En la primitiva basílica de San Pedro, en Roma, la
Nochebuena del año 800, el papa León III coronó a Carlomagno, rey de los
francos y de los lombardos, soberano del Sacro Imperio Romano Germánico. Desde
la Galia, primera conquista importante de los francos en el siglo V,
originarios de la región noroccidental de Germania, el nuevo rey de los francos había
extendido los dominios heredados de su padre hasta el Elba y el río Ebro, el Tisza
y la península Itálica, blandiendo la espada en una mano y la cruz en la otra. Esto sucedía en un momento crucial para Occidente: apenas
unos años después de que los vikingos, los fieros «hombres del Norte», hicieran
su aparición en Britania e Irlanda saqueando varios monasterios. Con sus exitosas campañas militares, Carlomagno había
demostrado sus aptitudes de gran conquistador y monarca universal.
Alto y fornido, Carlos poseía el temple de un guerrero germánico y la augusta majestuosidad de un emperador romano. Llamado en auxilio del pontífice
Adriano I, amenazado por los lombardos, el rey de los francos no se limitó a
defender al Papa, sino que prefirió resolver definitivamente la cuestión
conquistado el reino de los lombardos, que en el siglo VII se habían apoderado
de buena parte de Italia. Sometidos los lombardos, fueron los sajones los que
atrajeron la atención del rey de los francos. Se trataba de un pueblo pagano y
decididamente belicoso. Fue una empresa ardua y complicada que se prolongó por
espacio de treinta años, al término de los cuales, los feroces sajones fueron
vencidos y sojuzgados. Era éste el deber del emperador de Occidente. Como
también lo era defender a la cristiandad del islam, peligrosamente instalado al
otro lado de los Pirineos. En este caso, el éxito de la empresa se logró sólo a medias,
pero una parte de España, al menos, pasó a formar parte del reino de los
francos que, además, se anexionaron Baviera, castigándola así por su alianza
con los lombardos. Carlomagno también reconquistó las regiones danubianas,
expoliadas por las correrías de los ávaros. Resulta difícil establecer si estas conquistas obedecieron a
un plan preestablecido, pero lo cierto es que Carlomagno se involucró en su
ejecución en cuerpo y alma. Su dureza, según sus coetáneos, amansaba a los
enemigos más fieros. Sobre todo cuando estallaba su ira de forma tempestuosa y aparecía el guerrero germano que se ocultaba debajo de los lujosos
ropajes del emperador. Carlomagno también era capaz de
demostrar fascinación por la cultura –aunque apenas sabía leer y escribir–, además
de clemencia y generosidad, pues los pueblos sometidos fueron regidos tanto por
la fuerza de las armas, como por el rigor de las leyes inspiradas en el antiguo
derecho romano. El emperador fue un excelso promotor de diversas iniciativas
culturales. Con la preclara guía del diácono Alcuino, el augusto pudo, no
obstante, dedicar mucho tiempo a la retórica, la dialéctica y la astronomía. Intentó incluso aprender a escribir «pero, habiendo
comenzando demasiado tarde, obtuvo escasos resultados…», así lo constataba
Eginardo en su biografía. En cambio, no fueron fútiles los resultados que
consiguió con sus decisiones políticas y acciones militares, pues reunió en su
Imperio un vasto conjunto de territorios. El Imperio de Carlomagno tenía, no sólo una extraordinaria
dimensión territorial; se reconocía en él la impronta de la divina Providencia
que había elegido a los francos para defender y propagar la fe cristiana, o
mejor dicho, católica. Conducidos por Carlos Martel y Pipino el Breve, los
francos frenaron el arrollador avance de los moros en Occidente; el propio
Carlos los había atacado y derrotado en tierras españolas; sometió e hizo
bautizar a numerosos caudillos paganos en Germania y por último salvó a Roma y
al Papado de la amenaza de los lombardos, al tiempo que libraba a Italia de la
abusiva y dispendiosa «protección» de los emperadores bizantinos que
se habían apropiado de buena parte de la Península en el siglo VI.
Carlomagno había continuado la reconstrucción del Imperio
Romano de Occidente iniciado por Justiniano, tras la debacle sufrida a
causa de las invasiones germánicas del siglo V. Paradójicamente, fue un rey
germánico el que reunificó el Imperio de Occidente y recompuso en buena parte la antigua
administración romana que tantos siglos de paz y prosperidad había proporcionado a Europa. El rey de los francos triunfó donde había fracasado
Justiniano: los hechos de aquella época y la mentalidad de entonces, aunque
confusamente, sugieren que se proyectaba una unidad religiosa y política como
la alcanzada en tiempos del Imperio Romano, cuya memoria aún seguía viva en el
imaginario de las clases sociales ilustradas, sobre todo en la jerarquía
eclesiástica que abogaba por un soberano universal capaz de defender a la
Iglesia de la gran amenaza que suponía el islam. Los pilares del reino de los francos fueron los condes y los
obispos –a menudo nombrados por el mismo monarca–, la milicia armada y la milicia
apostólica que operaban como sus funcionarios en todas las regiones del Imperio
en forma solidaria, como resultado de la legislación imperial, como consta en las ordenanzas llamadas Capitulares. Por otra parte, se confiaba la cohesión política y social
del Imperio al vínculo espiritual. El emperador contaba con su propia
autoridad, conferida por Dios, y con la lealtad de todos los súbditos libres, a
los que exigía juramento de fidelidad. Los obispos lo reconocieron como jefe de
la Iglesia en Franquia y además como protector de la Iglesia católica; muchos
le debieron a él la cátedra episcopal. En tiempos de Carlomagno se anunciaba ya el advenimiento de
la sociedad feudal, que sustituiría al poder central, cada vez con menor
autoridad desde la muerte del emperador (814), por una frondosa red de
relaciones personales entre hombres libres, a un tiempo protectores y
protegidos. El peso de esta organización entretejida por hombres libres
oprimiría cada vez más a los menos libres y a los siervos, es decir a los
campesinos; la masa rural que procuraba alimentos a la sociedad europea altomedieval. En lo que respecta al Papado, el renacimiento de la idea del
Imperio constituía el éxito de una acción política lineal, que se desarrolló
tenazmente por espacio de muchos decenios. Los papas obtuvieron todo lo que desearon y más aún: la
donación de territorios en Italia que da origen a los Estados Pontificios
(754). Pero terminaron por someterse: Carlomagno dictó leyes a los papas al
igual que a sus obispos, convencido de que cumplía así su deber como protector
de Roma y de la Iglesia; Lotario, su segundo sucesor, sancionó formalmente la
supremacía del emperador e impuso al pontífice, elegido canónicamente, un
juramente de fidelidad a la monarquía. Esta situación, aceptada tanto por imperativo legal como por
necesidad, se tornó progresivamente menos admisible, cuando comenzó la
disolución del Imperio, mientras que en Roma se ungía a pontífices de alto
valor y prestigio, por ejemplo, Nicolás I y Juan VIII. Ante todo, según la
doctrina que expuso el papa Gelasio I, a finales del siglo V, Dios instituyó
dos poderes máximos en el mundo: la sacrosanta autoridad de los papas y la potestad
real. Pero quien ejerza la monarquía debe inclinar la cabeza ante el sumo
sacerdote, que es el conseguidor de su salvación eterna.
En segundo lugar estaba la tradición constantiniana. Se
cimentaba ésta en una falsedad, inventada en los ambientes pontificios a mediados del siglo VIII (y sólo reconocida como tal en el siglo XV), según la
cual Constantino, el primer emperador romano que adoptó el cristianismo, habría
donado al papa Silvestre I todo el Occidente con poderes imperiales, para
retirarse a Bizancio y gobernar desde allí la parte oriental del Imperio. Si se
certificaba entonces que el papa había entrado en posesión de poderes
imperiales, él confería el derecho a otros y ungía al emperador. Por último,
estaba la tradición de la transferencia del Imperio. La Nochebuena del año 800,
el papa había transferido el Imperio desde Bizancio, adonde lo había llevado
Constantino en el siglo IV, hasta Roma, su sede originaria. Y de pleno derecho,
sea porque en el 800 estaba vacante trono del Imperio de Oriente, sea porque
Carlomagno pertenecía a la estirpe privilegiada y predestinada de los francos,
sea porque el Imperio Romano había surgido para tutelar y proteger a la Iglesia
y facilitarle misiones sobrenaturales, según un designio de la Providencia que
le incumbía al jefe de la Iglesia interpretar. Evidentemente, cualquier conocedor de la historia de
Occidente, discreparía sobre la validez de estas teorías. Para empezar, en el
siglo VII la dinastía carolingia había usurpado el trono a la dinastía
merovingia que originariamente había sellado el pacto con la Iglesia en el año
496, tras la conversión al catolicismo del rey franco Clodoveo. En segundo lugar, durante varios
siglos los emperadores romanos persiguieron encarnizadamente a los cristianos
porque renegaban de los dioses tutelares de Roma y no respetaban los cultos religiosos del
Estado. No obstante, todas estas teorías falsarias fueron
desarrolladas, invocadas y esgrimidas durante siglos como armas arrojadizas
contra otras de signo opuesto, o derivadas de ellas, cuando promediaba el milenio
durante el cual los poderes del Imperio y el Papado se entrelazaron con la suerte de Occidente. Las sangrientas guerras de Religión que devastaron Europa en
los siglos XVI y XVII tenían sus orígenes en las manipulaciones documentales y testamentarias
urdidas un milenio antes. El Sacro Imperio que nació en Roma en la Nochebuena del año 800
habría de durar más de mil años, hasta que en 1806 fue disuelto por Napoleón,
y representó el más elevado ideal político en Europa, hasta la fundación de la Unión Europea.
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