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miércoles, 12 de julio de 2017

El papa Esteban VI y el Sínodo del Terror

El concilio ecuménico celebrado en Roma en el año 898 fue conocido como el Sínodo del Terror por el juicio que celebró un papa al cadáver de su antecesor en la cátedra de San Pedro, y así aparece descrito tan macabro episodio en los anales de la Iglesia: «Un hedor terrible emanaba de los restos cadavéricos. A pesar de ello, se le llevó ante el Tribunal, revestido de sus ornamentos sagrados, con la mitra papal sobre la cabeza descarnada en cuyas cuencas vacías pululaban los gusanos necrófagos». En pocos sucesos quedó tan patente el obscurantismo medieval como en este Sínodo del Terror, también conocido como el Concilio Cadavérico. Si bien es habitual sacar a la luz los trapos sucios y los excesos de los predecesores en el cargo, el papa Esteban VI llegó hasta el extremo esta práctica al desenterrar la momia de quien antes que él ocupó la Cátedra de San Pedro. Poco pudo hacer la momia del papa Formoso –que asistió al proceso judicial ataviado con los ropones talares propios de cualquier pontífice– para evitar que fuera declarado inválido su pontificado y se anularan todas sus disposiciones. La Santa Sede del siglo IX era capaz de un espectáculo tan macabro y de otros aún peores. El papa Formoso había accedido al trono de San Pedro en medio de las luchas intestinas de los que aspiraban a ser ungidos emperadores del Sacro Imperio Romano y pagó muy caro haber tomado partido por uno de ellos. Formoso fue obispo de Porto, bajo la égida del papa Nicolás I, y desarrolló una meritoria labor evangelizadora en lo que hoy es Bulgaria. Su fama de hombre recto y austero le llevó a la cátedra pontificia en 891. Sin embargo, junto con la tiara papal heredó también la difícil relación que desde hacía varios siglos mantenían con Roma los príncipes que aspiraban a reinar en el Sacro Imperio. La alta mortalidad de los papas en esa época (en diez años se sucedieron once pontífices) atestigua hasta qué punto se jugaba la vida el sumo pontífice en aquellas intrigas palaciegas.
En 892, el emperador Guido de Espoleto presionó al papa Formoso para que validara la sucesión al trono en favor de su hijo Lamberto. Guido, de sangre carolingia y linaje italiano, logró que el papa se trasladara a Rávena, como estaba estipulado, para coronar a Lamberto de Espoleto, al que consideraba en realidad mal cristiano y autor de muchas fechorías cometidas contra la Iglesia. Pese a estas concesiones, los Espoleto no abandonaron Roma. Desesperado por su codicia, Formoso buscó la ayuda del rey de Franquia Oriental, el germano Arnulfo de Carintia, al que había apoyado siendo todavía obispo a costa de ser excomulgado en tiempos del papa Juan VIII. Así, a la muerte en 894 del temido emperador Guido de Espoleto, las tropas de Arnulfo atravesaron los Alpes y expulsaron a los Espoleto de Roma. Al fin con las manos libres, Formoso acogió a Arnulfo en el atrio de la Basílica de San Pedro y allí le entregó la corona imperial de Carlomagno. Sin embargo, cuando Arnulfo se aprestaba para arrebatarle por la fuerza de las armas la parte occidental del Imperio a Lamberto, el germano cayó bruscamente enfermo a causa de una parálisis que, según señalan las crónicas, «era la enfermedad hereditaria de los carolingios». La apoplejía obligó a Arnulfo a retirarse de la península Itálica y dejó al papa Formoso solo frente a sus dos mayores enemigos; Lamberto de Espoleto y su madre, la viuda de Guido.
Formoso falleció en 896 a los ochenta años y dos años de una muerte violenta, sin que fueran aclarados los detalles de ésta por las crónicas. Formoso fue sucedido por Bonifacio VI, un clérigo de oscuro pasado que contaba con el patrocinio de Lamberto de Espoleto. El pontificado de Bonifacio VI, no en vano, sólo duró quince días al fallecer de gota el 25 de abril de 896. Bonifacio no vivió lo suficiente para poner en práctica la macabra venganza que los Espoleto estaban pergeñando al cadáver de Formoso y a su legado, lo que los romanos llamaban la damnatio memoriae o «condena de la memoria». Quien sí llevó a cabo estos planes fue el papa Esteban VI, un obispo de Anagni descendiente de una familia patricia de Roma, pariente y discípulo del obispo y del célebre bibliotecario Zacarías. El nuevo Pontífice ordenó, siguiendo las instrucciones de Lamberto de Espoleto y de su madre, que el cadáver de Formoso fuera exhumado para someterlo a juicio por sus pecados. La damnatio memoriae a la que aspiraban los Espoleto no se limitaba a deshacer legalmente lo hecho por Formoso, como acostumbraban a hacer los romanos con sus emperadores más infames, como Nerón o Domiciano, sino que pretendían un espectáculo que el paso de los siglos jamás olvidara. Tras nueve meses enterrado, el cuerpo de Formoso fue sacado del sepulcro, vestido con los ornamentos papales y sentado ante el tribunal eclesiástico. La espeluznante escena de un cadáver en avanzado estado de descomposición y amarrado a la silla para evitar que se escurriera, debió resultar grotesca, pero no frenó el proceso judicial conocido como el Sínodo del Terror y que retrató a Esteban como un maníaco.
En el Sínodo del Terror, el papa Esteban VI acusó a los restos mortales de Formoso de haberse dejado elegir obispo de Roma siendo en ese momento el jefe espiritual de la diócesis de Porto, lo que era lo mismo que había hecho el propio Esteban siendo obispo de Anagni. Aparentando un escrupuloso respeto a la legalidad, fue nombrado un diácono como abogado de oficio para que hablase en nombre del difunto, mientras el papa Esteban VI presidía el concilio desde su silla. A la acusación de haber cambiado su sede episcopal de Porto por la sede de Roma –lo cual era una contravención del Derecho Canónico–, el tribunal sumó también el pecado de haber cometido perjurio y tener una ambición desmedida. Frente a tan graves acusaciones, el diácono defensor apenas respondió con escuetos monosílabos, temiendo más la furia de los vivos que la venganza del papa muerto. La sentencia resultante de aquella tragicomedia fue proclamar a Formoso indigno servidor de la Iglesia porque, según el tribunal, había ocupado la silla de San Pedro de forma irregular y por lo tanto era un papa ilegítimo. Había que destruir todos sus escritos y las disposiciones dictadas por él, revocar sus decretos y borrarle de la Historia como si jamás hubiese existido. Asimismo, Esteban VI exigió a los clérigos ordenados por Formoso que renunciaran por escrito a sus cargos. Tras la sentencia, la momia fue despojada de todas sus vestiduras y de los símbolos propios de su alta dignidad eclesiástica. Se le cortaron los tres dedos con que había impartido las bendiciones y un grupo de soldados se apoderó del cadáver para arrojarlo a la fosa infame en la que yacían los cuerpos de los condenados a muerte –siguiendo la costumbre de los antiguos romanos con los crucificados– luego, los soldados sacaron de la fosa común el cuerpo putrefacto de Formoso y lo arrojaron al Tíber. En 897, un nutrido grupo de romanos partidarios de Formoso quiso vengar la injusticia que se había cometido con él y entró violentamente en el palacio pontificio para prender a Esteban VI. Como hiciera él con Formoso, el papa Esteban fue desnudado y arrojado por la turba a una prisión subterránea, donde poco después fue estrangulado, siguiendo la antigua tradición romana. En aquellos días, ese mismo pueblo, agresivo y violento, llevó a la silla papal al cardenal de San Pedro in Vincoli, de nombre Romano, que a los cuatro meses falleció también de muerte violenta. Y el mismo destino aguardaba a su sucesor, Teodoro II, que fue asesinado tres semanas después de haber sido elegido. El papa Teodoro, en cualquier caso, tuvo tiempo de convocar rápidamente un concilio en el transcurso del cual devolvió sus derechos a los eclesiásticos ordenados por Formoso y borró de los anales las actas judiciales del demencial proceso seguido por Esteban VI. La memoria del papa Formoso fue restituida, pero aún tardó un poco más el cadáver en encontrar la paz. Entre el mito y la realidad, se cuenta que una inusual crecida del río Tíber arrastró el cadáver de Formoso a una orilla, siendo allí encontrado por un humilde y piadoso ermitaño que lo recuperó dándole cristiana sepultura. El papa Teodoro II organizó durante su breve papado una procesión para ir en busca del ahora venerado cuerpo, que fue nuevamente desenterrado y colocado en un digno sepulcro entre las tumbas de los demás papas.
Un momento del juicio celebrado contra el difunto papa Formoso

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