblo, y
que no perezca toda la nación judía...?"» (Juan, 11, 50). Así pues, la actividad mesiánica de Jesús había terminado por poner a toda la nación judía en
peligro de ser exterminada por los romanos. ¿Cómo? Esta advertencia del
clérigo Caifás no sorprenderá a nadie si damos un salto hacia adelante
en el tiempo y nos situamos en el año 70 d.C. Jerusalén es
arrasada por los romanos y el Templo demolido, piedra a piedra, tal como Jesús había predicho. Era el modo en
que los romanos decidían poner fin a sus enemigos, lo hicieron con Jerusalén, del mismo modo que lo habían hecho unos doscientos años antes con
Cartago. Además, en los escritos de Flavio Josefo se dice que los romanos vendieron
como esclavos a los habitantes de poblaciones enteras y pasaron a cuchillo a otras, sospechosas
de haber prestado apoyo a los rebeldes zelotes. Ahora bien, debemos
absolver al sacerdote Caifás de cualquier acusación de maldad o egoísmo, el
propio Evangelio de Juan, en este pasaje, nos especifica que aquél pronunció
estas palabras, no por sí mismo, sino en un verdadero delirio profético, es
decir, bajo la inspiración divina, que le reconoce el propio evangelio en dicha
circunstancia. Probablemente, de esa
frase tan sencilla es de donde Saulo, el visionario epiléptico, extrajo
la idea de que Jesús murió por la salvación espiritual (no la material) de
todas las naciones y pueblos de la Tierra (y no sólo de Israel).
Por lo tanto resulta
evidente que para halagar al poder imperial, Roma, y a Constantino en
particular, los escribas anónimos del siglo IV, que eran
profundamente antijudíos, se empeñaron en presentar a los sacerdotes y a los
judíos en general, ensañándose con Jesús, un compatriota suyo, para
perjudicarle, y a Pilatos esforzándose por declararlo inocente, cuando con absoluta
seguridad debió suceder exactamente todo lo contrario. Porque los hechos, y el
espacio de tiempo en el que se producen, desmienten que los judíos hubiesen
pedido, casi implorado, la ejecución de Jesús en la cruz, a manos de los
invasores extranjeros. Si los malvados
sacerdotes del Sanedrín hubiesen querido matar a Jesús Barrabás [Yeshua
Bar-Abba] para desembarazarse de él, habrían encargado su
asesinato a un sicario para que le matase en cualquier callejuela, o en medio
de la multitud, y los propios evangelios nos lo confirman: «Todos los días me
sentaba en el Templo para enseñar, y no me prendisteis…» (Mateo, 26, 55).
Para averiguar las
causas que condujeron a Jesús a la muerte, lo primero que hay que hacer es
descartar las pistas falsas, dicho de otro modo, eliminar definitivamente, y de
una vez por todas a los judíos, como autores de su muerte. Pero… ¿cuál pudo ser
el hecho, históricamente demostrable, que puso en alerta a los romanos y
decidió a Pilatos a terminar con Jesús? Existe una hipótesis que debemos tener
en cuenta. En Lucas leemos lo siguiente: «Por aquel tiempo se
presentaron algunos, que le comentaron lo de los galileos, cuya sangre había
mezclado Pilatos con la de los sacrificios que ofrecían, y respondiéndoles
dijo: ¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los otros por haber
padecido todo esto?» (Lucas, 13, 1-2). Situaremos la acción a
principios del año 35, no más tarde del mes de febrero, y para ver si la
datación es válida, consultaremos a Flavio Josefo en sus Antigüedades de los
Judíos, Libro XVIII: «Los samaritanos no
carecieron tampoco de disturbios, pues estaban incitados por un hombre que no
consideraba grave el mentir, y que lo combinaba todo con tal de agradar al
pueblo. Les ordenó que ascendieran con él al monte Garizim, al
que tienen como la más santa de las montañas, asegurándoles con vehemencia que,
una vez allí, les mostraría unos vasos sagrados enterrados por Moisés, quien
los había colocado allí en depósito. Ellos, creyendo que sus palabras eran
verídicas, tomaron las armas, y, tras instalarse en un pueblo llamado
Tirathana, adhirieron a su causa a cuantas gentes pudieron recoger, de forma que iniciaron
la ascensión de la montaña en masa. Pero Pilatos se apresuró a ocupar con
antelación el camino por el que debían efectuar la ascensión, y envió allí a
jinetes y a soldados de a pie, y éstos, cargando contra las gentes que se
habían reunido en el pueblo, mataron a unos en la refriega, pusieron a otros en
fuga, y a muchos se los llevaron presos, los principales de los cuales
fueron ejecutados por orden de Pilatos, así como los más influyentes de entre
los fugitivos.
»Una vez calmado este
disturbio, el consejo de los samaritanos acudió a Vitelio, personaje consular,
gobernador de Siria, y acusó a Pilatos de haber masacrado a las gentes que
habían perecido; porque no era para rebelarse contra los romanos, sino para
escapar a la violencia de Pilatos, por lo que se habían reunido en Tirathana.
Después de haber enviado a uno de sus amigos, Marcelo, para ocuparse de los
judíos, Vitelio ordenó a Pilatos que volviera a Roma para dar cuenta al
césar de los actos de los que le acusaban los judíos. Pilatos, después de
diez años de permanencia en Judea, se apresuró a ir a Roma, por obediencia a
las órdenes de Vitelio, a las que no podía objetar nada. Pero antes de que
hubiera llegado a Roma, sobrevino la muerte de Tiberio...» (Flavio Josefo,
Antigüedades de los Judíos, XVIII, IV, 85-89).
Pilatos
se convirtió en Procurador de Judea en el año 25. Permaneció allí diez años,
según nos dice Flavio Josefo. Por lo tanto la insurrección de los samaritanos
podemos situarla en el año 35. Tiberio murió 17 días antes de las calendas de
abril del año 37, o sea el 18 de marzo del calendario juliano, y el 29 en el
gregoriano. Pilatos estaba todavía en el mar cuando Tiberio murió. Luego fue a
finales del año 36 cuando recibió la orden de Aulo Vitelio de presentarse en
Roma para justificarse, y fue reemplazado por Marcelo. Ahora bien, se plantea
un problema: ¿quién era ese misterioso desconocido que "lo combinaba todo con
tal de agradar al pueblo" y que dirigió la insurrección?
Un nombre acude a nuestros labios, el de Jesús, que, a lo largo
de sus actividades, no disimuló sus simpatías hacia los samaritanos,
despertando no pocas críticas entre los judíos ortodoxos. Y de nuevo nos
enfrentamos a otra artimaña de los escribas anónimos del siglo IV; la de
presentarnos a unos galileos, en lugar de unos samaritanos, en el pasaje citado
(Lucas, 13, 1-2), a fin de ocultar, una vez más, que Jesús era el caudillo de
un movimiento que protagonizó una insurrección contra Roma. Desgraciadamente para
él, ésta fue la última. Debía encontrase entre los fugitivos de los que habla
Flavio Josefo. Consiguió llegar a Jerusalén con algunos de los suyos y pasaron
inadvertidos entre la muchedumbre que empezaba a acudir para la Pascua, lo que aumentaba considerablemente la población habitual de la Ciudad
Santa. Y fue entonces cuando se
produciría el ultimátum de Pilatos a los sanedritas, así como la recomendación
hecha por Caifás, ya citada:
«¿No comprendéis que
vale más para todos que muera un solo hombre por el pueblo, y que no perezca
toda la nación judía...?» (Juan, 11, 50).
Si nuestra hipótesis es
exacta, no sería pues en el año 34, cuando habría sido ejecutado Jesús, sino en
el 35. Valga decir que algunas cronologías protestantes fijan la crucifixión en
el año 31, aunque precisando que la Era cristiana, lleva un retraso de cuatro años,
lo que nos sitúa de nuevo en el año 35. Pero aún hay quien, con sus argumentos,
hace morir a Jesús en el año 37. Nosotros nos inclinamos por situar como
posibles fechas de la ejecución de Jesús los años 35-36, dado que en el primer trimestre del año 37 Pilatos
ya ha sido cesado por Aulo Vitelio y se dirige a Roma. Admitiendo que la
represión de Pilatos en el monte Garizim fue un éxito militar, pero un grave
error político que motivó su fulminante cese y su regreso a Roma,
la ejecución de Jesús no le fue reprochada tácitamente. Y el mundo grecorromano,
durante varios siglos, supo cuáles habían sido los auténticos motivos legales
de su condena a muerte. Recordemos a Trajano, que gobernó el Imperio entre los años 98-117, y que, al interrogar a un líder
mesiánico que apeló al césar, le preguntó: «¿Hablas
de aquel al que Poncio Pilatos hizo crucificar?» He ahí un detalle que da qué
pensar. Demos otro salto en el tiempo. Maximino, augusto de Occidente en 311, mandó fijar carteles en todo el Imperio que recordasen a
los romanos los auténticos motivos por los que Jesús fue condenado a morir en la cruz. Estos son los términos que utiliza el escritor latino Minucio Felix, en su obra «Octavius», para resumir las objeciones habituales: «Un criminal ejecutado
por sus crímenes sobre el madero funesto de la cruz… adorar a un criminal y a
su cruz… ¡No! Hacer pasar a un hombre por un dios… Y especialmente a semejante culpable…» Minucio Félix
es, con Tertuliano, uno de los primeros apologistas del cristianismo.
Heracles, juez de
Nicomedia en tiempos de Diocleciano, contumaz perseguidor de cristianos, dice,
refiriéndose a Jesús: «Un bandido infame…» Los métodos de tortura de los verdugos romanos causaban
horror. Pero, teniendo en cuenta las crueles costumbres comunes en tan terribles épocas, hay que recordar que el palacio imperial de Nicomedia se
había incendiado recientemente de forma misteriosa, quedando totalmente destruido y reducido a escombros. Por supuesto,
los cristianos negaron haber tenido nada que ver. Lo mismo que en el incendio de Roma del año 64, en tiempos de Nerón.
Desde finales del siglo
III, el fanatismo de los cristianos había ido en aumento y se extendía por todo el
Imperio Romano, devorando sus instituciones y amenazando su continuidad. En Oriente, grupos de facinerosos fuertemente armados, habían proclamando
emperador al tribuno cristiano Eugenio (303). Diocleciano decretó que los
cristianos sospechosos de haber cometido acciones subversivas fuesen arrestados e
interrogados. Ni que decir tiene que muchos fanáticos fueron capturados y encarcelados
durante esa redada que la Iglesia tergiversó posteriormente convirtiéndola en
una cruel persecución contra inocentes cristianos cuando se trató, en realidad,
de una acción policial contra unos peligrosos delincuentes a los que hoy les
habrían acusado de terrorismo y pertenencia a banda armada sin dudarlo.
Contra todo pronóstico, apenas diez años después
de estos violentos sucesos protagonizados por los parabolanos, nos encontraremos
con un emperador, Constantino, que intenta un doble salto mortal político,
apostando por lo que hoy algunos llamarían integración, y publica un edicto
tolerando las actividades de un grupo de facinerosos que, bien organizados y
con el suficiente apoyo financiero, liquidarán la cultura helenística en apenas unas décadas, y que acabarán apoderándose de todas las instituciones
civiles romanas y convirtiendo al emperador en un monaguillo al servicio del obispo
de Roma. El nuevo «Pontifex Maximus» ya no es el emperador, sino el papa. Constantino tiene que conformarse con ocupar un puesto de segundón, porque del título de césar ya se ha apropiado la Iglesia. A partir de ahí, los
escribas cristianos del siglo IV empiezan a reescribir los evangelios y la Historia echando mano de un augurio dedicado a Augusto, cuando ya se sabía, desde mucho antes de su muerte, que al
producirse el óbito sería deificado por el Senado, cosa que así sucedió, y que sus
nombres, César y Augusto, serían utilizados por los emperadores romanos durante más de 400 años. Y aún en el siglo XX los títulos de zar (Rusia) y de káiser (Alemania)
significaban césar.
Una vez tolerados y legalizados,
los cristianos tardaron unos cinco minutos en suprimir el culto al divino
Augusto. Y poco a poco, tomando a unos pastorcillos y una cueva del culto de
Mitra, por aquí, y una ceremonia con pan y vino del culto de Adonis, por allá, fueron
pergeñando una piadosa religión, cuya única e inocente proclama, era la de
considerarse la Única Verdadera.
Volvamos con el
Jesús Barrabás de carne y hueso del siglo I. Exactamente, ¿de qué podían acusarle
los romanos? Antes que nada debemos
fijar nuestra atención en un detalle que suele pasar inadvertido:
Poncio Pilatos, como representante del Estado, tenía como misión primordial
mantener el orden en Judea, pero el orden romano, se sobreentiende. Las
acusaciones de blasfemia y las demás patochadas y majaderías que los escribas
cristianos fueron añadiendo en los evangelios y poniendo en boca de los
sacerdotes judíos, a Poncio Pilatos no le interesaban en absoluto. Pero en el
siglo IV, cuando se reescribieron los evangelios, la situación era distinta, y convenía
desprestigiar a toda costa a los judíos, a fin de cortar definitivamente los
lazos que imbricaban al nuevo cristianismo oficializado en el Concilio de Nicea (325), con el caduco judaísmo ortodoxo. Por otro lado, pedirle
al procurador romano la muerte de otro judío, era impensable para unos
sacerdotes hebreos. La supuesta afirmación de Jesús proclamándose «Hijo de Dios» no se produjo nunca. Jesús se refería a sí mismo como «Hijo del Hombre». Era judío, y jamás le habría pasado por la imaginación
semejante disparate. Le habrían lapidado sus conciudadanos allí donde lo
hubiese dicho, sin necesidad de involucrar al Sanedrín ni al procurador romano.
La cosa hubiese sido diferente si Jesús hubiese negado la divinidad de Augusto,
ese sí era un delito de sedición y lesa majestad castigado por la Ley romana. Pero sólo la divinidad
de Augusto, deificado por el Senado unos quince años antes. Tiberio, el
emperador romano en aquel momento, no ostentaba ese título. Su sucesor, Calígula,
se lo adjudicó de forma fraudulenta, y fue asesinado por ello. Aunque muchas
familias romanas, incluida la Julia, descendientes de Julio César, pretendían
tener sus orígenes en la cohabitación de dioses y mortales, era algo más
simbólico que otra cosa. Luego tampoco, ningún emperador romano en su sano
juicio, se hubiese proclamado a sí mismo «Dios», a excepción de Calígula, que
pagó con su vida el atrevimiento. Luego ya tenemos otras dos falsedades en
una: Jesús no se proclamó a sí mismo «Hijo de Dios» ni negó la divinidad de Tiberio,
puesto que éste, a diferencia del difunto Augusto, no era divino. Luego Jesús
no fue condenado por los romanos por aspectos religiosos o esotéricos, sino
políticos: por encabezar una revuelta en Samaria, por haber dirigido el asalto
al Templo que culminó con el apaleamiento de los mercaderes, y por ser Barrabás, el temible caudillo de los zelotes, el movimiento mesiánico fundado por su
padre, Judas de Gamala, que propugnaba la emancipación de Judea de la tutela romana y la inminencia del «Reino de Dios»; o sea, la proclamación de un estado teocrático. Pero 1948 aún estaba muy lejos en el tiempo.
Poncio Pilato decide soltar a Barrabás |
No hay comentarios:
Publicar un comentario