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sábado, 12 de agosto de 2017

Hermes, el heraldo de los dioses

Cuando Hermes nació en el monte Cilene, su madre Maya lo envolvió en pañales y lo acostó en una criba, pero creció con una rapidez asombrosa convirtiéndose enseguida en un niño pequeño, y en cuanto su madre le hubo vuelto la espalda, bajó sin ser visto y fue en busca de aventuras. Cuando llegó a Pieria, donde Apolo cuidaba de un excelente rebaño de vacas, decidió robarlas. Pero como temía que sus huellas le delatarían, se apresuró en confeccionarles unos zapatos con la corteza de un roble caído, y los ató a las patas de las vacas, que se llevó luego por la noche. Apolo se percató de su pérdida, pero se había dejado engañar por el truco de Hermes, y se vio obligado a ofrecer una recompensa por la captura del ladrón. Sileno y sus sátiros se dispersaron en distintas direcciones para lograr dar con él, pero su búsqueda fue infructuosa hasta que un grupo de ellos que pasaba por Arcadia oyó el sonido amortiguado de una música. La ninfa Cilene, desde la entrada de la cueva, les dijo que un niño de extraordinario talento, para quien ella trabajaba como niñera, había construido un juguete musical muy ingenioso con el caparazón de una tortuga y un poco de tripa de vaca, con el cual había arrullado a su madre hasta hacerla dormir.
—¿Y dónde había conseguido la tripa de vaca? –preguntaron los vigilantes sátiros, observando dos pieles extendidas junto a la cueva.
—¿Acaso estáis acusando al pobre niño de robo? –preguntó Cilene.
Intercambiaron duras palabras.
En aquel momento llegó Apolo, entró en la cueva, despertó a Maya y le dijo en un tono severo que Hermes debía devolver las vacas robadas. Maya señaló al niño, todavía envuelto en pañales y simulando estar dormido.
—¡Qué acusación tan absurda! –exclamó.
Pero Apolo ya había reconocido las pieles. Agarró a Hermes, se lo llevó al Olimpo, y una vez allí, le acusó formalmente de robo, presentando las pieles como pruebas. Zeus, a quien le disgustaba tener que creer que su propio hijo recién nacido era un ladrón, le aconsejó que se declarara inocente, pero Apolo no se dejó disuadir y por fin Hermes confesó.
—Bueno, está bien, ven conmigo –dijo–, y podrás tener tu rebaño. Sólo he matado a dos reses, y a éstas las descuarticé en doce partes iguales como sacrificio a los doce dioses.
—¿Doce dioses? –preguntó Apolo–. ¿Cuál es el duodécimo?
—Tu sirviente, señor –respondió Hermes con modestia–. Yo sólo me comí mi parte correspondiente, aunque tenía mucha hambre, y quemé el resto, como es preceptivo.
Éste fue el primer sacrificio de carne que jamás se haya hecho.
Los dos dioses regresaron al monte Cilene y allí Hermes recogió algo que había escondido bajo una piel de oveja.
—¿Qué tienes ahí? –preguntó Apolo.
Como respuesta Hermes le enseñó la lira de concha de tortuga que acababa de inventar, y con ella, utilizando el plectro que también había inventado, tocó una melodía tan cautivadora que fue perdonado de inmediato. Condujo a Apolo hasta Pilos y allí le entregó el resto del ganado, que había ocultado en una cueva.
—¡Te propongo un trueque! –exclamó Apolo–. Tú te quedas con las vacas, y yo me llevo la lira.
—¡Trato hecho! –dijo Hermes, y se estrecharon las manos.
Mientras las vacas hambrientas pacían, Hermes cortó unos juncos, formó con ellos una flauta de pastor, y tocó otra melodía. Apolo, nuevamente encantado, exclamó:
—¡Te propongo un trueque! Si tú me das esa flauta, yo te daré el bastón de oro con el que pastoreo a mi ganado; en adelante serás el dios de todos los ganaderos y pastores.
—Mi flauta vale mucho más que tu bastón –contestó Hermes–. Pero accedo al intercambio si además me enseñas a presagiar.
—Esto es algo que no puedo hacer –dijo Apolo–, pero si vas a ver a mis viejas nodrizas, las Trías, ellas te enseñarán.
Volvieron a darse la mano, y después de acompañar al niño nuevamente al Olimpo, Apolo le contó a Zeus todo lo sucedido. Zeus no pudo menos que reírse.
—Por lo visto eres un diosecito muy ingenioso, elocuente y persuasivo –le dijo.
—Entonces déjame ser tu heraldo, padre –respondió Hermes–, y yo me haré responsable de la seguridad de todas las propiedades divinas, y no mentiré jamás, aunque no puedo prometer que diré siempre toda la verdad.
—No se te exigirá tanto –dijo Zeus con una sonrisa–. Pero entre tus obligaciones estarían la de hacer tratados, la promoción del comercio, y el mantenimiento del libre derecho de paso para los viajeros en todos los caminos del mundo.
Zeus le entregó una vara de heraldo que todo el mundo tenía obligación de respetar; un sombrero redondo para protegerlo de la lluvia, y unas sandalias aladas con las que podía desplazarse de un lado a otro con la velocidad del viento.
Más tarde, las Trías enseñaron a Hermes a predecir el futuro observando el movimiento de unos guijarros en un cuenco de agua; y él mismo inventó el juego de las tabas y el arte de adivinar el porvenir con ellas. Hades, señor del inframundo, también le empleó como heraldo, para llamar a los moribundos con suavidad y elocuencia, colocando su vara de oro sobre sus ojos.
Luego ayudó a las Tres Parcas a componer el alfabeto, inventó la astronomía, la escala musical, las artes del pugilato y de la gimnasia, los pesos, las medidas y el cultivo del olivo.
Hermes tuvo numerosos hijos, incluyendo a Equión, el heraldo de los argonautas, a Autólico el ladrón, y a Dafnis, el inventor de la poesía bucólica venerado en la Arcadia.

Hermes calzándose sus sandalias aladas

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