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viernes, 25 de enero de 2019

Las épocas históricas de la antigua Roma


Los eruditos han dividido la larga historia de la Roma antigua en tres grandes épocas marcadas por el cambio de forma de gobierno: Monarquía, República e Imperio o Principado. Según la tradición la primera se extendió desde la legendaria fundación de la ciudad en 753 a.C. hasta el año 510 a.C. Probablemente ambas fechas sean inexactas, pero nos ayudan a situarnos en el tiempo. La segunda, partiendo de este límite coincide con la etapa republicana que concluye con la proclamación de César Augusto como emperador o «primer ciudadano»; una suerte de monarquía respetando las formas republicanas y manteniendo antiguas instituciones como el Senado.
Dentro de la era republicana las grandes guerras contra Cartago en el siglo III a.C. separan una primera etapa republicana, en cuyo decurso Roma unificó bajo su dominio toda la península Itálica, de una segunda en la cual se sentaron las bases del Imperio.
Finalmente, la época imperial (27 a.C. a 476 d.C.) experimentó un periodo convulso que coincidí casi totalmente con el siglo I; el Siglo de Oro romano o «época áurea» fue el siglo II que se caracterizó por la ascensión al principado de emperadores elegidos por adopción del más digno y no por vínculos familiares o pronunciamientos militares, y, por último, un periodo dramático, intenso, convulsionado por crisis económicas y políticas gravísimas. El Imperio se hizo más rígido, estructurándose sobre nuevas bases, buscando otras formas de Estado y luchando tenazmente por superar las divisiones internas y contener la avalancha de enemigos que, provenientes del exterior, pugnaban por destruirlo. 
Según la leyenda transmitida por los poetas y analistas, el fundador de Roma, sobre la colina del Palatino, fue Rómulo, hijo del dios Marte y de una princesa de Alba Longa que se llamaba Rea Silvia. Siempre de acuerdo con la narración, para poblar la ciudad, su fundador reclutó colonos venidos de la región vecina del Lacio y para dotarla de mujeres de apoderó de las de una tribu cercana, las Sabinas, dando así origen a una guerra de represalia que terminó con la fusión de ambos pueblos en uno solo, el de los Quirites.
Esta nueva población parece haber estado constituida por tres tribus —Titos (o Sabinos), Ramnes (o Romanos) y Luceres—, divididas después en treinta curias o comunidades que habría formado la estructura política de base. Sobre todos ellos habría reinado un rey, que, en memoria de la fusión, habría sido sucesivamente latino y sabino. El relato de la leyenda prosigue afirmando que este cambio de poder funcionó en lo que respecta a los tres primeros sucesores de Rómulo: el sabino Numa Pompilio, el latino Tulio Hostilio y el sabino Anco Marcio. En cambio, los tres reyes siguientes fueron etruscos, pertenecientes a un pueblo cuyas ciudades principales se alzaban al norte de Roma, pero que se expandía ahora hacia el sur, en Campania, y tenía, por consiguiente, mucha influencia en la Urbe.
Sin embargo, la ciudad prosperó, tanto bajo los latinos y sabinos como bajo los etruscos. Adquirió una hegemonía estable en el territorio circundante, reforzó y articuló sus instituciones, acrecentó su población, se dotó de prestigiosas realizaciones en el campo arquitectónico y urbanístico. Todos los reyes contribuyeron a ello: Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, organizó la vida religiosa, cuyas normas le fueron dictadas por la ninfa Egeria; Tulio Hostilio sometió a la ciudad de Alba Longa, de donde según se decía era oriundo el fundador de Roma y la rival más peligrosa de ésta; Anco Marcio llevó adelante la expansión, fundó el puerto de Ostia en la desembocadura del Tíber, construyó sobre este río el primer puente (Sublicio), el primer acueducto (Aqua Marcia o acueducto Marcio) e incluso la primera prisión: la Cárcel Mamertina, también llamada el Tullianum, que se hallaba en la ladera noreste del monte Capitolino, frente a la Curia y los foros imperiales de Augusto, Vespasiano y Nerva. Entre ella y el Tabularium (archivo) había un tramo de escaleras que llevaba al Arx del Capitolio, conocido como las Scalae Gemoniae.
Con referencia al primer rey etrusco (quinto de Roma, que se llamó Tarquinio Prisco), dice el historiador Tito Livio (†17 d.C.) que fue primero en intrigar para que lo eligieran rey, apoyándose en la plebe. Es posible que así fuera. En todo caso, fue el primero de quien emanaron disposiciones concretas en auxilio de las clases más humildes y en emprender un programa urbanístico formal en la ciudad: un circo, pórticos en la plaza del mercado (Foro), templos… A él se debe también la introducción en Roma de los símbolos de poder que llegaron a ser, posteriormente, tradicionales: el cetro, la capa púrpura, los doce lictores que constituían la guardia de corps y la escolta de las autoridades. Fue sin duda un rey populista y revolucionario.
Sus innovaciones parecen de poca relevancia frente a las del sexto monarca, Servio Tulio: la ampliación de la ciudad, incluyendo las siete colinas tradicionales, la circunvalación de las murallas con que protegió la ciudad —y que desde entonces se llamaron «murallas servianas»— y sobre todo una importantísima reforma constitucional, estructura destinada a perdurar y que sustituyó a las tres tribus de Rómulo, fundamentadas en vínculos de consanguinidad, por una base territorial mediante la cual dividió a estas tribus en centurias, ordenadas siguiendo criterios de censo y riqueza y no exclusivamente de parentesco.
Por lo que toca al reinado del último monarca, comenzó con un asesinato, el de su predecesor, y terminó con un estupro, el de una dama de la nobleza, llamada Lucrecia, que fue el pretexto de la consiguiente insurrección. Este rey, llamado también Tarquinio y que se distinguió de su antecesor apodándolo el «Soberbio», fue el último en ocupar el trono de Roma. En el año 510 a.C. fue derrocado por la fuerza y nacía así la República.
Aquí acaba el relato tradicional de los orígenes de Roma. Imposible saber cuánto hay de cierto en lo que nos transmite. No obstante, pueden extraerse algunos datos fidedignos. Es cierto que en los siglos IX y VIII a.C. se formaron en el Palatino algunos centros urbanos pequeños, habitados por gentes de lengua latina, y nada impide afirmar que procedían, total o parcialmente, de Alba Longa. Su principal actividad era sin duda el pastoreo, pues la región circundante se presta bien para desarrollarla. Muy pronto, la favorable posición del asentamiento, fuera de la vista del mar pero al cual las naves tenían fácil acceso, propició su evolución: los pequeños pueblos y aldeas que formaban el Palatino se fusionaron en un único poblado englobando a todas las colinas vecinas.
Los reyes que gobernaron esas comunidades fueron a la vez conductores, administradores, jueces y sacerdotes. Elegidos por el pueblo, a partir del momento de su elección estaban en posesión del Imperium, o sea el poder de mando, y del auspicium, la posibilidad de interpretar a los dioses. En lo referente a los asuntos del culto, podían apoyarse en una congregación de sacerdotes; para resolver los administrativos y políticos contaban con un senado de un centenar de miembros formado por los jefes de los diversos clanes (o gens, como se les llamaba) que constituían el pueblo. Realmente no hacía falta mucho más para gobernar la primitiva y pequeña ciudad-estado. Por lo menos, hasta que llegaron los etruscos, atraídos por la importancia que cobraba la ciudad.
A continuación de una conquista o como resultado de una penetración pacífica, el elemento etrusco se fue imponiendo y llegó a instalar en el trono a un rey de su etnia. Es posible que durante la monarquía etrusca se humillase a los latinos y sabinos, al tiempo que se imponían en Roma las costumbres, las mercancías, las técnicas y los capitales etruscos, pero, en cambio, la ciudad adquirió la estructura y la infraestructura, materiales y políticas, que habían de permitirle desempeñar un papel de primer plano en la política italiana.
Las reformas, atribuidas a Servio Tulio, son elocuentes: los vínculos de sangre cedieron paso a una estructura basada en el poder adquisitivo, e igualmente elocuente es el programa de obras públicas que se atribuye a los reyes etruscos. El sentido general de los acontecimientos es claro: impulsada por una clase dirigente etrusca, Roma adquiría un desarrollo urbano muy superior al de las ciudades latinas y sabinas vecinas, del mismo orden. Esto incluso llevaba a exigir la primacía política y militar sobre ellas.

La República primitiva

Por otra parte, una serie de guerras contra los pueblos y ciudades que la rodeaban habían convertido a Roma, a fines del periodo monárquico, en la capital de un pequeño reino que, a pesar de su reducido tamaño, no resultaba nada desdeñable: un área de hegemonía cuya gravitación, que iba en aumento, era apreciable en el ámbito local de la península Itálica.
Así estaban las cosas cuando los romanos depusieron a un rey que les resultaba excesivamente soberbio —y sobre todo extranjero—, y lo sustituyeron por una república autárquica que parecía un riesgo y cuya proclamación ponía en juego los óptimos resultados alcanzados hasta aquel momento. La república que nació con el derrocamiento de Tarquinio el Soberbio estaba destinada a tener una larga vida, casi medio milenio. El primer periodo de esta larga era transcurrió desde el nacimiento del nuevo régimen hasta que estalló el conflicto armado con Cartago a mediados del siglo III a.C., suceso que introdujo en el juego de la política mediterránea a una potencia que hasta aquel momento se había movido exclusivamente en el ámbito de la península Itálica.
Sus características son, en orden sucesivo: repliegue, consolidación, expansión. En realidad, el cambio que sufrió en las instituciones costó la pérdida de la hegemonía en el exterior y una áspera y violenta lucha social en el interior. Una vez contenidos los efectos de la primera y reabsorbida la segunda con una gradual reestructuración constitucional, la República pudo rivalizar nuevamente para conseguir la supremacía en Italia. Al fin, toda la Península, sólidamente unida bajo el dominio romano, se lanzó con todas sus fuerzas a la conquista de la primacía en Occidente.
El Senado y el Pueblo de Roma fueron los pilares de la República que nació de las ruinas del régimen monárquico, sacudido más por la caída de las posiciones etruscas en el sur que por sus errores y que provocó, además, el desmoronamiento de los regímenes filoetruscos del Lacio. Sin embargo, en esencia, el Senado contaría más que el Pueblo durante mucho tiempo. En efecto, el esquema político del Estado preveía tres poderes que se equilibraban entre sí: las asambleas del pueblo soberano, los magistrados de éstas, elegidos anualmente, y el Senado. En teoría, la soberanía estaba en manos del pueblo, que la delegaba en los magistrados, en tanto que correspondía al Senado la misión de asistir a éstos últimos con opiniones, consejos y una constante actividad de representación. Por consiguiente, en las contingencias que siguieron a su proclamación, el alma de la República estuvo constituida por el Senado. Estas contingencias fueron muy graves. Mientras el rey depuesto movilizaba a sus leales entre los etruscos para recuperar el trono, las ciudades y los pueblos sometidos a Roma aprovecharon el desconcierto causado por el cambio de régimen y trataron de desembarazarse de la tutela romana. Cartago, la mayor potencia marítima del momento en el Mediterráneo, exigía que la República respetase los pactos ya contraídos con la Monarquía. Pero en el interior aumentaba la agitación. No todo el pueblo estaba contento con el cambio de régimen: más aún, los más podres y desfavorecidos, la plebe, perdía en lugar de ganar porque había una constitución que reservaba a los patricios y a los plutócratas todas las magistraturas, el acceso al Senado y la interpretación y aplicación de la ley. La República era de facto una plutocracia, en tanto que exigía grandes sacrificios, incluidas las obligaciones militares, a todos los ciudadanos por igual.
Se hizo frente a la situación por partes. Un tratado mediante el cual Roma renunciaba a lo que aún no poseía (comercio y expansión marítima) a cambio de lo que necesitaba —manos libres para actuar en el Lacio—, sosegó a Cartago. Una serie de legendarios actos de heroísmo (desde Horacio Cocles hasta Mucio Scévola) mantuvo a raya a los etruscos aliados de Tarquinio. Quizá Roma, obligada a sustituir la propaganda heroica por los partes de guerra, sufrió una derrota pero logró impedir la restauración monárquica.
En cuanto a los latinos, aliados rebeldes, el duro revés que se les infligió en las inmediaciones del lago Regilo, situado pocos kilómetros al este de Roma, permitió que la diplomacia romana estipulara con ellos un tratado que decretaba la pérdida de la supremacía absoluta de Roma, pero les reconocía el mando supremo de la Liga Latina en caso de guerra. Era el año 493 a.C. Después de otros tres lustros de luchas y sacrificios, se restableció la situación en el exterior, pero la del interior se hallaba al borde de la disgregación. Los romanos consideraban que el que más tenía más debía dar al Estado, pero más debía, también, recibir a cambio —controversia que se mantiene dos mil quinientos años después en muchos Estados modernos—. Al crearse la República, este concepto había favorecido extraordinariamente a los más ricos y poderosos. En la asamblea más importante, la convocada por censo, las primeras dos clases —patricios y terratenientes— tenían más votos que todas las demás juntas y votaban primero: es fácil comprender cuánto valía el sufragio de los demás. Los cargos públicos solo podían ser desempeñados por los patricios; por tanto, solo ellos integraban los tribunales, interpretando una ley que nadie había consignado jamás por escrito.
En suma, la República, nominalmente democrática, era de hecho una oligarquía. Y precisamente en el año 494 a.C., mientras la crisis militar parecía resolverse, la plebe —los más desfavorecidos— decidió que la situación era insostenible y se separó del Estado, retirándose al Aventino. Manenio Agripa, encargado de los intentos de reconciliación, trató de convencer a los plebeyos para que abandonasen su exilio voluntario. Pero más que las palabras triunfaron las concesiones concretas: se crearon asambleas especiales de la plebe y se les confirió la facultad de elegir caudillos populares —tribunos de la plebe—, encargados de defender sus derechos y dotados, para cumplir esta función, de inviolabilidad física frente a todo poder estatal y del derecho al veto respecto de la actividad de cualquier magistratura.
No era todo lo que exigían los plebeyos, pero fue mucho y facilitó los instrumentos para conquistas sociales posteriores: la promulgación de una legislación escrita (en –450), el acceso de los plebeyos a cargos cada vez más altos —hasta el supremo, el consulado—, la admisión en los colegios sacerdotales, y, finalmente, la validez, a título de leyes del Estado, de las deliberaciones de las asambleas de la plebe (los plebiscitos): decisiva victoria que se logró en –287 y que apaciguó las luchas sociales en el interior de la Urbe. Surgía de esta manera, por primera vez, el peculiar carácter de la estructura política romana: cada grupo defendía tenazmente sus concesiones y privilegios, sin falsos pudores, pero estaba dispuesto a ceder, llegando a un compromiso, cuando esta defensa amenazaba o mellaba la supervivencia del Estado.
Momentáneamente, aunque al precio de dolorosas renuncias en el exterior y de ásperos choque en el interior, la República había superado la crisis provocada por el cambio de régimen. Buena parte de la hegemonía se perdió y los que antes estaban sometidos trataban ahora con los romanos en pie de igualdad. Sin embargo, se contaba con todas las bases para la reconstrucción: obra a la que se dedicaron en los siglos siguientes.
No fue una empresa fácil ni planificada previamente. Aunque entre desastres, derrotas y victorias militares, al iniciarse el decisivo siglo III a.C., toda Italia, desde el Arno hasta Reggio Calabria, se hallaba unificada bajo el poder de Roma. Los momentos más difíciles fueron tres: una guerra que se prolongó por espacio de sesenta años con los ecuos y los vosgos, que eran fieros pueblos montañeses; una devastadora invasión de los galos transalpinos que cayeron sobre las llanuras del Po, las ocuparon en gran parte, después atravesaron los Apeninos, batieron inicialmente a los romanos en las inmediaciones de Chiusi, las aplastaron tres años más tarde sobre el Allia y se plantaron súbitamente a las puertas de una Roma desguarnecida y expuesta al saqueo (387 a.C.), del que se salvó únicamente el Capitolio, acrópolis defendida heroicamente por un puñado de desesperados; finalmente, una rebelión de los aliados latinos, que sería la última de la historia, por cuanto, después de la victoria romana, la Liga Latina fue disuelta, mandando que los espolones de las naves latinas adornaran la tribuna de los oradores en Roma y que toda ciudad latina estuviese ligada a la Urbe por un tratado especial, distinto del de sus vecinos, con los cuales no hubo ya, por consiguiente, interés en coaligarse. Fueron los comienzos de la política de «divide et impera», divide para mandar, que duraría siglos y que habría de convertirse en uno de los rasgos distintivos de la política exterior romana. En cuanto a las victorias militares fueron cada vez más frecuentes.
Transcurrieron diez años de encarnizadas luchas para borrar del mapa a la ciudad de Veyes, cuya existencia constituía un obstáculo en la desembocadura del Tíber en el mar, años que dejaron a Roma tan debilitada que debió ceder ante la invasión gala, pero en suma se trataba de una conquista fundamental y dejaba a Roma el camino libre hacia el norte de la Península. Más tarde tuvieron lugar tres guerras muy sangrientas para doblegar a los samnitas , pueblo que bloqueaba la expansión de Roma hacia el sur y el este; estas guerras exasperaron a los aliados impulsándolos a una rebelión general contra la ciudad hegemónica.
Una vez derrotados los samnitas, Roma se adueñó de la Italia meridional y amenazó directamente a las ciudades de la Magna Grecia. En la lucha, incluso, se saldaron viejas cuentas pendientes con los antiguos dominadores etruscos, reducidos a la dominación romana, lo mismo que los samnitas: entonces tuvieron libre el camino hacia el norte. Se fundaron los puestos avanzados necesarios para emprender nuevas conquistas: las colonias romanas en el territorio arrebatado a los galos. Se tomó una rápida venganza por el saqueo de Roma.
Quedaban las ciudades griegas de la costa meridional. Tarento, la más importante y floreciente, fue vencida al cabo de diez años de guerra, que fueron tantos solo porque acudió en su defensa un aliado extranjero —por primera vez en la política italiana—, Pirro, rey de Epiro, con tropas adiestradas a la manera macedónica y poseedor de una arma que jamás habían visto los romanos: los elefantes. La aparición de estos animales dejó pasmados a los legionarios y causó a los romanos dos descalabros que, en términos de deterioro del adversario, fueron otras tantas victorias. Como ambos bandos estaban extenuados, no fue difícil que llegaran a un acuerdo para finalizar la guerra. Esto ocurrió a principios de 278 a.C. cuando uno de los médicos de Pirro, llamado Nicias, desertó a las filas romanas y propuso a los cónsules envenenar a su señor. Los cónsules Fabricio y Emilio enviaron al desertor de vuelta ante su rey, afirmando que aborrecían la idea de conseguir una victoria mediante la traición. Para mostrar su gratitud, Pirro envió a Cineas a Roma con todos los prisioneros romanos, entregándolos sin rescate. Parece ser que Roma otorgó entonces una tregua a Pirro, no así una paz formal, ya que el rey no consintió en abandonar Italia.
A la postre, los resultados obtenidos estaban a la altura de las fatigas que habían costado: prosiguiendo la guerra, a pesar de los reveses militares iniciales, Roma salió airosa. Demostró así otras de sus grandes cualidades: la voluntad, la capacidad de perseverar, a cualquier precio. En el año 272 a.C. la península Itálica tenía una única dueña, estaba unida y formando una comunidad cohesionada y sometida a la guía marcada por Roma. Había irrumpido una nueva potencia en el Mediterráneo. Muy pronto haría oír su voz.


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