En Cochinchina, actual Vietnam, algunos misioneros
españoles fueron asesinados, lo que motivó una respuesta militar contundente por
parte de Francia y España, y ésta fue la Expedición militar franco–española a
Cochinchina que culminó con la conquista de Saigón. España participó en la campaña
con tropas mixtas de soldados españoles y voluntarios filipinos. Sin embargo,
en el posterior reparto del territorio indochino a España solamente le
fueron reconocidos derechos comerciales sobre los puertos de Tulog, Balag y
Quang–an, así como una indemnización económica por la participación y la
garantía de libertad de culto, aunque el botín francés fue mucho más jugoso, ya
que se reservaron el dominio de tres provincias y fue el comienzo de la
consolidación de la presencia colonial francesa en Indochina. En 1861 se produjo la reanexión de la República
Dominicana a España, sin embargo, una serie de conflictos bélicos con la
guerrilla convirtieron la presencia española en un gasto que se estimó
innecesario y en 1865 Isabel II anuló la anexión. En la América continental, se
llevaron a cabo expediciones punitivas contra México, Perú y Chile. En el resto
de asuntos coloniales, España mantuvo y consolidó su dominio en Cuba y Puerto
Rico en el Caribe, y en Asia en Filipinas, las islas Carolinas y las islas
Marianas, a pesar de ciertos roces y desencuentros con Alemania que pretendía
iniciar su expansión colonial en el Pacífico Sur a costa de España,
arrebatándole estos dos archipiélagos. Con la Guerra de África, como se llamó a la respuesta militar
española a los ataques sufridos por las ciudades de Ceuta y Melilla por parte
de Marruecos, O'Donnell tranquilizó a los jefes militares con una abundante
cosecha de recompensas: ascensos, condecoraciones, títulos nobiliarios,
etcétera.
El Ejército español estaba mal equipado y peor preparado —escasa instrucción, material defectuoso—, y fue abastecido con alimentos en mal estado; de los cerca de 8.000 muertos españoles en aquella campaña, unos 5.000 fueron víctimas del cólera y otras enfermedades; por último, quienes dirigían las operaciones desconocían el terreno y acumularon los errores, como el de escoger la estación de lluvias y vientos como comienzo del ataque, pese a lo cual, la victoria fue para las armas españolas, a costa de muchos sacrificios y un gran derroche de coraje. Isabel II tuvo que hacer frente a la Revolución de 1868, conocida como «La Gloriosa», que la obligó a abandonar España en tren desde San Sebastián donde veraneaba. Isabel II se exilió en Francia, donde recibió el amparo de Luis Napoleón III y doña Eugenia de Montijo; el 25 de junio de 1870 abdicó en París en favor de su hijo, el futuro Alfonso XII. Mientras tanto, gracias al apoyo de varios grupos en el Gobierno, el príncipe Amadeo de Saboya, miembro de la familia real italiana, fue elegido para reemplazarla en el trono como Amadeo I de España; Amadeo era hijo de Víctor Manuel II, Rey de Italia desde 1861 y pertenecía a la casa de Saboya, y de doña María Adelaida de Austria, bisnieta de Carlos III de España. Isabel II vivió el resto de su vida en Francia; desde allí fue testigo de la proclamación de la Primera República, del reinado y de la muerte de su hijo Alfonso XII en 1885, de la regencia de su nuera, doña María Cristina de Habsburgo–Lorena y del inicio del reinado de su nieto, Alfonso XIII. Desde que fue derrocada en 1868 dejó de hacer vida en común con su marido, que pasó a vivir a Épinay–sur–Seine, donde falleció en 1902. Isabel II murió en París en 1904, y fue enterrada en el Monasterio de El Escorial frente a los restos de su esposo.
El Ejército español estaba mal equipado y peor preparado —escasa instrucción, material defectuoso—, y fue abastecido con alimentos en mal estado; de los cerca de 8.000 muertos españoles en aquella campaña, unos 5.000 fueron víctimas del cólera y otras enfermedades; por último, quienes dirigían las operaciones desconocían el terreno y acumularon los errores, como el de escoger la estación de lluvias y vientos como comienzo del ataque, pese a lo cual, la victoria fue para las armas españolas, a costa de muchos sacrificios y un gran derroche de coraje. Isabel II tuvo que hacer frente a la Revolución de 1868, conocida como «La Gloriosa», que la obligó a abandonar España en tren desde San Sebastián donde veraneaba. Isabel II se exilió en Francia, donde recibió el amparo de Luis Napoleón III y doña Eugenia de Montijo; el 25 de junio de 1870 abdicó en París en favor de su hijo, el futuro Alfonso XII. Mientras tanto, gracias al apoyo de varios grupos en el Gobierno, el príncipe Amadeo de Saboya, miembro de la familia real italiana, fue elegido para reemplazarla en el trono como Amadeo I de España; Amadeo era hijo de Víctor Manuel II, Rey de Italia desde 1861 y pertenecía a la casa de Saboya, y de doña María Adelaida de Austria, bisnieta de Carlos III de España. Isabel II vivió el resto de su vida en Francia; desde allí fue testigo de la proclamación de la Primera República, del reinado y de la muerte de su hijo Alfonso XII en 1885, de la regencia de su nuera, doña María Cristina de Habsburgo–Lorena y del inicio del reinado de su nieto, Alfonso XIII. Desde que fue derrocada en 1868 dejó de hacer vida en común con su marido, que pasó a vivir a Épinay–sur–Seine, donde falleció en 1902. Isabel II murió en París en 1904, y fue enterrada en el Monasterio de El Escorial frente a los restos de su esposo.
La intervención franco-española se produjo exactamente un siglo antes que la de los EEUU iniciada en 1964.
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