Los emperadores de la dinastía Julio-Claudia traspasaron el
antiguo régimen republicano de Roma a un sistema monárquico cuyo Imperio
abarcaba todo el Mediterráneo, tendente cada vez más a fusionar todos los componentes
presentes en el mismo. Se conformó así una administración de Estado, una
estructura militar y sentimiento nacional únicos. Cuando en el año 68 Galba subió al trono estallaron
múltiples rebeliones militares: Galba destronó a Nerón y, a su vez, fue
derribado por su aliado Otón, que fue derrocado por Vitelio, comandante de las
legiones en la frontera del Rin, y derrocado por las tropas de
Vespasiano que combatían en Judea, y que aclamaron emperador a su comandante. Este último poseía, empero, otro temple. Su poder duraría y
pasaría a sus hijos Tito y Domiciano. Desgraciadamente, este traspaso quedó en
manos de gobernantes cada vez más débiles e ineptos. Vespasiano era un rudo
militar de estirpe itálica que consolidó las estructuras imperiales sacudidas
por el año de sangre, puso fin a la rebelión que devastaba Judea desde hacía
años, iniciando sin remordimiento alguno a dispersión de los hebreos en el
mundo y con métodos drásticos devolvió el equilibrio perdido al Imperio.
Asimismo sentó todas las premisas para que su hijo Tito fuese recordado como
«delicia del género humano». Esta fama perduró –aunque su titular ejerció el
poder poquísimo tiempo, del 79 al 81– a pesar de que su principado sufrió
funestos acontecimientos como la terrible erupción del Vesubio que sepultó a
Pompeya y Herculano, un nuevo incendio de Roma y hasta el brote de una epidemia
de peste. Domiciano, hijo menor de Vespasiano, fue quien lo arruinó
todo, en primer lugar la buena fama de su familia. Esta fama estaba ligada a su
padre y a su hermano por la construcción del Anfiteatro Flavio (el que hoy conocemos con el nombre de Coliseo), las grandes obras en el Campidoglio, el
trazado de las calles, el establecimiento de una sólida línea de demarcación
fortificada, así como el logro, por primera vez, de la estabilización del
Imperio entre el Rin y el Danubio. Domiciano pretendió ligarlo a la
instauración de una monarquía decididamente absoluta, a su control total sobre
todos los asuntos de Estado, a la desautorización de la clase senatorial en favor de los
caballeros y funcionarios. Pese a sus méritos como gobernante, la aristocracia
humillada lo consideró un enemigo, y muy pronto el emperador vio en ella a su
mortal adversaria y la persiguió con ferocidad.
La segunda dinastía de emperadores romanos se extinguió con
Domiciano, pero se abrió una época de oro. La muerte de Domiciano en 96 marca
el fin de la dinastía de los Flavios, y al igual que cuando se produjo la
muerte de Nerón (68) hubo una crisis de sucesión. El Imperio necesitaba un
gobierno fuerte y unitario, que frenara las aspiraciones independentistas de los pueblos
sometidos, y mantuviera alejadas de sus fronteras a las tribus bárbaras que lo
amenazaban. Regresar a los viejos moldes republicanos no era una opción, por lo
que el Principado era la única vía para la subsistencia del Imperio. El
problema residía en la modalidad de la nominación y en el alcance de sus
facultades y prerrogativas. Hasta ese momento los hombres escogidos por el Ejército, o
bien los descendientes de esos hombres, habían ejercido el poder y habían sido
ratificados después por el Senado. Por primera vez desde los tiempos de Julio César era posible
elegir y esa responsabilidad recayó sobre el Senado. Y la cámara eligió al anciano Nerva; elección que resultó doblemente afortunada. En primer lugar porque Marco
Coceyo Nerva, el nominado, era un hombre honrado, absolutamente respetuoso de
la teoría que consideraba Princeps Senatus al emperador, y no un autócrata
al estilo oriental. Nerva gobernó entre los años 96 y 98, el tiempo necesario
para culminar la obra de pacificación que hacía falta, y como no tenía hijos,
designó a su sucesor siguiendo un método que haría escuela: la adopción, como
hijo legitimado, de la persona escogida previamente para ocupar su lugar; puso
buen cuidado en elegir a quien entre sus conocidos le pareció más digno de
ocupar el alto cargo. Y con este principio, que inauguró Coceyo Nerva (el primer
emperador de la dinastía de los Antoninos) y siguieron sus sucesores, se
eligieron los mejores emperadores que jamás tuvo Roma: Trajano, Adriano,
Antonino Pío y Marco Aurelio. De ellos, los dos primeros y el último de origen
español. En efecto, durante el gobierno de estos príncipes romanos el Imperio
dejó de ser un dominio de propiedad exclusiva de una élite sobre las provincias
anexionadas y se convirtió en la patria común, con leyes comunes a todos los
ciudadanos. Por primera vez, hombres procedentes de las provincias, no sólo de
Roma o de Italia, llegaron a ejercer el poder supremo. Las provincias se
beneficiaban del progreso, el bienestar, la legislación y de la seguridad que
les proporcionaba Roma. La civilización romana se difundió por todo el Imperio:
se construyeron termas y grandes acueductos, las calles estaban bien
mantenidas, había bibliotecas públicas, las mercancías y las ideas viajaban sin
trabas por el Mediterráneo. Se levantaban templos, arcos triunfales y se
explotaban las minas. Había ley y orden y, sobre todo, paz. Generaciones
enteras vivieron en paz dentro de las fronteras del Imperio Romano a lo largo
del siglo II.
Sin embargo, en esa época no faltaron las guerras
fronterizas. Trajano, el sucesor que eligió Nerva, era un general experto y
ambicioso y no lo olvidó cuando subió al trono: sus campañas militares dieron
al Imperio su máxima extensión territorial. Se desarrolló una dura campaña
contra Dacia, en la cual salieron vencedores los romanos; se sentaron las bases
de lo que hoy es Rumanía, aún hoy tierra de lengua y espíritu latinos en el
corazón de Europa oriental; el Imperio avanzó más allá del Danubio y aportó a
las exhaustas arcas romanas el torrente de oro de las minas transilvánicas. Una segunda y exitosa expedición para combatir a los partos, los
eternos enemigos del Imperio en Asia, determinó que Roma incorporara Armenia,
Asiria y Mesopotamia, que serían abandonadas por Adriano, sucesor de Trajano,
comprendiendo la enorme dificultad de mantenerlas bajo soberanía romana. Entre tanto, en el interior se veían las obras públicas de
los emperadores: las providencias respecto de Italia, en camino ahora de pasar
de cuerpo dominante al rango de enferma del Imperio, con sus latifundios cada
vez mayores y su población en continua disminución; el severo control sobre los
abusos de los funcionarios y la adjudicación al fisco de los gravámenes e
impuestos que hasta aquel momento había sido pertenencia (e imposición) local;
la humanización de la justicia; las facilidades para el comercio. En suma, la
conciliación de dos ideales que hasta entonces parecían contrastantes, el
Principado y la libertad. Pero en este espléndido periodo que sembró en todas
las tierras conquistadas sus imponentes vestigios y fundó con el correr de los
siglos la reimplantación del dominio de Roma, maduraban los gérmenes del
colapso. Los príncipes eran elegidos por adopción y ratificados por
el Senado, con el cual colaboraban. Sin embargo, pese a las apariencias, su
poder crecía continuamente y se tornaba cada vez más personal. El Imperio estaba en expansión, pero el desorden que siguió
a las campañas de Trajano convenció al sucesor de éste de que debía abandonar
las conquistas más expuestas al riesgo y consolidar los límites con
fortificaciones progresivamente mayores. En Bretaña, Germania, África, Siria,
surgían los limes o límites del Imperio
encerrados en murallas y tras esas murallas, las tribus bárbaras presionaban
más cada día hacia las ricas tierras del Imperio y temían cada vez menos la
fuerza disuasoria de las temibles legiones romanas. Tanto más cuanto que,
ahora, la decisión de Adriano, los hombres que integraban las legiones se
enrolaban directamente en el lugar donde debían prestar servicio. Marco Aurelio
(†180), el último ya de los grandes emperadores del siglo II, pasó buena parte
de su vida guerreando en las fronteras del Norte para frenar a los belicosos
marcomanos y a otras tribus que amenazaban con rebasarlas y murió en campaña,
dejando el puesto a Cómodo, su hijo biológico.
Cómodo volvió a proponer al mundo un modelo olvidado
entonces, pero recurrente: corrupción y absolutismo, irresponsabilidad y
autocracia. Fue asesinado en una conjura liderada por su hermana Lucila, y a su
muerte en 192 se desencadenó la anarquía. Casi un siglo después del
asesinato de Domiciano y la inauguración de la Edad de Oro con Nerva y el
sistema del adopcionismo. El Imperio tuvo un Año de cinco emperadores,
de entre los cuales surgió un general de maneras rudas. Se llamaba Septimio
Severo –con él empezó la dinastía de los Severos– y sus maneras de gobierno fueron en verdad muy ásperas: desautorizó al Senado en favor del consejo privado del
emperador; se proclamaron leyes iguales para todos, que no incluían al princeps, cuya voluntad era ley y su
figura inviolable. Lo que hoy conocemos como «inmunidad» y que se concede a
jefes de Estado, presidente de Gobierno e, incluso, a diputados y senadores. Italia quedó reducida a la condición de provincia, como
todas las tierras del Imperio; se reestructuró totalmente la religión con la
masiva y perniciosa invasión de los cultos orientales, totalmente ajenos a la
tradición helenística y romana. Por este motivo la religión se convirtió en un
elemento disgregador a lo largo del siglo III, en lugar de servir al Imperio
como aglutinador. Caracalla, hijo de Severo, dio el paso decisivo: en 212
extendió la ciudadanía romana a todos los habitantes libres y de sexo masculino
del Imperio. Esta decisión dejó perplejos a muchos senadores y patricios y una
extraña sensación de peligro se fue apoderando de la sociedad romana en las
siguientes décadas. Desde los inicios de la República, a finales del siglo VI a.C.,
hasta los tiempos de Julio César, Roma había conquistado el Mediterráneo. Para
administrar los territorios conquistados fue necesario modificar
considerablemente las estructuras originales, dando lugar a un Principado
progresivamente más absolutista. Las responsabilidades del príncipe a menudo
trastornaron a los individuos que ascendieron al trono imperial y les
contagiaron la locura producida por el exceso de poder. Pero, en conjunto, el sistema había funcionado: había
colmado el abismo existente entre la capital, Italia, y las provincias, y había
difundido la civilización helenística romana hasta los confines del Imperio en
Asia y Europa.
Desde los tiempos de Augusto, el Imperio se había afirmado
en tres ríos que aún constituirían su límite en vísperas de su desaparición en
el siglo V: el Rin, el Danubio y el Éufrates. Allí se había formado una
sociedad civilizada y rica; más allá rugían las tribus bárbaras, siempre nuevas
y en crecimiento, y su presión se estaba volviendo intolerable. Lo sajones, francos,
alamanes, cuados, visigodos, ostrogodos y hérulos amenazaban la frontera
occidental empujados por los hunos. En Oriente, seguía el poderoso imperio sasánida; y
en el norte de África surgían los moros y bereberes procedentes del desierto.
Para hacer frente a este asalto masivo hacía falta un nutrido ejército,
necesidad que significaba impuestos cada vez más gravosos sobre una población
que disminuía. Fatalmente para el Imperio Romano, a partir del siglo IV estos
recursos económicos, cada vez más escasos, se pusieron a disposición de la
emergente Iglesia católica que impondría su religión como única confesión del
Estado. Para controlar al conjunto de territorios cada vez más
reacios a dejarse gobernar era imperativo expandir y hacer más rígida la
burocracia, intervenir en forma cada vez más estrecha y despiadada en la vida
de los individuos y los grupos, imponiendo en consecuencia, más gravámenes y
una mayor presión impositiva. Como si esto fuera poco, en la sociedad imperial se abrían
profundas grietas. A causa del fanatismo de los cristianos, sobre todo, estaba
feneciendo la antigua tolerancia religiosa. Los helenistas se oponían a la afirmación de los cristianos de que la suya era la única religión verdadera, y éstos a la convivencia pacífica con los
cultos tradicionales romanos y los nuevos cultos orientales. «Nosotros no queremos descender a pactar con la autoridad
constituida», señalaba secamente el fanático San Agustín de Hipona, mientras
los vándalos asediaban Cartago y la autoridad a la que aludía era ya cristiana
y luchaba denodadamente contra los vándalos, arrianos y enemigos declarados de la Iglesia católica. Pero no fueron sólo los cristianos: los generales que
aspiraban a la diadema imperial se rebelaban contra el Estado, así como el
Ejército y los demás generales, muchos de ellos de origen bárbaro; los pobres,
hostigados por la tributación que los empobrecía cada vez más, contra los ricos
cada vez más opulentos. Los ricos, se rebelaban frente a la autoridad que los
hacía responsables de acumular nuevos impuestos sobre los pobres. Por último, el Imperio Romano se desmoronó bajo la presión
exterior y el resquebrajamiento de su estructura interior. Pero este
derrumbamiento se produjo sólo después de una larga y tenaz defensa, incluso
brillante por momentos. Después de la caída de los Severos, en sus cinco años
de reinado (270-275), un enérgico emperador, Aureliano, había conseguido poner
freno a la anarquía militar y reconstruir bajo sus banderas la unidad del
Imperio, del que se habían perdido vastas extensiones en el Norte y en Oriente.
Aunque las poderosas murallas con las que Aureliano se apresuró a fortificar
Roma son mudos testigos de que la Pax
romana había desaparecido para
siempre y que la metrópolis se sentía amenazada.
Aureliano se proclamó Dominus
et deus, «Señor y dios» con lo cual la unidad del Imperio quedó
restablecida, al menos durante un tiempo. Pocos años más tarde, Diocleciano, un
gran estadista, organizó una radical reforma de las estructuras políticas,
militares y administrativas del Imperio, y así le dio los instrumentos para
responder a la situación cambiante. La novedad más importante fue el reconocimiento de que el
Imperio no podía ya ser regido por un solo hombre. Por esto,
Diocleciano decidió compartir las responsabilidades del gobierno del Imperio, asoció a un colega, Maximiano, y proclamó que de ahí en adelante, aunque unido
jurídicamente, el Imperio tendría de facto dos «augustos»: él mismo y
Maximiano: uno en Occidente y el otro en Oriente. Poco después el sistema que sería conocido como tetrarquía se
perfeccionó con la asociación de un «césar» a cada «augusto» con el compartiría
las tareas de gobierno como sucesor designado. En 375, los hunos, un pueblo mongol procedente de las estepas
de Asia central, obligaron a los visigodos a ponerse a salvo tras los límites del
Imperio. Vejados por los funcionarios romanos que les dieron un trato de esclavos
se lanzaron a la lucha y en 378 su caballería derrotó en Adrianópolis a todo un
ejército romano que se hallaba bajo el mando del emperador Valente, el augusto de
Oriente. Fue el canto del cisne para el viejo Imperio que no había sufrido una derrota militar semejante desde la debacle de Cannas en 216 a.C. Otro gran emperador de origen español fue Teodosio, el último
que supo gobernar enérgicamente sobre Oriente y Occidente. Se produjo luego la definitiva
división de los dos sectores. El occidental se desmoronó en 476 bajo la presión
de las hordas de invasores. El Imperio de Oriente sobrevivió casi mil años, hasta
que Constantinopla fue conquistada por los turcos otomanos en 1453. El último vestigio
del viejo Imperio había dejado de existir.
Domiciano, emperador del 81 al 96 d.C. |
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