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domingo, 7 de noviembre de 2010

El cráneo de Sidón

Una de las leyendas templarias más curiosa y a la vez más espeluznante relata el trágico amor de un caballero y una dama. Una joven de Maraclea estaba enamorada de un caballero templario de Sidón, siendo correspondida por éste. Lamentablemente, la muchacha murió y el caballero, loco de amor, se dirigió por la noche al cementerio. Una vez allí cavó en la tumba de su amada, la desenterró y consumó el acto sexual con el cadáver. Entonces oyó una voz que saliendo del vacío le dijo que volviera nueve meses más tarde y encontraría a su hijo. Al cabo de ese tiempo, el caballero regresó al cementerio, abrió nuevamente el sepulcro y al hacerlo se encontró con una calavera cruzada por dos tibias. Nuevamente, la misma voz se hizo oír diciéndole que siempre llevara consigo la calavera y las tibias; que las guardara celosamente porque éstas le protegerían de todo mal. Que cuando se encontrara frente a sus enemigos, les mostrara la calavera, que eso sería suficiente para derrotarlos. Al parecer, el autor de esta historia es un tal Jack Wilson, que vivió en el siglo XII. Aunque en sus orígenes no tuvo relación con la Orden, al conocerse las acusaciones hechas contra los monjes, este hecho macabro se relacionó con ellos. Al parecer también fue sacado a relucir entre las acusaciones preparadas por Guillermo de Nogaret. El escritor Edward Burman, en su libro Crímenes sumamente abominables, cuenta que un notario apostólico de Vercelli llamado Antonio Sicci fue quien habló a los inquisidores del cráneo de Sidón, relatando que había conocido la historia mientras trabajaba para la Orden en Tierra Santa. Aunque hoy no se daría crédito a una historia tan fantasiosa, en la Edad Media estas cosas se creían posibles. Como el origen de la mujer de esta historia es armenio, los teólogos y frailes dominicos que llevaron a cabo el interrogatorio relacionaron el suceso de necrofilia con la Iglesia armenia y con las sectas de paulicianos. Éstos, al igual que los bogomilos, practicaron el catarismo combatido por la Iglesia romana en la cruzada contra los albigenses acusándoles de prácticas de brujería, nigromancia, herejía, homosexualidad, etcétera. Los caballeros del Temple eran ya sospechosos de haber mantenido estrechas relaciones con los cátaros del Languedoc, sobre todo en las encomiendas instaladas en esas tierras y en Provenza, de modo que el relato de Sicci no hizo más que cerrar el círculo, afianzar más la trampa mortal que se estaba urdiendo contra los templarios. Algunos investigadores sostienen que es esta leyenda la que da origen a la bandera que posteriormente utilizaron los piratas y otros proscritos.

La ermita de la Vera Cruz de Maderuelo

La villa de Maderuelo (Segovia) está construida encima de un espolón rocoso sobre el río Riaza que desemboca en el Duero. Su origen se remonta al siglo X y en ella se pueden observar los restos de las antiguas murallas y de trece templos. En el siglo XVII, un investigador llamado Alarcón encontró un relato fascinante que revelaba la existencia de un fragmento de la Vera Cruz que, siglos atrás, había sido custodiado por los caballeros templarios en la ermita. La narración cuenta que los oficiales del rey de Alejandría apresaron a un maestre del Temple. Sea por el respeto que sentían los sarracenos hacia los miembros de la Orden o como medio de atraer al maestre al islam, el rey invitó a su prisionero a una cena en palacio que tenía por objeto celebrar su victoria sobre los cruzados. En medio del banquete, el rey comprobó que el templario se mostraba triste, y, compadeciéndose de él, o tendiéndole un engaño, ofreció al caballero algunas joyas que, como botín, se exhibían en el centro de la mesa aclarándole que eso no le comprometía a nada. Si abrazaba la fe islámica, que Alá lo bendijera y que si la Orden pagaba su rescate, podría marchar libremente. El monje observó los objetos y, entre ellos, vio que había un lignum crucis —un pedazo de la Santa Cruz—, así que, emocionado, dijo al rey que eso era lo que más le gustaba. A fin de ofrecérselo a su huésped, el rey moro fue a tomarlo y en ese momento vio que, en el conjunto de los objetos, había una magnífica copa que decidió hacer suya. Entusiasmado, pidió que se la llenaran, pero el templario le advirtió que era un vaso sagrado de los cristianos y que no debía profanarlo. Lejos de convencerle las palabras del fraile con espuelas alentaron aún más al emir. Ante esta situación, y súbitamente inspirado, el templario le dijo que, al menos, le permitiera que antes de beber él tocara la copa con su crucifijo para protegerle del castigo divino. Como el rey era muy supersticioso, aceptó y cada vez que un criado le servía y el maestre tocaba el cáliz con la cruz, la bebida se convertía en vino.

La ley islámica prohíbe ingerir alcohol, de modo que el emir no podía probar el vino para dar cumplimiento a la ley. Al principio, el milagro despertó la admiración del rey y de los presentes, pero al séptimo intento el moro perdió la paciencia, se sintió ofendido y preso de ira ordenó fundir el oro que enmarcaba el lignum crucis para que, colocándolo en la copa, el monje lo bebiera. ¡A ver si era capaz de convertir el oro fundido en vino! Cuando los soldados tomaron los objetos sagrados y sujetaron al maestre, éste y aquellos desaparecieron como por encantamiento y, acto seguido, se materializaron a los pies de Nuestra Señora del Temple, en Maderuelo. Los templarios de esta encomienda que estaban orando en el recinto no podían dar crédito a sus ojos: tenían delante de sí tres guerreros musulmanes y un caballero de su Orden, de rodillas, con el cáliz en una mano y el lignum crucis en la otra. Los moros se convirtieron a la fe cristiana y la ermita pasó a llamarse de la Vera Cruz. Se dice que durante muchos años fueron los templarios quienes custodiaron esta reliquia. A su vez, los templarios, cuando fue suprimida la Orden por un edicto papal a principios del siglo XIV, evolucionaron en otras órdenes de Caballería, y cuando tuvo el lugar el Descubrimiento de América en 1492, empezaron a trasladar parte de sus tesoros y reliquias al Nuevo Mundo. Pero fue en México, en el antiguo virreinato de Nueva España, donde concentraron la mayor parte de esos tesoros, de los cuales, hoy en día, se ignora aún su paradero.



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