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domingo, 26 de noviembre de 2017

El duque Felipe de Anjou accede al trono de España

Felipe de Anjou entró en España por Vera de Bidasoa (Navarra), llegando a Madrid el 17 de febrero de 1701. El pueblo madrileño, hastiado del largo y agónico reinado de Carlos II, lo recibió con una alegría delirante y con esperanzas de renovación. Pronto el nuevo rey Felipe V de España, sería conocido, no sin cierta ironía, con el sobrenombre de El Animoso. Fue ungido como rey en Toledo —la antigua capital del Reino visigodo— por el cardenal Portocarrero y proclamado como tal por las Cortes de Castilla reunidas el 8 de mayo de 1701 en el Real Monasterio de San Jerónimo. El 17 de septiembre Felipe V juró los fueros del reino de Aragón y luego se dirigió a Barcelona donde había convocado las Cortes catalanas. Allí, el 4 de octubre de 1701, juró las Constituciones catalanas y mientras las Cortes estuvieron reunidas tuvo que permanecer en la capital del Principado. Finalmente, a principios de 1702 pudo clausurar las Cortes después de verse obligado a hacer importantes concesiones —como la creación del Tribunal de contrafacciones—, reforzándose así la concepción pactista de las relaciones entre el soberano y sus vasallos. Como recordó un memorial presentado por las instituciones catalanas: «…en Cataluña quien hace las leyes es el rey con la corte» y «en las Cortes se disponen justísimas leyes con las cuales se asegura la justicia de los reyes y la obediencia de los vasallos». Las Cortes del reino de Aragón, presididas por la reina, ya que Felipe embarcó el 8 de abril en Barcelona con rumbo al reino de Nápoles, no llegaron a clausurarse a causa de la marcha de la reina a Madrid, quedando pendientes de resolverse las peticiones de los cuatro brazos que la componían. Las Cortes del reino de Valencia nunca llegaron a convocarse.
Tras su llegada a Madrid, Felipe V, siguiendo las indicaciones del embajador francés, marqués de Harcourt, formó un Consejo de despacho, máximo órgano de gobierno de la Monarquía por encima de los Consejos establecidos por los Habsburgo, integrado por el propio rey y el cardenal Portocarrero, presidente de la Junta de Gobierno nombrada por Carlos II; don Manuel Arias, presidente del Consejo de Castilla; y don Antonio de Uvilla, nombrado Secretario del Despacho Universal, y al que pronto se unió el embajador francés, por imposición de Luis XIV, ya que en seguida quedó claro, según la historiadora francesa Janine Fayard, que «Luis XIV iba a actuar como el verdadero dueño de España». Así, en junio de 1701, envió a la corte de Madrid a Jean Orry para que se ocupara de sanear y aumentar los recursos de la Hacienda real, y también negoció, sin consultarle, el casamiento de Felipe con la princesa saboyana María Luisa Gabriela de Saboya. La boda real se celebró en Barcelona, a donde había acudido Felipe V a jurar como conde de Barcelona ante las Cortes catalanas, quien dominó por completo al rey a pesar de tener apenas catorce años, contando con el apoyo de la princesa de los Ursinos, de sesenta años, nombrada camarera mayor de palacio por indicación de Luis XIV que, desde luego, tomó las riendas del gobierno en España también lo prueban las 400 cartas que le envió a su nieto entre 1701 y 1715, «en las que fue pródigo en consejos políticos, incluso órdenes» y el destacado papel que desempeñó en la corte de Madrid su embajador. Era, pues, el rey francés, quien controlaba los auténticos resortes del poder en España. De este modo, los respectivos embajadores; Harcourt, Marcin, Estríes, tío y sobrino, y Gramont, no actuaron como representantes legales de Francia en el sentido estricto, sino como auténticos ministros.
El interés de Luis XIV por la monarquía española radicaba fundamentalmente en su Imperio de las Indias Occidentales, como reconoció más adelante en una carta enviada a su embajador en Madrid una vez iniciada la guerra: «el principal objeto de la guerra presente es el comercio de Indias y de las riquezas que producen». Esto es lo que explica que en seguida el Consejo de despacho tomara una serie de medidas para favorecer el comercio francés con los territorios españoles de ultramar, organizados en grandes virreinatos. Así, en pocos meses, más de una treintena de barcos realizaban continuos viajes entre los puertos franceses y los de Nueva España y Perú y más adelante los puertos de la América española fueron «pacíficamente invadidos» por cientos de navíos franceses haciendo saltar por los aires las férreas disposiciones que habían estado en vigor durante dos siglos, y que concedían el monopolio del comercio con América a la casa de Contratación de Sevilla.
La medida de mayor trascendencia fue la concesión del asiento de negros —el monopolio de la trata de esclavos con América— a la Compagnie de Guinée el 27 de agosto de 1701 —compañía de la que Luis XIV y su hijo Felipe V poseían el 50% del capital—, que también recibió el privilegio de extraer oro, plata y otras mercancías, libres de impuestos, de los puertos donde había vendido esclavos. Algunos historiadores consideran esta decisión como el detonante de la guerra de Sucesión Española y así lo vieron algunos contemporáneos, especialmente ingleses y holandeses. Ciertamente, la negativa española a permitir que Inglaterra comerciase con las colonias españolas de América, y del Caribe especialmente, había provocado un larguísimo y enconado enfrentamiento marítimo y comercial entre ambas potencias, y ahora, sin esfuerzo alguno, y sin necesidad de guerra, Francia obtenía lo que a Inglaterra se le había negado. Esta situación llevó a la creación de la Gran Alianza antiborbónica. Un eufemismo para evitar decir lo que era: una alianza antifrancesa y antiespañola.
La apertura del Imperio colonial español al comercio francés confirmó el temor de las dos potencias marítimas de la época, Inglaterra y las Provincias Unidas, de que Francia pretendía adueñarse del comercio español con América, por lo que el 20 de enero de 1701 firmaron una alianza para realizar operaciones conjuntas contra Francia y dieron su apoyo a las aspiraciones del segundo hijo del emperador Leopoldo I al trono español. Cuando se conocieron las concesiones hechas por Felipe V a la Compagnie de Guinée en la trata de esclavos, lo que coincidió en el tiempo con el reconocimiento por Luis XIV de Jacobo III Estuardo en sus aspiraciones al trono de Inglaterra, este país y las Provincias Unidas promovieron la formación de una gran coalición antiborbónica. Así, el 7 de septiembre de 1701 se firmó el Tratado de La Haya que dio nacimiento a la Gran Alianza, formada por el Sacro Imperio, Inglaterra, las Provincias Unidas de los Países Bajos, Prusia y la mayoría de los estados alemanes, que declaró la guerra a Luis XIV de Francia y a Felipe V de España en mayo de 1702. Portugal y el ducado de Saboya se unirían a la Gran Alianza en mayo de 1703. La guerra se inició en las fronteras de Francia con los Estados de la Gran Alianza, y posteriormente en la propia España, donde se convirtió en una guerra civil entre la Corona de Aragón, partidaria mayoritariamente del archiduque, el cual había ofrecido garantías de mantener el sistema foral de la Católica monarquía española, y la Corona de Castilla, que había aceptado a Felipe V, cuya mentalidad era la del estado centralista de una monarquía absoluta como la de Francia. Terminada la guerra, los reinos de la Corona de Aragón vieron suprimidas sus leyes e instituciones; sustituidas por las leyes de Castilla según el Decreto de Nueva Planta de 1707. Solo las provincias Vascongadas y el reino de Navarra conservaron sus leyes y fueros por su fidelidad a la causa borbónica.

Felipe V, rey de España

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