Roma fue saqueada en el año 410 por el rey visigodo
Alarico, que se llevó de las bodegas del templo de Júpiter Capitolino el tesoro
que a su vez los romanos habían tomado en el templo de Jerusalén tras saquearlo
y destruirlo en el año 70. Después de una serie de vicisitudes por el sur de Francia, el tesoro terminó en España donde, según algunos, aún permanece oculto. En el 453 Atila desplegó sus hordas frente a las
murallas de Roma. El emperador había huido y no había tropas para defender la
ciudad. El papa León I se presentó ante el rey de los hunos y le disuadió para
que levantase el asedio y se retirase. Dos años después (455) fue el vándalo
Genserico el que saqueaba Roma, pero por intercesión del mismo papa, se
contentó con el botín y no tomó esclavos entre la desamparada población romana.
Los papas se convirtieron, por derecho propio, en los auténticos soberanos de
Roma puesto que los césares, de hecho, habían abdicado renunciando a sus
obligaciones como gobernantes. El papa Simplicio, sucesor de León I, vivió el
fin del Imperio de Occidente (476) cuando el rey de los hérulos, Odoacro depuso
al emperador Rómulo Augústulo y envió las insignias imperiales a
Constantinopla. Sin embargo, el Imperio Romano no desapareció completamente.
Continuó en Oriente, y en Occidente su legado perduró bajo otra apariencia: a
partir de entonces Roma fue la ciudad de los papas, y el Imperio se transformó
en la Cristiandad. Puede decirse que Constantino logró reunificar el Imperio
Romano bajo el signo de la Cruz para alargar su existencia. Su victoria sobre
Majencio en la batalla del Puente Milvio (312) le convirtió en dueño de todo el
Imperio occidental. En 320, Licinio, augusto de Oriente, renegó de la libertad
de culto promulgada en el Edicto de Milán y reinició la persecución de los
cristianos. Esto supuso una clara contradicción, ya que su esposa Constancia,
hermanastra de Constantino, era una devotísima cristiana. El asunto derivó en
una agria disputa con Constantino en el oeste, que desembocó en una nueva
guerra civil en 324.
Los ejércitos implicados en la contienda fueron tan
grandes que no se tiene constancia documentada en Europa de una movilización
similar hasta el siglo XIV, al inicio de la guerra de los Cien Años. Licinio,
ayudado por mercenarios godos, representaba el pasado y la antigua fe del
paganismo. Constantino y sus francos marcharon bajo el estandarte cristiano del
lábaro, y ambos bandos concibieron el enfrentamiento como una lucha entre religiones.
Supuestamente rebasados en número, aunque enaltecidos por su celo religioso,
los ejércitos de Constantino resultaron finalmente victoriosos, primero en la
batalla de Adrianópolis (324), y más tarde en la batalla naval de Crisópolis.
Aquella fue la primera guerra de religión europea, y
supuso el fin de la Roma helenística y pagana. El Imperio Oriental se consolidó
como centro del poder, del saber, de la prosperidad y de la preservación de la
cultura clásica. Constantino reconstruyó la ciudad de Bizancio, cuyo nombre
procedía de los colonos griegos que, bajo el mando de Bizas, la fundaron en el
siglo VII a.C. procedentes de la polis de Megara. Constantino renombró la
ciudad como su «Nova Roma» (Nueva Roma), otorgando a ésta un Senado propio a
semejanza del romano. Luego puso la ciudad bajo la protección de la Vera Cruz,
la Vara de Moisés, los Clavos de Cristo y otras reliquias sagradas que,
«milagrosamente», fueron descubiertas durante su reinado.
Las imágenes de los viejos dioses fueron reemplazadas o
asimiladas con la nueva simbología cristiana. Sobre el lugar donde se levantaba
el bello templo de Afrodita se construyó la nueva Basílica de los Apóstoles.
Varias generaciones más tarde se difundieron fantásticas historias sobre la
visión divina que llevó a Constantino a reconstruir la ciudad, según la cual un
ángel que nadie más que él podía ver, le condujo en un circuito a través de los
nuevos muros. Tras su muerte, la ciudad volvió a cambiar su nombre por el de
Constantinopla, «la Ciudad de Constantino», y lo mantuvo hasta que el 29 de
mayo de 1453 la ciudad fue tomada por los turcos otomanos y pasó a llamarse
Estambul.
La leyenda cuenta que el mismo ángel que varios siglos
antes se le había aparecido a Constantino, reapareció en la basílica de Santa
Sofía mientras los defensores, seguros de que iban a morir en el próximo asalto
de los turcos, celebraban su última misa. El evanescente ángel, concluida la
ceremonia, tomó el cáliz con el que se había oficiado el servicio religioso y
desapareció entre los muros de la basílica, después de prometer que regresaría
para devolver el santo cáliz cuando la basílica volviese a ser un templo
cristiano y se celebrase la primera misa.
Constantino pasaría también a la historia por las leyes
que convirtieron los oficios de carnicero y panadero en hereditarios, lo que en
la Edad Media serían los gremios de artesanos, y más importante aún, por
convertir a los colonos de las granjas en siervos, sentando las bases de la
sociedad feudal. Estos colonos, a su vez, eran libertos o extranjeros
—«bárbaros»— que habían sustituido gradualmente a los esclavos durante el siglo
anterior. La escasa productividad de la mano de obra esclava (no remunerada)
había terminado por imponer su lógica a los terratenientes romanos, que,
influidos también por el cristianismo —religión muy extendida entre los libertos—
no tuvo más remedio que variar su sistema de explotación agraria. Las terribles
hambrunas y las consiguientes pestes del siglo III, que diezmaron la población,
tuvieron un efecto demoledor sobre la sociedad romana de la época y debilitaron
considerablemente el Imperio occidental. Muchos colonos abandonaron sus tierras
de labranza para emigrar al este, y en las fronteras muchos se convirtieron en
bandidos que se aliaron con los pueblos bárbaros que esperaban su oportunidad
para invadir el Imperio. Estos bandidos errantes o «bagaudas» fueron campesinos
arruinados que se declararon en rebeldía y participaron en diversos
levantamientos contra los terratenientes romanos en Hispania y la Galia entre
los siglos III y V.
En épocas de abundancia, era fácil negociar con los
puebles que habitaban al otro lado del limes (frontera) y favorecer los
intercambios comerciales. Cuando el grano y los animales de granja escaseaban,
los campesinos hambrientos a ambos lados del Rin no tardaban mucho en trocarse
en hordas de salvajes dispuestos a tomar por la fuerza lo que antes podían
comprar u obtener mediante trueques. Por otra parte, los acuartelamientos y
puestos avanzados en la frontera, cumplían un doble cometido: como elementos de
defensa, desde luego, pero también como dinamizadores de la actividad
económica. A medida que las tropas romanas se fueron replegando sobre sus
propias fronteras, la economía de las zonas fronterizas entró en una profunda
crisis económica. Otro problema añadido fue que, como ya no había tropas
imperiales para protegerles del pillaje de los bandidos, los colonos
abandonaron muchas de las tierras de cultivo en las zonas próximas a la
frontera. A la postre, la falta de grano y otros productos precedentes del
campo, se dejó sentir también en la metrópoli, y la carestía de los alimentos y
las hambrunas fueron problemas comunes durante el Bajo Imperio (ss. III–V).
A lo largo de su reinado, Constantino introdujo un
importante número de cambios en el sistema monetario. El tradicional áureo dio
paso a una nueva moneda, el sólido de 4,50 gramos, como moneda del Imperio
Romano. Esta moneda sobrevivió al propio Imperio de Occidente, y fue la divisa
del Imperio Bizantino hasta que perdió influencia como divisa internacional
frente al dinar árabe de los omeyas allá por el siglo X. Las monedas acuñadas
por los emperadores revelan con frecuencia su iconografía personal. Durante la
primera parte del gobierno de Constantino, las representaciones de Marte y
posteriormente de Apolo como dios solar, aparecen de forma constante en el
reverso de las monedas. Marte fue asociado con la tetrarquía, y Constantino
quiso con este simbolismo enfatizar la legitimidad de su gobierno. Dos años
antes de su decisiva victoria en el Puente Milvio (312), Constantino
experimentó una visión extática en la que Apolo se le apareció con presagios de
victoria. Tras este asombroso episodio, el reverso de sus monedas estuvieron
dominados durante muchos años con la leyenda «al aliado Sol Invicto» (SOLI
INVICTO COMITI). La descripción representa a Apolo con un halo solar al modo
del dios griego Helios y con el mundo en sus manos. En 320, el mismo
Constantino aparece con un halo solar. También existen monedas mostrando a Apolo
conduciendo el Carro del Sol sobre un escudo que Constantino sostiene y en
otras se muestra el símbolo cristiano del lábaro sobre la coraza de
Constantino.
Los grandes ojos abiertos y fijos son una constante en la
iconografía de Constantino, aunque no era un símbolo específicamente cristiano.
Esta iconografía muestra cómo las imágenes oficiales cambiaban desde las
convenciones imperiales de los retratos realistas hacia representaciones más
esquemáticas: Constantino como rey–sacerdote y sumo pontífice, no solo como
emperador a la vieja usanza, con su amplia y característica barbilla. Estos
grandes ojos abiertos y fijos se harían aún más grandes a medida que avanzara
el siglo IV, como si los nuevos emperadores barruntasen el peligro que se
cernía ya sobre el Imperio. Además de haber sido llamado «El Grande» por los
historiadores cristianos tras su muerte, Constantino podía presumir de dicho
título por sus éxitos militares. No solo reunificó el Imperio bajo su mando,
sino que obtuvo importantes victorias sobre los francos y los alamanes (306–308),
de nuevo sobre los francos (313–314), los visigodos en 332 y sobre los sármatas
en 334. De hecho, sobre 336, Constantino había recuperado la mayor parte de la
provincia de Dacia, que Aureliano se había visto forzado a abandonar en 271. Al
morir Constantino, planeaba una gran expedición para poner fin a la rapiña de
las provincias del este por parte del Imperio Persa de los sasánidas.
Fue sucedido en el Imperio por los tres hijos habido de
su matrimonio con Faustina: Constantino II, Constante y Constancio II, quienes
aseguraron su posición mediante el asesinato de cierto número de familiares y partidarios
de Constantino. También nombró césares a sus sobrinos Dalmasio y Anibaliano. El
proyecto de Constantino de reparto del Imperio era exclusivamente
administrativo. El mayor de sus hijos, Constantino II, sería el destinado a
mantener a los otros tres supeditados a su voluntad. El último miembro de la Dinastía
fue su yerno Juliano, quien trató de restaurar el paganismo a mediados del
siglo IV y murió en extrañas circunstancias cuando se aprestaba a presentar
batalla a los partos. Se cree que fue asesinado por los cristianos, a los que
Juliano, apodado El Apóstata, llamaba despectivamente «galileos». En sus últimos años, los hechos históricos se mezclan con
la leyenda. Se consideró inapropiado que Constantino hubiese sido bautizado en
su lecho de muerte y por un obispo de dudosa ortodoxia —Eusebio de Nicomedia
era arriano—, y de este hecho parte una leyenda según la cual el papa Silvestre
I habría curado al emperador pagano de la lepra. También según esta leyenda,
Constantino habría sido bautizado tras haber donado unos palacios al papa.
Entre ellos, uno que había pertenecido al emperador Nerón, considerado un
anticristo por la Iglesia. En el siglo VIII aparece por primera vez un falso
documento conocido como «Donación de Constantino», según el cual, Constantino
entrega el gobierno del Imperio de Occidente, incluida la misma Roma, al papa. En
tiempos del Imperio Carolingio este documento se usó para aceptar las bases del
poder temporal del papa de Roma, aunque fue denunciado como apócrifo por el
emperador germánico Otón III.
Los visigodos eran guerreros temibles |
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