En el año 653 a.C., Ciáxares
subió al trono como sucesor de Fraortes, su padre. Este joven rey, valiente,
emprendedor y ambicioso, habría de trastornar con sus hazañas el orden político
establecido en la región. Se dedicó a reorganizar su ejército mediante la
creación de cuerpos formados por tropas escogidas, divididas en compañías de
lanceros, brigadas de arqueros y tropas de caballería. Ese mismo año se lanzó contra
Nínive, a la cabeza de un poderoso ejército para vengar la muerte de su padre.
Sin embargo, de acuerdo con lo que consigna Heródoto, mientras asediaba la
capital asiria, las tropas escitas conducidas por el rey Madias, aliado de los
asirios, lo atacaron y derrotaron. Este episodio marcó el inicio de un período
que duró veintiocho años, en el cual los escitas dominaron en Media (653–625
a.C.). Cuando Ciáxares consiguió finalmente expulsar de su reino a los
invasores, resolvió que Ecbatana fuera definitivamente la capital de los medos.
Esta ciudad, según el historiador griego, había sido fundada por Deyoces. Por
lo demás, Ciáxares no había abandonado sus proyectos de conquista de Asiria, y
con este propósito concertó una alianza con el rey babilonio Nabopolasar, cuyo
hijo, Nabucodonosor II, para cimentar esa alianza, recibió por esposa a una princesa
meda. La unión de las fuerzas medas y babilonias marcó el fin de Asiria: en el
614, los medos conquistaron Assur, y en 612, los medos y babilonios destruyeron
Nínive. La caída de la capital asiria produjo gran impresión en todo el Próximo
Oriente y hasta en la Biblia hallamos ecos de este episodio trascendental.
En tiempos del faraón Psamétiq
I, los egipcios, conscientes de la necesidad de contener el avance de los medos
y babilonios, que podían poner en peligro también su territorio, acudieron en ayuda
de los asirios, pero, a su vez, fueron derrotados por las tropas de
Nabucodonosor II en Karkemish. El súbito revés de sus ocasionales aliados selló
la definitiva desaparición de los asirios de la Historia.
Lograda la primera victoria
importante, Ciáxares quiso extender sus conquistas y sometió a los cadusos, que
habitaban en las costas meridionales del mar Caspio, posteriormente a las
poblaciones de Armenia, prosiguiendo después hacia el Este, a través de
Capadocia, hasta las orillas del río Halys, tras el cual se extendía Lidia
gobernada por el rey Ayates (617–583 a.C.). Heródoto hace una relación
legendaria de las causas de la guerra contra los lidios y narra que hallándose
un grupo de escitas en la corte de Ciáxares como instructores de sus hijos, fueron
duramente ofendidos por el rey medo al no haber traído presa alguna de una
batida de caza. Los escitas se vengaron cruelmente del escarnio, dando muerte a
uno de los hijos del rey y ofreciéndolo como alimento a su padre, después de
haberlo cocinado y huyeron, refugiándose junto a Ayates. Ante la negativa de
éste de entregarle los fugitivos, Ciáxares le declaró la guerra. Con toda
probabilidad, la versión de Heródoto es legendaria. No obstante, el conflicto
tuvo lugar y se prolongó por espacio de cinco años hasta la llamada «batalla
del eclipse», que se libró el 28 de mayo del año 585 a.C., y en la que no hubo
vencedores ni vencidos. Entonces, mediante la intervención del rey babilonio,
se estipuló un acuerdo sobre la base del cual se fijaron los confines entre
Media y Lidia, delimitados por el río Halys, y se selló la paz con el
matrimonio entre la hija de Ayates y el hijo de Ciáxares, Astiages. De esta
manera el poder de los medos fue una realidad: con los lidios, egipcios y
babilonios se dividieron el dominio de todo el Próximo Oriente. El imperio medo
poseía los territorios más extensos y el ejército más aguerrido. Los babilonios
sabían esto muy bien y, aunque sus relaciones con Ciáxares y su sucesor
Astiages fueron amistosas, temían que tarde o temprano se llegaría a un
enfrentamiento entre ellos y sus poderosos vecinos y, por lo tanto, tuvieron la
precaución de levantar fortificaciones a lo largo de la línea de demarcación
nororiental.
Lamentablemente, es poco lo
que se sabe acerca de la organización del imperio medo, pero podemos conjeturar
que tuvo características parecidas a las del imperio asirio. De este último
posiblemente se imitó la subdivisión en provincias con gobernadores que con el
tiempo se transformaron en las satrapías. Asimismo, los testimonios
arqueológicos de la arquitectura son muy pocos, pues consisten únicamente en
algunas tumbas rupestres, las primeras de este tipo descubiertas en el
altiplano, que anticipan los mismos rasgos distintivos que más tarde serían
propios de las tumbas de Darío y sus sucesores. Esta escasez de datos se agrava
por el hecho de que no todo los estudiosos coinciden en atribuir tales
monumentos al período del imperio medo. En cuanto a la apariencia física de los
medos y a su manera de vestir, conviene referirse a los relieves del palacio de
Persépolis, aunque es casi un siglo posterior a los acontecimientos que
acabamos de narrar.
En todos estos relieves
ostentan largas barbas y cabellos cuidadosamente rizados, visten una corta
túnica, ceñida con un cinturón, sobre pantalones de piel; llevan en la cabeza
un gorro cónico de fieltro, con un lazo, y en los pies, calzado de cuero.
Seguramente hubo entre ellos orfebres de gran talento, que Darío llamó para la
decoración del nuevo palacio de Susa. El «tesoro de Oxus», que fue hallado en
los alrededores del río homónimo, en Bactriana, puede darnos una idea de la
orfebrería meda. A pesar de las escasas noticias acerca del imperio medo, se
puede afirmar, sin embargo, que la civilización que desarrolló este pueblo
cumplió una importante función de enlace entre la cultura autóctona del
altiplano, la cultura elamita, escita, asiria y la del futuro imperio
aqueménida.
La expansión de los persas
El pequeño Estado persa que se
construyó durante el reinado de Aquemenes y de su hijo Teispes, pudo expandirse
mientras transcurrían los veintiocho años de la dominación escita en Media y
anexionar la provincia de Parsa, o sea, la actual Fars, a sus dominios, que
comprendían ya la región de Anzán. A la muerte de Teispes, el reino se dividió
entre sus dos hijos: Ariaramne, rey de Parsa, y Ciro I, rey de Parsumash. De
Ariaramne una tablilla de oro, escrita en lengua persa antigua, que se halló en
Hamadán, en la cual de proclama «Rey de Parsa, Gran Rey o Rey de Reyes», en
tanto que a su hermano Ciro le quedó el título de «Gran Rey de la ciudad de
Anzán». Algunos eruditos no creen que la tablilla sea auténtica y consideran
que es de época posterior, tal vez rehecha en tiempos de Artajerjes II.
En el mismo período durante el
cual reinaron Ariaramne y Ciro I, el monarca asirio Asurbanipal decidió sofocar
de una vez por todas la rebelión de los levantiscos elamitas, que habían
destronado a un soberano que le era fiel, avanzó con su poderoso ejército sobre
Susa, que totalmente destruida en el 649 a.C. En el curso de esta misma campaña
punitiva, el ejército asirio llegó hasta las fronteras de Parsumash, cuyo rey
Ciro I fue sojuzgado y obligado a entregar como rehén a su hijo Araku.
Un cuarto de siglo más tarde,
en el –612, las tropas de los medos y los babilonios, sus aliados, apoderaron
de Nínive reduciéndola a cenizas, pero a los persas no les había llegado aún el
momento de su completa independencia, dado que el medo Ciáxares impuso a los
reinos aqueménidas su propia soberanía, si bien dejó en el trono a los dinastas
locales, que le juraron obediencia en calidad de reyes vasallos. El sucesor de
Ariaramne fue su hijo Arsames, de quien se conoce una segunda tablilla de oro,
también encontrada en Hamadán, donde se proclama rey de Parsa. Arsames conservó
su dominio hasta que fue destronado por Cambises I, sucesor de Ciro I, quien reunificó
bajo su autoridad, como en tiempos de Teispes, los reinos de Anzán y Parsa.
La unión matrimonial de
Cambises I con Mandana, hija de Astiages, estableció lazos más estrechos entre
el reino aqueménida y el poderoso imperio medo. De este matrimonio nació Ciro
II, que era, por lo tanto, nieto de Astiages. Tenemos abundantes noticias sobre
su vida: se trata, sin embargo, de documentos muy alterados por el halo de
leyenda que rodeó muy pronto a la figura del fundador del imperio aqueménida.
Las fuentes griegas de Heródoto y Ctesias ofrecen versiones completamente
distintas acerca del nacimiento y la infancia de Ciro: la información de
Heródoto contiene elementos claramente legendarios y típicos de las narraciones
fabulosas acerca de los orígenes de los que monarcas que fundaron las grandes
dinastías.
En efecto, este autor cuenta
que Astiages, después de un sueño que presagiaba que sería destronado por su
nieto, ordenó a su ministro Harpago que matara al niño. Harpago, no queriendo
manchar sus manos de sangre, entregó el recién nacido a un pastor para que lo
abandonara en las montañas y fuera devorado por las alimañas. Tampoco el pastor
cumplió el terrible encargo y prefirió criar a su lado al pequeño Ciro,
abandonando en cambio en el bosque el cuerpecito de su propio hijo, que su
esposa Spako (nombre que en medo significa «perra») había alumbrado muerto.
Cuando Ciro contaba diez años, jugando con otros niños que le habían asignado
el papel de rey, injurió y golpeó al hijo de un dignatario y por esta razón fue
llevado a presencia de Astiages en compañía de su padre adoptivo: a raíz del
altivo comportamiento del muchacho y por ciertos rasgos de su rostro el rey
reconoció en él a su nieto y resolvió que viviera en la corte. En esta
narración es fácil reconocer elementos que reaparecen con escasas variantes en
los relatos del nacimiento de Moisés y Rómulo y Remo. La diferencia estriba en
que la figura de Ciro es histórica, y las otras son legendarias. Heródoto
atribuye además al medo Harpago la iniciativa de instigar al joven Ciro a la
rebelión contra Astiages. En efecto, el consejero real, duramente castigado por
el soberano a causa de haber desobedecido sus órdenes de asesinar a Ciro cuando
era niño, habría incitado al joven a intitularse caudillo de los persas y
marchar contra los medos.
Ctesias, médico griego de
cierto renombre que ejerció su oficio en la corte aqueménida entre los años 404
y 397 a.C., refiere en cambio otra tradición, según la cual Ciro era hijo de un
bandido persa y de una mujer de humilde origen y no tenía lazo de parentesco
alguno con Astiages. Después de obtener un cargo de escasa relevancia en la
corte meda, organizó una revuelta, destituyó a Astiages y contrajo matrimonio
con su hija Amitis. El escritor griego Jenofonte, en su Ciropedia, hace caso
omiso del relato de Heródoto, pero reconoce en Ciro al nieto de Astiages, si
bien menciona a un tal Ciáxares que posiblemente habría reinado antes de que el
príncipe persa tomara el poder.
Más allá de la leyenda sobre
la infancia de Ciro, existe la seguridad de que el advenimiento al trono de
Anzán se produjo en el año –539 y que durante algún tiempo fue vasallo de los
medos. Ciro consiguió unificar bajo su gobierno a las diversas tribus que
constituían la nación persa y mandó que se construyera en Parsa la nueva
capital del reino, que se llamó Pasárgada. Estas empresas indican su clara
voluntad de emanciparse del dominio medo, que se hizo más evidente cuando el joven
rey se negó a trasladarse a Ecbatana, donde lo había convocado Astiages. Justamente
por aquellos días, el soberano babilonio Nabínides, aprovechando las
dificultades de los medos en sus relaciones con los persas, se lanzó a la
conquista de Harrán, ciudad asiria que Ciáxares había tomado en el 610 a.C. Esta
plaza, particularmente querida por Nabínides por ser su tierra de origen y sede
del culto al dios Isín, del que era devoto, cayó en poder de los babilonios en
el –556. Entre tanto, Ciro se había rebelado abiertamente contra los medos;
tras varios años de guerra, y con la ayuda de las tropas medas que se pasaron a
su bando, se apoderó de Ecbatana y depuso a Astiages en el año 550 a.C.,
concediendo al monarca destronado un trato benévolo.
Es probable que Ciro obtuviese
su primer éxito importante en sus campañas militares, mediante las cuales
anexionó a sus dominios los territorios orientales de Bactriana, Drangiana,
Aracosia y Margiana, sometiendo a los pueblos seminómadas que vivían en la
región comprendida entre el río Oxo u Oxus y el Ixastes. Maracanda era la
capital de estas comarcas, convirtiéndose muchos siglos después en la fabulosa
Samarcanda medieval, transformada en una plaza fortificada para defender los
límites orientales del imperio. También durante este período se produjo la
anexión de Partia e Hircania, que antaño habían integrado los dominios de los
medos y que fueron reunidas en una sola satrapía bajo el gobierno de Histaspes,
hijo de Arsames, príncipe de la segunda rama de los Aqueménidas y padre del rey
de Persia, Darío I (522–486 a.C.).
Mientras Ciro lograba reforzar
sus fronteras orientales, en el otro extremo del imperio, Creso, rey de Lidia,
quiso reconquistas los territorios que le habían sido arrebatados por Ciáxares,
y con el pretexto de vengar a su hermano político Astiages atravesó el río
Halys al frente de sus tropas. Cuando llegaba a Ecbatana la noticia de la
invasión de los lidios, Ciro reunió su ejército, y en la primavera del año –547
inició la marcha para aproximarse al enemigo, lo que no tardó en convertirse en
una verdadera campaña de conquista. En efecto, el ejército persa cruzó Asiria,
ocupó Asur, su capital, y organizó la región en satrapías, instalando en
Arbelas la nueva capital; inclusive Armenia, que ya era vasalla de los medos, y
Siria septentrional, tomada a los babilonios, fueron ocupadas por las tropas
persas, en tanto que, al acercarse Ciro, el rey de Cilicia protagonizó un
espontáneo acto de sumisión y logró así salvar el trono tras el pago de un
fuerte tributo.
Cuando los persas arribaron
finalmente a Anatolia y se produjeron las primeras escaramuzas con los lidios,
los acontecimientos se desarrollaron precipitadamente y la situación de Creso
fue ésta: después de una infructuosa batalla librada en Pteria, cerca de la
ribera del Halys, se retiró a su capital, Sardes, con intención de reorganizar
su ejército y esperar allí el auxilio de los egipcios, los babilonios y los
mercenarios espartanos que se habían convertido en sus aliados. Dado que se
aproximaba el invierno, Cresó pensó que los persas aguardarían a la primavera
para lanzar su ataque y que, por lo tanto, los refuerzos llegarían a tiempo.
Ciro, sin embargo, muy sagazmente, persiguió al enemigo obligándole a entablar
combate en la llanura anterior a Sardes. La resistencia que opuso la reputada
caballería lidia fue vana; los corceles se encabritaron a la vista de los
camellos y mulas que los medos situaron astutamente en primera línea. Creso no
tuvo más remedio que encerrarse en la ciudad para defenderla. Después de un
asedio que duró catorce días, Sardes fue tomada al asalto y Creso fue hecho
prisionero.
Existen dos versiones
distintas acerca del fin que tuvo el rey lidio: según lo relata Heródoto, Ciro
decidió quemarlo vivo en la hoguera, pero cuando las llamas eran ya demasiado
altas para salvarlo, se arrepintió de su actitud y solo una lluvia torrencial
que envió el dios Apolo, apagando las llamas, permitió que Creso se salvara
para convertirse, después, en el más fiel e íntimo consejero de Ciro, y hasta
de su sucesor, Cambises. En cambio, en la versión que se ofrece en las crónicas
del rey babilonio Nabónido, Creso fue asesinado.
Después de transformar Lidia
en una satrapía, confiada al persa Tabales, se le presentó a Ciro el problema
de cuál debía ser su actitud frente las colonias griegas del Asia Menor. De
hecho, con posterioridad a la victoria persa, estas ciudades habían enviado sus
embajadas a Ciro rogando que les permitiera mantener su independencia a cambio
del pago de un sustancioso tributo. No obstante, el soberano rechazó esta
propuesta y recordó a los griegos que antes de la derrota de Creso él les había
pedido su alianza y que todas las ciudades, salvo Mileto, respondieron
negativamente. Ante este rechazo, los jonios se dirigieron a Esparta
solicitándole que interviniera declarando la guerra a los persas. Era una
petición absurda, que obviamente los espartanos no tomaron en consideración,
limitándose a enviar al rey aqueménida una embajada que conminaba a Ciro,
estupefacto ante tamaño atrevimiento de parte de los dignatarios de un pequeño
reino de ultramar, que no emprendiera acciones bélicas contra colonia o ciudad
griega alguna. Según refiere Heródoto, su desdeñosa respuesta fue que jamás
había temido a «hombres de esa clase, que escogen un lugar en medio de la
ciudad para reunirse y confundirse unos con otros con juramentos», queriendo
aludir con esto a la costumbre de los griegos de congregarse en la plaza
(ágora) centro de la vida pública y comercial, y terminó anunciando desventuras
a los griegos si osaban defender las ciudades jónicas de Asia.
Posiblemente en ese momento se
sembraron las semillas de las futuras Guerras Médicas, pero entonces Ciro se
vio obligado a retornar a Ecbatana, donde lo reclamaba la necesidad de
organizar una campaña punitiva contra los babilonios y los egipcios, cuya
osadía aumentaba en los confines del imperio. Se encomendó al general medo
Mazares la tarea de someter a las ciudades griegas, en tanto que al lidio
Pactias le correspondió la misión de transportar a Irán el fabuloso tesoro
acumulado por Creso. Pactias hizo uso de las inmensas riquezas que la confianza
del soberano pusiera a su disposición para hacer que los lidios se sublevaran
contra el sátrapa Tabales, sitiado en la acrópolis de Sardes. Mazares debió
acudir en su auxilio y aplastó la revuelta en breve tiempo, imponiendo después
a los lidios el desarme completo. Pactias, fugitivo, se ocultó primero en
Cumas, después en la isla de Mitilene y, por último, en Quíos, cuyos habitantes
lo entregaron a los persas. Arpago, sucesor de Mazares, muerto a causa de una
enfermedad, fue quien sojuzgó una a una las ciudades jónicas y también a Caria
y Licia, cuyos defensores opusieron una encarnizada resistencia hasta que,
asediados sin esperanza en la acrópolis de Xanto, y decididos a no rendirse, se
dieron muerte entre ellos, provocando en la ciudad un colosal incendio.
En consecuencia, el primer
enfrentamiento entre griegos y persas tuvo lugar en Asia Menor y se resolvió a
favor de estos últimos: Ciro impuso su dominio a las ciudades jónicas y eólicas
obligándolas a pagar un oneroso tributo; sin embargo, la actividad económica de
estas ciudades que conocían por primera vez una dominación extranjera no fue
sofocada y continuaron con sus actividades comerciales sin que los persas
interfiriesen. Frente a esta actitud permisiva y conciliadora de los
conquistadores, la posición inicial de rechazo de toda propuesta de alianza con
los persas halló numerosos opositores dentro de las ciudades griegas, sobre
todo entre los mercaderes y comerciantes, quienes veían con buenos ojos la
posibilidad que se les brindaba de extender sus áreas de actuación comercial a
un territorio sin límites como lo era el Imperio Persa. Ciro se mostró muy
hábil y utilizó como palanca estas disensiones para reforzar mediante una
acción de fuerza la política tendente a aumentar sus partidarios entre los griegos.
Obtuvo este resultado, en gran medida, corrompiendo a muchos prohombres,
poderosa herramienta disuasoria a la que no fueron insensibles ni siquiera los
sacerdotes, que pronunciaron, por lo menos en dos ocasiones, vaticinios
favorables a los persas. Esto sucedió por primera vez cuando el famosísimo
Oráculo de Delfos aconsejó a los habitantes Cnido que se rindieron a los
soldados de Arpago, y, en la segunda ocasión, el Oráculo de Mileto animó a los
habitantes de Cumas para que Pactias fuera entregado al persa Mazares.
El imperio de Ciro el Grande
Mientras en Asia Menor la
situación se decantaba a su favor, Ciro prestaba suma atención a lo que sucedía
en el vecino reino de Babilonia, donde Nabónido ejercía el poder. Éste,
ferviente devoto del dios Isín, había mandado construir en Harrán un templo
dedicado a esta divinidad, granjeándose la enemistad de la poderosa casta
sacerdotal del dios Marduk que no tardaron en volverse contra él. Una situación
muy parecida a la que se había dado en Egipto varios siglos antes (XIV a.C.)
cuando el faraón Akenatón (Amenofis IV) quiso imponer el culto monoteísta de
Atón.
Al mismo tiempo, la conquista
de Cilicia por los persas había obligado a los babilonios a buscar rutas
comerciales alternativas y nuevas salidas al mar, y esto constituía otro factor
de inestabilidad en el reino que los sacerdotes de Marduk atribuyeron al rey y
a su dios Isín. Nabónido procuró hallar una solución para el problema del
comercio y dirigió una expedición a la península Arábiga con el fin de apoderarse
de los centros de convergencia de las caravanas en las costas del mar Rojo, y
en particular del oasis de Tania, donde se detuvo por espacio de varios meses
desentendiéndose del gobierno. Entre tanto, en Babilonia donde había quedado
como regente Baldasarres, el hijo de Nabónido, se hacía cada vez más intensa la
oposición al soberano, fomentada por los sacerdotes de Marduk sobornados por
Ciro. En el año de 540 a.C. el rey persa consideró que era tiempo de
intervenir, aprovechando el desorden que cundía en el reino babilónico, y,
antes de que las nieves bloquearan los pasos en los montes Zagros, condujo su
ejército hasta la frontera con Babilonia. Ante una amenaza de tanta gravedad,
Nabónido regresó de Tania y como primera medida decidió hacer trasladar a la
capital las estatuas de los dioses tutelares de las ciudades amenazadas
directamente por los invasores; más tarde intentó cerrar el camino a Ciro;
presentándole batalla en las riberas del Tigris, pero fue estrepitosamente
derrotado y tuvo que volver a Babilonia, donde, con la finalidad de ganarse el
favor de los sacerdotes de Marduk, celebró con gran boato y magnificencia, en
abril de –539, la fiesta del Año Nuevo. También fracasó la última tentativa de
obtener el apoyo de la casta sacerdotal, mientras el descontento aumentaba
entre los habitantes de las ciudades amenazadas donde el rey había ordenado
retirar las imágenes de los dioses protectores. Una segunda batalla que se
libró en Opis, a orillas del Tigris, al comenzar el otoño, terminó con la derrota
de los babilonios, que debieron replegarse hacia la capital.
Entonces, el general Gobryas,
al frente de un segundo ejército persa se dirigió a la ciudad amurallada de
Babilonia y la tomó casi sin combatir el 13 de octubre del año –539. El día
anterior Ciro había ocupado la importante ciudad de Sippar que se rindió espontáneamente.
Cuando Nabónido, viniendo de Opis (ciudad babilónica situada al sudeste de la
antiquísima Acad), llegó finalmente a Babilonia descubrió que la habían ocupado
las tropas de Gobryas, e incapaz ya de luchar, se rindió y fue hecho
prisionero. El día 29 de ese mismo mes de octubre, Ciro entró en la ciudad como
triunfador y liberador, ordenó que se tratara con benevolencia al vencido rey
enemigo y le condenó al exilio. Una vez más, igual que en los enfrentamientos
con Astiages y Creso, se adoptó la política de clemencia, lo que constituyó la
característica principal del reinado del que fuera fundador del imperio
aqueménida. Tras la conquista de Babilonia, la primera preocupación de Ciro fue
mantener a los funcionarios babilonios en sus puestos, en la administración del
Estado, aunque subordinados a la autoridad de un gobernador persa que nombró
personalmente. Esta forma de proceder le fue inspirada por la sincera
admiración que Ciro profesaba hacia la civilización babilónica que acababa de
someter, unida a un gran pragmatismo político. En su empeño de lograr la rápida
pacificación del país, Ciro ordenó que se devolvieran a sus sedes originales
las estatuas de las divinidades que Nabónido había mandado trasladar y que se
reconstruyeran los templos destruidos. También testimonia esta voluntad
integradora la asunción del título de rey que, por orden expresa de Ciro, se
dio a los soberanos mesopotámicos.
Siempre en la esfera de
granjearse el favor de las naciones conquistadas, liberó a los descendientes de
los cautivos hebreos que Nabucodonosor había deportado cincuenta años antes,
autorizándoles a regresar a su patria y a reconstruir el templo de Jerusalén.
En este acontecimiento, exaltado en la Biblia, debe buscarse una motivación
meramente política, puesto que Ciro sabía que siendo la antigua región de
Canaán el camino obligado hacia Egipto, el último gran país que le quedaba por
doblegar, tenía necesidad de que los cananeos, hebreos y demás pueblos semitas
de la región, fuesen sus aliados. Tranquilizados por este gesto del rey persa,
los príncipes de las ciudades de Siria, incluidos los de Canaán, antiguos
vasallos de Babilonia, reconocieron la soberanía del rey persa; de este modo,
las prósperas ciudades fenicias del litoral brindaron a los aqueménidas una
fabulosa flota, que se uniría a la facilitada por las ciudades griegas del Asia
Menor, que estaban ya bajo el dominio de Ciro.
Esta fulgurante ascensión,
iniciada quince años antes por el modesto soberano de Anzán, había llevado a la
creación del primer imperio universal de la Historia. Quedaba por concretarse
uno de los proyectos que Ciro acariciaba desde hacía tiempo: la conquista de
Egipto, que solo Cambises estaría destinado a llevar a cabo. El imperio
aqueménida, con sus poquísimos años de existencia, ofrecía una sensación de
extrema solidez, aunque estuviese integrado por pueblos de etnias y culturas
muy dispares. Aún más notable es la cohesión que obtuvo Ciro, si se tiene en
cuenta que no se basaba únicamente en el uso de la fuerza, sino también en una
sagaz política tendente a garantizar a cada pueblo una amplia autonomía
religiosa y administrativa. Inteligentemente, Ciro buscó hacer de sus súbditos
aliados más que esclavos y quiso evitar que se humillara a los vencidos todas
las veces que le fue posible; toda una innovación en el Próximo Oriente si
recordamos cómo habían ejercido su supremacía otros pueblos de la antigüedad
como los hititas o los asirios, por ejemplo. Ciro procuró, además, atesorar las
experiencias políticas y los conocimientos de otras culturas, asociándolas en
ciertas ocasiones, como lo hizo con los dignatarios medos, a la aristocracia
persa, en la administración del Estado. Una idea que Alejandro Magno retomaría
doscientos años después cuando, a su vez, conquistase el Imperio Persa fundado
por Ciro.
Es muy probable que la
organización del Imperio Persa en satrapías se remonte a la época de Ciro. Al
frente de cada una de ellas se hallaba un sátrapa, una suerte de visir o
virrey, que reunía a su alrededor una pequeña corte a imagen de la del
soberano. Este sátrapa estaba al mando de un ejército propio que él mismo se
encargaba de reclutar, adiestrar y mantener. Es indudable que las concesiones
políticas de Ciro se debieron a la influencia de la cultura mesopotámica, a la
cual se debe la idea, ajena a la civilización irania, de un estado
supranacional y multicultural, que se expresaba incluso en el título oficial
del monarca: «Rey de reyes y soberano de las cuatro partes del mundo». Otra de
las consecuencias del choque —uno de los más fecundos de la historia de la
humanidad— entre las grandes civilizaciones mesopotámicas y la cultura
indoeuropea de los persas fue la institución del sistema de adopción, mediante
el cual el soberano elegía quién habría de ser su sucesor. Esta práctica,
completamente inédita en Asia y el Próximo Oriente, permitió asegurar una cierta
continuidad y estabilidad en la gobernabilidad del reino, y sería imitada por
los romanos cinco siglos después.
Ecbatana, la capital meda, lo
fue también del Imperio Persa o medopersa; pero Ciro residía alternativamente
en Susa, en Babilonia o Pasárgada, donde todavía se encuentran los restos
arqueológicos de los palacios reales donde moraron los soberanos aqueménidas y
la famosísima tumba de Ciro, construida con bloques de piedra blanca en forma
de casa con techo a dos aguas, según los cánones de la arquitectura irania, así
como las ruinas de una torre que, según la interpretación de los estudiosos,
fue un templo del fuego.
La última empresa de Ciro tuvo
lugar en las provincias orientales contra la belicosa tribu de los masagetas,
pueblo seminómada que vivía al este del mar Caspio. De acuerdo con lo que
narran los escritores griegos, halló la muerte durante esta expedición, en el
año –537, tres días después de ser herido en una batalla en la que se enfrentó
a los feroces guerreros de la reina Tomiri.
En la época de la conquista de
Babilonia, Ciro había asociado al trono a su hijo mayor, Cambises, fruto de su
matrimonio con Casandana. A la muerte de su padre, Cambises II asumió plenas
prerrogativas reales, aunque el traspaso de poderes estuvo señalado por un
breve período de desórdenes, que fueron rápidamente sofocados. Y quizá durante
este primer período de reinado, Cambises se desembarazara de Bardiya, su
hermano menor, ordenando su asesinato y ocultándolo. En el curso de estos años
inició la expedición contra Egipto, que era un proyecto acariciado desde hacía
años por su padre.
En el País del Nilo reinaba el
faraón Amosis (569–525 a.C.) de la XXVI Dinastía, previendo el inevitable
choque con los persas, se había aliado con el tirano de Samos, Polícrates,
quien se vio obligado a ponerse de parte de Cambises, y Egipto perdió así un
valioso aliado. Los fenicios, con su escuadra, prestaron una valiosísima ayuda
a la expedición persa, y también los árabes, pues aseguraron la provisión de
agua a las tropas durante la durísima travesía del Sinaí. Además, Cambises
contó con las informaciones de Fanes, comandante de los mercenarios griegos,
que había desertado de las filas egipcias. El encuentro entre las fuerzas del
faraón Psamético III, sucesor de Amosis, y el soberano persa se produjo en
Pelusio, en la desembocadura del Nilo, y después de una terrible batalla los
egipcios fueron derrotados y los supervivientes huyeron en desbandada. El
faraón logró llegar a Menfis y allí reorganizó sus tropas disponiéndose para la
defensa. Menfis fue sitiada y conquistada en el año –525. Psamético murió poco
tiempo después de la derrota, pues Cambises lo acusó de conspiración y ordenó
que fuese ejecutado. La conquista de Egipto se consolidó a raíz de la
espontánea sumisión que mostraron los libios y los habitantes de Cirene[i].
En el decurso de los tres años
siguientes, Cambises proyectó tres empresas que resultaron completos fiascos.
Una expedición contra Cartago debió abandonarse a causa de que los fenicios se
negaron a combatir a un pueblo con el que se consideraban hermanados; la
campaña en el oasis de Shiwa, donde se encontraba un gran templo de Amón desde
tiempo inmemorial, quedó en la nada debido a una tormenta de arena de
proporciones bíblicas que se tragó al ejército expedicionario de Cambises, y,
finalmente, la expedición que marchó sobre Etiopía no logró sus propósitos por
falta de una preparación adecuada. En esta última expedición, el ejército persa
se halló en determinado momento completamente desprovisto de víveres, a tal
punto que, según Heródoto, se recurrió al canibalismo. Siempre atendiendo a las
referencias históricas del citado autor, estos sucesos agravaron las crisis de
locura que asaltaban a Cambises. Durante una de ellas mandó matar al buey
sagrado Apis, creyendo que los festejos que se realizaban en Menfis en honor de
la deidad eran, en cambio, manifestaciones de júbilo por las derrotas que él
había sufrido. Heródoto narra también que en otro de esos accesos de demencia,
Cambises ordenó exhumar y ultrajar la momia del rey Amosis. Sin embargo, la
crueldad e impiedad de Cambises son desmentidas por los testimonios que ofrece
la inscripción de un sarcófago dedicado por el propio soberano al buey sagrado
Apis. Por otra parte, parece imposible que le faltara perspicacia política
hasta el punto de llegar a cometer actos semejantes y de subvertir
completamente la actitud de su padre hacia los pueblos avasallados. Otra
confirmación de que Cambises no debía ser el impío y malvado soberano que
describió Heródoto es la que brinda la inscripción en caracteres jeroglíficos
que aparece sobre una estatua de un funcionario egipcio que vivió en tiempos de
Amosis y Psamético III. Se refiere en el texto que Cambises había honrado a los
dioses egipcios, como lo hacían hasta entonces los faraones.
Mientras Cambises se
encontraba todavía en Menfis, recibió la noticia de que, en Persia, el medo
Gaumata, aprovechando su parecido con el difunto príncipe Bardiya y el hecho de
que todos ignoraban la muerte de éste, se había proclamado hermano de Cambises
y rey legítimo. Cambises confió el mando de su ejército al sátrapa Ariandes y
se puso en camino hacia Persia. Durante el viaje se hirió accidentalmente con
su propia espada y murió: ésta fue la versión oficial de la muerte del
soberano, que, sin embargo, no está libre de sospechas.
Existen varias versiones de
los que sucedió en el 522 a.C., después de la muerte de Cambises, y de la forma
en que Darío se hizo con el poder. Proceden bien de fuente griega o bien de
fuente persa y casi todas son contradictorias entre sí. Sin embargo, es difícil
establecer con seguridad si esta pretensión de ser el sucesor legítimo al trono
se fundaba en hechos reales, y más aún si se considera el aura de misterio que
rodea la figura de Bardiya. En efecto, no se sabe con certeza si éste debe ser
identificado con el hermano menor de Cambises, contra el cual Darío se rebeló
usurpándole el trono, o si, en cambio, fue ese tal Gaumata de la tribu meda de
los magos que, aprovechando la circunstancia de que nadie conocía la muerte del
verdadero príncipe Bardiya, asumió su identidad.
El reinado de Darío
Darío, que pertenecía a una
rama colateral de la dinastía de los aqueménidas, al enterarse de la muerte de
Cambises y de la toma del poder del presunto príncipe Bardiya, acordó con otros
seis nobles persas matar al usurpador. El complot tuvo éxito y Gaumata fue
asesinado por los conjurados el 29 de septiembre del 522 a.C., tras solo siete
meses de reinado. Se había logrado el propósito inicial de la conjura, o sea la
eliminación física de Gaumata. Los siete nobles debían establecer ahora cuál de
ellos era el más digno de convertirse en el nuevo soberano. El criterio que se
siguió para realizar esta difícil elección consistió en fiarse al azar,
acordando que sería rey aquel cuyo caballo fuese el primero en relinchar al
salir el sol. Oebares, el astuto escudero de Darío, forzó sin embargo la mano
del destino mediante una estratagema, haciendo que, apenas los primeros rayos
del sol tiñeron el horizonte, el caballo de su señor husmeara la mano con la
cual había tocado antes los órganos genitales de una yegua: el corcel relinchó
y Darío fue rey. Éste, con el fin de legitimar su ascensión al trono, debió
sofocar peligrosas rebeliones que estallaron en su contra en todas partes. Pero
la más grave fue la de Media, donde reinaba el llamado Fraortes.
También era crítica la
situación en Asiria; en Egipto, donde Darío aplicó los mismos principios que
Cambises en sus buenos tiempos, la población sublevada había eliminado al
sátrapa Ariandes acusado de haberse empleado con excesiva dureza. Entre fines
del año 522 y comienzos del 521 a.C., en casi todo el imperio cundía la
agitación; en muchas satrapías habían resurgido las esperanzas nacionalistas y
el nuevo soberano no podía contar con que sus exiguas huestes medas y persas se
mantuvieran fieles. No obstante, a partir de diciembre del año –522, los
acontecimientos empezaron a dar un vuelco en favor de Darío con la derrota que
el sátrapa Dadarshi infligió a Fradas, usurpador de Margiana. En adelante hubo
una serie ininterrumpida de victorias alcanzadas por los generales de Darío, y
éste mismo, sobre los rebeldes. Por último, después de haber reconquistado
Babilonia, Darío avanzó en auxilio de un contingente enviado contra Fraortes y
el cabecilla rebelde fue derrotado y ajusticiado, después de someterle a
terribles torturas, en Ecbatana. Desde ahí, el grueso del ejército persa,
conducido siempre por Darío, se dirigió al norte, y mientras una columna se
encaminaba a Partia, en ayuda de Histaspes, que pudo dominar finalmente la
rebelión, Darío llegó a Arbelas, al oeste del lago Urmia, tras haber logrado
victorias decisivas contra los rebeldes asirios y arameos. En tanto, el sátrapa
de Ecbatana sofocó con las tropas dejadas en la guarnición un nuevo
levantamiento producido en Sagartia, mientras que en Parsa se derrotaba y
capturaba a otro falso Bardiya: los jefes de estas dos últimas rebeliones
corrieron la misma infausta suerte del usurpador Fraortes.
En septiembre del –521, cuando
Darío había retomado ya en gran parte el control de la situación del imperio,
un ciudadano armenio, que adoptó el nombre de Nabucodonosor IV, ayudado por
algunos nobles, se hizo con el poder en Babilonia, pero su reinado fue efímero:
a fines de noviembre fue hecho prisionero y ajusticiado por orden del soberano,
al igual que sus cómplices. El propio Darío, en las inscripciones de Behistum,
se refiere detenidamente a los tormentos que se infligieron a los falsos reyes,
y esta insistencia, que contrasta con los calificativos de justo y bueno que se
atribuye Darío, es un indicio de los dura y despiadada que fue la lucha por el
poder, a pesar de las tentativas de las fuentes oficiales de dar escasa
importancia a la amenaza de los rebeldes.
Reformas e instituciones
Pese a la tentativa de amoldar
la realidad de los hechos en provecho propio, la imagen que Darío da de sí
mismo en la inscripción de Behistum contiene elementos genuinos: este soberano
comprendió que la manera acertada de gobernar un reino de límites tan extensos
residía en una rigurosa reforma administrativa. A este efecto concedió alguna
autonomía a las satrapías, pero las insertó en un sistema centralizado, donde
los dos ejes de la vida del imperio (las finanzas y el ejército) se hallaban
sujetos a su control directo. Con el fin de centralizar de la mejor manera
posible el poder en la persona del soberano y en la corte de Susa, ciudad que se
transformó en capital imperial, Darío se cuidó de elegir a los sátrapas entre
los miembros de la familia real, o entre los dignatarios medos y persas en
quienes más confiaba. Las satrapías se organizaron siguiendo el modelo del
gobierno central y, a su vez, fueron divididas en unidades territoriales
menores, regidas la mayoría de las veces por funcionarios nativos.
Según la reforma fiscal que
efectuó Darío, el tributo impuesto a cada una de las satrapías debía pagarse en
oro o plata, y se modificaba de año en año. Por tratarse de la etnia dominante,
los persas estaban eximidos de pagar impuestos, pero debían suministrar tropas.
El ejército, cuyo núcleo central se hallaba constituido por huestes medas y
persas, permitía mantener el orden en el vasto imperio. Con el devenir del
tiempo, la caballería y la infantería se convirtieron en los cuerpos más
importantes, en tanto que se redujo el número de fuerzas en las unidades de
carros de combate, debido a su escasa maniobrabilidad en terrenos accidentados.
De los sátrapas dependía una milicia integrada por tropas nativas que, dado el
caso, se unían al ejército regular. El sátrapa en cuyo territorio se
encontraban las guarniciones pagaba a la soldadesca, y en general en especie,
por lo menos durante el reinado de los primeros aqueménidas, salvo a los
mercenarios griegos, presentes en cantidades considerables en las filas del
ejército, a los que se pagaba en moneda. Rodeaba al soberano una guardia real,
constituida por tropas de caballería y 10 000 arqueros, que los historiadores
llamaron «los inmortales». El nombre deriva tal vez del hecho de que el número
de estos hombres se mantuvo siempre inalterable: en efecto, un nuevo recluta
sustituía a cada soldado muerto o licenciado.
En todos los sectores de la
vida del Estado se manifestó la voluntad de unificación de Darío: entre otras
cosas, éste quiso que se ampliara y reorganizara la red de caminos para unir su
sede con los lugares más distantes del imperio. Una de las carreteras más
importantes partía de Susa, llegaba a Sardes tras un recorrido de 2 500
kilómetros aproximadamente, y seguía después hasta Éfeso; otra unía a Susa con
el valle del Indo, pasando por Behistum y Hamadán. A lo largo de estas vías de
comunicación había muchas postas, con caballos de refresco a disposición de los
correos y emisarios imperiales. Merced a este sistema de postas, heredado de
los asirios y que los aqueménidas desarrollaron al máximo, se aseguraron
comunicaciones veloces con todas las satrapías; las guarniciones y patrullas de
soldados garantizaban la seguridad de los caminos, y de esta manera
favorecieron también el desarrollo del comercio.
Para facilitar la recaudación
de los tributos, Darío ordenó la reorganización del sistema monetario, acuñando
una moneda, el famoso «dárico» de oro, que pudiera circular en todo el
territorio del imperio, fijando por primera vez una relación de cambio precisa
entre el oro y la plata. En tiempos de Creso, los lidios introdujeron la
acuñación de monedas efectuada por el Estado, pero Darío perfeccionó este
sistema y se reservó el derecho de hacerlo en oro. El dárico de oro y las otras
monedas tenían grabada la figura de un arquero arrodillado. La adopción de un
doble sistema de monedas de oro y plata facilitó también el comercio con el
occidente griego, donde circulaban principalmente las de plata.
En cuanto se refiere a la
administración de justicia, las fuentes griegas destacan especialmente el amor
por la justicia y el orden y el odio por la mentira, característicos de los
persas. En las diversas inscripciones que dejó, Darío reafirmó muchas veces
estos principios; permitió que siguieran en vigencia los sistemas legislativos
locales, sobre todo el que concernía a los asuntos de derecho privado. Los
castigos más frecuentes, en particular cuando se trataba de delitos contra el
Estado, eran las mutilaciones, el garrote y la proscripción.
Durante el reinado de Darío se
emprendió la construcción de dos conjuntos monumentales, en Susa y Persépolis,
de los cuales se conservan ruinas imponentes. Ambos constan de un palacio real
y de una «apadana» o sala del trono. Mientras que en el primer edificio son
evidentes las influencias arquitectónicas de Babilonia, el segundo se ajusta
más bien a la concepción del templo egipcio, pues está constituido por una sala
inmensa, cuyo techo está sostenido por decenas de columnas: al fondo de la
sala, en la penumbra, se encuentra el trono.
En Susa, al lado de las dos
construcciones principales se alzaba la ciudad, circundada de murallas y de un
foso cubierto de agua. Persépolis se construyó sobre una explanada, adosada a
una pared rocosa que se obtuvo, en parte, usando bloques gigantescos de piedras
en escuadra, unidas por garfios de metal, según un sistema ya en uso entre los
primeros aqueménidas. Este segundo complejo monumental se inició apenas
terminada la construcción del de Susa (521 a.C.) y en su realización
participaron en gran parte los mismos artesanos. En ambos casos se enviaron
hombres, recursos y materiales desde los territorios más lejanos del imperio,
como se desprende de la «carta de fundación del palacio» hallada en Susa, en la
cual se relata la obra realizada tanto en la antigua capital elamita como en
Persépolis.
La grandiosa obra de
organización que Darío llevó a cabo no agotó el emprendedor espíritu del soberano,
que fue también un rey guerrero. Durante el período de las rebeliones se había
visto obligado ya a que se diera muerte al sátrapa de Sardes, Orestes; al de
Dascilio, Mitróbates, y a un emisario del mismo Darío. Entre los prisioneros de
Sardes que fueron llevados a Susa, se encontraba el médico griego Democedes,
que fue destinado exclusivamente al servicio de Darío, si bien el galeno no
abandonó jamás la esperanza de regresar a Cratenas, su ciudad natal. Sardes,
Dascilio y Jonia fueron unificadas en una sola provincia que constituyó el
baluarte del Imperio Persa en Asia Menor.
Proyectos de guerra
Mientras Darío permanecía en
la frontera oriental dirigiendo una exitosa campaña contra los masagetas, se
vio obligado a encarar una difícil situación en Egipto, donde habían estallado
graves conflictos entre los nativos y el sátrapa Ariandes. Darío resolvió
marchar personalmente a Egipto, tanto más cuanto que también era necesaria su
intervención en Judá, donde el fanatizado partido nacionalista —de inspiración religiosa—
había recobrado fuerza. El soberano apeló a la hábil táctica que ya había
aplicado Ciro, que consistía en favorecer la tolerancia religiosa a los pueblos
subyugados, y en Egipto facilitó cien talentos de oro para la búsqueda de un
nuevo animal que reemplazara al buey sagrado Apis, muerto en aquellos aciagos
días. Sus excelentes dotes diplomáticas le permitieron retomar por completo el
control de la situación.
Antes de regresar a Persia, a
finales del año 518 a.C., Darío ordenó que se realizara una nueva obra, que
consistió en la conexión fluvial entre el mar Rojo y el Mediterráneo a través
de un canal que comunicó el mar Rojo con los lagos Amares, y a éstos con el
Nilo.
En tanto, los límites del
imperio se habían ensanchado aún más: las tropas persas habían conquistado el
valle del Indo. El envío de varias expediciones de exploración propició la
conquista. La más importante, en lo que concierne a los proyectos de expansión
que acariciaba Darío fue la de Ariaramne, sátrapa de Capadocia, sobre las costas
del mar Negro. En el año –513, después de haber preparado una gigantesca
expedición, de la que formaba parte una escuadra confiada casi por completo a
marinos griegos, el soberano se dispuso a pisar suelo europeo por primera vez.
Para los griegos, esta actitud de querer prolongar más allá de sus fronteras
naturales los límites del imperio constituía una demostración de arrogancia que
merecía desencadenar la intervención de los dioses: en esta ocasión, el Imperio
Persa sufrió un duro revés militar. En un primer momento, la campaña se
desarrolló de un modo favorable a los persas: la ciudad de Bizancio —futura
Constantinopla— hizo acto de sumisión, y los persas atravesaron el Helesponto
—hoy conocido como estrecho de los Dardanelos que comunica el mar Egeo con el
mar interior de Mármara—, sobre un puente de barcas que proyectó el ingeniero
jónico Mandrocles, y luego el Danubio, a través de otro puente de barcas que
construyeron los jonios; pero los escitas se retiraron, incendiando las tierras
delante del enemigo, y la flota no pudo suministrar ayuda alguna porque las
tropas expedicionarias habían tenido que alejarse de la costa a causa de la
insalubridad de los pantanos. Darío tuvo que ordenar la retirada; Milcíades el
Joven, señor del Quersoneso de Tracia, que había debido someterse a los persas,
exhortó inútilmente a los jonios para que destruyeran el puente del Danubio:
éstos no quisieron exponerse a las represalias del soberano, y Darío pudo así
volver a atravesar el río, y después el Helesponto, tras dejar en Europa un
contingente de tropas con el fin de consolidar las conquistas efectuadas. Los
escitas no habían sido vencidos, pero Tracia Oriental y el territorio de los
getas se encontraban bajo el control de los persas, que extendieron su dominio
hasta las ciudades griegas de la costa por las cuales pasaba el comercio de
cereales procedentes del Ponto. Grecia se encontraba ante una amenaza
inminente.
En esos años, la injerencia de
los persas en la vida política de las polis griegas se fue profundizando cada
vez más. Darío y sus emisarios se ocupaban activamente de sembrar la discordia
en el campo enemigo, favorecidos por las riquezas que podían prodigar para
comprar aliados y por las rivalidades que dividían a los helenos. En el año 508
a.C. se produjo una intervención armada del rey espartano Cleomenes contra
Atenas, donde el partido democrático de Clístenes llevaba las de ganar. Esta
primera agresión fue rechazada, pero, frente a la amenaza de nuevos ataques,
los atenienses enviaron embajadores a Sardes con el propósito de concertar una
alianza con Artafernes, el sátrapa de esa ciudad. Sin embargo, al disolverse
las fuerzas armadas conjuntas de la Liga del Peloponeso el peligro espartano
disminuyó, y se soslayó el tratado concertado con los persas en los momentos de
necesidad.
Algunos años más tarde,
Artafernes intervino junto a Aristágoras, tirano de Mileto, en una tentativa de
conquista de las islas Cícladas que resultó fallida. Esta empresa de expansión
fracasó por los desacuerdos que se suscitaron entre los persas y los griegos de
la flota, y, según lo que afirma Heródoto, Aristágoras, temiendo la cólera de
Darío, incitó a las ciudades jónicas a la rebelión. Siguiendo el ejemplo de
Mileto, en el 499 a.C., todas las ciudades de la costa se sublevaron contra
Darío y no tardaron en ser imitadas por las islas de Samos, Lesbos y Quíos. El
ejército aliado avanzó sobre Sardes, que fue incendiada, pero los últimos
defensores de la ciudad, cercados en la ciudadela, siguieron resistiendo
heroicamente al mando del sátrapa. Este primer triunfo alimentó las esperanzas
griegas de poder conquistar la independencia por las armas: Milcíades el Joven,
ya aliado reacio de Darío en la campaña contra los escitas, se puso a la cabeza
de una rebelión en el Quersoneso, y, al igual que él, se sublevaron los griegos
de la Propóntide y del Bósforo, los carios, licios y griegos de la isla de
Chipre, pero el poderoso soberano persa no tardó en responder poniendo en macha
su colosal ejército.
La primera en caer fue Chipre,
en el año 496 a.C.: luego los aliados sufrieron otras derrotas, hasta que la
propia Mileto, que era la instigadora de la rebelión, quedó cercada por los
ejércitos enemigos. Durante el desarrollo de estos dramáticos sucesos, Atenas,
cuya ayuda habían esperado en vano los rebeldes, se hallaba ocupada en resolver
los conflictos que estallaron intramuros entre los que propugnaban la
democracia como forma de gobierno, y los partidarios de la tiranía, y no prestó
apoyo alguno a los jonios, ordenando incluso la retirada de la escuadra que
había sido mandada en su ayuda; tampoco quiso intervenir en este conflicto
ninguna otra ciudad importante de la Grecia continental.
Los aliados, como tentativa
extrema, decidieron presentar al enemigo una batalla naval en el brazo de mar
frente a Mileto, en las cercanías de la isla de Lades. No obstante, la flota
fenicia de Darío resultó vencedora, incluso porque la de los griegos estuvo
dividida por ásperas discordias entre los marinos de las diversas ciudades. Mileto
también cayó en el año 494 a.C. Sus habitantes fueron deportados a la
desembocadura del Tigris y se devastaron sus templos, trasladándose a Susa como
botín de guerra las estatuas de los dioses.
Inicialmente, la represión
persa fue feroz. Los ejércitos vencedores sembraron el terror, asolaron las
comarcas y se impusieron a las ciudades rebeldes tributos de tal magnitud que
comprometieron su economía por espacio de largo tiempo. Darío adoptó más tarde
una actitud menos severa, se rebajaron los tributos y se obligó a las ciudades
a formalizar tratados para solucionar las controversias existentes entre ellas.
A estas alturas era inevitable
que, una vez reprimidos los desórdenes dentro de sus confines, los persas
quisieran vengarse de las ciudades de Grecia que, como Atenas y Eretria, habían
concedido su ayuda a los insurrectos o se habían limitado solamente a
prometerla. La expedición que envió Darío a Grecia con este propósito se confió
al mando del general Artafernes, sobrino del rey. Fue el inicio de las Guerras
Médicas.
Darío dispuso que se lo
sepultara en Nakshi-Rustam, lugar que los elamitas ya habían considerado
sagrado, en una tumba excavada en la roca. El monumento consta de una cámara
sepulcral, de techo a dos aguas, y en una fachada en forma de cruz, que también
está cavada en la roca, en cuyo brazo horizontal se ha esculpido la
representación de la entrada al palacio, con las columnas que sostenían el
techo, mientras que en el vertical aparece la figura del Gran Rey, sentado en
el trono, en actitud de adoración al dios Ahura-Mazda, y debajo los
representantes de los pueblos que componían su vasto Imperio.
El reinado de Jerjes
Tras la muerte de su padre,
Darío I, acaecida en el año 486 a.C., Jerjes subió al trono del Imperio Persa.
Las noticias que poseemos acerca de Jerjes proceden, en su mayoría, de fuentes
griegas y están, por lo tanto, distorsionadas a causa de la parcialidad que se
debe a la mala reputación que se granjeó en el mundo helénico. Según estas
descripciones, Jerjes se presenta como un soberano débil, cruel, poco
aficionado a la guerra, fácilmente impresionable, rodeado de dignatarios
afeminados y de eunucos. Sin embargo, algunos estudiosos tienden a rehabilitar
su figura y lo presentan como el defensor de la religión del Estado, dando
mayor relieve a los triunfos que logró contra los egipcios y babilonios
sublevados, aunque su reinado se caracterizó por la desastrosa campaña
emprendida para someter a los griegos.
A la muerte de Darío, el
Imperio Persa pasó por un período de graves desórdenes. Alentadas por la
victoria griega en Maratón, se reavivaron las esperanzas nacionalistas de
Egipto y estalló una rebelión. Jerjes reaccionó, tal vez con una dureza
excesiva, castigando despiadadamente a los insurrectos. Los rebeldes Babilonia,
que habían dado muerte al sátrapa Zopiro, corrieron la misma suerte. Un
poderoso ejército persa tomó por asalto la capital, los templos fueron
destruidos, se derribaron las murallas y fortificaciones y se exterminó a los
opositores. Tras estos éxitos logrados en el orden interno, Jerjes no se
decidió a reanudar inmediatamente las operaciones militares contra Grecia,
dando un nuevo impulso a los preparativos de invasión iniciados por Darío antes
de su muerte.
Sin embargo, los consejos de
quienes querían la guerra terminaron por convencer al soberano de la necesidad
de comenzar una nueva campaña de conquista que se acabaría convirtiendo en la
segunda guerra médica. En el año 483 a.C. mandó abrir un canal que permitiera
que la flota atravesara la península más oriental de Calcídica, sin tener que
trasponer el monte Athos, azotado frecuentemente por violentas tempestades. En
el 480 a.C. el ejército expedicionario estaba en condiciones de avanzar, con el
apoyo logístico de una flota que, según datos de Esquilo, estaba compuesta por
1.207 embarcaciones. El soberano ofreció libaciones a los dioses y después
arrojó al mar una copa, una espada y una crátera de oro. Concluida la ceremonia
religiosa, las tropas empezaron a cruzar los puentes de barcas construidos por
los fenicios en el Helesponto. Siete días tardaron las huestes persas en
atravesar los puentes: cuarenta y seis poblaciones distintas le habían
proporcionado contingentes, aunque los veintinueve generales eran todos persas,
habiéndose relegado a los medos y babilonios a los cargos de menor enjundia.
Las fuentes discrepan acerca del número de combatientes que integraban este
gran ejército de invasión: Heródoto habla de un millón setecientos mil hombres;
de unos ochocientos mil Ctesias; y los historiadores modernos rebajan la cifra
hasta los doscientos mil, aproximadamente. En apoyo de las fuerzas
expedicionarias terrestres venía luego una poderosa escuadra, constituida en
parte por jonios, que no sentían un gran entusiasmo ante la perspectiva de
batirse con sus compatriotas. Al principio, la expedición de Jerjes obtuvo
varios triunfos, incluyendo el exterminio de los espartanos en el paso de las
Termópilas, tras lo cual los persas invadieron el Ática apoderándose de Atenas,
de donde habían sido evacuados todos sus habitantes, salvo un puñado de
defensores atrincherados en la acrópolis, que murieron combatiendo. Atenas,
símbolo de la civilización occidental, fue incendiada. Parecía que nada podría
detener ya la victoria del Gran Rey cuando su flota, si bien muy superior en
número, fue derrotada en Salamina (480 a.C.) y Grecia se salvó in extremis.
Después de la tregua invernal, la reanudación de las hostilidades no resultó
afortunada para Jerjes, decidido siempre a aplastar al enemigo.
En la primavera del año 479
a.C., las tropas persas invadieron nuevamente el Ática, y fueron causantes de
gravísimas devastaciones en multitud de pueblos. En vista de que los asiáticos
se hallaban nuevamente a las puertas de la ciudad, los atenienses pidieron
ayuda a las otras polis griegas para expulsar al enemigo obligándolo a recruzar
los estrechos del mar de Mármara. Y todos prestaron su ayuda. No obstante,
correspondió a Mardonio escoger el terreno donde tendría lugar la batalla
decisiva: retirándose a Beocia, hizo preparar, mediante la tala de árboles, un
terreno propicio para las maniobras de la caballería. Como escenario del
encuentro se escogió la llanura de Asopo, en las inmediaciones de Platea.
Cuando el ejército griego, al mando de Pausanias, se acercó, Mardonio ordenó
que se contaminaran las fuentes en la retaguardia del enemigo. Faltándole el
agua, Pausanias pensó en retirarse, pero los atenienses rechazaron su
propuesta, al igual que los guerreros de otras ciudades, que no quisieron
aceptar la idea de replegarse sin presentar batalla. Mientras en el bando
griego cundía el desconcierto, Mardonio atacó; los espartanos resistieron la
acometida por sí solos y, luego, confirmando su superioridad como combatientes,
los hoplitas pasaron al ataque y los persas fueron completamente derrotados
sufriendo gravísimas pérdidas en vidas. Dado que en la refriega también había
caído Mardonio, correspondió a Artabaces conducir de regreso a Asia al resto
del ejército, después de haber sido destruidos los puentes de barcas sobre el
Helesponto.
Según la tradición griega que
consignó Heródoto el mismo día que los invasores eran batidos en tierra, la
flota griega atacó a la persa, que había desembarcado en el cabo Micala, cerca
de Samos, y la destruyó. Por cierto que esta simultaneidad en los hechos bélicos
no pudo tener lugar, y la batalla de Micala debió haberse producido algún
tiempo después de la de Platea. En cualquier caso, el resultado de la
expedición que Jerjes preparar con tanto cuidado fue desastroso: se perdió
buena parte de las posesiones europeas, más de un tercio del ejército quedó
destruido y de la escuadra solo se salvaron las naves fenicias, a las que se
había concedido autorización para regresar a sus puertos de origen. No
obstante, antes de que el último soldado persa abandonase Europa habrían de
transcurrir otros diez años, durante los cuales Jerjes puso a disposición de la
contienda todo el peso de su riqueza, y procuró comprar aliados y fomentar la
discordia entre los griegos, propósito que logró en parte. Junto con la Liga de
Corinto, que reunió a los griegos vencedores en Platea, ya a finales del 478
a.C. se constituyó, sin la participación de Esparta, la Liga naval de Delos, en
la que Atenas ostentaba la hegemonía absoluta. El mando de la flota ateniense
se confió a Cimón, que logró algunos triunfos parciales en sus escaramuzas con
los persas.
Solo en el año –466 Cimón
consiguió, al frente de doscientas naves, enfrentarse a la escuadra enemiga,
defendida por el ejército. Los griegos desembarcaron, lograron destruir las
defensas persas y hundir sus naves. Después de este nuevo revés, no solo se
retiraron de Europa las últimas guarniciones persas, sino que también muchas
ciudades griegas, carias y licias del Asia Menor se declararon independientes,
colocándose bajo la protección de la Liga de Delos. Hacía ya tiempo que el rey
Jerjes se ocupaba más de obras de paz que de la conducción de la guerra contra
los griegos, que llevó a cabo ante la insistencia de los dignatarios que
propugnaban una continuación de la política expansionista de Darío y presionado
por los griegos desterrados.
Por otra parte, la preparación
y los pertrechos que había requerido la expedición, que terminó de un modo tan
desastroso en Platea, absorbieron gran parte de los recursos del Imperio Persa,
a tal punto que las obras de Persépolis, la nueva capital, fueron interrumpidas
durante muchos años. Una vez que dejó en manos de sus generales la conducción
de las campañas militares, Jerjes quiso que esta obra grandiosa prosiguiera, y
que los edificios que se levantaran durante su reinado fuesen una manifestación
de su gran poder.
El reinado de Artajerjes
Tampoco Jerjes pudo concluir
la obra iniciada por Darío. En efecto, en el año 465 a.C., fue víctima de una
conjura organizada por el jefe de su guardia de corps, Artabán, que colocó en
el trono a Artajerjes, uno de sus hijos menores. La tumba de Jerjes se excavó
en la roca de Nakshi-Rustam, a escasa distancia de su predecesor. Artajerjes,
escuchando los consejos de Artabán, también hizo matar a su hermano mayor,
Darío, acusándolo de haber dado muerte a Jerjes, y después ejecutó al propio
Artabán que conspiraba en su contra. No obstante, la lucha por el poder no cesó
hasta que fueron exterminados todos los hermanos de Artajerjes, entre ellos
Histaspes, sátrapa de Bactriana que intentó rebelarse.
El acontecimiento más
importante de los primeros años de reinado de Artajerjes I fue la insurrección
egipcia, que estalló en 460 a.C. por obra del libio Ignaros, que se declaró
señor del Bajo Egipto, en tanto que el Alto Egipto quedaba en manos de los
persas. Ignaros solicitó entonces ayuda a los atenienses, que estaban librando
una guerra contra Esparta, y los persas, que pronto comprendieron que Atenas
era el enemigo más peligroso, ofrecieron a Esparta ingentes recursos económicos
que fueron aceptados. Respondiendo a la petición de ayuda de Ignaros, la
escuadra ateniense, que se encontraba en aguas de Chipre, puso proa a Egipto.
El asedio de Menfis se prolongó durante años; mientras Grecia seguía con
distintas alternativas la guerra entre Atenas y Esparta, Artajerjes logró
reunir un nutrido ejército que se confió al mando de Megabises.
Los refuerzos que llegaron a Egipto en el 456
a.C. permitieron romper el cerco puesto a Menfis, y los rebeldes y sus aliados
atenienses fueron a su vez asediados en una isla del delta del Nilo, llamada
Propóntide. Desecado un brazo del río, los persas atacaron al enemigo, que no
podía hacer uso de las naves y le infligieron una dura derrota. La victoria fue
mayor aún con la destrucción de una escuadra griega de cincuenta naves, enviada
como refuerzo. Este triunfo se debió a Arsames, el nuevo sátrapa. Ignaros,
hecho prisionero por Megabises, fue conducido a Susa, donde se le perdonó la
vida, pese a la insistencia de la reina madre, Amestris, en que fuera
ajusticiado.
Los atenienses que habían
perdido su flota no controlaban ya el mar Egeo, por cuyo motivo modificaron
completamente su política exterior y buscaron sellar la paz con Esparta. Ambas
potencias concertaron en el 451 a.C. una tregua que debía durar cinco años;
simultáneamente se llamó de regreso a la patria al almirante Cimón, que estaba
exiliado, y se le confió el mando de una nueva escuadra que tenía la misión de
atacar Chipre y arrebatársela a los persas. Se enviaron otros navíos a Egipto,
donde el rebelde Amirteo, aliado ya de Ignaros, mantenía vivo el fuego de la
insurrección. Sin embargo, no se logró el objetivo de ninguna de las
expediciones: después de la súbita muerte de Cimón, los griegos, viéndose sin
jefe, renunciaron al asedio. La flota fenicia procuró sacar provecho de esta
situación y les cortó la retirada, pero los griegos, en las inmediaciones de
Salamina, en Chipre, rechazaron el ataque y pudieron retornar al Ática. También
la escuadra enviada a Egipto logró alcanzar las costas de Grecia sin daño
alguno. Tras esta última empresa, los atenienses, faltándoles las exhortaciones
de Cimón, ferviente antagonista de los persas, para continuar la lucha, enviaron
a Susa en el año 449 a.C. a sus embajadores, conducidos por Calias: los
griegos, en nombre de una antigua alianza concertada con Jerjes, fueron
recibidos amigablemente en la corte; siguieron, sin duda, el desarrollo de las
conversaciones e influyeron en ellas hasta que se concluyó la llamada «paz de
Calias». Según el tratado, los griegos se comprometieron a no trasponer los
límites del territorio persa, en tanto que éstos debían respetar la
independencia de las ciudades jónicas del Asia Menor, y no pasar con sus navíos
más allá de un límite establecido.
Los atenienses habían obtenido
tal supremacía dentro de la Liga de Delos que podía hablarse de un verdadero
imperio ateniense, pero llegaron a la conclusión de que ninguna victoria había
resultado decisiva contra un enemigo tan poderoso como los persas y
prefirieron, por lo menos en apariencia, abandonar la lucha. En realidad,
ninguno de los dos bandos respetó el acuerdo.
Entretanto, en el Imperio
Persa se gestaban otros graves acontecimientos: la reina madre obtuvo
finalmente la cabeza de Ignaros y de sus secuaces; Megabises, convertido en
protector de la seguridad de éstos, utilizó el pretexto de la ejecución para
hacer que Siria se sublevara contra Artajerjes, pues estaba al frente de esta
satrapía, y derrotó en repetidas ocasiones a las tropas que se enviaron para
combatirlo, hasta que Artajerjes prometió perdonar a los rebeldes y la
insurrección cesó. El hecho de haber otorgado ese perdón era la prueba
manifiesta de que el soberano no se hallaba ya en condiciones de controlar las
fuerzas disgregantes del Imperio. Efectivamente, los sátrapas se emancipaban
cada día más del poder central, regido ahora por un soberano débil, rodeado de
una corte entregada al soborno y a la corrupción.
Entre lo acaecido durante el
reinado de Artajerjes I destaca la misión que cumplió Ezrá, un funcionario
hebreo que estaba al servicio de los persas, al que enviaron a Jerusalén en el
458 a.C., para promover una reforma legislativa que cumpliera los deseos de la
siempre quisquillosa población judía en lo tocante a su particular religión.
Las xenófobas reformas que introdujo Ezrá incluían la prohibición de
matrimonios de varones judíos con mujeres gentiles (no judías). Lejos de
contentar a la población, esto provocó el descontento popular, y se destituyó
poco después a Ezrá. Algunos años más tarde, en el 444 a.C., Nehemías, copero
de Artajerjes, fue a Judea y descubrió que las leyes de Ezrá seguían siendo
desatendidas. Puso entonces manos a la obra: obtuvo entonces autorización del
soberano para reconstruir las murallas de Jerusalén y defenderla de las
incursiones de los salteadores; luego, se granjeó el favor del pueblo aboliendo
las deudas de los tributos que exigía el gobernador y por último favoreció a
los sacerdotes levitas que se convirtieron en sus fieles aliados. Solo después
de esta paciente labor, pudo Nehemías imponer el cumplimiento a las leyes
segregacionistas de Ezrá, castigando severamente a los opositores.
Finalizado el largo período de
choques armados entre griegos y persas, ambos pueblos protagonizaron un
acercamiento recíproco, cuyas consecuencias no tardarían en hacerse sentir.
Especialmente en la esfera del arte, los persas experimentaron la influencia
helénica: en efecto, los escultores griegos de las ciudades jónicas eran muy
apreciados ya en tiempos de Darío, y el mismo Jerjes quiso que se transportaran
a Susa las bellas estatuas de Atenas tomadas como botín de guerra.
A pesar de que las relaciones
entre los dos pueblos se intensificaron notablemente, Grecia y Persia siguieron
recelando mutuamente. Se quebrantó muy pronto la paz de Calias: Atenas prestó
ayuda al rebelde Psamétiq —o Psamético— con la esperanza de echar mano a los
mercados de cereales egipcios y trató de someter algunas ciudades del Asia Menor,
fieles a los persas que, entretanto, habían ocupado Licia. El sátrapa de Sardes
libró después una serie de escaramuzas en apoyo de los exiliados de Samos, que
procuraban volver a ocupar sus tierras, conquistadas por los atenienses.
Los conflictos bélicos que
estallaron nuevamente entre Esparta y Atenas, conocidos con el nombre de guerra
del Peloponeso (431–404 a.C.), obligaron a Atenas a suspender las operaciones
contra los persas, y Artajerjes no supo aprovechar el estado grave de
debilitamiento en que se encontraba el enemigo después de la epidemia de peste
que se declaró en Atenas en 430 a.C. En los últimos años de su vida fue
corrompido por las intrigas palaciegas y no pudo, o no quiso, promover nuevas
campañas militares.
Artajerjes murió en el año 424
a.C., y sus despojos se transportaron desde Susa, sede de la corte a partir de
461 a.C., hasta Nakshi-Rustam, donde fue sepultado junto a su padre y su
abuelo. Artajerjes dejaba un reino que, dentro de una aparente cohesión,
ocultaba los síntomas de lo que habría de ser una rápida decadencia. La muerte
del soberano desencadenó una salvaje lucha por la sucesión, en la que
perecieron tanto el legítimo heredero, Jerjes II, que reinó apenas unos meses,
como su sucesor, su hermano Sogdiano, que murió a manos de Oco, sátrapa de
Hircania, hijo de Artajerjes y una cortesana babilonia; Oco fue coronado en
Babilonia con el nombre de Darío II en el año 424 a.C.
Las crónicas sobre lo que
sucedió en la corte persa durante el reinado de este soberano hablan de continuas
intrigas y conjuras tramadas secretamente en los harenes reales. Se sabe con
seguridad que Darío II no tenía el temperamento de un guerrero, abandonó la
muelle vida cortesana una sola vez, para conducir personalmente a sus tropas
hasta los últimos confines del Imperio, cuando emprendió una campaña punitiva
contra los cadusos. La política de Darío II frente a los griegos no experimentó
modificaciones. Puso en la balanza todo el peso de sus enormes riquezas,
tratando de prolongar indefinidamente el conflicto bélico entre Esparta y
Atenas. Consiguió en parte su objetivo, si bien la intervención persa no fue
siempre decisiva, y la guerra fratricida entre los griegos prosiguió sobre todo
por su incapacidad para encontrar una base de entendimiento que terminara con
las discordias. Por lo demás, la idea de un frente único de los pueblos
helénicos contra el enemigo común no llegó a cuajar.
Finalizada la guerra del
Peloponeso (405 a.C.), los persas podrían haber hecho valer sus prerrogativas
con respecto a los espartanos, a los que habían sufragado generosamente a lo
largo de todo el conflicto, pero prefirieron no forzar la situación. Después de
todo, ellos fueron los auténticos beneficiarios de aquella guerra fratricida
que se había prolongado por espacio de treinta años. Además, dentro del Imperio
Persa sobrevinieron nuevas insurrecciones coincidiendo con la terminación de
las hostilidades entre Atenas y Esparta. Ese mismo año, Egipto se había
emancipado proclamando un reino independiente gobernado por el usurpador
Amirteo. La pérdida de Egipto, la provincia más fértil de todo el Imperio, y
primer productor de trigo, puso a los persas en serias dificultades, de ahí que
se llevasen a cabo diversas tentativas por reconquistarla.
Darío II, cuyo oro había
contribuido a decidir la guerra entre los griegos del modo más ventajoso para
Persia, pero que estaba a la cabeza de un Imperio débil en el aspecto militar —muy
descuidado en las últimas décadas—, como demostraba palmariamente lo ocurrido
en Egipto, y en el cual la antigua cohesión territorial cedía el paso a los
nacionalismos de antaño alentados por profundas divisiones por razones étnicas
y religiosas, murió en el 404 a.C., a causa de una enfermedad que le obligó a
interrumpir la expedición contra los cadusos, que se habían rebelado otra vez.
El óbito se produjo en Babilonia y sus restos mortales se trasladaron a
Nakshi-Rustam, donde fue el último soberano en ser sepultado.
Artajerjes II y Ciro el Joven
Durante la enfermedad de su
padre, se llamó a la corte a Ciro el Joven, que se las daba de amo y señor en
sus satrapías. Asistió allí a la muerte de su padre y a la coronación de su
hermano mayor, Arsaces, en Pasárgada. Éste subió al trono con el nombre de Artajerjes
II, acatando la voluntad de Darío, pero la reina Parisátides habría preferido
que fuese Ciro quien se convirtiese en Gran Rey y quizá lo instigó a asesinar a
su hermano. Ciro, sorprendido en el acto de atacar a Arsaces en el curso de la
ceremonia de coronación, solo logró salvar la vida por la intercesión de su
madre, y fue devuelto a las satrapías. Empero, no abandonó la idea de tomar el
poder y se dedicó a reunir un ejército para derrocar a Artajerjes II,
reclutando tropas en todas las ciudades de Jonia. Únicamente Mileto, controlada
por Tisafernes, no le prestó ayuda pero Ciro pretextó este obstáculo —conocido
también en la corte— para justificar la formación de un ejército que, según
hizo creer a su hermano, debía oponerse al sátrapa que era su adversario.
Ciro envió a la corte tributos
que contribuyeron a disminuir las sospechas que su hermano abrigaba contra él,
y pudo entretanto reclutar un gran ejército, del cual también formaban parte
13.000 mercenarios griegos. A la cabeza de estas tropas, Ciro inició en 401 a.C.
la ofensiva contra Artajerjes. El choque decisivo se produjo en Cunaxa, en
Babilonia, ese mismo año: los mercenarios griegos estaban a punto de vencer
cuando Ciro, que tenía a su alrededor 600 soldados de caballería y vigilaba el
desarrollo de la batalla, advirtió que Artajerjes, que guiaba su ejército desde
su puesto de mando en medio de las tropas, según la costumbre persa, se
disponía a cercarlo con 6.000 hombres. Los 600 jinetes de Ciro atacaron y
dispersaron al enemigo, pero este movimiento, que pudo haber determinado la
victoria, se transformó en desastre para los rebeldes a causa de la juvenil
impetuosidad de su jefe. En efecto, viendo a su hermano en lo más recóndito de
las filas persas, se lanzó sobre él y le propinó un fortísimo golpe en el pecho,
consiguiendo herirlo a través de la coraza. No obstante, en la feroz refriega
que tuvo lugar después, tocó a Ciro y los suyos la peor parte. El ejército
rebelde, privado de su comandante, fue derrotado y debió iniciar una ardua
retirada. Las vicisitudes de la marcha de regreso de los griegos desde
Babilonia hasta las costas del mar Negro (narrada por Jenofonte en su Anábasis)
dan la pauta de la decadencia del poderío militar de los persas, que no
tuvieron el valor de enfrentarse a los sobrevivientes en campo abierto.
Esparta, consciente de la
debilidad militar del Imperio Persa, escuchó las peticiones de ayuda de las
ciudades de Jonia, amenazadas por Tisafernes, que usurpó el puesto de Ciro, y
envió un contingente de tropas a luchar contra el sátrapa. Pero los primeros
resultados que alcanzaron los generales espartanos al enfrentarse a las tropas
de Tisafernes y Farnabazo fueron más bien desalentadores. Entonces, los
espartanos entregaron el mando de las operaciones al rey Argesilao, que devastó
Frigia y salió al encuentro de la caballería persa en las inmediaciones de
Sardes, venciéndola. Sin embargo, este triunfo de Sardes no fue decisivo en la
lucha que libraban Esparta y los persas. En efecto, éstos, siguiendo los
consejos de Conón, habían congregado una flota cerca de Chipre, y en agosto del
394 a.C., Conón pudo tomarse el desquite en las proximidades de Cnido,
dispersando la flota espartana que dirigía Lisandro.
Como consecuencia de esto,
Sardes pasó nuevamente a manos de Tiribase, filoespartano, que reanudó las
conversaciones con Antálcidas, el mismo que encabezaba la legación espartana en
392 a.C. Después de encontrarse en Susa para negociar los términos de la nueva
paz concertada entre Esparta y Persia, Tiribase y Antálcidas, con la finalidad
de obligar a los atenienses a aceptar las nuevas condiciones, bloquearon los
estrechos del Helesponto e impidieron que los cereales de las llanuras de Asia
Central llegaran al Ática. En vista de la falta de víveres, Atenas no tuvo otra
opción que acatar las exigencias de sus enemigos. En 387 a.C. se reunieron en
Sardes las delegaciones de todos los estados interesados y se dio lectura a un
edicto de Artajerjes II, en el que anunciaba que «se cerniría la amenaza de la
guerra por tierra y por mar» sobre el que no respetara las condiciones de paz,
que estipulaban el dominio persa en las ciudades de Asia Menor y la autonomía
de las griegas.
Esta supuesta autonomía era solo
nominal, pues escondía el predominio de Esparta, mediante la ayuda persa,
ejercida sobre ellas. De esta manera, Asia Menor se encontraba bajo el control
de Artajerjes, así como algunas islas importantes, mientras que, en Grecia, el
Gran Rey, podía contar con Esparta como aliada, con el fin de impedir la
eventual reanudación de las hostilidades por parte de otras ciudades. En
realidad, el poder de los persas era más nominal que efectivo: se había logrado
mantener el control de la situación gracias al dinero generosamente
distribuido, y además, se hallaban en gestación las condiciones de una insurrección
de las satrapías que pondría en peligro la continuidad del Imperio.
Los años que siguieron a la
paz de Antálcidas fueron una sucesión ininterrumpida de guerras entre las
ciudades griegas, en la que Tebas emergió como tercera potencia helénica y
recibió de Persia su parte de oro, pues con su acción contribuyó, en ocasiones,
a debilitar el poderío de Atenas o el de Esparta.
Cuando en el año 367 a.C.
Artajerjes II intentó imponer una nueva «paz del rey», que decretaba su
influencia en Grecia con excepción de los tebanos, no halló quien lo apoyara.
Frente a esta nueva prueba de debilidad, el sátrapa Datames, a quien se había
encargado preparar otra expedición contra Egipto, empleó las tropas que tenía a
sus órdenes para iniciar una rebelión que se propagó como un incendio a gran
parte del Imperio y fue apoyada por Egipto, Atenas y Esparta. Así, pues,
Artajerjes se vio atrapado entre dos poderosos ejércitos: el primero,
constituido por las tropas de los sátrapas rebeldes, ocupaba Siria, el otro
avanzaba desde Egipto para unirse a sus aliados. Precisamente cuando la suerte
del Imperio Persa parecía sellada y la vida de Artajerjes peligraba, llegó de
Egipto la noticia de la deserción del ejército y de la rendición del
pseudofaraón Takho a Artajerjes III Ojos, hijo de Artajerjes II. No pudiendo
contar ya con el apoyo egipcio, también se rindieron los sátrapas rebeldes y la
insurrección se extinguió tan rápidamente como había comenzado. Artabaces, uno
de los pocos que se había mantenido fiel al Gran Rey, puso en fuga a los
últimos grupos de revoltosos y en todo el Imperio Persa se impuso la calma. Al
menos, en apariencia.
Artajerjes II murió en el año
359 a.C., poco después de estos acontecimientos. Sin embargo, el soberano no
quiso ser sepultado en Nakshi-Rustam, junto a sus predecesores, sino en una
tumba excavada en la pared rocosa que se alza sobre Persépolis. De él puede
decirse que no tuvo las cualidades necesarias para regir el destino de un
Imperio, y que, casi siempre, se sintió abrumado por los acontecimientos, y solo
ayudado por la suerte, por sus inmensas riquezas y el complejísimo aparato
administrativo del Estado que construyeron sus predecesores, pudo conservar
íntegramente sus dominios.
Artajerjes III Ojos
El mismo que combatió a los
sátrapas rebeldes, fue el sucesor de Artajerjes II, completamente distinto por
la firmeza de su carácter y su capacidad de mando. Ascendió al trono con el
nombre de Artajerjes III, y apenas coronado demostró la crueldad de que era
capaz, haciendo asesinar a todos sus parientes con el fin de precaverse del
peligro de nuevas conjuras. El nuevo soberano soñaba con renovar el fasto de
sus antecesores más grandes, y para esto debía contar con la absoluta fidelidad
de sus sátrapas. Pero, desde los primeros años de su reinado, debió afrontar la
rebelión de Artabaces, un sátrapa rebelde que, después de ser derrotado, se
refugió en el reino de Filipo II de Macedonia. El nuevo soberano se impuso como
objetivo principal reconquistar Egipto: tras una primera tentativa llevada a
cabo en el 351 a.C., fallida a causa del valor de los mercenarios griegos que
estaban al servicio del faraón, reclutó a su vez milicias griegas procedentes
de argos, Tebas y las ciudades helénicas del Asia Menor, y partió para realizar
una segunda campaña. El ejército persa, conducido por el Gran Rey, sitió la
ciudad de Pelusio, y la flota, al mando de Nocostratos, atacó por la
retaguardia a las tropas del faraón, quien se refugió primero en Menfis y
luego, al perfilarse una decisiva victoria persa, huyó al Bajo Egipto. En el
343 a.C., después de un intervalo de sesenta años de independencia, Egipto
volvió a ser una satrapía persa.
En unos momentos en los que el
Imperio lograba su mayor extensión territorial desde los tiempos de Darío, y
cuando parecía renacer el antiguo poderío persa, en Europa se gestaban los
sucesos que desencadenarían su total destrucción. Filipo de Macedonia, que aún
no se sentía lo suficientemente fuerte para medirse con Artajerjes III, buscó
un acuerdo con los persas para ganar tiempo, pero no por ello renunció a una
política de expansión que le llevó a conquistar Epiro y Tracia. Fue inútil que
el ateniense Demóstenes, temiendo que toda Grecia cayese en poder del
macedonio, invocara la necesidad de una alianza con Persia: Artajerjes III Ojos
no podía intervenir porque a la sazón dirigía la campaña contra los cadusos, y
en el 338 a.C. (el mismo en que se produjo la decisiva victoria de Filipo sobre
los griegos en Queronea) cayó víctima de una conjura tramada por el eunuco
Bagoas. Filipo, aprovechando la confusión reinante en el Imperio Persa,
nuevamente desgarrado por las luchas por la sucesión, optó por tomar la
iniciativa y atacar por sorpresa en el Asia Menor para, supuestamente, prestar
apoyo a las ciudades griegas sublevadas, pero en el 336 a.C., cayó a su víctima
de un complot, y asumió la regencia su hijo Alejandro, que contaba solamente
veinte años de edad.
Darío III Codomano
Tras una larga serie de
asesinatos, de los cuales fue víctima el propio Bagoas, el cetro, símbolo del
poder real en el Imperio Persa, pasó a manos de Darío III, llamado Codomano,
nieto de un hermano de Artajerjes II. Darío III fue el último rey aqueménida, y
si bien no dio muestras de ser un buen soberano, ello se debió no solo a sus
mediocres aptitudes, sino también al hecho de que el Imperio Persa ya solo
existía de forma nominal: existía únicamente un conjunto de territorios
dispares que reconocía parcialmente la soberanía del Gran Rey, pero en caso de
necesidad, no se podía contar con su fidelidad. Se estaba desmoronando el
extraordinario aparato administrativo y burocrático que había levantado Darío I
en los dominios que heredó de Ciro y Cambises, la sangre persa se había diluido
mezclándose con la de otros pueblos y, al atenuarse las características étnicas
de aquella raza de conquistadores, se había debilitado también el espíritu
guerrero que convirtió a los persas en dueños de Asia, y de casi todo el mundo
civilizado.
La conquista del Imperio Persa
la llevó a cabo Alejandro de Macedonia, hijo de Filipo II, y marcó el inicio
del período Helenístico, durante el cual se conformó una nueva cultura
destinada a dejar su impronta en la Historia. A la muerte de Darío III
Codomano, Alejandro, que impulsó sus conquistas hasta el valle del Indo, se
convirtió en rey de Asia y trató de favorecer la fusión de las culturas y de
los pueblos persa y griego. Alejandro, en realidad, no fue el destructor del
Imperio Persa, más bien su continuador, pues hizo suyas muchas de las ideas de
Ciro el Grande. Solo su temprana muerte a los treinta y tres años de edad, le
impidió cumplir la obra que se había fijado: reorganizar el Imperio Persa,
heredero a su vez de Babilonia y de Asiria, y hacerlo universal.
Relieve en las ruinas de Persépolis |
[i] Cirene fue una antigua ciudad griega en la actual Libia, la más importante
de las cinco colonias helenas de la región, a la que dio el nombre de
Cirenaica, utilizado todavía hoy en día. Está situada en el valle de Jebel
Akhdar. En esta ciudad nacieron numerosos matemáticos y filósofos, como
Eratóstenes o Sinesio de Cirene, entre otros.
Cuando en el año 367 a.C. Artajerjes II intentó imponer una nueva «paz del rey», que decretaba su influencia en Grecia con excepción de los tebanos, no halló quien lo apoyara. Frente a esta nueva prueba de debilidad, el sátrapa Datames, a quien se había encargado preparar otra expedición contra Egipto, empleó las tropas que tenía a sus órdenes para iniciar una rebelión que se propagó como un incendio a gran parte del Imperio y fue apoyada por Egipto, Atenas y Esparta. Así, pues, Artajerjes se vio atrapado entre dos poderosos ejércitos: el primero, constituido por las tropas de los sátrapas rebeldes, ocupaba Siria, el otro avanzaba desde Egipto para unirse a sus aliados.
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