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miércoles, 10 de mayo de 2017

Visigodos: herederos del Imperio Romano en Occidente

Roma fue saqueada en el año 410 por el rey visigodo Alarico, que se llevó de las bodegas del templo de Júpiter Capitolino el tesoro que a su vez los romanos habían tomado en el templo de Jerusalén tras saquearlo y destruirlo en el año 70. Después de una serie de vicisitudes por el sur de Francia, el tesoro terminó en España donde, según algunos, aún permanece oculto. En el 453 Atila desplegó sus hordas frente a las murallas de Roma. El emperador había huido y no había tropas para defender la ciudad. El papa León I se presentó ante el rey de los hunos y le disuadió para que levantase el asedio y se retirase. Dos años después (455) fue el vándalo Genserico el que saqueaba Roma, pero por intercesión del mismo papa, se contentó con el botín y no tomó esclavos entre la desamparada población romana. Los papas se convirtieron, por derecho propio, en los auténticos soberanos de Roma puesto que los césares, de hecho, habían abdicado renunciando a sus obligaciones como gobernantes. El papa Simplicio, sucesor de León I, vivió el fin del Imperio de Occidente (476) cuando el rey de los hérulos, Odoacro depuso al emperador Rómulo Augústulo y envió las insignias imperiales a Constantinopla. Sin embargo, el Imperio Romano no desapareció completamente. Continuó en Oriente, y en Occidente su legado perduró bajo otra apariencia: a partir de entonces Roma fue la ciudad de los papas, y el Imperio se transformó en la Cristiandad. Puede decirse que Constantino logró reunificar el Imperio Romano bajo el signo de la Cruz para alargar su existencia. Su victoria sobre Majencio en la batalla del Puente Milvio (312) le convirtió en dueño de todo el Imperio occidental. En 320, Licinio, augusto de Oriente, renegó de la libertad de culto promulgada en el Edicto de Milán y reinició la persecución de los cristianos. Esto supuso una clara contradicción, ya que su esposa Constancia, hermanastra de Constantino, era una devotísima cristiana. El asunto derivó en una agria disputa con Constantino en el oeste, que desembocó en una nueva guerra civil en 324.
Los ejércitos implicados en la contienda fueron tan grandes que no se tiene constancia documentada en Europa de una movilización similar hasta el siglo XIV, al inicio de la guerra de los Cien Años. Licinio, ayudado por mercenarios godos, representaba el pasado y la antigua fe del paganismo. Constantino y sus francos marcharon bajo el estandarte cristiano del lábaro, y ambos bandos concibieron el enfrentamiento como una lucha entre religiones. Supuestamente rebasados en número, aunque enaltecidos por su celo religioso, los ejércitos de Constantino resultaron finalmente victoriosos, primero en la batalla de Adrianópolis (324), y más tarde en la batalla naval de Crisópolis.
Aquella fue la primera guerra de religión europea, y supuso el fin de la Roma helenística y pagana. El Imperio Oriental se consolidó como centro del poder, del saber, de la prosperidad y de la preservación de la cultura clásica. Constantino reconstruyó la ciudad de Bizancio, cuyo nombre procedía de los colonos griegos que, bajo el mando de Bizas, la fundaron en el siglo VII a.C. procedentes de la polis de Megara. Constantino renombró la ciudad como su «Nova Roma» (Nueva Roma), otorgando a ésta un Senado propio a semejanza del romano. Luego puso la ciudad bajo la protección de la Vera Cruz, la Vara de Moisés, los Clavos de Cristo y otras reliquias sagradas que, «milagrosamente», fueron descubiertas durante su reinado.
Las imágenes de los viejos dioses fueron reemplazadas o asimiladas con la nueva simbología cristiana. Sobre el lugar donde se levantaba el bello templo de Afrodita se construyó la nueva Basílica de los Apóstoles. Varias generaciones más tarde se difundieron fantásticas historias sobre la visión divina que llevó a Constantino a reconstruir la ciudad, según la cual un ángel que nadie más que él podía ver, le condujo en un circuito a través de los nuevos muros. Tras su muerte, la ciudad volvió a cambiar su nombre por el de Constantinopla, «la Ciudad de Constantino», y lo mantuvo hasta que el 29 de mayo de 1453 la ciudad fue tomada por los turcos otomanos y pasó a llamarse Estambul.
La leyenda cuenta que el mismo ángel que varios siglos antes se le había aparecido a Constantino, reapareció en la basílica de Santa Sofía mientras los defensores, seguros de que iban a morir en el próximo asalto de los turcos, celebraban su última misa. El evanescente ángel, concluida la ceremonia, tomó el cáliz con el que se había oficiado el servicio religioso y desapareció entre los muros de la basílica, después de prometer que regresaría para devolver el santo cáliz cuando la basílica volviese a ser un templo cristiano y se celebrase la primera misa.
Constantino pasaría también a la historia por las leyes que convirtieron los oficios de carnicero y panadero en hereditarios, lo que en la Edad Media serían los gremios de artesanos, y más importante aún, por convertir a los colonos de las granjas en siervos, sentando las bases de la sociedad feudal. Estos colonos, a su vez, eran libertos o extranjeros —«bárbaros»— que habían sustituido gradualmente a los esclavos durante el siglo anterior. La escasa productividad de la mano de obra esclava (no remunerada) había terminado por imponer su lógica a los terratenientes romanos, que, influidos también por el cristianismo —religión muy extendida entre los libertos— no tuvo más remedio que variar su sistema de explotación agraria. Las terribles hambrunas y las consiguientes pestes del siglo III, que diezmaron la población, tuvieron un efecto demoledor sobre la sociedad romana de la época y debilitaron considerablemente el Imperio occidental. Muchos colonos abandonaron sus tierras de labranza para emigrar al este, y en las fronteras muchos se convirtieron en bandidos que se aliaron con los pueblos bárbaros que esperaban su oportunidad para invadir el Imperio. Estos bandidos errantes o «bagaudas» fueron campesinos arruinados que se declararon en rebeldía y participaron en diversos levantamientos contra los terratenientes romanos en Hispania y la Galia entre los siglos III y V.
En épocas de abundancia, era fácil negociar con los puebles que habitaban al otro lado del limes (frontera) y favorecer los intercambios comerciales. Cuando el grano y los animales de granja escaseaban, los campesinos hambrientos a ambos lados del Rin no tardaban mucho en trocarse en hordas de salvajes dispuestos a tomar por la fuerza lo que antes podían comprar u obtener mediante trueques. Por otra parte, los acuartelamientos y puestos avanzados en la frontera, cumplían un doble cometido: como elementos de defensa, desde luego, pero también como dinamizadores de la actividad económica. A medida que las tropas romanas se fueron replegando sobre sus propias fronteras, la economía de las zonas fronterizas entró en una profunda crisis económica. Otro problema añadido fue que, como ya no había tropas imperiales para protegerles del pillaje de los bandidos, los colonos abandonaron muchas de las tierras de cultivo en las zonas próximas a la frontera. A la postre, la falta de grano y otros productos precedentes del campo, se dejó sentir también en la metrópoli, y la carestía de los alimentos y las hambrunas fueron problemas comunes durante el Bajo Imperio (ss. III–V).
A lo largo de su reinado, Constantino introdujo un importante número de cambios en el sistema monetario. El tradicional áureo dio paso a una nueva moneda, el sólido de 4,50 gramos, como moneda del Imperio Romano. Esta moneda sobrevivió al propio Imperio de Occidente, y fue la divisa del Imperio Bizantino hasta que perdió influencia como divisa internacional frente al dinar árabe de los omeyas allá por el siglo X. Las monedas acuñadas por los emperadores revelan con frecuencia su iconografía personal. Durante la primera parte del gobierno de Constantino, las representaciones de Marte y posteriormente de Apolo como dios solar, aparecen de forma constante en el reverso de las monedas. Marte fue asociado con la tetrarquía, y Constantino quiso con este simbolismo enfatizar la legitimidad de su gobierno. Dos años antes de su decisiva victoria en el Puente Milvio (312), Constantino experimentó una visión extática en la que Apolo se le apareció con presagios de victoria. Tras este asombroso episodio, el reverso de sus monedas estuvieron dominados durante muchos años con la leyenda «al aliado Sol Invicto» (SOLI INVICTO COMITI). La descripción representa a Apolo con un halo solar al modo del dios griego Helios y con el mundo en sus manos. En 320, el mismo Constantino aparece con un halo solar. También existen monedas mostrando a Apolo conduciendo el Carro del Sol sobre un escudo que Constantino sostiene y en otras se muestra el símbolo cristiano del lábaro sobre la coraza de Constantino.
Los grandes ojos abiertos y fijos son una constante en la iconografía de Constantino, aunque no era un símbolo específicamente cristiano. Esta iconografía muestra cómo las imágenes oficiales cambiaban desde las convenciones imperiales de los retratos realistas hacia representaciones más esquemáticas: Constantino como rey–sacerdote y sumo pontífice, no solo como emperador a la vieja usanza, con su amplia y característica barbilla. Estos grandes ojos abiertos y fijos se harían aún más grandes a medida que avanzara el siglo IV, como si los nuevos emperadores barruntasen el peligro que se cernía ya sobre el Imperio. Además de haber sido llamado «El Grande» por los historiadores cristianos tras su muerte, Constantino podía presumir de dicho título por sus éxitos militares. No solo reunificó el Imperio bajo su mando, sino que obtuvo importantes victorias sobre los francos y los alamanes (306–308), de nuevo sobre los francos (313–314), los visigodos en 332 y sobre los sármatas en 334. De hecho, sobre 336, Constantino había recuperado la mayor parte de la provincia de Dacia, que Aureliano se había visto forzado a abandonar en 271. Al morir Constantino, planeaba una gran expedición para poner fin a la rapiña de las provincias del este por parte del Imperio Persa de los sasánidas.
Fue sucedido en el Imperio por los tres hijos habido de su matrimonio con Faustina: Constantino II, Constante y Constancio II, quienes aseguraron su posición mediante el asesinato de cierto número de familiares y partidarios de Constantino. También nombró césares a sus sobrinos Dalmasio y Anibaliano. El proyecto de Constantino de reparto del Imperio era exclusivamente administrativo. El mayor de sus hijos, Constantino II, sería el destinado a mantener a los otros tres supeditados a su voluntad. El último miembro de la Dinastía fue su yerno Juliano, quien trató de restaurar el paganismo a mediados del siglo IV y murió en extrañas circunstancias cuando se aprestaba a presentar batalla a los partos. Se cree que fue asesinado por los cristianos, a los que Juliano, apodado El Apóstata, llamaba despectivamente «galileos». En sus últimos años, los hechos históricos se mezclan con la leyenda. Se consideró inapropiado que Constantino hubiese sido bautizado en su lecho de muerte y por un obispo de dudosa ortodoxia —Eusebio de Nicomedia era arriano—, y de este hecho parte una leyenda según la cual el papa Silvestre I habría curado al emperador pagano de la lepra. También según esta leyenda, Constantino habría sido bautizado tras haber donado unos palacios al papa. Entre ellos, uno que había pertenecido al emperador Nerón, considerado un anticristo por la Iglesia. En el siglo VIII aparece por primera vez un falso documento conocido como «Donación de Constantino», según el cual, Constantino entrega el gobierno del Imperio de Occidente, incluida la misma Roma, al papa. En tiempos del Imperio Carolingio este documento se usó para aceptar las bases del poder temporal del papa de Roma, aunque fue denunciado como apócrifo por el emperador germánico Otón III.


Los visigodos eran guerreros temibles


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