Cuando Hermes nació en
el monte Cilene, su madre Maya lo envolvió en pañales y lo acostó en una criba,
pero creció con una rapidez asombrosa convirtiéndose enseguida en un niño
pequeño, y en cuanto su madre le hubo vuelto la espalda, bajó sin ser visto y
fue en busca de aventuras. Cuando llegó a Pieria, donde Apolo cuidaba de un
excelente rebaño de vacas, decidió robarlas. Pero como temía que sus huellas le
delatarían, se apresuró en confeccionarles unos zapatos con la corteza de un
roble caído, y los ató a las patas de las vacas, que se llevó luego por la
noche. Apolo se percató de su pérdida, pero se había dejado engañar por el
truco de Hermes, y se vio obligado a ofrecer una recompensa por la captura del
ladrón. Sileno y sus sátiros se dispersaron en distintas direcciones para
lograr dar con él, pero su búsqueda fue infructuosa hasta que un grupo de ellos
que pasaba por Arcadia oyó el sonido amortiguado de una música. La ninfa
Cilene, desde la entrada de la cueva, les dijo que un niño de extraordinario
talento, para quien ella trabajaba como niñera, había construido un juguete
musical muy ingenioso con el caparazón de una tortuga y un poco de tripa de
vaca, con el cual había arrullado a su madre hasta hacerla dormir.
—¿Y dónde había
conseguido la tripa de vaca? –preguntaron los vigilantes sátiros, observando
dos pieles extendidas junto a la cueva.
—¿Acaso estáis
acusando al pobre niño de robo? –preguntó Cilene.
Intercambiaron duras
palabras.
En aquel momento llegó
Apolo, entró en la cueva, despertó a Maya y le dijo en un tono severo que
Hermes debía devolver las vacas robadas. Maya señaló al niño, todavía envuelto
en pañales y simulando estar dormido.
—¡Qué acusación tan
absurda! –exclamó.
Pero Apolo ya había
reconocido las pieles. Agarró a Hermes, se lo llevó al Olimpo, y una vez allí,
le acusó formalmente de robo, presentando las pieles como pruebas. Zeus, a
quien le disgustaba tener que creer que su propio hijo recién nacido era un
ladrón, le aconsejó que se declarara inocente, pero Apolo no se dejó disuadir y
por fin Hermes confesó.
—Bueno, está bien, ven
conmigo –dijo–, y podrás tener tu rebaño. Sólo he matado a dos reses, y a éstas
las descuarticé en doce partes iguales como sacrificio a los doce dioses.
—¿Doce dioses? –preguntó
Apolo–. ¿Cuál es el duodécimo?
—Tu sirviente, señor
–respondió Hermes con modestia–. Yo sólo me comí mi parte correspondiente,
aunque tenía mucha hambre, y quemé el resto, como es preceptivo.
Éste fue el primer
sacrificio de carne que jamás se haya hecho.
Los dos dioses
regresaron al monte Cilene y allí Hermes recogió algo que había escondido bajo
una piel de oveja.
—¿Qué tienes ahí?
–preguntó Apolo.
Como respuesta Hermes
le enseñó la lira de concha de tortuga que acababa de inventar, y con ella, utilizando
el plectro que también había inventado, tocó una melodía tan cautivadora que
fue perdonado de inmediato. Condujo a Apolo hasta Pilos y allí le entregó el
resto del ganado, que había ocultado en una cueva.
—¡Te propongo un
trueque! –exclamó Apolo–. Tú te quedas con las vacas, y yo me llevo la lira.
—¡Trato hecho! –dijo
Hermes, y se estrecharon las manos.
Mientras las vacas
hambrientas pacían, Hermes cortó unos juncos, formó con ellos una flauta de
pastor, y tocó otra melodía. Apolo, nuevamente encantado, exclamó:
—¡Te propongo un
trueque! Si tú me das esa flauta, yo te daré el bastón de oro con el que
pastoreo a mi ganado; en adelante serás el dios de todos los ganaderos y
pastores.
—Mi flauta vale mucho
más que tu bastón –contestó Hermes–. Pero accedo al intercambio si además me
enseñas a presagiar.
—Esto es algo que no
puedo hacer –dijo Apolo–, pero si vas a ver a mis viejas nodrizas, las Trías,
ellas te enseñarán.
Volvieron a darse la
mano, y después de acompañar al niño nuevamente al Olimpo, Apolo le contó a
Zeus todo lo sucedido. Zeus no pudo menos que reírse.
—Por lo visto eres un
diosecito muy ingenioso, elocuente y persuasivo –le dijo.
—Entonces déjame ser
tu heraldo, padre –respondió Hermes–, y yo me haré responsable de la seguridad
de todas las propiedades divinas, y no mentiré jamás, aunque no puedo prometer
que diré siempre toda la verdad.
—No se te exigirá
tanto –dijo Zeus con una sonrisa–. Pero entre tus obligaciones estarían la de
hacer tratados, la promoción del comercio, y el mantenimiento del libre derecho
de paso para los viajeros en todos los caminos del mundo.
Zeus le entregó una
vara de heraldo que todo el mundo tenía obligación de respetar; un sombrero
redondo para protegerlo de la lluvia, y unas sandalias aladas con las que podía
desplazarse de un lado a otro con la velocidad del viento.
Más tarde, las Trías
enseñaron a Hermes a predecir el futuro observando el movimiento de unos
guijarros en un cuenco de agua; y él mismo inventó el juego de las tabas y el
arte de adivinar el porvenir con ellas. Hades, señor del inframundo, también le
empleó como heraldo, para llamar a los moribundos con suavidad y elocuencia, colocando
su vara de oro sobre sus ojos.
Luego ayudó a las Tres
Parcas a componer el alfabeto, inventó la astronomía, la escala musical, las artes
del pugilato y de la gimnasia, los pesos, las medidas y el cultivo del olivo.
Hermes tuvo numerosos hijos,
incluyendo a Equión, el heraldo de los argonautas, a Autólico el ladrón, y a Dafnis,
el inventor de la poesía bucólica venerado en la Arcadia.
Hermes calzándose sus sandalias aladas |
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