La historia bizantina se inició oficialmente en el año 395,
a la muerte del emperador Teodosio. Pero, en
realidad, sus orígenes se remontan unos setenta años antes, y coinciden con la
terrible crisis política que atravesaba Roma desde finales del siglo III. Constantino
el Grande fue quien resolvió trasladar la capital imperial y aunque el adjetivo
que exalta su nombre se explica sobre todo a raíz de los méritos conquistados en
el campo de batalla, también se debe a la alta estima que le profesaron los agradecidos
cristianos. Constantino se ganó un puesto en el panteón de los grandes emperadores
romanos gracias a una decisión que modificó el curso de la Historia: en el 313,
un año después de haber derrotado a Majencio, publicó el célebre Edicto de Milán
o edicto de tolerancia que concedía a sus súbditos la libertad de adorar a Dios
en la forma que prefiriesen, y que garantizaba, por consiguiente, al cristianismo
la libertad de culto que sus predecesores les habían negado violentamente decretando
persecuciones, penas de cárcel, ejecuciones y confiscaciones de bienes. La supervivencia de Constantinopla, la ciudad que erigiera
el primero de los emperadores cristianos sobre el solar de la antigua polis griega de Bizancio, tiene una
singular importancia en la cultura europea medieval: permitió reconstruir, durante un
milenio, el helenismo, del que luego surgiría el Renacimiento. Fue un helenismo
con una concepción diferente del hombre y de la vida, si se compara con el de
la antigua Grecia o con el de la Roma clásica, pues este nuevo helenismo redivivo emanaba del
cristianismo. En el Imperio Bizantino, la religión era el principal de sus
activos, y definidor de la sociedad en todos sus aspectos. Parte de este
helenismo cristiano pasó luego a Occidente con el Renacimiento, otra parte de
esta cultura fue asumida por Moscú, que tras la caída del Imperio de Oriente se
proclamó su heredera natural como la «tercera Roma». Constantinopla fue, durante toda la Edad Media, la ciudad
más poblada y el núcleo más importante del comercio europeo con
Asia. La creación de un auténtico Imperio de Oriente, a través de su macrocéfala
capital, permitió además, en los primeros siglos, el desarrollo de tres
culturas diferentes, que no enfrentadas. Todo cambió cuando a mediados del
siglo VII irrumpió el islam en las antiguas provincias romanas de Egipto,
Siria, Mesopotamia y Palestina, que cayeron bajo el empuje musulmán y la historia de
Oriente y del mundo cambió para siempre. Estas fértiles regiones, que habían albergado
civilizaciones milenarias desde el principio de la historia de la
Humanidad, entraron en una larga noche que, en la mayoría de los casos, ha
perdurado hasta nuestros días.
Desde el siglo IV, bajo el cristianismo, la cultura
bizantina se basaba en la sacralización de la sociedad, y las diferencias
dogmáticas, es decir, de interpretación de las Escrituras y, sobre todo, sobre
la naturaleza de Cristo, había presidido la vida pública y acaparado buenas
parte de los esfuerzos del Estado con tal de imponer la ortodoxia a los que
seguían otras interpretaciones del cristianismo consideradas heréticas. A diferencia de los emperadores romanos, los
bizantinos centraron todos sus esfuerzos en los aspectos religiosos, y
desatendieron otros tan importantes como la defensa del Imperio. En sus dos
primeros siglos, Bizancio, siguió la estela de Roma en Oriente y contó con unas
fuerzas armadas capaces de mantener la supremacía romana en Asia. Pero esto
cambió en el siglo VII, lo que facilitó la rápida expansión de los fanatizados
seguidores de Mahoma empeñados en imponer su fe a todos los pueblos
conquistados. En Constantinopla la unión entre el emperador y el patriarca
fue muy estrecha: la persona del monarca era tenida por sagrada, lo mismo que los
miembros de su familia y las cosas que le rodeaban; el segundo ocupaba el
primer escalafón en entre los altos funcionarios del Estado. Dicho de otro
modo, cada uno reconocía al otro la máxima categoría en su respectiva
jerarquía. El antiguo imperator romano, de carácter marcadamente militar, se convirtió en basileus, es decir, una especie de virrey divino que gobernaba a los hombres en nombre de Dios. Se insistió
mucho en el argumento de que Constantinopla no estaba manchada con la sangre de
los mártires cristianos, de modo que no se trataba de una simple traslación de
la capital del Imperio desde Roma a Bizancio, sino de una renovación, porque se
dirigía a los «nuevos» cristianos nacidos en el seno de la ortodoxia y libres
ya de las ataduras propias del paganismo. El emperador, el sagrado basileus, no sólo recibía de Dios todo
su poder, sino también una gracia especial para el cumplimiento de sus tareas
como gobernante. El mismo concepto, levemente atenuado, sería revitalizado por
Carlomagno al recibir el título de sacro
emperador de manos del papa, y posteriormente sería adaptado a las monarquías
europeas, cuyos soberanos, a lo largo de toda la Edad Media y hasta principios
del siglo XX, gozarían de una legitimidad semidivina. Esta legitimidad le
permitía al soberano promulgar leyes, como eje de la sociedad que gobernaba. A mediados del siglo VI el emperador Justiniano realizó la
gran compilación de leyes conocida como Corpus
Iuris Civilis, inspirado en el antiguo derecho romano y que consolidaba un
nuevo tipo de sociedad. En Bizancio la dependencia de la agricultura fue menos
rigurosa que en Occidente y las actividades mercantiles, intelectuales y
artísticas se vieron mucho más desarrolladas. Sin embargo, todas estas
cualidades no servirían a los bizantinos para frenar a los musulmanes, primero,
y a los corsarios italianos embozados de cruzados, después. Bizancio demostró una gran capacidad creadora y asimiladora,
incluso en su relación con inveterados enemigos como los persas y los árabes
islamizados. El Imperio de Oriente aportó dos notas peculiares de originalidad:
los relatos de aventuras complicadas –novelas bizantinas– y la pintura, que
desarrolló un especial sentido del color. Pero las imágenes (iconos), pintadas o esculpidas, no
intentaban reflejar individualidades, sino atributos: el espectador debía saber
que contemplaba a un santo, a un guerrero o a un emperador sin que importaran
sus rasgos fisonómicos reales. Con este objetivo primordial, que era lograr
expresividad y magnificencia, el mosaico resultaba mucho más adecuado que la
pintura debido al colorido y brillo que podía conseguirse; de ahí que llegara a
convertirse en el arte más significativo.
En el siglo VIII, cuando más intenso se hacía el empuje de los musulmanes, el Imperio Bizantino sufrió una grave crisis religiosa. Se conoce bajo
el nombre de iconoclastia porque, en apariencia, consistía en una disputa en
torno a la utilización de las imágenes en el culto. En estas nimiedades
empleaban los gobernantes bizantinos su tiempo y sus recursos, mientras los sarracenos
amenazaban sus fronteras. En el fondo se trataba del enfrentamiento entre dos
conceptos de lo que debía ser la Iglesia. Los adoradores de las imágenes se
sintieron apoyados por el papa y la Iglesia de Roma: el VII Concilio ecuménico,
celebrado en Nicea en 787, no sólo declaró lícito el culto a las imágenes, sino
que reconoció la primacía doctrinal de los sucesores de San Pedro en Roma sobre los
patriarcas griegos de Constantinopla. Los emperadores bizantinos, entonces, comenzaron a defender
la autocefalia, esto es, el derecho de cada Iglesia a gobernarse por su cuenta.
Este principio, aplicado cada vez más rigurosamente, condujo a una separación
completa de la Iglesia oriental (1054), que se declaró a sí misma ortodoxa,
esto es, en posesión de la doctrina verdadera, porque hallaba en los católicos
romanos algunas diferencias mínimas en el enunciado del Credo. El cisma acentuó la tendencia de los emperadores a afirmar
su poder absoluto (en griego autokrator)
que ya se venía ejerciendo en el ámbito de la economía. Desde que en el año 552
unos monjes lograron introducir gusanos de seda, este producto –junto con otros
como los tejidos, las especias y el papiro– se convirtió en sustento de un
comercio del que el Estado ostentaba el monopolio. Este floreciente comercio
sería el motor que mantendría en funcionamiento el Imperio de Oriente durante
mil años, no la religión. Pero el Estado bizantino impuso sobre las relaciones con el
exterior un monopolio tan riguroso que impidió la creación de grandes empresas
privadas. Los venecianos, que sobre el papel seguían siendo súbditos del
Imperio, y después los genoveses, se beneficiaron de esta situación,
adquiriendo posesiones muy privilegiadas. Cuando el Imperio inició su declive,
en el siglo XII, Venecia aprovechó la ocasión para establecer factorías que
poco a poco llegaron a convertirlo en un imperio colonial. La autocracia imperial bizantina generó una doctrina
política que encontramos más tarde en Rusia. Teodoro Balsamón, Teofilacto,
Cecaumenos y el anónimo autor de los tratados de gobierno (logos nouthélikos), coincidieron en afirmar la absoluta identificación
del Estado y el bien de los súbditos con el emperador y su autoridad.
Ciertamente, gracias a este monopolio del Estado y a la redistribución de la
riqueza que generó, puede decirse que el nivel de vida de los bizantinos
durante la época altomedieval fue muy superior a la de los empobrecidos
europeos. Especialmente si la comparamos con las precarias condiciones del
campesinado occidental. Los hombres son imagen de Dios y como tales deben ser
amados, pero es el emperador quien aparece como vicario de Cristo en la tierra
para desempeñar esta función. Todos los súbditos son iguales ante el emperador,
pero con igualdad de hijos respecto al padre, a quien deben amor y obediencia
incondicional. El límite de la autocracia imperial se encontraba en la moral de
la Iglesia y era sin duda muy fuerte, porque las decisiones que se tomaban en
los concilios quedaban incorporadas a la ley común. En el siglo XI en Imperio sufrió una grave derrota a manos
de los turcos selyúcidas o selyuquíes, de la que no pudo recuperarse. Los
occidentales llamados en su auxilio no consiguieron otra cosa que acentuar su
debilidad y, con ella, la presión que ejercían las repúblicas italianas. En
1204, durante la IV Cruzada, los venecianos intentaron poner fin al Imperio de
Oriente y llegaron a apoderarse de Bizancio, que fue saqueada. No
fue éste, sin embargo, el fin del Imperio. La virtualidad de la fórmula
bizantina –una cultura religiosa que oponía su fidelidad al aristotelismo que
comenzaba a imperar en Occidente– era tan grande, que el sistema que
establecieron los cruzados latinos no pudo arraigar y los griegos, finalmente,
reconquistaron Constantinopla en 1261.
Desde entonces hasta 1453 una sombra de Imperio, política y
militarmente insignificante, se instaló de nuevo en el Bósforo. Basto, no
obstante, para permitir el renacimiento cultural. Emperadores y papas
coincidieron en la necesidad de buscar la unión entre las dos Iglesias, pero
sus esfuerzos, que culminaron en dos ocasiones (Lyon, 1274; Florencia, 1439), no
fueron compartidos ni por los monarcas occidentales, celosos del poder de los
emperadores de Oriente abandonándolos a su suerte, ni por la Iglesia oriental,
que temía el contacto con las nuevas corrientes doctrinales distintas a la suya.
Esta cortedad de miras la llevaría a su total destrucción tras la conquista
otomana del siglo XV. En el último siglo de su existencia, el pensamiento
bizantino se afirmó en una línea nacionalista opuesta a la escolástica
occidental. El Concilio de Constantinopla de 1351 declaró que la ortodoxia se
acomodaba bien a la vía propuesta por Gregorio Palamós, que afirmaba que el conocimiento llega al
hombre no por la razón y la experiencia, sino directamente por la
contemplación. En el terreno de las doctrinas políticas se acentuaba, con toda
lógica, el absolutismo imperial: el medio mejor de asegurar a los hombres
justicia y bienestar es colocar en la cumbre del Estado a un monarca sabio y
santo, un padre para sus súbditos, y preocupado por el bienestar de éstos. Tal fue
el legado que heredaron los zares. El último de los grandes pensadores bizantinos, Jorge
Gemistos, cuya influencia sobre los estudiosos europeos del siglo XVI fue luego
notable, se refugió en una utopía radicalmente platónica: una república ideal
sería aquella en la que el Estado apareciese como monopolizador de las tierras
y del comercio, distribuyendo equitativamente la riqueza, los derechos y las
cargas. De este modo justificaba el pensador el glorioso pasado de la cultura
bizantina. El 29 de mayo de 1453 Constantinopla, la capital del Imperio
cristiano de Oriente, cayó en poder de los turcos, lo que marcó un hito
en la demencial ideología expansionista del islam. Más de mil años antes, los cristianos
de Oriente ensalzaron a Constantino por haber puesto
fin a las persecuciones, a las torturas y a los martirios que, tras la conquista
musulmana, se reanudaron.
Mosaico bizantino que representa a la emperatriz Teodora y a sus damas |
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