La
biografía del papa Silvestre II está repleta de extrañas historias y
exageraciones que derivan, sobre todo, de su interés por la cultura árabe y por
haber vivido el simbólico cambio de milenio al frente de la Iglesia cuando la Basílica
de San Juan de Letrán en Roma, antes que la de San Pedro, fue el epicentro del
poder político en la Europa medieval, y la última morada de muchos papas que
fueron inhumados en espléndidos mausoleos. Entre éstos destaca el sepulcro del
enigmático pontífice Silvestre II, también conocido como el papa Mago o el papa
Taumaturgo. A su tumba se le atribuía el poder de predecir la muerte de los sumos
pontífices de la Iglesia Católica. Así, siempre según la leyenda medieval, el
sepulcro destila agua y registra ruidos de huesos cuando el fallecimiento de un
pontífice es inminente. O al menos eso dice la curiosa leyenda de Gerberto
de Aurillac, que adoptó el nombre de Silvestre al asumir el papado y fue,
además, el primer pontífice francés en ocupar la cátedra de San Pedro en el año
999, en plena efervescencia de las profecías que anunciaban el Apocalipsis coincidiendo con el fin del primer milenio de la era Cristiana.
Gerberto
procedía de una familia humilde y se educó en el monasterio de Aurillac. Posteriormente
estudió en Reims y en Cataluña, donde fue iniciado en las ciencias cultivadas
por los hispanoárabes. Bajo la protección de Borrell II, conde de Barcelona, el
joven se formó en Barcelona y más tarde entró en contacto con los maestros
árabes de Córdoba y Sevilla. Así se apasionó por la ciencia un hombre que llegó
a convertirse en un experto astrónomo y matemático, algo que en la Europa
cristiana de aquellos años no sólo era atípico sino propio de magos. A
Gerberto de Aurillac se le atribuye haber introducido en Franquia el sistema decimal
y el cero, construir uno de los primeros globos terráqueos y un reloj de
péndulo, y, lo que resulta aún más inverosímil, inventar una cabeza parlante
que respondía a todo lo que se le preguntaba y que incluso predecía el futuro. En
la hagiografía del papa Silvestre II se mezclan continuamente hechos reales con
otros que son mera ficción. De él se decía que siendo niño había convivido en
una cueva con un temible ermitaño de quien había heredado los ancestrales poderes
mágicos de los druidas celtas. A los 12 años unos monjes lo vieron tallando una
rama para hacerse un tubo con el que observar las estrellas, y se lo llevaron a
estudiar a la abadía. Tras
pasar su infancia en la abadía y su juventud viajando por los reinos de la península
Ibérica, el buen Gerberto estuvo una temporada como maestro del joven emperador
Otón III, al que acompañó a Italia para su coronación. Allí Gregorio V le
nombró arzobispo de Rávena en 998 (a causa de disputas con el anterior papa
nunca le fue devuelto el arzobispado de Reims, que había desempeñado por algún
tiempo) y cuando Gregorio V murió, el 18 de febrero del año 999, Gerberto fue
elegido su sucesor gracias a la influencia del emperador y a su creciente poder
en Roma. Tomó el nombre de Silvestre, como aquel papa que había muerto en el
último día del siglo IV. Silvestre II alcanzó el Pontificado en medio de
las crueles luchas intestinas entre el emperador y la nobleza romana, encabezada
por los condes de Tivoli y la familia de los Crescenzi, que habían desempolvado
el viejo estandarte de las legiones romanas, SPQR («el Senado y el Pueblo
Romano»), para oponerse a las aspiraciones de Otón III de convertir la ciudad
en la capital del Sacro Imperio. Ya por entonces aquel misterioso monje francés
que acompañaba al emperador a todas partes era conocido por los romanos como
«el mago» y sus hábitos eran considerados como impropios de un clérigo. Pero
aquel «mago» no estaba por la labor de disimular su amor por la cultura árabe y la Cábala hebrea y pasaba muchas horas observando la Luna y las estrellas desde su alcoba del
palacio pontificio. La
agitación política iba a terminar de golpe con esta vida de contemplación y estudio, a medio camino entre la
religión y la ciencia. En el año 1001, el emperador y el papa tuvieron que
abandonar precipitadamente Roma al estallar una rebelión instigada por la
nobleza. Cuando planeaban su regreso, Otón III contrajo unas fiebres tan
fuertes, quizá la malaria, que falleció el 23 de enero de 1002 dejando a
Silvestre II sin protección. Abandonado por los alemanes, negoció con los patricios
romanos un regreso como simple jefe espiritual de la Iglesia. Murió poco
después, el 12 de mayo del 1003.
Más
allá de la leyenda que le rodea, el pontificado de Silvestre II es reconocido
por tomar medidas contra los abusos en la vida de los clérigos causados por la
simonía y el concubinato, por combatir la corrupción que inundaba la Iglesia y
por la evangelización de Hungría y Polonia. El
interés por la ciencia y la cultura a través de los textos clásicos le granjeó
la abierta enemistad de un sector de la Iglesia, que llegó a acusarlo de pactar
con el demonio. En los antiguos códices guardados en catedrales y museos pueden
encontrarse grabados en los que se representa a Silvestre II en compañía de Satanás.
El obscurantismo y la ignorancia propios del periodo en el que le tocó vivir,
generaba este tipo de mitos y leyendas negras. Aunque
a partir del siglo XIX muchos historiadores han cuestionado que existiera
realmente un temor milenarista en toda la Cristiandad, el testimonio de un
monje de Borgoña llamado Rodolfo Gabler demuestra que, al menos en buena parte
de Europa, sí se extendió el pánico por el anunciado Fin de los Tiempos. Puede que no sobre el fin del mundo pero
sí sobre la llegada del Apocalipsis, que anunciaba la liberación del diablo
para el comienzo de un reinado que se prolongaría durante un milenio.
Muchos
interpretaron la elección de Gerberto d´Aurillac como parte de dicha profecía,
la llegada del Anticristo bajo la apariencia de un papa poco convencional. Incluso
la documentación de la biblioteca de la Universidad Gregoriana recoge la
leyenda del pacto de Silvestre II con el diablo y añade que el papa, protector
de los monasterios de Sant Cugat del Vallés y Sant Benet del Bagés, en la provincia de Barcelona, confesó su
culpa antes de morir. Habría sido en los monasterios catalanes donde el futuro papa
Silvestre aprendió a convocar al diablo y a domeñar a los súcubos, espíritus malignos que,
según la superstición medieval, mantenían comercio carnal con un varón, bajo la
apariencia de una bella mujer. Para expiar sus culpas, mientras agonizaba, Silvestre
pidió que su cuerpo fuese mutilado y depositado en un carro tirado por bueyes. Según
su última voluntad del pontífice, allí donde el carro se detuviese, debía ser enterrado. Así lo
hicieron y los bueyes no se pararon hasta haber llegado a la Basílica de San
Juan Laterano.
Silvestre II y el diablo según un antiguo grabado |
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