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martes, 25 de julio de 2017

Guerra de Sucesión Española (1700-1714)

Como nuevo rey de España, Felipe V poseía el ducado de Milán y, al igual que Francia, estaba aliado con varios príncipes italianos, como Víctor Amadeo II de Saboya y Carlos III, duque de Mantua, por lo que las tropas francesas ocuparon casi todo el norte de Italia hasta el lago de Garda. El príncipe Eugenio de Saboya, al mando de las tropas del emperador austriaco, dio comienzo a las hostilidades en 1701, sin previa declaración de guerra, batiendo al mariscal francés Nicolás Catinat en la batalla de Carpí, así como a su sucesor el mariscal-duque de Villeroy en la batalla de Chiari, pero no consiguió tomar Milán por problemas de intendencia. A comienzos de 1702, el primer ataque lo lanzaron las tropas austriacas contra la ciudad de Cremona, en Lombardía, haciendo prisionero a Villeroy. Su puesto lo ocupó el duque de Vendôme, que rechazó a las tropas invasoras del ejército del príncipe Eugenio de Saboya. Los partidarios del emperador Leopoldo I atacaron primero a los Electores de Colonia y Brunswick, que se habían puesto del lado de Luis XIV de Francia, ocupando dichos principados. También deseaban impedir que se unieran las fuerzas francesas con las del elector de Baviera, para lo que reclutaron un ejército al mando del margrave Luis Guillermo de Baden, que tomó posiciones en el Rin superior frente a las fuerzas francesas mandadas por el mariscal Villars. El margrave de Baden conquistó el 9 de septiembre de 1702 Landau, en Alsacia, y el 14 de octubre de 1702 se volvieron a enfrentar ambos ejércitos en la batalla de Friedlingen, de la que ninguno salió vencedor, pero tuvo como consecuencia que los franceses retrocedieran al otro lado del Rin y no pudieran unirse a los bávaros. Más al norte, el mariscal Tallard ocupó de nuevo todo el ducado de Lorena y la ciudad de Tréveris.
Estimulado por su abuelo, en 1702 Felipe V desembarcó cerca de Nápoles pacificando el reino de las Dos Sicilias en un mes, tras lo cual reembarcó hacia Fínale. De ahí fue a Milán, siendo recibido con entusiasmo también allí e incorporándose a comienzos de julio al ejército del duque de Vendôme cerca del río Po. La primera batalla tuvo lugar en Santa Vittoria y supuso la destrucción del ejército del general Visconti por las tropas franco-españolas, a la que siguió un sangriento intento de desquite en la batalla de Luzzara. Su comportamiento en estas batallas fue brillante, rayando lo temerario. Pero, sumido en un nuevo acceso de su enfermiza melancolía, reembarcó y regresó a España, pasando por Cataluña y Aragón, y haciendo una entrada triunfal en Madrid el 13 de enero de 1703. A su regreso le esperaban las malas noticias de que la Dieta Imperial le había declarado la guerra a él y a su abuelo como usurpadores del trono español. El ejército del duque de Borgoña tuvo que retirarse ante la superioridad numérica de las tropas del duque de Marlborough, perdiéndose las plazas de Raisenwertz, Vainloo, Rulemunda, Senenverth, Maseich, Lieja y Landau en Alsacia. Contrarrestaron un poco estos reveses los éxitos del elector de Baviera (aliado de la causa borbónica) tomando Ulm y Memmingen.
Los aliados llevan la guerra a la península Ibérica
Una de las principales preocupaciones de los aliados era conseguir una base naval en el Mediterráneo para las flotas inglesa y holandesa. Su primera tentativa fue tomar Cádiz en agosto de 1702, pero fracasó. En la batalla de Cádiz un ejército aliado de 14.000 hombres desembarcó cerca de esta ciudad andaluza en un momento en que no había casi tropas en España. Se reunieron éstas a toda prisa, recurriéndose incluso a fondos privados de la esposa de Felipe V, la reina María Luisa Gabriela de Saboya (que en el futuro sería conocida afectuosamente por los castellanos como «La Saboyana»), y del cardenal don Luis Manuel Fernández de Portocarrero. El ejército aliado fue rechazado gracias a la heroica defensa española. Antes de reembarcar el 19 de septiembre, las tropas anglo-holandesas se dedicaron al pillaje y al saqueo de El Puerto de Santa María y de Rota, lo que sería utilizado por la propaganda borbónica —según el marqués de San Felipe los soldados «cometieron los más abominables sacrilegios, juntando la rabia de enemigos a la de herejes, porque no se libraron de su furor los templos y las sagradas imágenes»— e hizo imposible que Andalucía se sublevara contra Felipe V, tal como lo tenían planeado los partidarios castellanos de la Casa de Austria, encabezados por el almirante de Castilla. Otra de las preocupaciones de los aliados era interferir las rutas transatlánticas que comunicaban España con su Imperio colonial en América, especialmente atacando la Flota de Indias que transportaba metales preciosos que constituían la fuente fundamental de ingresos de la Hacienda de la Monarquía española. Así, en octubre de 1702, las flotas inglesa y holandesa avistaron frente a las costas de Galicia a la Flota de Indias que procedía de La Habana, escoltada por veintitrés navíos franceses, que se vio obligada a refugiarse en la ría de Vigo. Allí fue atacada el 23 de octubre por los barcos aliados durante la batalla de Randa infligiéndole importantes pérdidas, aunque la práctica totalidad de la plata fue desembarcada a tiempo. El precioso cargamento fue descargado y conducido primero a Lugo, y más tarde al alcázar de Segovia; una auténtica fortaleza inexpugnable en el corazón de Castilla. Uno de los principales giros de la guerra tuvo lugar en el verano de 1703, cuando Portugal y el ducado de Saboya se sumaron a los restantes estados que componían el Tratado de La Haya, hasta entonces formada únicamente por Inglaterra, Austria y los Países Bajos. El duque de Saboya, a pesar de ser el padre de la esposa de Felipe V, firmó el Tratado de Turín y Pedro II de Portugal, que en 1701 había firmado un tratado de alianza con los borbones, negoció con los aliados el cambio de bando a cambio de concesiones a costa del Imperio Español en América, como la colonia de Sacramento, y de obtener ciertas plazas en Extremadura —entre ellas Badajoz— y en Galicia —que incluían Vigo—. Así, el 16 de mayo de 1703, se firmó el Tratado de Lisboa que convirtió a Portugal en una excelente base de operaciones terrestres y marítimas para los partidarios de los Habsburgo. La entrada en la Gran Alianza de Saboya y, sobre todo, de Portugal, dio un vuelco a las aspiraciones de la Casa de Austria, que ahora veía mucho más cercana la posibilidad de instalar en el trono español a uno de sus miembros. Así, el 12 de septiembre de 1703 el emperador Leopoldo I proclamó formalmente a su segundo hijo, el archiduque Carlos de Austria, como rey Carlos III de España, renunciando al mismo tiempo en su nombre y en el de su primogénito, a los derechos a la Corona española, lo que hizo posible que Inglaterra y Holanda reconocieran a Carlos III como rey de España. A partir de aquel momento hubo dos reyes de España. 
El 4 de mayo de 1704 el archiduque Carlos desembarcó en Lisboa contando con el favor del rey Pedro II de Portugal. La causa «carlista» (como fue llamándose, aunque no está relacionada con las Guerras Carlistas del siglo XIX) iba ganando adeptos. El rey Pedro II publicó un manifiesto en el que justificaba su decisión de retirar su apoyo a Felipe V. Carlos III llegó a Lisboa al frente de una flota angloholandesa que contaba con 4.000 soldados ingleses y 2.000 holandeses, a los que sumaron 20.000 portugueses pagados por las tres potencias tradicionalmente enemigas de España: Inglaterra, Holanda y Portugal. En Santarém, el rey Carlos proclamó su propósito de «liberar a nuestros amados y fieles vasallos de la esclavitud en que los ha puesto el tiránico gobierno de Francia» que pretende «reducir los dominios de España a provincia suya». Permaneció en Lisboa hasta el 23 de julio de 1705. Por supuesto, el archiduque se guardó muy mucho de airear lo que había pactado él con sus aliados acerca de trocear España y sus posesiones de ultramar, en beneficio de portugueses, ingleses y holandeses. Acto seguido, el archiduque efectuó un intento de invasión por el valle del Tajo, en Extremadura, con un ejército angloholandés que fue rechazado por el ya considerable ejército español de 40.000 hombres, a las órdenes de Felipe V desde marzo, y que posteriormente recibiría refuerzos franceses al mando de James Fitz-James, I duque de Berwick, un general brillante de origen inglés. Un segundo intento angloportugués tratando de tomar Ciudad Rodrigo también fue rechazado por los defensores españoles.
Inglaterra había apostado por el dominio de los mares desde hacía mucho tiempo, y en realidad lo que deseaba era el desgaste de los dos contendientes, así como el reparto de los territorios españoles para obtener puntos estratégicos para su comercio y sacar los máximos beneficios. En 1704, sir George Rooke y Jorge de Darmstadt llevaron a cabo un desembarco en Barcelona, empresa que se convirtió en fracaso debido a que las instituciones catalanas, a pesar de sus simpatías por la causa de los Habsburgo, no encabezaron ninguna rebelión. Sin embargo, de regreso, la flota asedió Gibraltar; la estratégica plaza sólo estaba defendida por 500 hombres, la mayoría milicianos, al mando de don Diego de Salinas. Gibraltar se rindió honrosamente el 4 de agosto de 1704 al príncipe de Darmstadt tras dos días de lucha. Hay que aclarar un punto muy importante: la guarnición española se rindió a tropas extranjeras, sí, pero que combatían bajo pabellón de Carlos III de Habsburgo, que se había proclamado rey de España, y el príncipe de Darmstadt, en su nombre, asumió el cargo de gobernador de la plaza. De ahí lo de «honrosamente». Lo que después obtuvieron los ingleses en el Tratado de Utrecht en 1714, y, sobre todo, en los posteriores acuerdos del Congreso de Viena de 1815, en el que no se permitió participar a España, son harina de otro costal. Una flota francesa al mando del conde de Toulouse intentó recuperar Gibraltar pocas semanas después enfrentándose a la flota angloholandesa al mando de Rooke el 24 de agosto a la altura de Málaga. La batalla naval de Málaga fue una de las más importantes de la guerra. Duró trece horas, pero al amanecer del día siguiente la flota francesa se retiró, con lo que Gibraltar continuó en manos de los aliados. Así que, finalmente, consiguieron los ingleses lo que habían venido intentando desde el fracaso de la toma de Cádiz en agosto de 1702: una base naval para sus operaciones en el Mediterráneo.
El mismo mes en que se produjo la toma de Gibraltar, los ejércitos aliados capitaneados por sir John Churchill, I duque de Marlborough, conseguían en la batalla de Blenheim (Baviera) una de sus mayores y más decisivas victorias en la guerra. En la batalla que tuvo lugar el 13 de agosto de 1704, se enfrentaron un ejército francobávaro de 56.000 hombres al mando del conde Marcin y de Maximiliano II de Baviera, y un ejército aliado compuesto por 67.000 soldados imperiales, ingleses y holandeses al mando del duque de Marlborough. El combate duró 15 largas horas al final del cual el ejército borbónico sufrió una derrota total: tuvo 34.000 bajas y 14.000 soldados fueron hechos prisioneros. Los aliados por su parte perdieron 13.500 hombres entre muertos y heridos. El elector de Baviera se refugió en los Países Bajos Españoles mientras su Estado era ocupado por las tropas austriacas, y así permanecería hasta el final de la contienda, con lo que Luis XIV perdía a su principal aliado en el centro de Europa. Según la mayoría de los historiadores, la victoria de Blenheim «puso fin a cuarenta años de supremacía militar francesa en el Continente». A partir de aquel momento, Luis XIV se enfrentaba a un escenario bélico claramente adverso. Tras el fracaso del desembarco angloholandés y de los partidarios de los Habsburgo en Barcelona a finales de mayo de 1704, el virrey de Cataluña, don Francisco Antonio Fernández de Velasco, desencadenó una persecución contra los partidarios catalanes de los Habsburgo, acusando a la Conferencia de los Tres Comunes de ser «la oficina donde se creó la conspiración». Muchos de sus miembros fueron encarcelados y finalmente el virrey Velasco ordenó su supresión.
En marzo de 1705, la reina Ana de Inglaterra nombró su comisionado a Milford Crowe, un comerciante de aguardiente afincado en Cataluña, «para contratar una alianza entre nosotros y el mencionado Principado o cualquier otra provincia de España» y le dio instrucciones para que negociara con algún representante de las instituciones catalanas. Ni que decir tiene que lo que buscaba la pérfida reina inglesa era dividir a los territorios españoles en su provecho. Además, el tal Crowe ni siquiera era diplomático, era un mercachifle del tres al cuarto. Aun así, y a pesar de lo burdo de la embajada —un borrachín representando a la reina de Inglaterra—, los catalanes mordieron el anzuelo. Aunque, inicialmente, Crowe no pudo entrevistarse con ningún miembro de las cortes catalanas a causa de la represión del virrey Velasco, así que se puso en contacto con el grupo de los vigitanos, para que firmaran la alianza anglocatalana en nombre del Principado. Así nació el pacto de Génova, así llamado por la ciudad donde fue rubricado el 20 de junio de 1705, que establecía una alianza política y militar entre el Reino de Inglaterra y el grupo de vigitanos en representación del principado de Cataluña. Según los términos del acuerdo, Inglaterra desembarcaría tropas en Cataluña, que unidas a las fuerzas catalanas lucharían en favor del pretendiente al trono español Carlos de Austria contra los ejércitos de Felipe V de Borbón, comprometiéndose asimismo Inglaterra a mantener las leyes e instituciones propias catalanas. Por supuesto, los ingleses hicieron caso omiso del acuerdo y de las obligaciones que comportaba. Eso sí, aprovecharon la ocasión para devastar la floreciente industria textil catalana a su paso por la provincia de Barcelona.
El sitio de Barcelona (1705)
Los vigitanos cumplieron su parte del pacto y fueron extendiendo la rebelión en favor del archiduque Carlos y a principios de octubre de 1705 se habían adueñado prácticamente de todo el Principado, excepto de Barcelona donde seguía dominando la situación el virrey Velasco. Por su parte, el archiduque Carlos, en cumplimiento de lo acordado en Génova, embarcó en Lisboa rumbo a Cataluña al frente de una gran flota aliada. A mediados de agosto la flota se detenía en Altea y en Denia y el archiduque era proclamado rey de España, extendiéndose a continuación la revuelta de los partidarios valencianos de los Habsburgo, los maulets, liderada por don Juan Bautista Basset y Ramos. El 22 de agosto llegaba la flota aliada a Barcelona, cuando estaba en pleno apogeo la revuelta de los partidarios catalanes de los Habsburgo, y pocos días después desembarcaban unos 17.000 soldados, dando comienzo al sitio de Barcelona de 1705, al que se sumaron los vigitanos
El 15 de septiembre de 1705, nada más tomar el castillo de Montjuic, en cuyo asalto perdió la vida el príncipe de Darmstadt —uno de los principales valedores de la causa del archiduque Carlos—, los aliados comenzaron a bombardear Barcelona desde la fortaleza. El 9 de octubre, Barcelona capitulaba y el 22, Carlos entraba en la ciudad. El 7 de noviembre juraba las constituciones forales, y a continuación convocaba las Cortes catalanas. En Cataluña, la actitud favorable de la población a la causa de los Habsburgo se debió a varios motivos: en primer lugar, el mal recuerdo que tenían los catalanes de los franceses desde que la Paz de los Pirineos (1659) certificó la cesión del Rosellón, con la ciudad de Perpiñán incluida, a la Corona francesa. Los catalanes estaban convencidos de que nunca se reunificaría el Rosellón con Cataluña con un rey borbónico en España. Lo que habían olvidado los catalanes era que en la revuelta de Los Segadores (1640) se habían puesto del lado de Francia, que estaba en guerra con España. El cardenal Richelieu les había prometido apoyar sus aspiraciones independentistas, cuando lo que buscaba Francia desde el siglo XIII, fue precisamente lo que acabó consiguiendo: la anexión del Rosellón. En 1705, el hecho de que la Casa de Austria siempre hubiese respetado sus constituciones, les bastó a los catalanes para arrojarse en brazos de ingleses y holandeses. Valencia se declaró por Carlos III el 16 de diciembre, así que a finales de año, en Cataluña y Valencia, sólo Alicante y Rosas permanecían fieles a Felipe V de Borbón.
La guerra se alarga (1706-1710)
Tras la rendición de Barcelona, el rey Felipe V intentó recuperar la capital del principado de Cataluña y un ejército borbónico integrado por 18.000 hombres a las órdenes del duque de Noailles y del mariscal Tessé, inició el sitio de Barcelona de 1706 el 3 de abril, mientras el propio Felipe V se instalaba en Sarriá. A finales de abril los borbónicos ya controlaban el castillo de Montjuic desde donde prepararon el asalto a la ciudad amurallada. Pero el 8 de mayo llegaba a Barcelona una flota angloholandesa compuesta por 56 navíos y con más de 10.000 hombres a bordo al mando del almirante John Leake, lo que obligó a retirarse a las tropas borbónicas. Felipe V cruzó la frontera francesa volviendo a entrar de nuevo en España por Pamplona. Al partir de Madrid, Felipe V dejó casi desguarnecido el frente portugués, por lo que casi al mismo tiempo que llegó a Barcelona la escuadra aliada, un ejército anglo-portugués tomaba Badajoz y Plasencia y avanzaba sobre Madrid por los valles del Duero y del Tajo. Los aliados tomaron en mayo Ciudad Rodrigo y Salamanca, lo que forzó al rey y a la reina a abandonar Madrid y trasladarse a Burgos con la corte. El almirante de la escuadra borbónica, marqués de Santa Cruz, se pasaba al bando austriaco. Zaragoza proclamaba rey a Carlos III, quedando en Aragón sólo Tarazona y Jaca leales a la causa borbónica. Carlos III dejó Barcelona y el 27 de junio de 1706 tuvo lugar la primera entrada en Madrid del archiduque Carlos, siendo recibido con una frialdad que sorprendió al propio archiduque. En Madrid fue proclamado el 2 de julio como Carlos III rey de España pero a finales de ese mismo mes abandonaba la capital con destino a Valencia debido a la falta de apoyos, pues sólo unos pocos nobles castellanos le habían jurado obediencia, y a los problemas de abastecimiento de las tropas aliadas. 
Felipe V volvió a entrar en Madrid el 4 de octubre ante el clamor popular, mientras el duque de Berwick junto con el obispo Luis Antonio de Belluga y Moncada y «cuerpos francos» —precursores de las guerras de guerrilla— reconquistaban Elche, Orihuela y Cartagena, capturando a 12.000 enemigos. Por contra, el mismo día en que Felipe V volvía a ocupar el trono en Madrid, los partidarios del archiduque Carlos le proclamaban rey de Mallorca. El 10 de octubre Carlos III juraba en Valencia los fueros y quedaba asimismo consagrado como monarca del antiguo Reino de Valencia. En el resto de los frentes europeos los borbónicos eran derrotados en la batalla de Ramillies, en mayo de 1706, y 15.000 soldados eran hechos prisioneros, con lo cual el duque de Marlborough tomaba casi todos los Países Bajos Españoles, incluyendo Bruselas, Brujas, Lovaina, Ostende, Gante y Malinas; y en Italia se levantaba el asedio de Turín, la capital de Saboya, lo que permitía al duque de Saboya tomar Milán el 26 de septiembre y Eugenio conquistaba además para el archiduque Carlos el Reino de Nápoles.
La batalla de Almansa y el fin de los Reinos de Aragón y de Valencia
El 25 de abril de 1707, un ejército aliado compuesto por ingleses, holandeses y portugueses, presentó batalla a las tropas francoespañolas en la llanura de Almansa sin conocimiento de los importantes refuerzos que éstas habían recibido. Así, la victoria borbónica en la batalla de Almansa fue muy importante, pero no decisiva para el final de la guerra. El ejército aliado se retiró y las fuerzas francoespañolas avanzaron tomando Valencia, recuperando Alcoy y Denia (8 de mayo) y Zaragoza (26 de mayo), y posteriormente Lérida, tomada por asalto el 14 de octubre (de recuerdo particularmente ingrato es el episodio de la toma y posterior incendio de Játiva, la cual había resistido hasta el 20 de junio). Las consecuencias políticas de la batalla de Almansa fueron importantes. Se abolieron los fueros de Valencia y los de Aragón mediante el Decreto de Nueva Planta. A pesar del envío de un ejército por el hermano del archiduque Carlos, posteriormente cayeron también Tortosa, en julio de 1708 y Alicante, en abril de 1709.
La ruptura entre Felipe V de España y Luis XIV de Francia en 1709
La euforia por la gran victoria conseguida en Almansa, duró bien poco. Los triunfos de las fuerzas terrestres francoespañolas, eran contrarrestados por las derrotas navales debidas a la superioridad de la flota angloholandesa. Ese mismo año 1708 se perdió la plaza de Orán y las islas de Cerdeña y Menorca. Además, la guerra en Europa le iba mal a Luis XIV de Francia, y sus enemigos le habían puesto al borde del colapso militar. Había enviado una expedición desastrosa con la intención de restaurar a los Estuardo en Escocia. En la batalla de Oudenarde (julio de 1708) había sufrido una derrota aplastante y había perdido la ciudad de Lille. A principios de 1709 comenzó en Francia una gravísima crisis económica y financiera que hizo muy difícil que pudiera continuar combatiendo. Por todo esto, Luis XIV envió a su ministro de Estado, el marqués de Torcy, a La Haya para que negociara el final de la guerra. Se llegó a un acuerdo llamado Preliminares de La Haya de 42 puntos pero éste fue rechazado por Luis XIV porque le imponía unas condiciones que consideraba humillantes: reconocer al archiduque Carlos como rey de España con el título de Carlos III, y ayudar a los aliados a desalojar del trono a su nieto Felipe de Anjou, si éste se resistía a abandonarlo pasado el plazo de dos meses.
Como Luis XIV había previsto, Felipe V no estaba dispuesto a abandonar voluntariamente el trono de España y así se lo comunicó su embajador Michael-Jean Amelot que había intentando convencer al rey de que se contentase con algunos territorios para evitar ser destronado. Entretanto, Luis XIV ordenó a sus tropas que abandonaran España, menos 25 batallones, porque como él mismo dijo «he rechazado la proposición odiosa de contribuir a desposeerlo [a Felipe V] de su Reino; pero si continúo dándole los medios para mantenerse en él, hago la paz imposible». La conclusión a la que llegó Luis XIV era severa para Felipe V: era imposible que la guerra finalizara mientras él siguiera en el trono de España. Felipe V, de acuerdo con la reina «saboyana», reaccionó frente a Luis XIV, haciendo jurar a su heredero y recabando independencia total para regir España. La retirada de las tropas francesas de España le permitió a Luis XIV concentrarse en la defensa de las fronteras de su Reino amenazado por el norte a causa del avance de los aliados en los Países Bajos. Y para ello puso toda su confianza en el mariscal Villars que se enfrentó el 11 de septiembre de 1709 a las tropas aliadas al mando del duque de Marlborough en la batalla de Malplaquet. Aunque los aliados se impusieron, tuvieron muchas más bajas que los franceses, por lo que éstos la consideraron una «gloriosa derrota» que les permitió resistir el avance aliado. Sin embargo, no pudieron impedir que Marlborough tomara el 23 de octubre Moon y se hiciera con el control completo de los Países Bajos Españoles.
Felipe V exigió a su abuelo la destitución de su embajador en España, y también rompió con el Papado que había reconocido al archiduque Carlos de Austria, clausurando el Tribunal de la Rota y expulsando al nuncio de la Santa Sede en Madrid. A principios de 1710, hubo un nuevo intento de alcanzar un acuerdo entre los aliados y Luis XIV en las conversaciones de Geertruidenberg, pero también fracasaron. Lo que condujo a la firma del Tratado de Utrecht que puso fin a la Guerra de Sucesión Española, fueron las negociaciones secretas que inició poco después Luis XIV de Francia con el gobierno británico, a espaldas de Felipe V, como en las dos ocasiones anteriores. El nuevo rey de España iba a quedarse solo en su lucha contra Inglaterra, Holanda, Austria y Portugal.
La batalla de Zaragoza
En 1710 Europa se estaba preparando en secreto la gran negociación para la paz, y las campañas militares se desarrollaban exclusivamente en España. En la primavera de ese mismo año, el ejército del archiduque Carlos —Carlos III para sus partidarios— inició una campaña desde Cataluña para intentar ocupar Madrid por segunda vez. El 27 de julio el ejército aliado al mando de Guido von Starhemberg y James Stanhope derrotaba a los borbónicos en la batalla de Almenar y casi un mes después, el 20 de agosto, al ejército del marqués de Bay en la batalla de Zaragoza, también llamada batalla de Monte Torrero, causando la desbandada de las tropas borbónicas y haciendo muchos prisioneros. Tras esta victoria el reino de Aragón pasó a manos de los partidarios de la Casa de Austria y el archiduque Carlos cumplió su promesa y restableció los fueros de Aragón, abolidos por el Decreto de Nueva Planta de 1707. Acto seguido se produjo la segunda entrada en Madrid del archiduque Carlos el 28 de septiembre —Felipe V y su corte se habían retirado a Valladolid—, aunque sólo permanecería allí un mes. Casi al mismo tiempo se organizó una expedición marítima en Barcelona para reconquistar el Reino de Valencia, formada por ocho naves inglesas a las órdenes del conde de Sabella, en las que se enrolaron mil catalanes y mil valencianos partidarios de la Casa de Austria que se habían refugiado allí tras la conquista borbónica de su Reino, pero la empresa fracasó porque cuando los barcos llegaron al Grao de Valencia el esperado alzamiento de los maulets no se produjo. Cuando el archiduque Carlos hizo una segunda entrada en Madrid se dice que exclamó: «Esta ciudad es un desierto», y decidió alojarse extramuros. Este estado de cosas fue breve ya que los ejércitos aliados abandonaron Madrid en octubre. Se organizaban mesnadas de voluntarios por los campos y ciudades de Castilla, que fueron organizadas en «cuerpos francos». Las mesnadas eran compañías de gentes de armas que antiguamente servían bajo el mando del rey o de un noble o caballero principal. Luis XIV, desengañado de sus posibles pactos con los aliados, envió al duque de Vendôme con quien, en una nueva campaña, Felipe V, que marchaba y acampaba con su ejército comportándose como un auténtico «rey-soldado» al estilo de los Reyes Católicos, volvió a entrar por tercera vez en Madrid el 3 de diciembre, en medio de un clamor estruendoso. Vendôme comentaría: «Jamás vi tal lealtad del pueblo con su rey».
Sin mediar batalla alguna, el archiduque Carlos se había retirado del hostil y frío territorio castellano —Vendôme le había obligado a apostarse en la sierra de Guadarrama—, por la carretera de Aragón a invernar en Barcelona. Sus tropas saquearon iglesias en la retirada, lo que les granjeó el odio del pueblo. Felipe V salió con sus tropas sin perder tiempo en pos del ejército de los partidarios de los Habsburgo, que había cometido el error de dividir sus fuerzas en la Alcarria. En medio de la helada ventisca que dominaba la Alcarria en invierno, el ejército de James Stanhope se refugió en la hoya donde está la población de Brihuega, a 85 kilómetros de Madrid, sin asegurar las alturas que la rodeaban. El ejército español no vaciló en colocar piezas de artillería en las alturas circundantes y bombardear la ciudad para desencadenar después un asalto a la bayoneta, dando así inicio la batalla de Brihuega. Al cabo de unas horas, Stanhope capituló y la plaza fue tomada junto con 4.000 prisioneros, sobre todo ingleses y portugueses.
Esa misma noche, el príncipe de Starhemberg con el resto del ejército austriaco y las tropas aragonesas, unos 14.000 hombres, llegaba para auxiliar a Stanhope y se detenía en las cercanías de Villaviciosa de Tajuña, a 3 kilómetros al nordeste, señalando su campamento con hogueras para animar a los defensores de Brihuega. En la madrugada del 10 de diciembre fue avistado por los ojeadores del ejército español, el cual salió directamente al encuentro del contingente anglo-portugués comenzando la batalla de Villaviciosa a mediodía y terminando al anochecer con la destrucción total del ejército enemigo y la fuga de Starhemberg con 60 hombres. En estas victorias se hizo evidente una cosa: el pueblo castellano colaboraba con una entrega casi pasional con el joven rey Felipe V. Esto colocó a los integrantes de la Gran Alianza de La Haya ante la triste evidencia de que difícilmente podrían ganar la guerra en España, y aunque ganasen las campañas militares, las posibilidades de contar con la aceptación por el pueblo español, salvo en los reductos de la antigua Corona de Aragón, eran muy escasas. Tras las victorias de la Alcarria, Felipe V prosiguió su avance hacia Zaragoza: la plaza se le entregó sin lucha el 4 de enero de 1711. Simultáneamente, un ejército francés de 15.000 hombres al mando del duque de Noailles acantonado en Perpiñán se aprestaba a cruzar la frontera de los Pirineos e inavadir Cataluña. Después de los triunfos borbónicos de Brihuega y Villaviciosa, la guerra en la península Ibérica dio un vuelco decisivo a favor de Felipe V —el victorioso general francés fue aclamado en Madrid al grito de «¡Viva Vendôme, nuestro libertador!»—. Y también tuvieron una importante repercusión internacional porque sirvieron para que Luis XIV cambiara su postura de dejar de apoyar militarmente a Felipe V, y para que el nuevo gobierno británico conservador, que había salido de las elecciones celebradas en otoño de 1710, viera reforzado su programa político de acabar con la guerra lo más rápidamente posible. Así describió la nueva situación creada por las victorias borbónicas el propio Luis XIV: «Mi alegría ha sido inmensa... [Las victorias de Felipe V suponen] el giro decisivo de toda la guerra de Sucesión en España: el trono de mi nieto está al fin asegurado, el archiduque desanimado... y en Londres, el partido moderado ha confirmado su deseo de paz, una vez alcanzados sus objetivos estratégicos en esta guerra».
El final del conflicto y la Paz de Utrecht
El 17 de abril de 1711 murió el emperador austriaco José I de Habsburgo, siendo sucedido por su hermano, el archiduque Carlos. Tres días antes había fallecido Luis de Francia, apodado el «Gran Delfín» y padre de Felipe V, lo que colocaba a éste en una posición aún más cercana a la sucesión de Luis XIV, teniendo todavía por delante a su hermano mayor, el duque de Borgoña y al hijo de éste, Luis, un niño débil al que todos auguraban una muerte temprana, pero que en ese momento era duque de Anjou, al dejar Felipe el ducado vacante, y que finalmente sería quien reinara en Francia como Luis XV. Estos decesos dieron un vuelco inusitado a la situación. La posible unión de España con Austria en la persona del archiduque podía ser más peligrosa que la unión de España con Francia: suponía la reaparición del bloque hispano-alemán que tan perjudicial había sido para los otros países en tiempos del rey-emperador Carlos V. Los demás estados europeos, y sobre todo Inglaterra, aceleraron las negociaciones de cara a una posible paz cuanto antes, ahora que la situación les era conveniente, y comenzaron a ver las ventajas de reconocer a Felipe V como rey de España. Para su suerte, Francia estaba exhausta, lo que la hacía más proclive a las negociaciones. El pacto de Luis XIV con Inglaterra se produjo en secreto. Inglaterra se comprometía a reconocer a Felipe V a cambio de conservar Gibraltar y Menorca, y de obtener ventajas comerciales en América; sobre todo en el Caribe español. Las conversaciones formales se abrieron en Utrecht en enero de 1712, sin que España fuese invitada a las mismas. La misma jugarreta —ya se ha dicho— que se repetiría un siglo después en el Congreso de Viena de 1815. La venganza española sería no participar en la Gran Guerra europea de 1914-1918, dejando que sus antiguos enemigos se matasen entre ellos sin contar con su participación.
En febrero de 1712 moría el duque de Borgoña, quedando solo Luis, al cual todos consideraban como incapaz. Luis XIV deseaba nombrar regente a su nieto Felipe, pero los ingleses pusieron como condición indispensable para la paz que las Coronas de España y de Francia quedaran separadas. El que ocupara uno de los reinos debía forzosamente renunciar al otro. En España se produjeron por aquellos días escaramuzas sin importancia, aunque se reafirmó el apoyo de Barcelona a Isabel Cristina, la esposa del archiduque Carlos, entonces ya emperador Carlos VI del Sacro Imperio, que se había quedado en la ciudad en calidad de regente, y como garantía de que su marido no renunciaba a sus pretensiones sobre el trono español. En el escenario europeo se produjo el 24 de julio la derrota del príncipe Eugenio de Saboya en la batalla de Denain, lo que permitió a los franceses recuperar varias plazas. Finalmente Felipe V hizo pública su decisión. El 9 de noviembre de 1712 pronunció ante las Cortes su renuncia a sus derechos sobre el trono de Francia, mientras los otros príncipes franceses hacían lo mismo respecto al trono español ante el Parlamento de París, lo que eliminaba el último escollo que obstaculizaba la paz. Si los Reinos de España y Francia se hubiesen fusionado en uno solo, su poderío militar y económico, contando con los recursos de las colonias españolas de ultramar, hubiese convertido al Reino resultante en una potencia imparable a escala europea y universal. Inglaterra hubiese quedado aislada; Austria y Prusia neutralizadas; y Portugal y los Países Bajos podrían haber sido borrados del mapa político.
El Tratado de Utrecht
El 11 de abril de 1713 se firmó el primer Tratado de Utrecht entre la monarquía de Gran Bretaña y los estados aliados y la monarquía de Francia, que tuvo como consecuencia la partición de los estados de la Corona española que Carlos II había querido evitar. Los Países Bajos católicos —correspondientes aproximadamente a las actuales Bélgica y Luxemburgo—, el reino de Nápoles, Cerdeña y el ducado de Milán quedaron en manos del ahora ya emperador Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico, mientras que el Reino de Sicilia pasó al duque de Saboya, aunque en 1718 lo intercambiaría con Carlos VI por la isla de Cerdeña. El 10 julio se firmó un segundo Tratado de Utrecht entre las monarquías de Gran Bretaña y de España según el cual Menorca y Gibraltar pasaban a estar bajo soberanía de la Corona británica —la monarquía de Francia ya le había cedido en América la isla de Terranova, la Acadia, la isla de San Cristóbal, en las Antillas, y los territorios de la bahía de Hudson—. A esto hay que sumar los privilegios que obtuvo Gran Bretaña en el mercado de esclavos, mediante el derecho de asiento, y el navío de permiso, en las Indias Occidentales españolas. El Imperio de los Habsburgo se había quedado fuera de esta paz, ya que Carlos VI no renunciaba al trono español, y la emperatriz austriaca seguía en Barcelona. Las concesiones españolas al Sacro Imperio Romano Germánico no se harían efectivas hasta que Carlos VI renunciase a sus pretensiones de ocupar el trono español. 
Esto sucedió en dos fases, primero con la paz entre el Imperio y la monarquía de Francia en el Tratado de Rastadt el 6 de mayo de 1714, confirmado en el Tratado de Baden de septiembre, y, definitivamente, por el Tratado de Viena (1725), firmado por los plenipotenciarios de Felipe V de España y Carlos VI de Asutria. Como consecuencia de este último tratado pudieron regresar a España y recuperar sus bienes la nobleza y los partidarios de los Habsburgo que se había exiliado en Viena, entre los que destacaban el duque de Uceda y los condes de Galve, Cifuentes, Oropesa y Haro. Al intentar hacer un balance de vencedores y vencidos en el momento de rubricarse el Tratado de Utrecht es un poco difícil hablar en términos absolutos. Gran Bretaña puede considerarse vencedora, ya que se hizo con estratégicas posesiones coloniales y puertos marítimos que fueron la base de la futura supremacía marítima del Imperio británico. El ducado de Saboya recibió ampliaciones territoriales que lo transformaron en el Reino de Piamonte. El electorado de Brandeburgo se extendería transformándose en el Reino de Prusia. El lote italiano del Imperio Español pasó a manos del emperador austriaco Carlos VI, aunque España recuperaría de facto el Reino de Nápoles en 1734 tras la batalla de Bitonto, en un episodio de la Guerra de Sucesión Polaca. La batalla de Bitonto (25 de mayo de 1734) fue una victoria del ejército español al mando de don José Carrillo de Albornoz, conde de Montemar, sobre las tropas austriacas del príncipe de Belmonte, en las cercanías de esta localidad italiana. Supuso el fin del dominio austriaco sobre el Reino de Nápoles y la entronización de Carlos de Borbón como rey de Nápoles y Sicilia, antiguas posesiones de la Corona de Aragón. Además de ser una victoria total de los españoles, que acabaron con todo el ejército austriaco, fue importante porque se obtuvo sin la participación de sus aliados franceses. Es de reseñar también la pérdida de Orán y Mazalquivir en 1708 a manos de los otomanos, consecuencia indirecta de la guerra civil en España, que no pudo enviar tropas de refuerzo a estas ciudades norteafricanas por estar combatiendo en la península Ibérica contra portugueses, ingleses y holandeses, además de hacerlo también en Flandes e Italia.

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