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lunes, 5 de noviembre de 2018

El legado de la Primera Guerra Mundial


El próximo día 11 se cumplirá el centenario de la finalización de la Primera Guerra Mundial, el acontecimiento más importante de su época, no solo por lo que sucedió durante el conflicto, sino por el impacto posterior que tuvo. Sus repercusiones globales se prolongaron hasta 1945, y, según muchos, hasta la disolución de la Unión Soviética surgida tras la revolución de 1917 y la posterior guerra civil rusa. La Gran Guerra de 1914–1918, como se la conoció entonces, marcó el inicio de una era de grandes catástrofes que jalonaron el siglo XX hasta la finalización de la «guerra fría» en 1991.
Pero para los combatientes y sus familias, la guerra no terminó aquel lejano 11 de noviembre de 1918. Las tropas que combatieron en el último tramo del conflicto en el Frente Occidental apenas contaban dieciocho años, tenían la edad del siglo, joven todavía. En 2003 aún vivían treinta y siete veteranos del Ejército Expedicionario británico, y en 2007 falleció el último superviviente francés de la batalla de Verdún. La guerra marcó de forma indeleble a todos los que combatieron en ella. Con el paso de los años —sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial— los efectos del conflicto europeo desencadenado en el caluroso verano de 1914, quedaron relegados a un segundo plano. Conceptos como «Imperio austrohúngaro» o «la Rusia de los zares» parecían excesivamente lejanos en el tiempo, más propios del siglo XIX que del XX. A medida que han ido disipándose las ondas expansivas, su impacto ha desaparecido. La historia de su legado no es solo la de los estragos que causaron los combates en las trincheras y sus repercusiones políticas en las sociedades occidentales de los años inmediatamente posteriores, sino también la de los procesos que contribuyeron a cerrar las heridas y a aliviar el dolor. Cuando empezó la guerra en 1914, los ejércitos se lanzaron a la contienda con conceptos tácticos que apenas habían cambiado desde la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Grandes batallones de infantería, la caballería como arma de asalto y la artillería desempeñando un papel muy parecido al que había tenido en las guerras napoleónicas. En apenas un año, todos estos conceptos quedaron obsoletos: surgió la aviación militar, la guerra submarina y la guerra química hizo su aparición en los campos de batalla aterrorizando a los combatientes.
A finales de la década de 1920, Europa todavía se estaba rehaciendo de los estragos de la guerra, y estaba produciéndose una recuperación tardía pero tangible, incluso en Alemania, excesivamente castigada por las cláusulas revanchistas impuestas en el Tratado de Versalles por las potencias vencedoras, especialmente por Francia. Fue este espíritu de revanchismo el que provocó una respuesta nacionalista en la humillada Alemania que explotó Adolf Hitler, desencadenando un nuevo conflicto armado cuyas terribles consecuencias perduraron más allá de 1945.
Se ha venido diciendo que las causas que provocaran la Segunda Guerra Mundial, hay que buscarlas en las consecuencias directas de la de 1914–1918 y, sobre todo, en los tratados de paz que se firmaron entre 1919–1920. Pero también tuvo mucho que ver la fallida recuperación económica de la década 1919–1929 que desembocó en el crack bursátil de Wall Street y en la subsiguiente Gran Depresión que, iniciada en Estados Unidos, se traslado a Europa y al resto del mundo y ensombreció la década 1929–1939.
La Conferencia de Paz de París se inauguró en enero de 1919 y en ella se esperaba que el presidente de EEUU tuviese un papel relevante por ser este país la nueva potencia emergente surgida tras el conflicto. No sería así. Las negociaciones dieron lugar a cinco tratados de paz firmados con las potencias derrotadas: uno con Alemania, el de Versalles, el 28 de junio de 1919; otro con Austria, el de Saint-Germain-en-Laye, el 10 de septiembre; otro con Bélgica, el de Neully, el 27 de noviembre; otro con Hungría, el del Trianon, el 4 de junio de 1920; y otro con Turquía, el de Sèvres, el 10 de agosto de 1920. Las dificultades de las conferencias de paz no se debieron solo a la incoherencia administrativa, sino que fueron también reflejo de discrepancias políticas más profundas. Así pues, los Aliados europeos fueron reacios a considerar vinculantes el acuerdo político del armisticio y los Catorce Puntos de Wilson, mucho más conciliadores con Alemania, de modo que los vencedores se presentaron en París sin unanimidad de criterios sobre los términos que deberían figurar en los tratados. Además, el caos que asolaba buena parte de Europa desde la Revolución bolchevique de 1917, hacía que la pacificación fuera intrínsecamente deseable, pero inabordable con garantías de éxito.
Gran Bretaña puso especial cuidado en mantener su estatus de potencia hegemónica obtenido en el Congreso de Viena de 1815 tras la derrota de Napoleón. Y mostró tanta reticencia a que Alemania pudiese rearmarse, como al hecho de que, aprovechando el resultado de su derrota, Francia y Estados Unidos, pudiesen arrebatarle ese estatus. Los otros dos grandes vencedores en 1815, Austria y Prusia (Alemania) ahora eran los grandes derrotados, y la situación en Rusia era una preocupante incógnita. Las sesiones de Versalles fueron muy farragosas y los representantes de las grandes potencias no llegaron a ninguna conclusión. En febrero de 1919, Wilson y Lloyd George se marcharon para efectuar dilatadas visitas a sus respectivos países y Clemenceau quedó temporalmente imposibilitado a causa de un fallido atentado terrorista. La verdadera tragedia que marcaría los años de entreguerras fue que las condiciones del tratado que se impusieron a Alemania, sobre todo, fueron impracticables o injustas. Por su parte, los territoritos del antiguo Imperio austrohúngaro fueron desmembrados creando nuevos estados que no se correspondían con las realidades étnicas y culturales de los pueblos que los componían: Checoslovaquia, Yugoslavia… Las potencias vencedoras no tardaron en dividirse en dos grupos: Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos, por un lado, e Italia, Rusia y Japón, por otro. Esto provocó que las discrepancias se exacerbaran en torno a los términos del tratado. Asimismo, las tres grandes potencias también llegaron al límite de su capacidad de entendimiento y cooperación. Surgió así un modelo de desunión que contrastaba nítidamente con la cohesión que había mostrado la coalición antialemana durante la guerra, y estas divergencias serían aprovechadas por Hitler.
El legado que dejó la guerra en Rusia fue el régimen bolchevique, lo que provocó la intervención militar de los Aliados. Ésta comenzó como una continuación de la lucha contra el káiser, pero la opinión pública ya no se mostró tan receptiva y dispuesta al esfuerzo militar como en 1914. Alemania tuvo que retirarse de los territorios rusos. Los aliados decidieron permanecer en ellos porque ahora temían una alianza entre Alemania y Rusia, aunque el gobierno revolucionario de Berlín rechazó las insinuaciones de Moscú, mostrando su mejor cara hacia Washington a fin de conseguir alimentos y un apoyo diplomático que suavizara las duras condiciones de reparaciones e indemnizaciones que pretendía introducir Francia en el tratado de paz. El ejército japonés quería asegurarse el control de la parte oriental de Siberia, y Lloyd George hacía grandes esfuerzos para que Gran Bretaña no se viese arrastrada a una nueva guerra, esta vez en el Extremo Oriente. De todos modos, los británicos esperaban debilitar a Rusia lo suficiente como para que no fuese un rival en la zona, arrebatándole sus provincias periféricas en Europa del Este, el Báltico y el Cáucaso. Por último, Clemenceau, el mandatario aliado que más decididamente se oponía a los bolcheviques, envió una expedición militar a Odesa con la esperanza de salvar las inversiones francesas en Ucrania y sustituir a Alemania como potencia protectora del país. En ese momento el resultado de la guerra civil rusa todavía era incierto, pues los avances del ejército Rojo en invierno, se veían contrarrestados por los de los Blancos en verano. Por todo esto, los Aliados intentaron soslayar a los bolcheviques y, después, apostaron abiertamente por los Blancos.
A pesar de su decisiva contribución en la derrota de Alemania, sobre todo en la primera fase de la guerra en agosto de 1914, Rusia fue marginada y apartada de las negociaciones de paz, con lo cual se perdió una excelente ocasión de construir un escenario de paz duradera. La opinión pública de los principales países aliados se oponía a la firma de cualquier acuerdo con los bolcheviques porque el recuerdo del brutal asesinato del zar y su familia seguía vivo en el recuerdo. Además, los bolcheviques habían firmado un tratado de paz con los alemanes en Brest-Litovsk, retirándose de la guerra y abandonando a los Aliados a su suerte.
Ciertamente, la disposición de Lenin a hablar con los aliados era puramente táctica, quería ganar tiempo mientras derrotaba a los Blancos en la guerra civil. El líder bolchevique se oponía a un alto el fuego permanente y tenía la intención de extender la Revolución a Europa del Este una vez hubiesen sido derrotados los Blancos. Hasta mediados de la década de 1920, los bolcheviques consideraron su estrategia principal para lograr la «revolución mundial» establecer partidos comunistas en los países occidentales y fomentar los anhelos independentistas en sus colonias. A lo largo de 1919, el Ejército Rojo creció hasta los tres millones de hombres. En Folkestone las tropas británicas se amotinaron para no ser enviadas a Rusia, y cuando los marinos franceses de la flota del mar Negro también se amotinaron, Clemenceau se vio obligado a ordenar su regreso a Odesa. Los reclutas que se habían mostrado dispuestos a combatir a los alemanes en Francia y Bélgica, no querían ser enviados a Rusia. De todos modos, los gobiernos occidentales estaban exhaustos tras cuatro años de esfuerzo bélico y no podían afrontar una larga campaña militar en Rusia con garantías de éxito.
Las decisiones de la conferencia también dificultaron la cooperación entre las potencias occidentales y Tokio. Sin embargo, Japón obtuvo más beneficios de su entrada en la guerra que Estados Unidos. Consiguió un superávit de su balanza de pagos y se convirtió en un acreedor internacional neto. Había ocupado las islas que poseía Alemania en el Pacífico y la base de Tsingtao (Qingdao) en la provincia de Shandong, y mientras los europeos estaban distraídos en la conferencia de paz, los nipones reforzaron su posición en China. Al comienzo de las conversaciones de paz, se concedió a Japón la misma representación que a las grandes potencias. Pero luego no fue incluido en el Consejo de los Cuatro y su influencia quedó reducida a los acuerdos sobre Asia y el Pacífico. Sin embargo, la principal disputa con Tokio en la Conferencia de París tuvo que ver con Shandong. Los japoneses pretendían que los derechos de Alemania en la península de Shandong les fueran transferidos a ellos, sin condiciones. Los chinos, por su parte, deseaban recuperar inmediatamente la soberanía sobre este territorio peninsular. Para mantener a los japoneses en la conferencia y en la Sociedad de Naciones, el presidente Wilson, después de largas meditaciones y consultas, accedió a llegar a un compromiso por el cual les concedía a los nipones lo que querían. La prensa estadounidense denunció el acuerdo, lo que finalmente supuso que el Senado se negara a ratificar el Tratado de Versalles y que Estados Unidos se mantuviera fuera de la Sociedad de Naciones, a pesar de haber sido uno de sus impulsores. En cualquier caso, Japón logró reforzar su posición en China y el resto de Asia oriental. La hegemonía japonesa en la región se mantuvo hasta la conclusión de la Segunda Guerra Mundial.
Como los japoneses, los italianos acabaron la guerra ocupando una posición de fuerza en su región, pues el poderío militar austrohúngaro desapareció y fue sustituido en su frontera por una nueva Austria que apenas contaba con siete millones de habitantes. Esto hizo que los italianos ya no necesitasen a británicos y franceses para preservar su seguridad frente a Austria, como los habían necesitado frente al poderoso Imperio austrohúngaro. Entretanto, el ayuntamiento de la ciudad de Fiume, en la costa de la península de Istría, celebró un referendo solicitando su anexión a Italia. Los tratados no habían asignado Fiume a Italia, pero los italianos hicieron valer la política de hechos consumados e incluyeron en sus reclamaciones los territorios de Trentino, Istría y Dalmacia, anexionándose unos territorios en los que vivían 230.000 austriacos de lengua alemana, y un número similar de eslovenos y croatas. Apoyando sus exigencias en una incoherente combinación de derecho de autodeterminación, necesidades de seguridad y derechos concedidos por el Tratado de Londres, los italianos se desmarcaron de las líneas maestras de los acuerdos de paz, olvidando la decisiva aportación militar de franceses y británicos para frenar a los austriacos. La derrota del ejército italiano en Caporetto (frente del río Isonzo) fue una de las más estrepitosas de toda la guerra. Más de 270.000 italianos fueron capturados por los austriacos, y otros 300.000 que lograron huir del desastre tuvieron que ser reequipados porque en su huida había abandonando todo su armamento y equipamiento militar.
El criterio fundamental esgrimido por los forjadores de la paz fue encontrar el equilibrio entre coerción y conciliación. Lo que se ha venido en llamar «palo y zanahoria». Wilson y Lloyd George intentaron que la situación surgida tras la guerra se tradujera en una paz duradera. Pero las exigencias, sobre todo, de Francia y Bélgica en lo tocante a reparaciones de guerra y compensaciones económicas hicieron que el Tratado de Versalles adoleciese de consideraciones progresistas y humanitarias. No sólo se castigaba a Alemania, se condenaba al pueblo alemán a la indigencia y a la vergüenza por la derrota, con lo que la caja de Pandora no tardaría en abrirse de nuevo. Desde la perspectiva que nos ofrece el siglo transcurrido desde la finalización de la contienda, podemos decir que la derrota de las tesis conciliadoras de Wilson en las negociaciones de paz fue el principal motivo de los defectos congénitos del Tratado de Versalles, y los alemanes, por su parte, sostendrían que habían sido traicionados en él los Catorce Puntos de Wilson.
Es exacto decir que Wilson hizo muchas concesiones respecto a su programa de paz, aunque es cuestionable si esto debilitó o no el tratado en sí mismo. El acuerdo político inicial que acompañó al armisticio del 11 de noviembre había constituido un enorme éxito personal para el mandatario, pero alcanzada la paz, el presidente quedó en una posición muy vulnerable para cumplirlo, sobre todo en su propio país. No olvidemos que a Wilson se le reprochaba haber incumplido la promesa electoral hecha en 1916 en el sentido de mantener a Estados Unidos fuera del conflicto europeo. En materia económica Wilson preveía un rápido abandono de los controles gubernamentales sobre el comercio internacional y una reconstrucción europea basada en el libre comercio y en la empresa privada. Wilson deseaba mantener la distancia con los gobiernos europeos que, según él, no representaban adecuadamente a sus ciudadanos y creía, erróneamente, que podría obligarlos a someterse a su voluntad mediante la presión económica y controlando la opinión pública. Como demostraron los hechos, se equivocó diametralmente.


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