Felipe de Anjou entró en España por Vera de Bidasoa
(Navarra), llegando a Madrid el 17 de febrero de 1701. El pueblo madrileño,
hastiado del largo y agónico reinado de Carlos II, lo recibió con una alegría
delirante y con esperanzas de renovación. Pronto el nuevo rey Felipe V de
España, sería conocido, no sin cierta ironía, con el sobrenombre de El Animoso.
Fue ungido como rey en Toledo —la antigua capital del Reino visigodo— por el
cardenal Portocarrero y proclamado como tal por las Cortes de Castilla reunidas
el 8 de mayo de 1701 en el Real Monasterio de San Jerónimo. El 17 de septiembre
Felipe V juró los fueros del reino de Aragón y luego se dirigió a Barcelona
donde había convocado las Cortes catalanas. Allí, el 4 de octubre de 1701, juró
las Constituciones catalanas y mientras las Cortes estuvieron reunidas tuvo que
permanecer en la capital del Principado. Finalmente, a principios de 1702 pudo
clausurar las Cortes después de verse obligado a hacer importantes concesiones
—como la creación del Tribunal de contrafacciones—, reforzándose así la
concepción pactista de las relaciones entre el soberano y sus vasallos. Como
recordó un memorial presentado por las instituciones catalanas: «…en Cataluña
quien hace las leyes es el rey con la corte» y «en las Cortes se disponen
justísimas leyes con las cuales se asegura la justicia de los reyes y la
obediencia de los vasallos». Las Cortes del reino de Aragón, presididas por la
reina, ya que Felipe embarcó el 8 de abril en Barcelona con rumbo al reino de
Nápoles, no llegaron a clausurarse a causa de la marcha de la reina a Madrid,
quedando pendientes de resolverse las peticiones de los cuatro brazos que la
componían. Las Cortes del reino de Valencia nunca llegaron a convocarse.
Tras su llegada a Madrid, Felipe V, siguiendo las
indicaciones del embajador francés, marqués de Harcourt, formó un Consejo de
despacho, máximo órgano de gobierno de la Monarquía por encima de los Consejos
establecidos por los Habsburgo, integrado por el propio rey y el cardenal
Portocarrero, presidente de la Junta de Gobierno nombrada por Carlos II; don
Manuel Arias, presidente del Consejo de Castilla; y don Antonio de Uvilla,
nombrado Secretario del Despacho Universal, y al que pronto se unió el
embajador francés, por imposición de Luis XIV, ya que en seguida quedó claro,
según la historiadora francesa Janine Fayard, que «Luis XIV iba a actuar como
el verdadero dueño de España». Así, en junio de 1701, envió a la corte de
Madrid a Jean Orry para que se ocupara de sanear y aumentar los recursos de la
Hacienda real, y también negoció, sin consultarle, el casamiento de Felipe con
la princesa saboyana María Luisa Gabriela de Saboya. La boda real se celebró en
Barcelona, a donde había acudido Felipe V a jurar como conde de Barcelona ante
las Cortes catalanas, quien dominó por completo al rey a pesar de tener apenas
catorce años, contando con el apoyo de la princesa de los Ursinos, de sesenta
años, nombrada camarera mayor de palacio por indicación de Luis XIV que, desde
luego, tomó las riendas del gobierno en España también lo prueban las 400
cartas que le envió a su nieto entre 1701 y 1715, «en las que fue pródigo en
consejos políticos, incluso órdenes» y el destacado papel que desempeñó en la
corte de Madrid su embajador. Era, pues, el rey francés, quien controlaba los
auténticos resortes del poder en España. De este modo, los respectivos
embajadores; Harcourt, Marcin, Estríes, tío y sobrino, y Gramont, no actuaron
como representantes legales de Francia en el sentido estricto, sino como
auténticos ministros.
El interés de Luis XIV por la monarquía española radicaba
fundamentalmente en su Imperio de las Indias Occidentales, como reconoció más
adelante en una carta enviada a su embajador en Madrid una vez iniciada la
guerra: «el principal objeto de la guerra presente es el comercio de Indias y
de las riquezas que producen». Esto es lo que explica que en seguida el Consejo
de despacho tomara una serie de medidas para favorecer el comercio francés con
los territorios españoles de ultramar, organizados en grandes virreinatos. Así,
en pocos meses, más de una treintena de barcos realizaban continuos viajes
entre los puertos franceses y los de Nueva España y Perú y más adelante los
puertos de la América española fueron «pacíficamente invadidos» por cientos de
navíos franceses haciendo saltar por los aires las férreas disposiciones que
habían estado en vigor durante dos siglos, y que concedían el monopolio del
comercio con América a la casa de Contratación de Sevilla.
La medida de mayor trascendencia fue la concesión del
asiento de negros —el monopolio de la trata de esclavos con América— a la
Compagnie de Guinée el 27 de agosto de 1701 —compañía de la que Luis XIV y su
hijo Felipe V poseían el 50% del capital—, que también recibió el privilegio de
extraer oro, plata y otras mercancías, libres de impuestos, de los puertos
donde había vendido esclavos. Algunos historiadores consideran esta decisión
como el detonante de la guerra de Sucesión Española y así lo vieron algunos
contemporáneos, especialmente ingleses y holandeses. Ciertamente, la negativa
española a permitir que Inglaterra comerciase con las colonias españolas de
América, y del Caribe especialmente, había provocado un larguísimo y enconado
enfrentamiento marítimo y comercial entre ambas potencias, y ahora, sin esfuerzo
alguno, y sin necesidad de guerra, Francia obtenía lo que a Inglaterra se le
había negado. Esta situación llevó a la creación de la Gran Alianza
antiborbónica. Un eufemismo para evitar decir lo que era: una alianza
antifrancesa y antiespañola.
La apertura del Imperio colonial español al comercio francés
confirmó el temor de las dos potencias marítimas de la época, Inglaterra y las
Provincias Unidas, de que Francia pretendía adueñarse del comercio español con
América, por lo que el 20 de enero de 1701 firmaron una alianza para realizar
operaciones conjuntas contra Francia y dieron su apoyo a las aspiraciones del
segundo hijo del emperador Leopoldo I al trono español. Cuando se conocieron
las concesiones hechas por Felipe V a la Compagnie de Guinée en la trata de
esclavos, lo que coincidió en el tiempo con el reconocimiento por Luis XIV de
Jacobo III Estuardo en sus aspiraciones al trono de Inglaterra, este país y las
Provincias Unidas promovieron la formación de una gran coalición antiborbónica.
Así, el 7 de septiembre de 1701 se firmó el Tratado de La Haya que dio
nacimiento a la Gran Alianza, formada por el Sacro Imperio, Inglaterra, las
Provincias Unidas de los Países Bajos, Prusia y la mayoría de los estados
alemanes, que declaró la guerra a Luis XIV de Francia y a Felipe V de España en
mayo de 1702. Portugal y el ducado de Saboya se unirían a la Gran Alianza en
mayo de 1703. La guerra se inició en las fronteras de Francia con los
Estados de la Gran Alianza, y posteriormente en la propia España, donde se
convirtió en una guerra civil entre la Corona de Aragón, partidaria
mayoritariamente del archiduque, el cual había ofrecido garantías de mantener
el sistema foral de la Católica monarquía española, y la Corona de Castilla,
que había aceptado a Felipe V, cuya mentalidad era la del estado centralista de
una monarquía absoluta como la de Francia. Terminada la guerra, los reinos de
la Corona de Aragón vieron suprimidas sus leyes e instituciones; sustituidas
por las leyes de Castilla según el Decreto de Nueva Planta de 1707. Solo las
provincias Vascongadas y el reino de Navarra conservaron sus leyes y fueros por
su fidelidad a la causa borbónica.
Felipe V, rey de España |
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