La guerra
de Sucesión Española fue un conflicto internacional que se inició en 1700 y
terminó con la firma del Tratado de Utrecht en 1713, y que tuvo como causa
fundamental la muerte sin descendencia del rey Carlos II de España, último
representante de la casa de Habsburgo, y que dejó como principal consecuencia
la instauración de la casa de Borbón en el trono de España. En el interior de
España, la guerra de Sucesión evolucionó hasta convertirse en una guerra civil
entre borbónicos, cuyo principal apoyo lo encontraron en la Corona de Castilla,
y partidarios de la Casa de Austria, mayoritarios en los antiguos reinos de la
Corona de Aragón, cuyos últimos rescoldos no se extinguieron hasta 1714 con la
caída de Barcelona, y 1715 con la capitulación de Mallorca ante las
fuerzas del nuevo rey de España, Felipe V. Para la Católica monarquía española,
las principales secuelas de la guerra fueron la pérdida de sus posesiones
europeas y la desaparición de la Corona de Aragón, lo que puso fin al modelo de
«monarquía compuesta» de los reyes españoles de la casa de Habsburgo, cuyo
último monarca, Carlos II el Hechizado, debido a su esterilidad y enfermedad,
no pudo engendrar descendencia. Durante los años previos a su muerte —que
acaeció en noviembre de 1700— la cuestión sucesoria se convirtió en asunto
político internacional, e hizo evidente que el trono de España, con todos sus
territorios continentales y de ultramar, constituía un botín tentador para las
demás potencias europeas.
Tanto el
rey Luis XIV de Francia, de la casa de Borbón, como el emperador Leopoldo I del
Sacro Imperio Romano Germánico, de la casa de Habsburgo, alegaban derechos a la
sucesión a la Corona española, debido a que ambos estaban casados con infantas
españolas hijas de Felipe IV y, además, las madres de ambos eran hijas de
Felipe III. El gran delfín de Francia, hijo primogénito y único superviviente
de Luis XIV, a través de su madre, María Teresa de Austria, hermana mayor de
Carlos II, parecía ser el descendiente de Su Católica Majestad, el rey de
España, con más derechos a la Corona, ya que tanto la madre como la esposa de
Luis XIV, Ana de Austria y María Teresa de Austria, respectivamente, eran
mayores que sus respectivas hermanas, María de Austria y Margarita de Austria,
madre y esposa del emperador Leopoldo. Sin embargo, en su contra jugaba el
hecho de que tanto Ana de Austria, madre de Luis XIV, como María Teresa de
Austria, esposa de Luis XIV y madre del gran delfín, habían renunciado a sus
derechos sucesorios a la Corona de España, por ellas y por sus descendientes.
Además, como heredero también al trono de Francia, la unión de ambas coronas
hubiese significado, en la práctica, la unión de España —y su vasto imperio de
ultramar— y Francia bajo una misma dirección, en un momento en el que Francia
era lo suficientemente fuerte como para poder imponerse como potencia
hegemónica en Europa. No así en América.
Los hijos
del emperador Leopoldo I, primo hermano de Carlos II, tenían un parentesco
menor que el gran delfín ya que su madre no era española sino la alemana Leonor
de Neoburgo, así que, en términos legales, la cuestión sucesoria era compleja,
ya que ambas familias —Borbón y Austria— podían reclamar sus derechos a la
Corona española. Por otro lado, Inglaterra y los Países Bajos, veían con preocupación
la posibilidad de la unión de las Coronas francesa y española a causa del
peligro que para sus intereses supondría la emergencia de una superpotencia
«católica» de tal magnitud. También ofrecían problemas los hijos de Leopoldo I,
puesto que la elección de alguno de los dos como heredero supondría la
resurrección de un Imperio semejante al de Carlos V de Alemania en el siglo
XVI, deshecho por la división de su herencia entre su hijo Felipe II de España,
y su hermano Fernando I de Habsburgo. Un temor compartido por Luis XIV que no
quería que volviese a repetirse la situación de los tiempos de Carlos V, en la
que el eje España–Alemania aisló fatalmente a Francia. Así que tanto Inglaterra
como los Países Bajos apoyaron una tercera opción, que también era bien vista
por la corte española, la del hijo del elector de Baviera, José Fernando de
Baviera, bisnieto de Felipe IV y sobrino nieto del rey Carlos II. Aunque tanto
Luis XIV como Leopoldo I estaban dispuestos a transferir sus pretensiones al
trono a miembros más jóvenes de su familia —Luis al hijo más joven del delfín,
Felipe de Anjou, y Leopoldo a su hijo menor, el archiduque Carlos—, la elección
del candidato bávaro parecía la opción menos amenazante para las demás
potencias europeas. Así que el rey Carlos II de España nombró a José Fernando
de Baviera como su sucesor.
Para
evitar la formación de un bloque hispano–alemán que ahogara a Francia, Luis XIV
auspició el Primer Tratado de Partición, firmado en La Haya en 1698, a espaldas
de España. Según este tratado, a José Fernando de Baviera se le adjudicaban los
reinos peninsulares (exceptuando Guipúzcoa), Cerdeña, los Países Bajos
Españoles y las colonias americanas, quedando el Milanesado para el archiduque
Carlos y Nápoles, Sicilia, los presidios de Toscana y Guipúzcoa para el delfín
de Francia, como compensación por su renuncia a la Corona española. El problema
surgió cuando José Fernando de Baviera murió prematuramente en 1699, lo que
llevó al Segundo Tratado de Partición, también a espaldas de España. Bajo tal
acuerdo el archiduque Carlos era reconocido como heredero, pero dejando todos
los territorios italianos de España, además de Guipúzcoa, a Francia. Si bien
Francia, los Países Bajos e Inglaterra estaban satisfechos con el acuerdo,
Austria no lo estaba y reclamaba la totalidad de la herencia española. Tampoco
fue aceptado por la corte española, encabezada por el cardenal Portocarrero,
porque además de imponer un heredero suponía la desmembración de los
territorios de la Monarquía.
El Tratado de Viena (1725)
La
conquista española de Cerdeña en 1717 y la del reino de Sicilia en 1718
provocaron la guerra de la Cuádruple Alianza en la que Felipe V salió derrotado
por lo que tras la firma del Tratado de La Haya en febrero de 1720, tuvo que
retirarse de las dos islas. Para concretar los acuerdos de La Haya se reunió el
Congreso de Cambray (1721–1724) que supuso un nuevo fracaso para Felipe V,
porque no alcanzó su gran objetivo dinástico —que los ducados de Parma y de
Toscana pasaran a su tercer hijo varón, Carlos— y tampoco que Gibraltar
volviera a soberanía española. Johan
Willem Ripperdá, barón y duque de Ripperdá, fue un noble holandés que llegó a
Madrid en 1715 como embajador extraordinario de las Provincias Unidas y que
tras abjurar del protestantismo se había puesto al servicio del monarca
ganándose su confianza, convenció al rey y a la reina para que lo enviaran a
Viena, comprometiéndose a alcanzar un acuerdo con el emperador Carlos VI que
pusiera fin a la rivalidad entre ambos soberanos por la Corona de España, y que
permitiera que el infante don Carlos pudiera llegar a ser el nuevo duque de
Parma, de Piacenza y de Toscana. El 30 de abril de 1725 se firmó el Tratado de
Viena que acabó definitivamente con la guerra de Sucesión Española al renunciar
el emperador Carlos VI a sus derechos a la Corona de España, y reconocer como
rey de España y de las Indias Occidentales a Felipe V, y a cambio éste
reconocía al emperador la soberanía sobre las posesiones de Italia y de los
Países Bajos que habían correspondido a la Corona española, y volvía a reiterar
su renuncia al trono de Francia. En uno de los documentos Felipe V otorgaba la
amnistía a los partidarios de la Casa de Austria, y se comprometía a
devolverles sus bienes que habían sido confiscados durante la guerra y en la
inmediata posguerra. Asimismo se les reconocían los títulos que les hubiera
otorgado Carlos III el archiduque. Además Felipe V concedía a la Compañía de
Ostende importantes ventajas comerciales para que pudiera comerciar con las
Indias españolas. A cambio Viena ofrecía su apoyo a Felipe V para presionar al
rey de Inglaterra para que recuperara Gibraltar y Menorca. En cuanto a los
derechos sobre los ducados de Parma, Piacenza y Toscana, Ripperdá consiguió que
Carlos VI aceptara que pasasen al infante don Carlos, al extinguirse la rama
masculina de los Farnesio, aunque nunca podrían integrarse a la Corona de
España. Por último, Ripperdá, siguiendo las instrucciones de Felipe V, no
permitió que se planteara de nuevo el «caso de los catalanes», por lo que se
mantuvo las disposiciones de Nueva Planta que, mediante decreto del 9 de
octubre de 1715, había suprimido algunas de las leyes e instituciones propias
del principado de Cataluña.
Cuando las
monarquías de Inglaterra y de Francia tuvieron conocimiento del Tratado de
Viena firmaron el 3 de septiembre de 1725, con el reino de Prusia, el Tratado
de Hannover para «mantener a los Estados firmantes en los países y ciudades
dentro y fuera de Europa que actualmente poseyeran». Esta postura beligerante de
las potencias garantes del statu quo de Utrecht hizo que el emperador diera
marcha atrás y no consintiera el matrimonio de sus dos hijas con los infantes
españoles Carlos y Felipe —doble enlace matrimonial con los que se iba a sellar
la nueva alianza—, y que anunciara que tampoco apoyaría a Felipe V si este
intentaba recuperar Gibraltar o Menorca. En contrapartida las concesiones
comerciales prometidas a la Compañía de Ostende nunca se materializaron y acabó
disolviéndose en 1731 por la presión británica. En cambio
Felipe V respondió con el segundo sitio a Gibraltar en 1727 que no tuvo éxito
debido a la superioridad de la flota británica que defendía el Peñón, que
impidió que la infantería pudiera lanzarse al asalto después de que la
artillería hubiera bombardeado las fortificaciones británicas. Finalmente la
guerra anglo–española de 1727–1729 se selló con la firma del Tratado de Sevilla
del 9 de noviembre de 1729 en el que Felipe V, a cambio de reconocer
definitivamente el nuevo orden internacional surgido de la Paz de Utrecht,
obtuvo lo que venían anhelando él y su esposa Isabel de Farnesio desde 1715,
que el hijo primogénito de ambos, el infante don Carlos ocupara el trono del
ducado de Parma y del ducado de Toscana.
Conclusiones
A la
pregunta ¿quién ganó la guerra de Sucesión Española? la respuesta suele ser
unánime: Gran Bretaña —que consiguió el dominio del Atlántico y del
Mediterráneo, con las bases de Gibraltar y de Menorca, y que puso los cimientos
del Imperio Británico, con las concesiones territoriales y comerciales que
consiguió en América—. Pero también salieron beneficiados, aunque en menor
proporción, los otros dos firmantes de la Gran Alianza de 1701: las Provincias
Unidas y el Imperio Austriaco. Este último se quedó con las posesiones de la Corona
española en Italia y en los Países Bajos, aunque Carlos VI no consiguió ser rey
de España. La monarquía de Francia, por su parte, alcanzó el objetivo de situar
en el trono español a un Borbón, aunque no solo no obtuvo ningún rédito de ello
sino que pagó un alto precio, pues Francia salió de la guerra con una grave
crisis financiera que arrastraría a lo largo de todo el siglo XVIII. En cuanto
a la monarquía española el desenlace de la guerra supuso la entronización de la
nueva dinastía borbónica, a costa de la pérdida de sus posesiones en Italia y
los Países Bajos, más Gibraltar y Menorca, y de la pérdida del control del
comercio con ultramar, a causa de la concesión a los británicos del asiento de
negros y del navío de permiso. Con todo ello se inició la lenta decadencia
española, aunque España siguió siendo una potencia de primer orden a lo largo
del siglo XVIII, y jugó un destacado papel en la política europea e
intercontinental. No obstante, puede decirse que Felipe V fracasó en la misión
por la que fue elegido como sucesor de Carlos II: conservar íntegros los
territorios de la monarquía española. A nivel
interno Felipe V puso fin a la Corona de Aragón por la vía militar y abolió las
instituciones y leyes propias que regían los estados que la componían,
instaurando en su lugar un Estado absolutista y centralizado, inspirado en la
monarquía absoluta francesa y en algunas instituciones de la Corona de
Castilla. Así pues, se puede afirmar que los grandes derrotados de la guerra
fueron los partidarios de la Casa de Austria, defensores no solo de los
derechos de la dinastía de los Habsburgo, sino del mantenimiento del carácter
«confederal» de la monarquía española desde su creación en el siglo XV por los
Reyes Católicos.
Proclamación de Felipe V en Versalles como Rey de España |
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