El
concilio ecuménico celebrado en Roma en el año 898 fue conocido como el Sínodo del
Terror por el juicio que celebró un papa al cadáver de su antecesor en la
cátedra de San Pedro, y así aparece descrito tan macabro episodio en los anales
de la Iglesia: «Un hedor terrible emanaba de los restos cadavéricos. A pesar de
ello, se le llevó ante el Tribunal, revestido de sus ornamentos sagrados, con
la mitra papal sobre la cabeza descarnada en cuyas cuencas vacías pululaban los
gusanos necrófagos». En
pocos sucesos quedó tan patente el obscurantismo medieval como en este Sínodo del
Terror, también conocido como el Concilio Cadavérico. Si bien es habitual sacar
a la luz los trapos sucios y los excesos de los predecesores en el cargo, el papa
Esteban VI llegó hasta el extremo esta práctica al desenterrar la momia de quien
antes que él ocupó la Cátedra de San Pedro. Poco pudo hacer la momia del papa Formoso –que asistió al proceso judicial ataviado con los ropones
talares propios de cualquier pontífice– para evitar que fuera declarado inválido su pontificado
y se anularan todas sus disposiciones. La
Santa Sede del siglo IX era capaz de un espectáculo tan macabro y de otros aún
peores. El papa Formoso había accedido al trono de San Pedro en medio de las
luchas intestinas de los que aspiraban a ser ungidos emperadores del Sacro
Imperio Romano y pagó muy caro haber tomado partido por uno de ellos. Formoso
fue obispo de Porto, bajo la égida del papa Nicolás I, y desarrolló una meritoria
labor evangelizadora en lo que hoy es Bulgaria. Su fama de hombre recto y
austero le llevó a la cátedra pontificia en 891. Sin embargo, junto con la
tiara papal heredó también la difícil relación que desde hacía varios siglos mantenían
con Roma los príncipes que aspiraban a reinar en el Sacro Imperio. La alta mortalidad de los
papas en esa época (en diez años se sucedieron once pontífices) atestigua hasta
qué punto se jugaba la vida el sumo pontífice en aquellas intrigas palaciegas.
En
892, el emperador Guido de Espoleto presionó al papa Formoso para que validara
la sucesión al trono en favor de su hijo Lamberto. Guido, de sangre carolingia
y linaje italiano, logró que el papa se trasladara a Rávena, como estaba
estipulado, para coronar a Lamberto de Espoleto, al que consideraba en realidad
mal cristiano y autor de muchas fechorías cometidas contra la Iglesia. Pese a
estas concesiones, los Espoleto no abandonaron Roma. Desesperado por su
codicia, Formoso buscó la ayuda del rey de Franquia Oriental, el germano Arnulfo
de Carintia, al que había apoyado siendo todavía obispo a costa de ser
excomulgado en tiempos del papa Juan VIII. Así, a la muerte en 894 del temido emperador
Guido de Espoleto, las tropas de Arnulfo atravesaron los Alpes y expulsaron a
los Espoleto de Roma. Al
fin con las manos libres, Formoso acogió a Arnulfo en el atrio de la Basílica
de San Pedro y allí le entregó la corona imperial de Carlomagno. Sin embargo,
cuando Arnulfo se aprestaba para arrebatarle por la fuerza de las armas la
parte occidental del Imperio a Lamberto, el germano cayó bruscamente enfermo a causa
de una parálisis que, según señalan las crónicas, «era la enfermedad
hereditaria de los carolingios». La apoplejía obligó a Arnulfo a retirarse de la
península Itálica y dejó al papa Formoso solo frente a sus dos mayores enemigos;
Lamberto de Espoleto y su madre, la viuda de Guido.
Formoso
falleció en 896 a los ochenta años y dos años de una muerte violenta, sin que
fueran aclarados los detalles de ésta por las crónicas. Formoso fue sucedido
por Bonifacio VI, un clérigo de oscuro pasado que contaba con el patrocinio de
Lamberto de Espoleto. El pontificado de Bonifacio VI, no en vano, sólo duró
quince días al fallecer de gota el 25 de abril de 896. Bonifacio no vivió lo
suficiente para poner en práctica la macabra venganza que los Espoleto estaban
pergeñando al cadáver de Formoso y a su legado, lo que los romanos llamaban la
damnatio memoriae o «condena de la memoria». Quien
sí llevó a cabo estos planes fue el papa Esteban VI, un obispo de Anagni descendiente
de una familia patricia de Roma, pariente y discípulo del obispo y del célebre
bibliotecario Zacarías. El nuevo Pontífice ordenó, siguiendo las instrucciones
de Lamberto de Espoleto y de su madre, que el cadáver de Formoso fuera exhumado
para someterlo a juicio por sus pecados. La damnatio memoriae a la que
aspiraban los Espoleto no se limitaba a deshacer legalmente lo hecho por
Formoso, como acostumbraban a hacer los romanos con sus emperadores más infames,
como Nerón o Domiciano, sino que pretendían un espectáculo que el paso de los
siglos jamás olvidara. Tras nueve meses enterrado, el cuerpo de Formoso fue
sacado del sepulcro, vestido con los ornamentos papales y sentado ante el
tribunal eclesiástico. La espeluznante escena de un cadáver en avanzado estado
de descomposición y amarrado a la silla para evitar que se escurriera, debió
resultar grotesca, pero no frenó el proceso judicial conocido como el Sínodo
del Terror y que retrató a Esteban como un maníaco.
En
el Sínodo del Terror, el papa Esteban VI acusó a los restos mortales de Formoso
de haberse dejado elegir obispo de Roma siendo en ese momento el jefe espiritual
de la diócesis de Porto, lo que era lo mismo que había hecho el propio Esteban
siendo obispo de Anagni. Aparentando un escrupuloso respeto a la legalidad, fue
nombrado un diácono como abogado de oficio para que hablase en nombre del
difunto, mientras el papa Esteban VI presidía el concilio desde su silla. A
la acusación de haber cambiado su sede episcopal de Porto por la sede de Roma –lo
cual era una contravención del Derecho Canónico–, el tribunal sumó también el
pecado de haber cometido perjurio y tener una ambición desmedida. Frente a tan graves
acusaciones, el diácono defensor apenas respondió con escuetos monosílabos,
temiendo más la furia de los vivos que la venganza del papa muerto. La sentencia
resultante de aquella tragicomedia fue proclamar a Formoso indigno servidor
de la Iglesia porque, según el tribunal, había ocupado la silla de San Pedro de
forma irregular y por lo tanto era un papa ilegítimo. Había que destruir todos
sus escritos y las disposiciones dictadas por él, revocar sus decretos y
borrarle de la Historia como si jamás hubiese existido. Asimismo, Esteban VI
exigió a los clérigos ordenados por Formoso que renunciaran por escrito a sus cargos. Tras
la sentencia, la momia fue despojada de todas sus vestiduras y de
los símbolos propios de su alta dignidad eclesiástica. Se le cortaron los tres
dedos con que había impartido las bendiciones y un grupo de soldados se apoderó
del cadáver para arrojarlo a la fosa infame en la que yacían los cuerpos de los
condenados a muerte –siguiendo la costumbre de los antiguos romanos con los
crucificados– luego, los soldados sacaron de la fosa común el cuerpo putrefacto
de Formoso y lo arrojaron al Tíber. En
897, un nutrido grupo de romanos partidarios de Formoso quiso vengar la
injusticia que se había cometido con él y entró violentamente en el palacio
pontificio para prender a Esteban VI. Como hiciera él con Formoso, el papa Esteban
fue desnudado y arrojado por la turba a una prisión subterránea, donde poco
después fue estrangulado, siguiendo la antigua tradición romana. En aquellos
días, ese mismo pueblo, agresivo y violento, llevó a la silla papal al cardenal
de San Pedro in Vincoli, de nombre Romano, que a los cuatro meses falleció
también de muerte violenta. Y el mismo destino aguardaba a su sucesor, Teodoro
II, que fue asesinado tres semanas después de haber sido elegido. El papa Teodoro,
en cualquier caso, tuvo tiempo de convocar rápidamente un concilio en el transcurso
del cual devolvió sus derechos a los eclesiásticos ordenados por Formoso y
borró de los anales las actas judiciales del demencial proceso seguido por Esteban
VI. La
memoria del papa Formoso fue restituida, pero aún tardó un poco más el cadáver
en encontrar la paz. Entre el mito y la realidad, se cuenta que una inusual crecida
del río Tíber arrastró el cadáver de Formoso a una orilla, siendo allí encontrado
por un humilde y piadoso ermitaño que lo recuperó dándole cristiana sepultura.
El papa Teodoro II organizó durante su breve papado una procesión para ir en
busca del ahora venerado cuerpo, que fue nuevamente desenterrado y colocado en un digno sepulcro entre las tumbas de los demás papas.
Un momento del juicio celebrado contra el difunto papa Formoso |
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