Grecia es un país montañoso,
dividido en pequeñas comarcas naturales, casi todas ellas abiertas al mar por
un litoral en extremo recortado. En el continente y en las numerosas islas
cercanas del mar Egeo, pueblos de vocación marinera desarrollaron unas
civilizaciones que representaron un progreso decisivo en la historia de la
humanidad, especialmente en la de Occidente.
La más antigua de estas
civilizaciones se desarrolló en la isla de Creta. Los cretenses, posiblemente
los creadores del alfabeto, levantaron un gran imperio marítimo y ejercieron el
monopolio del comercio en el Mediterráneo oriental durante varios siglos. Las
ruinas de sus grandes palacios reales de Cnosos y Faistos acreditan el
esplendor de su cultura. Hacia el año 1500 a.C. los aqueos, pueblo guerrero que
se había establecido en el Sur de Grecia y había sido vasallo de los cretenses,
conquistaron la isla y arruinaron la civilización cretense. Los aqueos se
establecieron también en Asia Menor y destruyeron la ciudad de Troya[i]. Esta guerra fue cantada más
tarde por Homero en su poema la Ilíada.
Cuando más pujante parecía ser
el poderío aqueo sobrevino en Grecia la invasión de los dorios, que
conquistaron las ciudades de los aqueos. A la postre, de la fusión entre dorios
y aqueos, además de otros pueblos, surgieron los griegos, también llamados
helenos. Los griegos no llegaron a constituir un imperio, sino una serie de
pequeños estados independientes llamados polis, formados por una ciudad y las
aldeas vecinas. La principales polis fueron Esparta y Atenas.
La cultura helenística
Desarrollada a lo largo del
primer milenio antes de nuestra Era, la cultura griega o helenística constituye
la base de la civilización europea. En lugar de las culturas teocráticas y
simbólicas del Próximo Oriente cimentadas en la magia, los antiguos griegos
instituyeron el principio de la consideración racional del hombre y la
naturaleza. Los griegos se distinguieron en las letras y en todas las ramas del
saber. Dramaturgos y poetas, historiadores y geógrafos, matemáticos y
filósofos, forman una verdadera pléyade. Su considerable obra ocupa los más
brillantes capítulos en el estudio de cada una de las citadas materias:
Historia de la Literatura, Historia del Pensamiento, Historia de las Ciencias.
Autores trágicos como Esquilo, Sófocles y Eurípides; poetas como el inmortal
Homero, Hesíodo y Píndaro; historiadores como Heródoto y geógrafos como
Ptolomeo; filósofos como Sócrates, Platón y Aristóteles; científicos como
Pitágoras y Arquímedes, han iluminado y continúan alumbrando el mundo con los
vivos destellos de su genio.
Las grandes normas de la
cultura helenística fueron, en el aspecto estético, la sublimación de la
belleza como abstracción suprema del mundo sensible, y el respeto a la libertad
del individuo y a la búsqueda de la verdad en la esfera del pensamiento.
Gracias a estos incentivos, los progresos artísticos, científicos y filosóficos
fueron enormes, hasta el punto de que la civilización occidental jamás se ha
desprendido de ellos.
Por otra parte, la cultura
griega fue una cultura urbana, creada por ciudadanos libres y en beneficio de
todos ellos, y no solo de los reyes o de la casta sacerdotal dominante como
sucedía en las culturas del Próximo Oriente.
La historia de la antigua
Grecia se divide en varias etapas. La Época Clásica es el período de la
historia de Grecia comprendido entre la revuelta de Jonia —año 499 a.C., cuando
termina la Época Arcaica— y el reinado de Alejandro Magno —años 336 a.C. al 323
a.C., cuando comienza la Época Helenística—, o de un modo más genérico, los
siglos V y IV antes de Cristo. Se trata de una época histórica en la que el
poder de las polis o ciudades-estado griegas y las manifestaciones culturales
que se desarrollaron en ellas alcanzaron su apogeo.
El fin del helenismo
A finales del siglo III a.C.,
la Magna Grecia —nombre dado en la Antigüedad al territorio ocupado por los
griegos al sur de la península Itálica y Sicilia— cayó bajo la dominación
romana tras un siglo de enfrentamientos, ya fueran contra Pirro de Epiro, o en
el ámbito de las Guerras Púnicas. Pero fue a principios del siglo II a.C.
cuando Roma intervino realmente en Oriente. En principio se enfrentó
militarmente a los antigónidas, concretamente a Antíoco III Megas, el más
importante de los soberanos helenísticos antes de Mitrídates y Cleopatra VII.
La derrota de Antíoco fue decisiva en la pérdida de influencia política de los
seléucidas en Asia Central, en Persia y, por último, en Mesopotamia. Antíoco
III fue el último rey seléucida que todavía poseía los medios para dirigir una
expedición hasta los confines de la India. Durante el reinado de su hijo, los
seléucidas no consiguieron dominar la insurrección de los Macabeos o Asmoneos
en Palestina, que consiguieron refundar un estado teocrático judío
independiente. La irrupción de los partos aceleró la descomposición política y,
a principios del siglo I a.C., los soberanos seléucidas ya solo gobernaron en
Siria.
Después de su victoria sobre
los seléucidas, Roma promovió un lento y complejo proceso de desgaste sobre los
reinos helenísticos, con la complicidad de varias ciudades griegas y del reino
de Pérgamo, asegurándose tras dos siglos el completo dominio del Mediterráneo
oriental.
No obstante, la penetración
romana en el Oriente helenístico no se produjo sin resistencia, y los romanos
precisaron no menos de tres guerras para doblegar al rey del Ponto, Mitrídates
VI, en el siglo I a.C. El general Cneo Pompeyo Magno suprimió en el 63 a.C. el
debilitado reino seléucida, reducido al territorio de Siria, reorganizando el
Oriente según el orden romano. El mundo helenístico se convirtió desde entonces
en el campo de batalla en las guerras civiles romanas donde se definieron las
ambiciones de los diversos generales de la República, como sucedió en Farsalia
y Filipos.
La Época Helenística finaliza
con la derrota de Antonio y Cleopatra en la batalla naval de Accio en el año 31
a.C. ante la escuadra de Octaviano, futuro César Augusto. Cleopatra VII
Filopátor fue la última reina del llamado Período Helenístico de Egipto y de la
Dinastía ptolemaica, también llamada Lágida, fundada por Ptolomeo I Sóter, un
general (diadoco) de Alejandro Magno.
Las guerras Médicas
Como ya hemos visto en el
capítulo dedicado al Imperio Persa, el siglo V a.C. comenzó con la sublevación
de numerosas ciudades jónicas encabezadas por Mileto y apoyada por algunas
ciudades de Grecia continental contra el dominio del Imperio Persa. Darío I
derrotó a los griegos de Asia Menor y envió una expedición punitiva contra los
griegos continentales encabezada por Artafernes.
Primera guerra médica: las
hostilidades se iniciaron por mar. Confiando en su formidable fuerza de choque,
la armada persa avanzó lenta pero inexorablemente: la isla de Naxos, algunas de
las Cícladas y Eretria fueron cayendo una tras otra y, a finales de agosto del
490 a.C., los navíos de guerra persas avistaban ya las costas continentales
griegas. En un primer momento se pensó que el desembarco tendría lugar en
Falero, cerca de Atenas, pero después los persas desembarcaron en las llanuras
de Maratón. Milcíades consiguió rechazar a los invasores en alta mar, y
neutralizó también la siguiente tentativa de ataque sobre Atenas por mar,
conduciendo a su ejército a marchas forzadas hasta la bahía de Falero y
venciendo a la flota enemiga. Los persas fueron después derrotados por los
griegos al mando de Milcíades en la célebre batalla de Maratón (490 a.C.).
Si bien la victoria en Maratón
permitió a Grecia conservar su independencia y colmó a los atenienses de
legítimo orgullo, dado que por sí solos habían logrado resistir la embestida
del coloso persa, la derrota sufrida distó mucho de provocar una crisis en un
Imperio tan vasto y poderoso como el de Darío I, que podía movilizar un
ejército de centenares de miles de hombres, disponía de inmensos recursos
económicos y contaba con la escuadra más formidable de aquel tiempo. Sin
embargo, en Maratón había quedado demostrada la superioridad de las tácticas de
combate griegas, con un núcleo de infantes (hoplitas) fuertemente armados con
picas y espadas, y protegidos con yelmos, escudos y corazas, que se movían al
unísono. Todo esto podía constituir para Darío la ocasión de reconsiderar la
cuestión griega en su integridad, y de poner mayor esmero y cuidado en la
planificación de una nueva expedición.
Pero Darío tuvo que dedicar
los últimos años de su vida al apaciguamiento de los nuevos desórdenes que
estallaron en Egipto y Babilonia, y la muerte, que lo sorprendió en el año 486
a.C., le impidió concretar sus proyectos.
Segunda guerra médica: en esta
nueva contienda, los espartanos dirigidos por Leónidas se cubrieron de gloria
al sucumbir heroicamente en la defensa del paso de las Termópilas contra una
nueva expedición del rey persa Jerjes que, siguiendo un minucioso plan proyectó
la invasión de Grecia con sus tropas. La ciudad de Abidos, en la costa asiática
de los Dardanelos, se consideraba un lugar estratégico fundamental para tener
acceso al Estrecho, razón por la cual los persas los persas la ocuparon en el
480 a.C. al tiempo que su escuadra de dirigía a Atenas para iniciar un bloqueo
naval. Los persas desembarcaron y saquearon la ciudad. Los atenienses buscaron
refugio en la isla de Salamina, en cuyas aguas su flota, dirigida por Temístocles,
deshizo a la de los persas en 480 a.C. y en 479 a.C. los griegos volvieron a
vencer a los persas, esta vez en la batalla de Platea. Tras estas palmarias derrotas,
los persas se retiraron definitivamente de Grecia.
En los 50 años siguientes,
conocidos como la Pentecontecia, Atenas, dirigida por gobernantes como
Temístocles, Cimón y Pericles, se engrandeció y formó la Liga de Delos, a la
que se unió la mayoría de las islas del Egeo. Algunas ciudades de Asia Menor y
de la península Calcídica también formaron parte de esta alianza.
Esparta y Atenas
Esparta fue una polis de
carácter eminentemente militarista. Los dorios, conquistadores de la región,
mantenían su dominio sobre pueblos mucho más numerosos que ellos a base de una
rígida organización militar. Los ciudadanos de Esparta eran soldados durante
casi toda su vida y no se dedicaban más que a la milicia. Vivían del trabajo de
los pueblos sometidos. Gobernaba la ciudad una asamblea de ciudadanos notables,
que cada año designaba unos magistrados (éforos).
Atenas era una polis de muy
diferente índole. Entre sus ciudadanos existían grandes propietarios,
comerciantes, artesanos, marineros, campesinos con pequeñas propiedades y
jornaleros. Y lo más notable es que después de una época en la que solo
gobernaban los más ricos (plutócratas), tras diversas vicisitudes (luchas y
negociaciones) todos los ciudadanos, ricos y pobres, mientras fuesen mayores de
edad, varones y libres, acabaron por tener acceso al gobierno del Estado. Una
gran asamblea, a la que podían asistir todos los ciudadanos y que se celebraba
al aire libre, designaba otra asamblea más reducida (de unas 500 personas,
entre las más capacitadas). Esta asamblea, dividida en diversas comisiones,
hacía las leyes y nombraba a los magistrados del Estado (arcontes), que
gobernaban la ciudad durante un año. Esta forma de gobierno se llamaba
democracia (gobierno del pueblo) y fue imitada por mucha polis o
ciudades-estado. Frente al poder despótico de los faraones egipcios o de los
reyes asirios, semíticos, babilonios o persas, la democracia representaba una
conquista esencial de la civilización. Entre los sabios gobernantes de Atenas
destacan el sabio Solón, Pisístrato, que dirigió una revolución de las clases
humildes, pero que una vez en el poder se negó a abandonarlo, Clístenes,
creador de la democracia, y su descendiente Pericles, que fue elegido arconte
diez años seguidos y dio a Atenas días de magnificencia.
La guerra del Peloponeso y sus
consecuencias
El triunfo sobre los persas
benefició especialmente a Atenas, que se convirtió en la mayor potencia naval
de Grecia. Esta época de apogeo político de Atenas se correspondió con un
momento de gran esplendor cultural durante los años del gobierno de Pericles.
De ahí que se conozca esa época (s. V a.C.) como el Siglo de Oro o el Siglo de
Pericles.
Esparta, por su parte, siendo
la primera potencia por tierra, fiel a su férrea organización militar.
Conjurado el peligro persa, entre las dos ciudades estallaron una serie de
conflictos, que se acentuaron por las diferencias existentes entre las ciudades
aliadas de una y de otra y que acabaron por desembocar en la guerra llamada del
Peloponeso. Esta guerra fue terrible y se prolongó 30 años. Las polis griegas
se dividieron en dos bandos, unas a favor de Atenas y otras a favor de Esparta.
Esta lucha fue de desgaste, porque ambos contrincantes, no pudiendo vencer al
adversario en el terreno que le era propicio, el mar o la tierra, se agotaron
en empresas secundarias. Al fin, Esparta consiguió hacerse con una poderosa
escuadra y aniquiló a la flota ateniense.
Antecedentes: en el 550 a.C.,
se había fundado una liga entre las ciudades del Peloponeso (Liga del
Peloponeso), dirigida por Esparta. Aprovechando el descontento general de las
ciudades griegas, la Liga del Peloponeso empezó a enfrentarse a Atenas. En el
año 431 a.C. se desató una serie de guerras cruentas como no las había conocido
Grecia en siglos pasados. El casus belli fue que la isla de Corcira (Corfú)
tenía una disputa con Corinto, ciudad aliada de Esparta, y Atenas ofreció ayuda
a dicha isla. Así comenzó la guerra del Peloponeso que duró 27 años. Las
ciudades griegas entraron en el conflicto aunque el peso de la guerra recayó
sobre las dos grandes potencias rivales: Atenas y Esparta. Atenas mostró su
superioridad por mar, mientras que Esparta demostró que por tierra era casi
invencible. Los espartanos invadieron el Ática, territorio que pertenecía a
Atenas. Pericles tuvo que proteger a su gente detrás de los Muros Largos, un
recinto amurallado entre la ciudad y el puerto de El Pireo. Allí, hacinados y
con malas condiciones higiénicas, se desencadenó una epidemia de peste a causa
de la cual murieron miles de personas, entre ellas el propio Pericles. La liga
del Peloponeso derrotó definitivamente a Atenas y a sus aliados en el año 404
a.C. en la batalla naval de Egospótamos y se produjo un período de hegemonía de
Esparta que estableció gobiernos afectos en todas las ciudades griegas. Su
dominación no tardó en ser aborrecida por los demás griegos y, para hacer
frente a las rebeliones de las ciudades sometidas, Esparta se alió con los
persas. Esto indignó tanto a los demás griegos, que la ciudad de Tebas, antigua
aliada de Atenas, consiguió derrotar a los espartanos en la batalla de Leuctra
en 371 a.C.
La polis de Tebas se alzó con
el liderazgo en Grecia tras la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso,
enfrentándose a la vencedora del conflicto, la siempre belicosa Esparta. Pero
la clave de la victoria final de los tebanos no estuvo en el número de sus
hoplitas ni en su excelente preparación, sino en la magistral táctica empleada
por su gran estratega: Epaminondas, que revolucionó el arte de la guerra en la
Antigüedad. Este genial tebano cambió para siempre la estrategia militar al
dividir su ejército en fuerzas de combate distintas con diferentes objetivos.
El vencedor de los espartanos en Leuctra pagó cara su victoria, pues perdió la
vida a causa de las heridas recibidas en la refriega. Tras su muerte, Tebas no logró
imponer su supremacía de forma absoluta y duradera a las demás polis griegas,
así que en el año 338 a.C., el rey Filipo II de Macedonia, derrotó a los tebanos
y a sus aliados en la decisiva batalla de Queronea, sometiendo a los griegos.
Paradójicamente, Filipo y su hijo Alejandro emplearon para vencerlos muchas de
las estrategias que tan exitosamente había desarrollado Epaminondas cuarenta
años antes.
Atenas y Esparta estuvieron
varias veces a punto de concluir una paz definitiva: por ejemplo, en 423 a.C., estipularon
un armisticio válido incluso para sus aliados, pero fue roto dos días después;
en 421 a.C., gracias al ateniense Nicias, se concertó un tratado de paz que
debía durar cincuenta años, pero ninguna de las ciudades contendientes quiso
renunciar a sus políticas expansionistas, sostenidas sobre todo por el
ateniense Alcibíades: la guerra estalló nuevamente en 414 a.C.
Antes de declararse las
hostilidades, Atenas había cometido el error de quedar expuesta en dos frentes:
había enviado una expedición a Sicilia, contra los siracusanos, y al mismo
tiempo apoyo la sublevación antipersa de Caria. En Sicilia los atenienses
cosecharon una derrota desastrosa, tanto por mar como por tierra, y cuando se
conoció la magnitud de este desastre en Persia, Darío II aprovechó para exigir
a todas las ciudades de Asia Menor tributos iguales a los de los años
anteriores, infringiendo de esta manera los acuerdos establecidos con Calia. Al
mismo tiempo, Eubea, Lesbos, Quíos, Eritrea y otras ciudades de Jonia,
sometidas al dominio de Atenas, aprovecharon la ocasión para rebelarse contra
el yugo que les imponía la ciudad ática y pidieron ayuda a Esparta. También
prometieron ayuda a los espartanos y a las ciudades rebeldes Tisafernes y
Farnabazo, sátrapa de Dascilio, y dado que la alianza con los persas
significaba contar el apoyo de la flota fenicia y el aporte de cuantiosas
riquezas, Esparta aceptó.
Entre los años 412 y 411 a.C.
se concluyeron tratados, varias veces, entre Esparta y Tisafernes, en los
cuales se reconocía a Darío II la soberanía sobre toda Asia y la ciudad griega
se comprometía a renunciar en el futuro a toda aspiración respecto de los
territorios que pertenecían al Gran Rey o a sus predecesores. Además, los
espartanos se comprometieron a no firmar una paz por separado con los
atenienses sin previo consentimiento de Persia. Con la ayuda de Esparta, que en
el ínterin había conquistado Mileto, Tisafernes, que fue quien se benefició a
raíz de esta alianza que había puesto firme voluntad en conseguir, logró
doblegar finalmente la resistencia de Amorges, venciéndolo en Iasos, y sometió
a Caria. Sin embargo, no tardaron en sobrevenir disensiones entre los persas y
los peloponesios, debidas a que los primeros consideraban excesivas las
exigencias de los mercenarios griegos y los segundos reprochaban a Tisafernes
no haber intervenido en el Egeo con la flota fenicia, concentrada en Aspendo.
Entretanto, la noticia de la
derrota sufrida en Sicilia había insuflado en Atenas nuevas fuerzas a los
adversarios del partido democrático, que retomaron momentáneamente el poder y
reanudaron las relaciones con Alcibíades, que estaba en el destierro. Éste,
fiándose de la amistad de Tisafernes, se acerco a él para convencerlo de que se
marchara definitivamente de Esparta, pero el sátrapa lo hizo arrestar y
conducir a Sardes. Alcibíades consiguió escapar y tomó el mando de una flota
reconstruida con gran premura por parte de los atenienses, que habían apelado a
sus últimos recursos, y derrotó a los espartanos, primero en Abidos y después
en Cícico, entre el otoño del 411 y la primavera del 410 a.C. Estos sucesos,
que impulsaron a Esparta a pedir una tregua, reforzaron al partido democrático
ateniense, que recibió a Alcibíades en el 409 a.C. en loor de multitud.
Aprovechándose de que los
espartanos no podían contar ya con el apoyo de Tisafernes, debido a una
definitiva ruptura entre ellos, Atenas, ayudada por el rey macedonio Arquelao,
construyó una escuadra cuyo mando se confió a Trasilio. Pero el oro de los
persas no dejó de ser un protagonista de excepción en la guerra del Peloponeso:
el sátrapa Farnabazo financió la construcción de una flota espartana y
sustituyó como aliado de los lacedemonios a Tisafernes, caído en desgracia incluso
con Darío II.
Mientras Alcibíades presentaba
batalla a Farnabazo en el Helesponto y lo derrotaba varias veces, el comandante
ateniense Trasilio llegó hasta Lidia, que fue devastada, y puso sitio a Éfeso,
pero la ciudad logró resistir hasta la llegada de refuerzos y la flota
ateniense fue destruida. Este revés marcó el eclipse de la buena estrella de
Alcibíades, que se retiró a sus posesiones del Quersoneso, desde donde,
condenado al ostracismo, buscó refugio, primero en Esparta y después junto a
Farnabazo, quien ordenó que se le diera muerte en el 404 a.C.
Mientras tanto, la política
del Gran Rey frente a los atenienses experimentó un vuelto: cansado de las
vacilaciones de Tisafernes y espoleado por la insistencia de Parisátides,
confinó al sátrapa en la provincia de Caria y puso a su hijo Ciro, predilecto de
la reina, a cargo de Lidia, Frigia y Capadocia. Al asumir sus funciones, éste
tenía solo dieciséis años: no obstante, fue nombrado comandante de todas las
fuerzas persas que operaban en la región de Asia Menor. Sin embargo, Ciro el
Joven no tuvo una actuación relevante en la continuación de la guerra: en
realidad siguió desempeñando el mismo papel que su predecesor Tisafernes, o
sea, la de financiador de los espartanos. A la postre, el oro persa demostró
ser el arma más eficaz de la que dispusieron los enemigos de Atenas para vencer
su resistencia. Infructuosos resultaron los esfuerzos de los atenienses para
sufragar la construcción de otra escuadra en el año 406 a.C. A pesar de haber
sido derrotados en la batalla naval de las islas Arginusas, donde murió hasta
su almirante Kalicátrides, los espartanos pudieron rearmarse rápidamente merced
a la ayuda de Ciro, y luego, guiados por Lisandro —nuevo almirante de la flota—
lograron presentar batalla en Egospótamos, en el Quersoneso de Tracia, y
derrotaron a la armada ateniense. Esta victoria (405 a.C.) puso prácticamente
fin a la guerra del Peloponeso, que finalmente se resolvió en el mar. Al año
siguiente Atenas no tuvo más remedio que firmar la paz bajo condiciones
durísimas, e ingresar en la Liga del Peloponeso.
Arte griego
El arte griego de la Época
Clásica alcanzó, sobre todo en la escultura, las cotas de perfección que lo convirtió
en modelo a imitar (arte clásico), primero por el arte romano y posteriormente
en el Renacimiento, Clasicismo y Neoclasicismo. Las primeras décadas del siglo
V a.C. representan un período de transición entre la escultura arcaica y la
clásica, denominado estilo severo. Entre los escultores de mediados del Siglo
de Oro ateniense sobresalieron Mirón, Fidias y Policleto. Entre los del siglo
IV a.C., Cefisodoto el Viejo, Escopas, Praxíteles (y su hijo Cefisodoto el
Joven) y Lisipo. El bronce y el mármol eran los materiales más empleados, de
entre los cuales era muy famoso el mármol rosado del monte Pentélico, en Atenas.
En la estatuaria griega se
pueden distinguir tres períodos. En el primero, arcaico, las figuras son
rígidas y sin movimiento, con pliegues simétricos (el tipo femenino se llama
Kore, y el masculino, Kouros).
En el segundo período,
clásico, un hálito vital empieza a animar la escultura. Se busca la
representación abstracta de la belleza, evitando el «pathos» o expresión
patética individual. Así, el Atleta, de Kalamis; el Discóbolo, de Mirón; los
maravillosos relieves de los tímpanos del Partenón, debido a Fidias, el
Doríforo, de Policleto, escultura que se consideraba como el canon de la
belleza masculina. Termina este período con Praxíteles, autor de dos obras
magistrales: el Hermes, con Dionisos niño, y la famosa Afrodita de Gnido.
En el siglo IV a.C. comienza
la época helenística con Escopas y Lisipo, autor, este último, del Apoxyomenos.
Va ganando terreno ahora la representación personal con la aparición de los
retratos, y el «pathos», la expresión patética, sucede a la inexpresión
anterior. El Galo moribundo, el Toro Farnesio, el grupo de Laocoonte y el del
Nilo son los monumentos escultóricos más representativos de este período
Arquitectura
La arquitectura griega antigua
se distingue por sus características altamente formalizadas, tanto de
estructura como de decoración. Esto es particularmente cierto en el caso de los
templos donde cada edificio parece haber sido concebido como una entidad
escultórica dentro del paisaje, con mayor frecuencia planteado en un terreno
elevado para que la elegancia de sus proporciones y los efectos de la luz sobre
sus superficies puedan verse desde todos los ángulos.
Los griegos no utilizaron en
sus construcciones los elementos basados en la línea curva (arco, bóveda): su
arquitectura, como la egipcia, fue arquitrabada. Por la forma del capitel se
distinguen tres estilos: dórico, jónico y corintio.
En el estilo dórico, los
elementos constructivos se imponen sobre los decorativos. Sus ejemplos
principales son: el Partenón, o templo de Pallas Atenea, en Atenas; los templos
de Zeus, en Olympia y Agrigento (Sicilia), y el de Poseidón, en Poestum
(Italia). El Partenón fue construido en quince años por Ictino y Kalicátrides
bajo el gobierno de Pericles. Fue decorado por Fidias, que también labró la
imagen de la diosa que se guardaba en el templo.
El estilo jónico representa el
período de madurez de la arquitectura griega. Los elementos decorativos y
constructivos se armonizan. De este estilo son: el Erecteión, de Atenas; el
templo de Artemisa, en Éfeso, y el de Dionisos, en Teos. El Erecteión se empezó
a construir también por orden de Pericles y se terminó en 408 a.C. Uno de sus
pabellones es llamado Tribuna de las Cariátides, porque está sostenido por
esculturas femeninas.
En el estilo corintio, los
elementos decorativos predominaron sobre los constructivos. Sus ejemplos más
notables son: el inacabado Olimpeión, de Atenas; el monumento de Lisícrates, y
la llamada hoy Torre de los vientos, en la misma ciudad.
Otro aspecto representativo de
la arquitectura griega es el teatro. El desconocimiento del arco y la bóveda
obligó a los griegos a construir los teatros en la ladera de las montañas. Los
principales teatros cuyos restos se conservan con el Odeón y el Dionisos, con
capacidad para 30 000 espectadores, ambos en Atenas.
Pintura y cerámica
En pintura, a pesar de haberse
perdido la mayor parte de las obras, que no conocemos más que por descripciones
o por copias en soportes como el mosaico, se ha perpetuado la fama de los
pintores: además del mítico Apeles, se conservan los nombres de Polignoto, que
decoró la Stoa Poikile de Atenas; Zeuxis, Parrasio y Apeles, el pintor de
Alejandro. A través de los frescos y mosaicos de Pompeya podemos columbrar lo
que debió ser la pintura helenística. Los temas pictóricos eran generalmente de
carácter mitológico.
La cerámica, además de arte en
sí mismo, fue un destacado soporte para la pintura. La arquitectura y la
escultura, que estamos acostumbrados a ver en mármol, se policromaban por
afamados pintores. Los griegos de la Antigüedad consideraban «imperfecta» (es
decir «no terminada») una obra que no se concluyera por un pintor. Las fábricas
de cerámica áticas llegaron a dominar el mercado; en su primera época, las
figuras eran negras sobre fondo rojo. A finales del siglo VI a.C. pasaron a ser
las figuras rojas sobre fondo negro, aunque algunas veces el fondo es blanco.
Hay más de veinte tipos distintos de vasos, desde el ánfora grande, para
guardar granos y bebidas, hasta el lekitos y otras vasijas pequeñas, para
perfumes.
Los filósofos presocráticos
La escuela de los sofistas fue
una de las más sobresalientes del inicio de la Época Clásica. La filosofía del
siglo V a.C. tuvo figuras muy sobresalientes como Sócrates, Gorgias,
Protágoras, Jenófanes, Parménides, Zenón, Demócrito, Empédocles y Anaxágoras.
En el siglo IV a.C. emergieron las figuras de Platón y Aristóteles.
Teatro y Literatura.
El teatro fue el género
literario más desarrollado de todo el período clásico. Abundaron los escritores
de tragedias, género en el que los principales autores fueron Esquilo, Sófocles
y Eurípides. En la comedia se destacó Aristófanes. El poeta lírico más
importante de la Época fue Píndaro.
Historiografía clásica
La Historia como disciplina
científica se desarrolló a lo largo del siglo V a.C. Heródoto y Tucídides son
considerados como sus iniciadores, y los logógrafos sus precursores.
Oratoria
La oratoria política tuvo su
auge en el siglo IV, en Atenas. Los principales exponentes de este género
fueron Isócrates, Esquines y Demóstenes. Antes que ellos se había destacado
Lisias.
La vida privada
Los griegos vestían con una o
varias túnicas de lana, lino o seda, sobre las que colocaban un manto
rectangular llamado himation, el de los hombres, y peplos, el de las mujeres.
Los hombres iban descubiertos y las mujeres se tocaban con un velo (calyptra).
Unos y otras calzaban sandalias.
El griego —como hombre
mediterráneo— era más propenso a zascandilear que a llevar una vida de
recogimiento en su casa. El ágora o plaza pública era el principal lugar de
reunión. Era ésta una plaza rodeada de soportales que se llamaban stoas,
frecuentemente adornadas con vistosas pinturas al fresco. Por las stoas
discurrían los ciudadanos y en ellas se discutían y resolvían los asuntos
políticos de importancia.
La vivienda era sencilla, sin
adornos al exterior. Las habitaciones, divididas en androceo (masculinas) y
gineceo (femeninas), daban a un patio llamado peristilo. Los muebles eran
funcionales y poco costosos.
Religión y mitología
Religiosamente, los griegos
consideraban que sus dioses tenían aspecto y sentimientos humanos
(antropomorfismo). Los principales eran Zeus, Hera, Deméter, etcétera.…, y
vivían en el Olimpo. Les erigían templos y en su honor se celebraban
sacrificios. Sin embargo existió una religiosidad más popular basada en los
misterios de Orfeo y Dionisos. Los Misterios Eleusinos eran sofisticados ritos
de iniciación anuales consagrados al culto de las diosas Deméter y Perséfone
que se celebraban en Eleusis, cerca de Atenas. De todos los ritos celebrados en
la Antigüedad, estos eran considerados los de mayor importancia. Estos ritos se
extendieron posteriormente al Imperio Romano y perduraron hasta la adopción del
cristianismo como religión del Estado en el siglo IV. Los Misterios Eleusinos,
así como las adoraciones y creencias del culto, eran guardados en secreto, y
los ritos de iniciación unían al adorador con el dios, incluyendo promesas de
poder divino y recompensas en la otra vida.
Uno de los elementos comunes
de la civilización griega fue el culto a los mismos dioses, aunque cada ciudad
tenía peculiaridades en el culto. Algunos santuarios llegaron a adquirir un
estatus panhelénico como el oráculo de Delfos y el santuario de Asclepios en
Epidauro. Otro de los elementos que unían a las polis griegas eran los
festivales de los juegos. Se celebraban los Juegos Olímpicos, los Juegos
Nemeos, los Juegos Píticos y los Juegos Ístmicos.
El Hades y los cultos
mistéricos
Los griegos creían que los
dioses influían en todos los aspectos de la existencia; en los cielos, sobre la
tierra y en el inframundo. La cueva de Alepotripa, que se abre frente a la
bahía de Diros, en el extremo más meridional de la Grecia continental, fue un
lugar de enterramiento ritual utilizado por las poblaciones neolíticas durante
tres milenios. Hasta que hace unos 3000 años la entrada se derrumbó sellando la
cueva y dejando enterrados a sus ocupantes. Bajo los escombros, y junto a
enormes depósitos de fragmentos de cerámica, se han hallado más de 170
esqueletos.
El Hades, «el invisible», es
uno de los paisajes más famosos, pero que ningún ser vivo ha visto jamás. Su
representación ha espoleado la imaginación colectiva de Occidente durante
milenios, y es muy tentador —además de carente de todo respaldo científico—
creer que también estaba presente en la imaginación de los pueblos neolíticos.
También lo es buscar el origen del Hades mítico en lugares tan reales como
Alepotripa. Sin embargo, los propios griegos atribuían la autoría del Hades a
un poeta: Homero, quien en el siglo VIII a.C. cartografió para siempre el
inframundo en la Odisea. En su otro poema épico, la Ilíada, el venerado poeta
se refiere al Hades —o más propiamente a «la casa de Hades, rey de los
infiernos»— como un lugar de «mansiones horrendas y tenebrosas que las mismas
deidades aborrecen». Su entrada se sitúa en los confines de la Tierra, allende
las aguas del Océano que la circundan, en un frondoso territorio próximo a los
bosques de Perséfone, reina de los muertos, donde «una noche perniciosa se
extiende» y tres ríos convergen. La literatura homérica da otros detalles más
vagos. Están los tristes Campos de Asfódelos, una planta de flores blancas,
donde las almas de los héroes vagan sin propósito. Uno de los tres ríos, el
Éstige, el río del odio, es tan pavoroso que los mismos dioses realizan sus juramentos
más solemnes sobre sus aguas. Evocado con profusión de detalles en la poesía y
el arte antiguos, el Éstige ha quedado para la posteridad como la frontera del
reino de los muertos. En algún lugar cercano a la orilla occidental del Océano
homérico están los Campos Elíseos, donde «los hombres viven dichosamente, allí
jamás hay nieve, ni invierno largo, ni lluvia», y a donde los mortales insignes
pueden ser invitados tras la muerte.
No obstante, para el común de
los mortales, la vida de ultratumba era una sombría y triste eternidad carente
de sentido. En el mundo homérico los muertos no son más que sombras (eidola,
imágenes) de sus seres anteriores, espectros que se desvanecen como el humo.
Gritan y gimen impotentes, van y vienen por el reino subterráneo del Hades. En
la Odisea, Ulises se encuentra con las almas de los compañeros caídos en la
guerra de Troya, y en su conversación con Aquiles, el héroe le dice: «No
intentes consolarme de la muerte, [...] preferiría ser labrador y servir a
otro, a un hombre indigente que tuviera poco caudal para mantenerse, a reinar
sobre todos los muertos».
En la antigua Grecia, las
tradiciones y los ritos religiosos sociales vinculaban estrechamente al
ciudadano individual con su ciudad-estado, de manera que esos actos litúrgicos
públicos y colectivos conformaban casi todos los aspectos de la vida de una
persona. Los actuales visitantes del Partenón tal vez anhelen un momento de
reflexión íntima lejos de las multitudes, pero los peregrinos de la Antigüedad
probablemente se sentirían inquietos en un lugar silencioso y deshabitado. Con
el tiempo, las personas fueron buscando cada vez más respuestas a sus
inquietudes individuales, además de las que afectaban a la comunidad. Esa
búsqueda del significado de sus vidas, de una respuesta a su propio destino
individual tras la muerte, dio pie a nuevas formas de religión: los Misterios,
como se denominaban los cultos mistéricos, envueltos en el secretismo.
Practicados en lugares como Eleusis o Samotracia, estos cultos, en los que solo
podían participar los iniciados, atraían gente de todas partes del mundo
antiguo, que acudían para complementar el culto comunitario con algo más
personal.
¿Qué sucede después de la
muerte? Esta es una de las preguntas más trascendentes e imperecederas de la
humanidad. Inicialmente los cultos mistéricos servían tanto para elevar la vida
espiritual de los fieles como para dar respuesta a lo que sucede después de la
muerte. Y esto dio paso a una mayor preocupación por la vida de ultratumba. A
diferencia de las creencias de los egipcios o de otros pueblos antiguos, que
sufrieron pocos cambios a lo largo de los siglos, la religión griega evolucionó
desde la aceptación de un triste destino hacia la búsqueda de la salvación
personal. El legado que nos transmitieron no es solamente la tenebrosa
descripción del Hades, sino también el camino que siguieron para atravesar el
río Éstige.
Dioses y cultos
El mundo antiguo estaba lleno
de dioses. En las ciudades-estado griegas los ciudadanos disponían de una
enorme cantidad de prácticas religiosas, que incluían cultos oficiales
financiados con dinero público para toda la comunidad y cultos patrocinados por
grupos privados. En el núcleo de esta religión politeísta se situaban las
poderosas deidades del Olimpo: una familia divina encabezada por Zeus y su
hermana Hera, con Apolo, Poseidón, Atenea y otras figuras soberanas de la
mitología. Había además cientos de cultos dedicados a héroes y deidades locales
menores, como las ninfas moradoras de los ríos o incluso personificaciones de
dichos ríos. Y un mismo dios podía ser invocado bajo diversos aspectos. Así,
los devotos podían venerar a Atenea como Atenea Higía para pedir salud, a
Atenea Niké para la victoria, etcétera. Quienes buscaban respuestas a preguntas
concretas podían pedir consejo a los oráculos, los sacerdotes o las
sacerdotisas que poseían una línea de comunicación especial con el dios en
cuestión.
Esto por lo que respecta a las
deidades del mundo de los vivos. Después estaban las que habitaban el mundo
subterráneo, el inframundo. Eran los dioses ctónicos, palabra que deriva de la
voz griega cthon, que significa «tierra». Entre ellos figuran criaturas
funestas como las viejas Furias, que castigan a aquellos que juran en falso; o
Hermes, el benévolo mensajero de los dioses y guía de las almas, que hace
frecuentes visitas al reino de los muertos; y el propio Hades, hermano de Zeus
y de Poseidón, con su joven amada, Perséfone. Los hombres y las mujeres que
habían tenido una vida digna de fama también eran venerados, en este caso como
héroes. Los héroes podían ser figuras legendarias, como Aquiles o Helena de
Troya, o reales, como era el caso de ciertos guerreros o atletas locales.
Los griegos oraban a aquella
multitud de dioses y de héroes por las mismas razones por las que rezamos hoy:
salud, seguridad, prosperidad y guía espiritual. Sin embargo, a pesar de tanta
actividad divina y de tantos dioses, la religión común ofrecía poca ayuda a las
personas a la hora de enfrentarse a la muerte. Y esta carencia se debía a la
propia naturaleza de los poderosos dioses que moraban por encima de la Tierra,
en el sagrado monte Olimpo, la montaña más alta de Grecia, que se alza en la
provincia septentrional de Tesalia.
Zeus Olímpico: el portador del
rayo
El Olimpo mitológico estaba
gobernado por un dios atmosférico que los griegos conocían como Zeus, el «padre
del cielo», o «padre brillante». Él es quien gobierna las tormentas, quien
amontona las nubes y quien blande el rayo. El poético retrato que Homero nos
ofrece del rey de los dioses es sempiterno: «[...] y bajó las negras cejas en
señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del
soberano inmortal, y a su influjo se estremeció el dilatado Olimpo».
Zeus es el dios supremo no por
ser el más justo, o el más sabio, ni por haber creado el cielo y la Tierra,
sino por ser el más poderoso físicamente, como él mismo se ocupa de recordar en
la Ilíada a los demás olímpicos: «¡Oídme todos, dioses y diosas […]! Ninguno de
vosotros, sea varón o hembra, se atreverá a transgredir mi mandato. […] Y si
queréis, haced esta prueba, oh dioses, para que os convenzáis. Suspended del
cielo áurea cadena, asíos todos, dioses y diosas, de la misma, y no os será
posible arrastrar del cielo a la tierra a Zeus, árbitro supremo, por mucho que
os fatiguéis, mas si yo me resolviese a tirar de aquélla, os levantaría con la
tierra y el mar [...]».
Y también fue Homero quien
presentó y caracterizó a todo el elenco de personajes del Olimpo.
Temperamentales, egoístas, celosos, irascibles, soberbios, taimados, pero
también leales, susceptibles y afectuosos... los dioses que Homero inmortalizó
poseen todos los rasgos propios de la naturaleza humana. Celebraban banquetes
en las serenas cumbres del Olimpo e intervenían en las vidas de los hombres y
mujeres que viven y luchan abajo. Es Afrodita, diosa del amor, quien provoca
que Helena, reina de Esparta, se encapriche con Paris, príncipe de Troya: un
amorío que hace estallar la guerra de Troya. Mientras disfrutan del espectáculo
que les ofrece la contienda frente a la ciudad, los dioses y diosas discuten,
maquinan y luchan a favor de sus guerreros favoritos. Como escribió el filósofo
Jenófanes a finales del siglo VI a.C., Homero «atribuyó a los dioses todo
cuanto de vergüenza e injuria hay entre los hombres: robar, cometer adulterio y
engañarse unos a otros».
Los dioses que Homero
inmortalizó poseen todos los rasgos propios de la naturaleza humana. Sin
embargo, los antiguos dioses difieren de los humanos en un aspecto crucial:
ellos son inmortales, y los humanos, no. Los dioses olímpicos veían esa trágica
y esencial condición mortal del hombre con una mezcla de estéril compasión y
desdén. «No me tendrías por sensato si combatiera contigo por los míseros
mortales –le dice Apolo a Poseidón en la Ilíada– que, semejantes a las hojas,
ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos de la tierra, ya se
quedan exánimes y mueren». Los griegos creían que los dioses se mantenían lejos
de los muertos porque la muerte humana era contaminante. Por esta razón los sacerdotes
de los dioses no acudían a los funerales, y los cementerios se situaban
extramuros de la ciudad, bien lejos de los templos. Incapaces como eran los
dioses de relacionarse con los muertos, difícilmente podrían darles auxilio.
La religión tradicional
recogía las preguntas relativas a la muerte, pero las respuestas que daba no
ofrecían consuelo. La razón por la que surgieron otros cultos era la necesidad
de establecer una relación personal con la divinidad antes de morir. Los fieles
suponían que si les ponían en contacto con ella, podrían recibir un trato mejor
en el otro mundo. La iniciación a esos nuevos cultos era una experiencia de
gran intensidad emocional que hacía que los iniciados no solo creyeran, sino
que también sintieran que algo había cambiado en su interior. Para lograrlo,
los sacerdotes y otros participantes escenificaban algo equiparable a una obra
teatral muy sofisticada. Y hay un lugar que conserva la evocadora atmósfera que
hacía posible esa escenificación: el Santuario de los Grandes Dioses de la isla
de Samotracia.
Los ritos sagrados de
Samotracia
Situada frente a la tormentosa
costa de Tracia, el imponente perfil accidentado de la isla de Samotracia es
visible a varios kilómetros de distancia. En la Ilíada, Poseidón, dios del mar,
se apostó «en la cumbre más alta de la selvosa Samotracia» para contemplar la
guerra de Troya. Poseidón está vinculado a los cultos mistéricos que aquí se
celebraban, ya que uno de los favores que los iniciados recibían era la
protección frente a los naufragios. Cerca de la costa septentrional se
extienden los restos del santuario sobre la ladera rocosa del monte Fengari.
Hoy la isla recibe pocas visitas, y en este impresionante escenario, de
espaldas al mar y mirando la montaña, percibo una sensación misteriosa y
primordial.
Los Misterios: la palabra nos
llega desde el latín mysterium, y ésta del griego mysterion, que significa
«ritual secreto» y tiene que ver con el verbo myo, «cerrar» (la boca o los
ojos, ante esos ritos). En Samotracia, el recorrido que hacían los iniciados a
los ritos sagrados se puede seguir a través de las ruinas de monumentos
erigidos a lo largo de los siglos, por los caminos en donde se hacían
libaciones (ofrendas líquidas), por un impresionante afloramiento de roca verde
(pórfido) que se consideraba sagrada y por estrechos hoyos que servían para
soportar antorchas.
En la actualidad los
visitantes hacen su peregrinación durante el día, pero los antiguos ritos del
culto mistérico a los Grandes Dioses en Samotracia se celebraban de noche, y el
resplandor de las antorchas desempeñaba un papel fundamental. Los aspirantes a
la iniciación podían acudir en cualquier momento, y si no era en la época de la
gran fiesta anual, podían recorrer el solemne camino en solitario, bajo el
cielo tachonado de estrellas. El fuego de las antorchas, que proyectaba luz y
sombras entre las columnas acanaladas, señalaba el camino.
Los ritos iniciáticos eran
auténticos misterios: secretos que debían guardarse so pena de muerte. Las
fuentes escritas de los primeros autores cristianos, que no tenían reparo en
romper los códigos de silencio, permiten deducir algunos detalles, aunque tal
vez nos den información errónea. A los iniciados los sentaban con los ojos
vendados, mientras otros danzaban desenfrenadamente a su alrededor, tañendo
címbalos y tambores, tácticas ideadas para intimidar. Desorientados, los
iniciados escenificaban entonces una búsqueda, que tal vez representaba la
búsqueda de una novia por parte del dios de la fertilidad, y finalizaba (o eso
sugieren los autores cristianos) en una teatralización de la consumación del acto
sexual.
Para nuestra imaginación
moderna, saturada de imágenes artificiales, es difícil comprender la sensación
de temor y asombro que unos efectos especiales tan simples —antorchas, música y
teatro— podían crear en esa atmósfera sagrada. Sobre la experiencia de quien se
iniciaba en un culto mistérico, ya fuera en los Misterios eleusinos, órficos,
dionisíacos o de Samotracia, Plutarco nos ofrece una vívida descripción. El
historiador griego del siglo I a.C. compara el viaje del alma al abandonar el
cuerpo con la experiencia de un iniciado: «[...] primero, vagabundeos inciertos
y cansinos, caminatas sobresaltadas y sin rumbo fijo; después, antes de su
final, todo lo terrible, miedo, temblor, sudor y espanto. Pero, a partir de
este momento, irrumpe una luz maravillosa y la acogen lugares puros y praderas
con voces, danzas y los sonidos sagrados y las imágenes santas más venerables.
[...] Observa desde allí a la multitud de los seres vivientes no iniciada e
impura, que patea en medio del barro y se golpea a sí misma en las tinieblas, y
que con miedo a la muerte se aferra a sus desgracias por desconfianza en los
bienes de este otro lado».
Los iniciados abandonaban
Samotracia ataviados con fajas de color púrpura y anillos de hierro imantados,
pruebas de su iniciación, que probablemente también servían de amuletos que los
protegían tanto en la vida como en la muerte. Pero sobre todo partían con la
convicción de haber experimentado algo sagrado, de que su relación con el
mundo, el terrenal y el de ultratumba, había cambiado.
Historia de un rapto
En el origen de cada uno de
los cultos mistéricos hay un relato sagrado, o mito fundacional, que servía de
«guion» para las actividades religiosas. En el caso del culto mistérico más
antiguo y famoso de Grecia, el que se celebraba en Eleusis, al este de Atenas,
esa narración mítica se encuentra en el himno homérico a Deméter. Este poema
anónimo del siglo VI a.C. cuenta cómo Hades secuestró a la hermosa Perséfone,
hija de Deméter, diosa del cereal y de las cosechas. Deméter perdió la alegría
cuando su joven hija le fue arrebatada y, disfrazada de anciana, vagó por la
Tierra en su busca hasta que llegó a Eleusis. El rey del lugar y su esposa la
invitaron a quedarse como nodriza de su hijo Demofonte, el príncipe recién
nacido, a quien quiso otorgar el don de la inmortalidad. Por desgracia, el
medio para conseguirlo fue sujetar al niño sobre el fuego, un hecho que
horrorizó a la madre cuando lo descubrió por casualidad. Expulsada del palacio,
Deméter descubrió su identidad divina ante la aterrorizada familia real. En un
arrebato de ira, les exigió que en su honor erigieran un templo en Eleusis,
lugar al que la diosa se retiró. La Tierra, abandonada por la diosa del cereal,
se resintió y las cosechas se malograron, hasta que su hija le fue devuelta. La
Tierra volvió entonces a florecer, para júbilo de todos, hasta que seis meses
después Perséfone regresó al inframundo, junto a Hades, que por entonces era ya
su marido.
Los Misterios de Eleusis,
basados en este mito, eran el regalo de Deméter a la humanidad como prueba de
su satisfacción. Y refiriéndose a ellos, así concluye el Himno: «¡Dichoso,
entre los hombres que están sobre la tierra, el que ha contemplado los ritos!,
pues el no iniciado en estos Misterios, el que no participa en ellos, nunca
tendrá un destino semejante, ni siquiera después de muerto, bajo la sombría
tiniebla».
Este relato literario se
centra en Eleusis y en el origen de los famosos Misterios eleusinos, pero la
leyenda de Deméter y Perséfone está presente en la mayoría de los cultos
mistéricos. Las divinas madre e hija eran las destinatarias obvias de los ritos
orientados a la obtención de la inmortalidad. El grano, atributo de Deméter, se
planta en la tierra, en donde las raíces penetran hasta la oscuridad
subterránea, para renacer sobre la tierra al llegar la cosecha. Perséfone, más
conocida como Kore («la doncella»), vivía seis meses del año sobre la tierra, y
otros seis debajo de ella. A caballo entre los dos mundos, era idónea para
interceder en favor de las almas difuntas.
La decisión de formar parte de
un culto mistérico era personal, un camino que uno escogía para su
perfeccionamiento. No obstante, aquellos ritos secretos e individuales no eran
incompatibles con la religión pública. Mucha gente se iniciaba para
complementar otras devociones, no para sustituirlas, y participaba con plena fe
en las fiestas y ceremonias religiosas con sus vecinos. Pese a su secretismo,
los cultos mistéricos gozaban de respeto en la sociedad y compartían aspectos
básicos con los demás cultos comunes. Sus sacerdotes oficiaban los ritos en
santuarios financiados con dinero público, y los dioses que se presentaban eran
tan antiguos como los poemas de Homero.
El nacimiento del pecado
original
Llegados al siglo IV a.C., los
Misterios ya no ofrecían tanto consuelo. El Museo Arqueológico de Salónica, en
el norte de Grecia, custodia los restos de un antiguo rollo de papiro
considerado uno de los hallazgos más interesantes del siglo pasado. Apareció
entre los restos incinerados de un noble acaudalado. Datado hacia el año 340
a.C., el papiro de Derveni es el manuscrito más antiguo de cuantos se han
encontrado en Europa. De aquellos restos carbonizados los científicos han
recuperado 26 columnas de lo que resultó ser un extenso comentario místico
sobre un poema atribuido a un poeta semidivino llamado Orfeo.
En la mitología griega, Orfeo,
hijo de un rey tracio y de una musa, es el cantor cuyas tonadas apaciguan a las
fieras, y de tal modo tocaba la lira que hasta los árboles y las rocas se
movían para seguir el sonido de su música. Descendió al Hades para rescatar a
Eurídice, su difunta esposa. Así, al igual que Perséfone, estaba a caballo
entre los dos mundos. Sus devotos pertenecían al más secreto y desconocido de
todos los cultos mistéricos. En la literatura antigua hay referencias dispersas
a la poesía órfica, pero ni un solo poema ha llegado hasta nosotros. Las citas
de poemas conservadas en el papiro de Derveni son lo mejor que tenemos.
Se creía que Orfeo predicaba
las enseñanzas místicas de los cultos báquicos dedicados a Dionisos, dios del
vino y la fertilidad. Acompañados de referencias sobre desenfrenadas fiestas en
lugares apartados, de una desinhibición total, los ritos báquicos siempre
habían causado una mezcla de fascinación y desconfianza. El brutal mito en que
se basaban aquellos rituales se alejaba bastante de la mitología tradicional.
Según el relato báquico, Zeus violó a su hija Perséfone, y fruto de ello nació
Dionisos. Los Titanes, los enemigos divinos de Zeus, se apoderaron entonces del
niño-dios, lo descuartizaron, hirvieron sus pedazos y se los comieron. En
venganza, Zeus atacó a los Titanes con su rayo. Dionisos fue reconstruido y
volvió a la vida, y del humo y las cenizas de los Titanes surgió la humanidad.
Los ritos báquicos habían
introducido un nuevo elemento en la ya complicada navegación hacia el otro
mundo: el concepto de pecado original. El culto a Baco fue difundido por
sacerdotes itinerantes que no necesitaban santuarios convencionales como los de
Samotracia o Eleusis. Estos aspectos antisociales y contrarios a la tradición
suscitaron burlas y desconfianza. Así, Platón se mofa de los «charlatanes y
adivinos [que] van llamando a las puertas de los ricos y les convencen de que
han recibido de los dioses poder para borrar, por medio de sacrificios o
conjuros realizados entre regocijos y fiestas, cualquier falta que haya
cometido alguno de ellos o de sus antepasados [...], pues los llamados ritos
místicos nos libran de los males de allá abajo, mientras a quienes no los
practican les aguarda algo espantoso».
Los iniciados en los ritos
báquicos llevaban consigo unas pequeñas tablillas de oro inscritas con un texto
sagrado que les serviría de guía en el Más Allá. Estas valiosísimas
instrucciones se enterraban con ellos, y han aparecido en tumbas desde el norte
de Grecia hasta Creta y desde Italia hasta Turquía: «Hay un manantial a la
derecha, y al lado, un ciprés blanco. Allí descienden las almas de los muertos para
refrescarse. ¡No te acerques siquiera a ese manantial! Más allá encontrarás
agua fresca procedente del Lago de la Memoria; unos guardias se interponen. Te
preguntarán, con astucia, qué es lo que buscas en las tinieblas del Hades.
Diles: “Soy hijo de la Tierra y del Cielo estrellado”».
Las ideas que los griegos
tenían de la muerte habían evolucionado sustancialmente desde la descripción
homérica de los impotentes difuntos hasta este tranquilizador mapa del inframundo.
La época romana trajo consigo más cambios, y los antiguos cultos y santuarios
fueron cayendo en desuso. En su diálogo «La desaparición de los oráculos»,
Plutarco, que había sido sacerdote en Delfos, lugar del oráculo más famoso de
la Antigüedad, al hablar sobre aquellos otrora florecientes santuarios, comenta
«la total desaparición de todos excepto uno o dos».
Sobrevivieron retazos de las
antiguas creencias absorbidas y alteradas por el cristianismo, que se estaba
extendiendo por todo el mundo antiguo. La creencia en la naturaleza
esencialmente corrupta del hombre, en su purificación mediante ritos místicos,
en los diferentes destinos que aguardaban a los iniciados y a los no iniciados,
en la importancia de los textos sagrados... los ecos adulterados de estas
enseñanzas órficas resonaban en el interior del cristianismo.
Las creencias —acerca de la
vida, la muerte y el viaje al Más Allá— siempre han estado ahí, latentes o
manifiestas, evolucionando y cambiando. No así las verdades fundamentales que
las inspiran. Una inscripción funeraria del siglo V a.C. probablemente habría
sido tan conmovedora para los pobladores neolíticos de Alepotripa como hoy lo
es para nosotros. El epitafio reza: «En mi regazo tengo al hijo de mi hija. El
niño que tuve en mi regazo cuando vivíamos, cuando veíamos la luz del sol. El
niño que todavía tengo conmigo, aunque ya hemos desaparecido».
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