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viernes, 1 de septiembre de 2017

Bizancio, el Imperio cristiano de Oriente

La historia bizantina se inició oficialmente en el año 395, a la muerte del emperador Teodosio. Pero, en realidad, sus orígenes se remontan unos setenta años antes, y coinciden con la terrible crisis política que atravesaba Roma desde finales del siglo III. Constantino el Grande fue quien resolvió trasladar la capital imperial y aunque el adjetivo que exalta su nombre se explica sobre todo a raíz de los méritos conquistados en el campo de batalla, también se debe a la alta estima que le profesaron los agradecidos cristianos. Constantino se ganó un puesto en el panteón de los grandes emperadores romanos gracias a una decisión que modificó el curso de la Historia: en el 313, un año después de haber derrotado a Majencio, publicó el célebre Edicto de Milán o edicto de tolerancia que concedía a sus súbditos la libertad de adorar a Dios en la forma que prefiriesen, y que garantizaba, por consiguiente, al cristianismo la libertad de culto que sus predecesores les habían negado violentamente decretando persecuciones, penas de cárcel, ejecuciones y confiscaciones de bienes. La supervivencia de Constantinopla, la ciudad que erigiera el primero de los emperadores cristianos sobre el solar de la antigua polis griega de Bizancio, tiene una singular importancia en la cultura europea medieval: permitió reconstruir, durante un milenio, el helenismo, del que luego surgiría el Renacimiento. Fue un helenismo con una concepción diferente del hombre y de la vida, si se compara con el de la antigua Grecia o con el de la Roma clásica, pues este nuevo helenismo redivivo emanaba del cristianismo. En el Imperio Bizantino, la religión era el principal de sus activos, y definidor de la sociedad en todos sus aspectos. Parte de este helenismo cristiano pasó luego a Occidente con el Renacimiento, otra parte de esta cultura fue asumida por Moscú, que tras la caída del Imperio de Oriente se proclamó su heredera natural como la «tercera Roma». Constantinopla fue, durante toda la Edad Media, la ciudad más poblada y el núcleo más importante del comercio europeo con Asia. La creación de un auténtico Imperio de Oriente, a través de su macrocéfala capital, permitió además, en los primeros siglos, el desarrollo de tres culturas diferentes, que no enfrentadas. Todo cambió cuando a mediados del siglo VII irrumpió el islam en las antiguas provincias romanas de Egipto, Siria, Mesopotamia y Palestina, que cayeron bajo el empuje musulmán y la historia de Oriente y del mundo cambió para siempre. Estas fértiles regiones, que habían albergado civilizaciones milenarias desde el principio de la historia de la Humanidad, entraron en una larga noche que, en la mayoría de los casos, ha perdurado hasta nuestros días.
Desde el siglo IV, bajo el cristianismo, la cultura bizantina se basaba en la sacralización de la sociedad, y las diferencias dogmáticas, es decir, de interpretación de las Escrituras y, sobre todo, sobre la naturaleza de Cristo, había presidido la vida pública y acaparado buenas parte de los esfuerzos del Estado con tal de imponer la ortodoxia a los que seguían otras interpretaciones del cristianismo consideradas heréticas. A diferencia de los emperadores romanos, los bizantinos centraron todos sus esfuerzos en los aspectos religiosos, y desatendieron otros tan importantes como la defensa del Imperio. En sus dos primeros siglos, Bizancio, siguió la estela de Roma en Oriente y contó con unas fuerzas armadas capaces de mantener la supremacía romana en Asia. Pero esto cambió en el siglo VII, lo que facilitó la rápida expansión de los fanatizados seguidores de Mahoma empeñados en imponer su fe a todos los pueblos conquistados. En Constantinopla la unión entre el emperador y el patriarca fue muy estrecha: la persona del monarca era tenida por sagrada, lo mismo que los miembros de su familia y las cosas que le rodeaban; el segundo ocupaba el primer escalafón en entre los altos funcionarios del Estado. Dicho de otro modo, cada uno reconocía al otro la máxima categoría en su respectiva jerarquía. El antiguo imperator romano, de carácter marcadamente militar, se convirtió en basileus, es decir, una especie de virrey divino que gobernaba a los hombres en nombre de Dios. Se insistió mucho en el argumento de que Constantinopla no estaba manchada con la sangre de los mártires cristianos, de modo que no se trataba de una simple traslación de la capital del Imperio desde Roma a Bizancio, sino de una renovación, porque se dirigía a los «nuevos» cristianos nacidos en el seno de la ortodoxia y libres ya de las ataduras propias del paganismo. El emperador, el sagrado basileus, no sólo recibía de Dios todo su poder, sino también una gracia especial para el cumplimiento de sus tareas como gobernante. El mismo concepto, levemente atenuado, sería revitalizado por Carlomagno al recibir el título de sacro emperador de manos del papa, y posteriormente sería adaptado a las monarquías europeas, cuyos soberanos, a lo largo de toda la Edad Media y hasta principios del siglo XX, gozarían de una legitimidad semidivina. Esta legitimidad le permitía al soberano promulgar leyes, como eje de la sociedad que gobernaba. A mediados del siglo VI el emperador Justiniano realizó la gran compilación de leyes conocida como Corpus Iuris Civilis, inspirado en el antiguo derecho romano y que consolidaba un nuevo tipo de sociedad. En Bizancio la dependencia de la agricultura fue menos rigurosa que en Occidente y las actividades mercantiles, intelectuales y artísticas se vieron mucho más desarrolladas. Sin embargo, todas estas cualidades no servirían a los bizantinos para frenar a los musulmanes, primero, y a los corsarios italianos embozados de cruzados, después. Bizancio demostró una gran capacidad creadora y asimiladora, incluso en su relación con inveterados enemigos como los persas y los árabes islamizados. El Imperio de Oriente aportó dos notas peculiares de originalidad: los relatos de aventuras complicadas –novelas bizantinas– y la pintura, que desarrolló un especial sentido del color. Pero las imágenes (iconos), pintadas o esculpidas, no intentaban reflejar individualidades, sino atributos: el espectador debía saber que contemplaba a un santo, a un guerrero o a un emperador sin que importaran sus rasgos fisonómicos reales. Con este objetivo primordial, que era lograr expresividad y magnificencia, el mosaico resultaba mucho más adecuado que la pintura debido al colorido y brillo que podía conseguirse; de ahí que llegara a convertirse en el arte más significativo.
En el siglo VIII, cuando más intenso se hacía el empuje de los musulmanes, el Imperio Bizantino sufrió una grave crisis religiosa. Se conoce bajo el nombre de iconoclastia porque, en apariencia, consistía en una disputa en torno a la utilización de las imágenes en el culto. En estas nimiedades empleaban los gobernantes bizantinos su tiempo y sus recursos, mientras los sarracenos amenazaban sus fronteras. En el fondo se trataba del enfrentamiento entre dos conceptos de lo que debía ser la Iglesia. Los adoradores de las imágenes se sintieron apoyados por el papa y la Iglesia de Roma: el VII Concilio ecuménico, celebrado en Nicea en 787, no sólo declaró lícito el culto a las imágenes, sino que reconoció la primacía doctrinal de los sucesores de San Pedro en Roma sobre los patriarcas griegos de Constantinopla. Los emperadores bizantinos, entonces, comenzaron a defender la autocefalia, esto es, el derecho de cada Iglesia a gobernarse por su cuenta. Este principio, aplicado cada vez más rigurosamente, condujo a una separación completa de la Iglesia oriental (1054), que se declaró a sí misma ortodoxa, esto es, en posesión de la doctrina verdadera, porque hallaba en los católicos romanos algunas diferencias mínimas en el enunciado del Credo. El cisma acentuó la tendencia de los emperadores a afirmar su poder absoluto (en griego autokrator) que ya se venía ejerciendo en el ámbito de la economía. Desde que en el año 552 unos monjes lograron introducir gusanos de seda, este producto –junto con otros como los tejidos, las especias y el papiro– se convirtió en sustento de un comercio del que el Estado ostentaba el monopolio. Este floreciente comercio sería el motor que mantendría en funcionamiento el Imperio de Oriente durante mil años, no la religión. Pero el Estado bizantino impuso sobre las relaciones con el exterior un monopolio tan riguroso que impidió la creación de grandes empresas privadas. Los venecianos, que sobre el papel seguían siendo súbditos del Imperio, y después los genoveses, se beneficiaron de esta situación, adquiriendo posesiones muy privilegiadas. Cuando el Imperio inició su declive, en el siglo XII, Venecia aprovechó la ocasión para establecer factorías que poco a poco llegaron a convertirlo en un imperio colonial. La autocracia imperial bizantina generó una doctrina política que encontramos más tarde en Rusia. Teodoro Balsamón, Teofilacto, Cecaumenos y el anónimo autor de los tratados de gobierno (logos nouthélikos), coincidieron en afirmar la absoluta identificación del Estado y el bien de los súbditos con el emperador y su autoridad. Ciertamente, gracias a este monopolio del Estado y a la redistribución de la riqueza que generó, puede decirse que el nivel de vida de los bizantinos durante la época altomedieval fue muy superior a la de los empobrecidos europeos. Especialmente si la comparamos con las precarias condiciones del campesinado occidental. Los hombres son imagen de Dios y como tales deben ser amados, pero es el emperador quien aparece como vicario de Cristo en la tierra para desempeñar esta función. Todos los súbditos son iguales ante el emperador, pero con igualdad de hijos respecto al padre, a quien deben amor y obediencia incondicional. El límite de la autocracia imperial se encontraba en la moral de la Iglesia y era sin duda muy fuerte, porque las decisiones que se tomaban en los concilios quedaban incorporadas a la ley común. En el siglo XI en Imperio sufrió una grave derrota a manos de los turcos selyúcidas o selyuquíes, de la que no pudo recuperarse. Los occidentales llamados en su auxilio no consiguieron otra cosa que acentuar su debilidad y, con ella, la presión que ejercían las repúblicas italianas. En 1204, durante la IV Cruzada, los venecianos intentaron poner fin al Imperio de Oriente y llegaron a apoderarse de Bizancio, que fue saqueada. No fue éste, sin embargo, el fin del Imperio. La virtualidad de la fórmula bizantina –una cultura religiosa que oponía su fidelidad al aristotelismo que comenzaba a imperar en Occidente– era tan grande, que el sistema que establecieron los cruzados latinos no pudo arraigar y los griegos, finalmente, reconquistaron Constantinopla en 1261.
Desde entonces hasta 1453 una sombra de Imperio, política y militarmente insignificante, se instaló de nuevo en el Bósforo. Basto, no obstante, para permitir el renacimiento cultural. Emperadores y papas coincidieron en la necesidad de buscar la unión entre las dos Iglesias, pero sus esfuerzos, que culminaron en dos ocasiones (Lyon, 1274; Florencia, 1439), no fueron compartidos ni por los monarcas occidentales, celosos del poder de los emperadores de Oriente abandonándolos a su suerte, ni por la Iglesia oriental, que temía el contacto con las nuevas corrientes doctrinales distintas a la suya. Esta cortedad de miras la llevaría a su total destrucción tras la conquista otomana del siglo XV. En el último siglo de su existencia, el pensamiento bizantino se afirmó en una línea nacionalista opuesta a la escolástica occidental. El Concilio de Constantinopla de 1351 declaró que la ortodoxia se acomodaba bien a la vía propuesta por Gregorio Palamós, que afirmaba que el conocimiento llega al hombre no por la razón y la experiencia, sino directamente por la contemplación. En el terreno de las doctrinas políticas se acentuaba, con toda lógica, el absolutismo imperial: el medio mejor de asegurar a los hombres justicia y bienestar es colocar en la cumbre del Estado a un monarca sabio y santo, un padre para sus súbditos, y preocupado por el bienestar de éstos. Tal fue el legado que heredaron los zares. El último de los grandes pensadores bizantinos, Jorge Gemistos, cuya influencia sobre los estudiosos europeos del siglo XVI fue luego notable, se refugió en una utopía radicalmente platónica: una república ideal sería aquella en la que el Estado apareciese como monopolizador de las tierras y del comercio, distribuyendo equitativamente la riqueza, los derechos y las cargas. De este modo justificaba el pensador el glorioso pasado de la cultura bizantina. El 29 de mayo de 1453 Constantinopla, la capital del Imperio cristiano de Oriente, cayó en poder de los turcos, lo que marcó un hito en la demencial ideología expansionista del islam. Más de mil años antes, los cristianos de Oriente ensalzaron a Constantino por haber puesto fin a las persecuciones, a las torturas y a los martirios que, tras la conquista musulmana, se reanudaron.

Mosaico bizantino que representa a la emperatriz Teodora y a sus damas

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