El arrianismo es el conjunto de
doctrinas cristianas expuestas por Arrio (†336), un presbítero de Alejandría
(Egipto), probablemente de origen libio. Algunos de sus discípulos y
simpatizantes colaboraron en el desarrollo de esta doctrina teológica, que sostenía
que Jesús era hijo de Dios, pero no Dios mismo. Uno de los primeros y acaso el
más importante punto del debate entre los cristianos de esa época fue el tema
de la divinidad de Cristo, que tuvo su origen cuando el emperador Constantino
legalizó el cristianismo y concedió libertad de culto a la población romana. El
arrianismo fue condenado como herejía, inicialmente, en el Concilio de Nicea
(325) y, tras varias alternativas en las que era sucesivamente admitido y
rechazado, fue definitivamente declarado herético en el Concilio de
Constantinopla (381). No obstante, las luchas entre nicenos y arrianos, el
cristianismo arriano se mantuvo como religión oficial de algunos de los reinos
establecidos por los godos en Europa tras la caída del Imperio de Occidente. En
el Reino visigodo de Toledo pervivió al menos hasta el III Concilio de Toledo
(589) —durante el reinado de Recaredo I, que se convirtió al catolicismo—,
extinguiéndose posteriormente. El arrianismo es también definido como aquellas
enseñanzas defendidas por Arrio opuestas al dogma trinitario determinado en los
dos primeros concilios ecuménicos y mantenido en la actualidad por la Iglesia
católica, las Iglesia ortodoxa oriental y la mayoría de las iglesias
protestantes. Este término también se utiliza en ocasiones de forma inexacta
para aludir genéricamente a aquellas doctrinas que niegan la divinidad de
Jesucristo. Arrio sostenía que el Hijo fue la
primera criatura creada por Dios antes del principio de los tiempos. Según el
arrianismo, este Hijo, que luego se encarnó en Jesús, fue un ser creado con
atributos divinos, pero no era Dios en y por sí mismo. Argüían como prueba de
ello que Jesús no pudo salvarse en la cruz. La naturaleza del Hijo era el
problema más complejo de los primeros siglos del cristianismo, como lo revelan
las discusiones teológicas —conocidas como disputas cristológicas— en los
primeros siglos del cristianismo, cuando se planteaba el problema de la
relación entre el Hijo y Dios Padre. Esta controversia ha sido conocida como
las disputas cristológicas. En algunos grupos de la Iglesia cristiana primitiva
se enseñaba que Cristo había preexistido como Hijo de Dios ya antes de su
encarnación en Jesús de Nazaret, y que había descendido a la Tierra para
redimir a los seres humanos. Esta concepción de la naturaleza de Cristo, que
fue ganando adeptos con el paso del tiempo hasta convertirse en la creencia
mayoritaria, trajo aparejados varios debates teológicos, ya que se discutió si
en Cristo existía una naturaleza divina o una humana, o bien ambas, y si esto
era así, se discutió la relación entre ambas —fundidas en una sola naturaleza,
completamente separadas: nestorianismo, o relacionadas de alguna manera—. La
teoría de la encarnación prendió fuertemente en el mundo gentil, y
especialmente en el occidente del Imperio Romano. Arrio había sido discípulo de
Pablo de Samosata, predicador cristiano en Oriente del siglo III, y que
enseñaba que Cristo era una criatura, la primera criatura que había sido
formada por el Creador antes del inicio de los tiempos. Según Atanasio de
Alejandría al que Arrio se oponía, éstas son algunas de las enseñanzas
arrianas, citadas en su obra Discurso
contra los arrianos: «Dios no siempre fue Padre, sino que hubo un tiempo en
que Dios estaba solo y aún no era Padre, pero después se convirtió en Padre. El
Hijo no existió siempre; pues, así como todas las cosas se hicieron de la nada,
y todas las criaturas y obras existentes fueron hechas, también la Palabra de
Dios misma fue hecha de la nada y hubo un tiempo en que no existió y Él no
existió antes de su origen, sino que Él y otros tuvieron un origen de creación.
Pues Dios, dice, “estaba solo, y la Palabra aún no era, ni tampoco la
Sabiduría”. Entonces, al desear darnos forma, Él hizo a cierto ser y lo llamó
Palabra, Sabiduría e Hijo, para que pudiera darnos forma por medio de Él».
Finalmente, en el Concilio de Nicea
del año 325 se aprobó el credo propuesto por Atanasio de Alejandría, y la
cerrada defensa de la naturaleza divina del Hijo de Dios hecha por Atanasio
consiguió incluso el destierro de Arrio y precipitó la lucha entre arrianos y
católicos. Cuando Arrio fue perdonado el 336, murió en misteriosas
circunstancias —probablemente envenenado—. La disputa entre partidarios de la
Trinidad, arrianos y los llamados «semiarrianos» iba a durar durante todo el
siglo IV, llegando incluso a haber emperadores arrianos —el propio Constantino
fue bautizado en su lecho de muerte por el obispo arriano Eusebio de
Nicomedia—. Ulfilas, obispo y misionero, propagó el arrianismo entre los pueblos
germánicos, particularmente los visigodos, vándalos, burgundios y ostrogodos.
Después del Concilio de Constantinopla del año 381, el arrianismo fue
definitivamente condenado y considerado como herejía en el mundo católico
romano. Sin embargo, el arrianismo se mantuvo como religión de algunos pueblos
germánicos hasta el siglo VI, cuando Recaredo, rey de los visigodos de España,
se bautizó como católico en el año 587 e impuso el catolicismo como religión
oficial de su Reino dos años después con la lucha y oposición de los visigodos
arrianos, tras el III Concilio de Toledo (589). En Italia, las supervivencias
arrianas en el reino longobardo persistieron hasta muy avanzado el siglo VII y
el rey lombardo Grimoaldo (662-671) puede considerarse como el último monarca
arriano de Europa. Tras la celebración en 325 del Concilio de Nicea, resurgió
con fuerza en la propia Constantinopla la idea de arrianismo gracias al apoyo
de su obispo, Eusebio de Nicomedia, quien logró convencer a los sucesores del
emperador Constantino para que apoyaran el arrianismo y rechazaran la línea
ortodoxa aprobada en Nicea, y sustituyeran a los obispos nicenos por obispos
arrianos en las sedes episcopales de Oriente. Esta «herejía» —desde el punto de
vista católico—, sigue en la mente de la Iglesia. Por lo general, se cree que
determinadas nuevas confesiones cristianas combinan la teología liberacionista
con el nuevo arrianismo científico, surgido de determinadas corrientes
historicistas en la investigación bíblica. Pero no hay una voz oficial ni única
sobre este tema: el diálogo, pues, sigue abierto. Se ha usado el término
«arriano» durante la historia para acusar dentro del ambiente católico a
cualquier cismático con la autoridad de la Iglesia con cuestionamientos
respecto a la unidad de Dios y la Trinidad. Por ejemplo, durante siglos, el
mundo cristiano veía al islamismo como una forma de arrianismo. Se ha avanzado
la hipótesis histórica de que la permanencia de arrianos tanto en Oriente Medio
como en África del Norte y en España facilitaron la expansión musulmana en
estas regiones durante los siglo VIII y IX por su cercanía teológica. En
España, para dar un ejemplo, la iglesia principal de la ciudad de Córdoba fue
convertida en mezquita por los visigodos arrianos que abrazaron el islamismo.
Aunque no exista una iglesia arriana centralizada desde que Recaredo y la corte
visigoda se convirtiesen a la fe católica en el III Concilio de Toledo, las
luchas que hubo entre arrianos y católicos han llegado hasta nuestros días en
el saber popular. La expresión española «armarse la de Dios es Cristo»,
indicando que va a haber un problema muy grande, hace referencia a las disputas
tanto en el plano teológico como en el político y militar que hubo entre
arrianos y católicos entre los siglos V y VI.
El cristianismo en España tiene una
larga historia: casi dos mil años, según la tradición que remonta sus orígenes
a la evangelización de la península Ibérica, en el siglo I por el apóstol
Santiago el Mayor —vinculado a las historias de la Virgen del Pilar de Zaragoza
y del milagroso transporte de sus restos hasta Compostela—, y por San Pablo,
cuyo viaje a España es improbable, pero de quien al menos consta su voluntad
expresa de emprenderlo: «Saldré para España, pasando por vuestra ciudad, y sé
que mi ida ahí cuenta con la plena bendición de Cristo». Epístola a los Romanos
(15, 28). Tras haber sido impuesto como religión oficial del Imperio Romano a
finales del siglo IV, el cristianismo sufrió las vicisitudes de una prolongada
Edad Media, que comenzó experimentando la segregación entre el arrianismo que
traían los invasores germánicos y el catolicismo de los hispanorromanos —hasta
la conversión de Recaredo en 586—, para pasar a enfrentarse con el Islam en la
Reconquista, período que presenció tanto la tolerancia como los intentos de
erradicación alternativos entre las dos religiones dominantes. La conformación de los reinos que
terminaron reuniéndose en la Monarquía Católica o Corona de España se hizo en
gran medida a través de la construcción de una personalidad fuertemente
religiosa, representativa del dominio social del grupo que se identificaba a sí
mismo con el concepto étnicamente excluyente de cristiano viejo, y que
desembocó en lo que ha podido llamarse política de «máximo religioso» de los
Reyes Católicos, incluyendo la creación de la Inquisición española, la
expulsión de los judíos y el bautismo forzoso de los moriscos, así como una
fuerte Reforma institucional del clero, a cargo del cardenal Cisneros. La
Iglesia española de la Edad Moderna fue desde entonces un mecanismo
disciplinado y al servicio de la monarquía y los estamentos privilegiados.
España, garantizado el consenso interior en materia religiosa gracias al férreo
control social, fue un firme bastión del catolicismo romano, que los reyes de la
Casa de Austria reclamaban defender en sus guerras exteriores en Europa —frente
a luteranos o calvinistas, aunque a veces llegaran a enfrentarse a la católica
Francia o a los mismísimos estados Pontificios—, en el Mediterráneo frente a
los turcos y en la colonización de América justificada como evangelización. En
cambio sí se produjeron fortísimos debates, como el que se dio en torno al erasmismo, vinculado a la resistencia a
la modernización en las órdenes religiosas. Durante el siglo XVI se suscitó un
movimiento reformista de carácter místico en el que se implicaron con no pocos
enfrentamientos los carmelitas Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz;
también en el contexto de la Contrarreforma fundó San Ignacio de Loyola la muy
influyente Compañía de Jesús. La complaciente imagen de una España «más papista
que el Papa», o «martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma», cuyas
ciudades se disputaban la primacía en el fervor mariano (votos asuncionista y
concepcionista), tuvo su caricatura en la Leyenda Negra que fijó el estereotipo
del español como adusto, cruel, intolerante y supersticioso. La mayoritaria
identificación de lo español con la versión más rancia del catolicismo, o la
minoritaria resistencia a ello, empapó buena parte de la mentalidad y la
literatura española: siglos más tarde, Valle Inclán plasmó en tres adjetivos el
retrato de ese eterno y quijotesco hidalgo español, El marqués de Bradomín, como «feo, católico y sentimental». Con la
caída del absolutismo y la abolición de la Inquisición en el siglo XIX se
produce también la aparición de las primeras comunidades protestantes en
España, que en principio son solo toleradas con severas restricciones para la
práctica de su culto. Exactamente lo mismo que sucedía con los católicos en los
países protestantes, y, especialmente, en el Reino Unido.
El
cristianismo entre los pueblos germánicos que invaden la Península
La llegada de las invasiones
germánicas a principios del siglo V ocasionó el fin de la dominación romana en
España y la destrucción de propiedades, tanto civiles como eclesiásticas,
además de contribuir en el plano teórico a la reflexión providencialista. Pero
sobre todo influyó en el terreno religioso por la llegada de dos pueblos que se
habían cristianizado en el arrianismo: los suevos,
asentados en el noroeste, y los visigodos,
principalmente en el centro de la Península (con capital en Toledo). Ambos
pueblos comenzaron con una estrategia religiosa de exclusión, aprovechando la
circunstancia de las sutiles diferencias teológicas y rituales (unión
hipostática, trinidad, bautismo por inmersión) para proscribir incluso los
matrimonios mixtos (lo que garantizaba la segregación de los invasores,
minorías dominantes, de los hispanorromanos, mayoría dominada). En ambos casos
se producen tensiones internas que conducen a la adopción del catolicismo por
los reyes visigodos, a los que siguen sus súbditos. En el caso de los
visigodos, la muerte de San Hermenegildo a manos de su padre Leovigildo, es
seguida por la conversión de Recaredo (586). La Iglesia será a partir de
entonces protegida por la Monarquía, lo que está en el origen de la recurrente
imbricación de la Iglesia y el Estado en la Historia de España —pero también de
otros países europeos, como Francia, por ejemplo—, aunque tenía su origen en la
etapa constantiniana y fue recogida por otros pueblos germánicos, como los
francos. Son buen ejemplo los Concilios de Toledo: eran convocados siempre por
el Rey, que abría las sesiones con su discurso y se ausentaba tras dejar el
tomo regio que indicaba los temas a tratar, tanto de carácter religioso como
civil, y confirmaba los cánones con la promulgación de una ley (lex in confirmatione concilio) para
darles valor civil. Acudían los obispos o sus representantes, pero también
abades de monasterios y nobles del Aula Regia y Officium palatinum. Sin firmar las actas, asistían sacerdotes,
diáconos y seglares «piadosos». También hubo concilios provinciales. Destacaron a nivel europeo las
figuras de San Ildefonso (obispo de Toledo, teórico de la mariología) San
Isidoro —obispo de Sevilla, autor de las Etimologías, una obra de pretensiones
enciclopédicas—, y San Braulio —obispo de Zaragoza, que tuvo con el anterior
una fecunda relación epistolar—. La extensión del cristianismo se produce
incluso en territorios donde su presencia no estaba aún muy desarrollada, como
en las zonas apartadas de la cornisa cantábrica, a través de los eremitas. Una
amplia nómina de eclesiásticos de alta formación intelectual, como Leandro,
Isidoro (hermano del anterior, y de los demás cuatro santos de Cartagena),
Fructuoso de Braga o Juan de Bíclara, compusieron reglas monásticas, para
organizar unas instituciones cada vez más numerosas en las zonas rurales que se
adaptaban perfectamente a las condiciones económicas y las demandas sociales.
El clero secular se institucionalizó jerárquicamente, con diócesis bien
repartidas por los núcleos urbanos que salpicaban el territorio y con centro en
Toledo. Los templos eran dotados con un terreno patrimonial que permitía la
supervivencia del sacerdote: en la ley canónica para alimento (ad cibarium) se indicaba un recinto de
setenta y dos pasos alrededor del atrio, que irá modificando su extensión y
situación. En el II Concilio de Toledo ya se reflejaban algunos conflictos. En
el XII Concilio de Toledo, la prevención iba en el sentido de otorgar
protección jurídica: «que ninguno se atreva a sacar de allí a los que se
refugiaron en la iglesia o están en ella, ni a causar ningún daño, mal o
despojo a los que se encuentran en lugar sagrado, sino que se permitirá a aquellos
que se refugian moverse libremente dentro de una distancia de treinta pasos,
desde las puertas de la iglesia, dentro de los cuales treinta pasos, alrededor
de cualquier iglesia, se guardará la debida reverencia». La liturgia, que puede
denominarse hispánica más que visigótica, pervivirá en la mozárabe. Todo en
conjunto hizo que la cultura hispanorromana perviviese, constituyendo una
Iglesia nacional española con personalidad propia frente a la normativa que la
curia romana terminaría por imponer en toda Europa occidental. En alguna cuestión la Iglesia
hispana tenía marcadas diferencias: por ejemplo, era muy rigurosa con la
expiación de las culpas de los penitentes, que debía ser pública. Para ello
participaban en una ceremonia especial de imposición de manos y se les impedía
la asistencia a la misa —al igual que a las mujeres «impuras» cuarenta días
después del parto—, debiendo utilizar un espacio arquitectónicamente destacado
en el exterior del templo y que también tenía uso funerario: el pórtico (que
seguirá siendo una característica en el románico segoviano, por ejemplo) hasta
una nueva ceremonia pública de «reconciliación», que exigía la máxima
humillación y contrición. Dentro de la iglesia, tres espacios aparecían
separados con barreras o cancelas, la primera similar al iconostasio de la
Iglesia oriental (aunque probablemente no se usaba como soporte de iconos) y
que convertía la consagración en un ritual secreto (misterio o arcano). Las
naves laterales permitían una circulación fluida de una gran parte de los
asistentes (penitentes y catecúmenos) que escuchaban la lectura de los
evangelios y, después de la epístola debían abandonar el recinto, donde
quedaban los fieles católicos con pleno derecho de participar en los oficios
religiosos.
Recaredo I, rey de los visigodos de Hispania |
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