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sábado, 6 de noviembre de 2010

La leyenda del Santo Grial de Valencia

El Santo Grial o Cáliz Sagrado puede ser una copa, un cáliz, un simple vaso o una piedra preciosa. La leyenda cristiana sostiene que es el recipiente —lo llamaremos así, sin ánimo peyorativo al desconocer su forma real— utilizado por Jesús en la Última Cena, y del cual se sirvió después José de Arimatea para recoger la sangre de Cristo crucificado. En realidad constituye un misterio, una meta que debe ser alcanzada, como Ponce de León persiguió la Fuente de la Eterna Juventud en Florida, o los alquimistas soñaban con obtener la Piedra Filosofal mientras trabajaban con sus alambiques y retortas. Varios historiadores anglosajones sitúan el Grial en las tierras de los celtas en Britania, debido a que éstos representaban la soberanía con una caldero, un plato o bandeja, o una copa llegados del «más allá». Pero los celtas no habitaron sólo en las islas británicas, sino en buena parte de España y Francia, además de otras partes de Europa. La leyenda del Santo Cáliz se construyó, posiblemente, entre los siglos III y IV, coincidiendo con las persecuciones a las que fueron sometidos los cristianos por varios emperadores romanos, y cualquier objeto o reliquia que pudiera delatarlos, debía ser ocultada.

San Lorenzo fue uno de los siete diáconos de Roma, ciudad donde fue martirizado en una parrilla en 258. La tradición sitúa el nacimiento de San Lorenzo en Huesca. Cuando en 257 Sixto fue nombrado papa, Lorenzo fue ordenado diácono, y encargado de administrar los bienes de la Iglesia para el cuidado de los pobres. Por esta labor, es considerado uno de los primeros archivistas y tesoreros de la Iglesia, y es el patrón de los bibliotecarios.

El emperador Valeriano proclamó un edicto de persecución el que prohibía el culto cristiano y las reuniones en los cementerios. Muchos sacerdotes y obispos fueron condenados a muerte, mientras que los cristianos que pertenecían a la nobleza o al senado eran privados de sus bienes y enviados al exilio. Una leyenda citada por san Ambrosio de Milán dice que Lorenzo se encontró con Sixto en su camino al martirio, y que le preguntó: «¿Adónde vas, querido padre, sin tu hijo? ¿Adónde te apresuras, santo padre, sin tu diácono? Nunca antes montaste el altar de sacrificios sin tu sirviente, ¿y ahora deseas hacerlo sin mí?», a lo que el papa profetizó: «En tres días tú me seguirás».

Tras la muerte del papa, el prefecto de Roma ordenó a Lorenzo que entregara las riquezas de la Iglesia. Lorenzo entonces pidió tres días para poder recolectarlas, pero trabajó para distribuir la mayor cantidad posible de propiedades a los pobres, para prevenir que fueran arrebatadas por el prefecto. La leyenda dice que entre los tesoros de la Iglesia confiados a Lorenzo se encontraba el Santo Grial (la copa usada por Jesús y los Apóstoles en la Última Cena) y que consiguió enviarlo a Huesca a través de un soldado cristiano, junto a una carta y un inventario, allí fue escondido y olvidado durante siglos.

Hechos esto, al tercer día Lorenzo compareció ante el prefecto, y le presentó a éste los pobres, los discapacitados, los ciegos, a los leprosos, y a los menesterosos, y le dijo que ésos eran los verdaderos tesoros de la Iglesia. El prefecto entonces le dijo: «Osas burlarte de Roma y del emperador, y perecerás. Pero no creas que morirás en un instante, lo harás lentamente y soportando el mayor dolor de tu vida».

Según la tradición, Lorenzo fue quemado vivo en una hoguera, concretamente en una parrilla en Roma y sus restos calcinados fueron enterrados en la Vía Tiburtina, en las catacumbas de Ciriaca, por Hipólito de Roma y el presbítero Justino. Se dice que Constantino I el Grande mandó construir un pequeño oratorio en honor del mártir, que se convirtió en punto de parada en los itinerarios de peregrinación a las tumbas de los mártires romanos y, un siglo más tarde, el papa Dámaso I reconstruyó la Basílica de San Lorenzo en Panspermia que se alza sobre el lugar de su martirio.

El Cáliz Sagrado de San Lorenzo permaneció oculto en Huesca hasta que la invasión musulmana del 711, llevó al obispo Auduberto decidiera trasladarlo. En su precipitada huida, con la morisma pisándole los talones, no encontró mejor escondite que el recóndito monasterio de San Juan de la Peña, lo que ha quedado demostrado por diversos escritos. A mediados del siglo XIV, el rey Martín el Humano lo hizo suyo y decidió trasladarlo a la Aljafería de Zaragoza. Y desde este lugar, como última etapa de su periplo, llegó a Valencia por deseo del monarca Alfonso el Magnánimo.

¿Era el Grial parte del tesoro cátaro?

Los arqueólogos han buscado alguna prueba de la presencia del Grial en infinidad de montañas, ya fuese en Oriente Medio como en Europa. Una leyenda cristiana del siglo XIII lo sitúa en un monumento pagano, situado en un lugar inaccesible y que fue destruido en el siglo VII. En la base de esta idea se llegó a la conclusión de que el punto de referencia era un viejo templo mazdeísta. También podemos aceptar, como hipótesis, que los cruzados franceses que exterminaron a los herejes cátaros del Rosellón y Languedoc tenían la convicción, acaso apoyada en pruebas palpables de que los «bons homes» poseían el Grial, el cual habrían incluido en su tesoro. Pero este objeto en particular lo habrían sacado del castillo de Montsègur antes del asalto definitivo de los cruzados católicos. Sería entonces, según otra tradición, cuando el Grial habría sido llevado a algún punto del reino de Aragón, aliado de los cátaros, para preservarlo. Esto nos sitúa a mediados del siglo XIII, casi mil años después del martirio de San Lorenzo. Desde luego, cabe la posibilidad de que los cátaros llevaran el Grial a algún punto del Pirineo español, donde lo escondieron de un modo tan secreto, que sólo unos pocos conocían el sitio exacto. Que muy bien pudo ser el monasterio de San Juan de la Peña en Huesca. No obstante, al morir los custodios del secreto, se habría perdido el rastro del Grial, hasta que un siglo después, como ya hemos apuntado, el rey aragonés Martín el Humano decidió llevarlo a Zaragoza. Las primeras rutas que siguieron los portadores del Cáliz Sagrado en el siglo III pasan por Huesca, Jaca, Yebra, San Pedro de Siresa y San Juan de la Peña. Sin embargo, es en esta última donde se conserva la documentación más detallada. En un santuario visigótico se halla condensada toda la importancia cultural de muchos siglos de arte y religión. Juan García Atienza destaca que en la capilla del monasterio de San Juan de la Peña uno de los elementos arquitectónicos más importantes lo constituyen sus enterramientos, lo que invita a pensar que si los personajes más poderosos de su época desearon contar con una sepultura en tan santo lugar se debió a que allí se custodiaba el Santo Grial. Los célebres Caballeros de San Juan fundaron su Orden en este monasterio aragonés. Sobre sus pechos llevaban una cruz muy parecida a la de los templarios. Una prueba más —para muchos— de que en el edificio religioso se debió conservar el Grial en algún momento, por eso fue tomado como centro de una variada gama de acontecimientos políticos, militares y religiosos. Uno de los mayores defensores de San Juan de la Peña como sede del Grial, es José Luis Solano. Algo que debemos considerar lógico, dado su trabajo como guía y vigilante del monasterio. Gracias a él sabemos que han sido muchos los especialistas que visitaron el lugar, como lo prueban algunos libros que allí se guardan. En uno de éstos, titulado «Le roman du Graal originaire», de André de Mandach, se intenta demostrar que los personajes que aparecen en los poemas del francés Chrétien de Troyes y del alemán Wólfram von Eschenbach se basaron, precisamente, en las gestas de los reyes aragoneses, a pesar de que posteriormente les confirieron entidades inglesas o bretonas. Eschenbach cuenta en su obra que consiguió el manuscrito original de su «Parsifal» en la ciudad española de Toledo. Especialmente relevante fue la figura del rey aragonés Pedro II el Católico que moriría defendiendo a los cátaros en la batalla de Muret en 1213, y que un año antes se había distinguido en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa contra los almohades que habían invadido España desde África. Este autor francés llega todavía más lejos, pues cree que el «Rey Pescador», guardián del Grial, fue en realidad Alfonso I el Batallador. Este bravo monarca aragonés destacó en la lucha con los musulmanes, llegando a duplicar la extensión del reino de Aragón tras obtener la conquista clave de Zaragoza. Temporalmente, y gracias a su matrimonio con doña Urraca gobernó sobre Castilla, haciéndose llamar entre 1109—1114 «Rey y Emperador de Castilla, Toledo, Aragón, Pamplona, Sobrarbe y Ribagorza», lo que duró hasta que la oposición nobiliaria forzó la anulación del matrimonio. Los ecos de sus victorias traspasaron fronteras; en la Crónica de San Juan de la Peña, del siglo XIV, podemos leer: «clamabanlo don Alfonso el Batallador porque en España non ovo tan buen caballero que veinte nueve batallas venció». Sus campañas lo llevaron hasta las mismísimas puertas de Córdoba, Granada y Valencia y a infligir a los musulmanes severas derrotas en Valtierra, Cutanda, Cullera y otros sitios. Tanto Alfonso I, como Pedro II después, fueron considerados auténticos paladines de la Cristiandad por sus decisivas victorias sobre los mahometanos que ocupaban parte de España y amenazan Europa en los siglos XII y XIII, mientras se desarrollaban las cruzadas en Tierra Santa.

El Grial pudo estar en Montserrat

Entre los siglos XIII y XIX los autores alemanes y austríacos, como Schiller, Humboldt, Goethe y otros, fueron construyendo una leyenda tan impresionante, que pudo adquirir tintes de realidad. Y esta leyenda se refería a la montaña de Montserrat, centro neurálgico de la religiosidad catalana desde tiempo inmemorial. Richard Wagner introdujo esta idea en sus célebres óperas «Parsifal» y «Lohengrín». Hasta tal punto llegó a calar la creencia en la autenticidad de tales afirmaciones, que a finales de 1940, Heinrich Himmler, uno de los hombres más influyentes del partido Nazi, se presentó en la abadía benedictina de Montserrat y exigió que le fuese entregado el Santo Grial. Muchos años más tarde se supo que los monjes guardaban en su biblioteca un libro muy singular titulado «Montserrat, ganga del Grial», escrito por Ramón Ramonet Riu, en el que se afirmaba que la montaña de Montserrat proporcionó la ganga mineral que acompaña a la incomparable gema espiritual del Santo Grial. Puestos a describir audacias, que no podemos considerar inexactas al carecer de la prueba científica definitiva que dé autenticidad a las otras, Ramonet expone que el mago Merlín fue el conde Arnau, que Lohengrín era el seudónimo de Ramón Berenguer II y que en el mítico rey Arturo ha de verse a Wilfredo el Velloso, el primer conde independiente de Barcelona. Como veremos a lo largo de este libro, la relación entre el Grial y Cataluña, no se limita sólo a este episodio. Los historiadores calculan que desde que se escribió el primer poema sobre el Grial hasta la última novela, dentro de la Baja Edad Media, transcurrieron unos ciento cincuenta años (ss. XIV—XV). Un tiempo relativamente corto para aquella época turbulenta, en la que los autores utilizaron infinidad de símbolos, todos ellos tomados de otras culturas mucho más antiguas, anteriores incluso al cristianismo, pero a los que dieron unas envolturas de lo más sugerente. Como el Grial también estuvo unido al catarismo, una forma herética de cristianismo, la Iglesia de Roma no se atrevió a reconocerlo abiertamente. De hecho, el Sagrado Cáliz de Valencia no fue reconocido como tal hasta el pontificado de Juan Pablo II. Pocos sacerdotes católicos lo citaron en sus escritos, y se ignora si lo hicieron los obispos, cardenales y papas, aunque fuese en privado. Se cree que éstos temían que si lo apoyaban abiertamente podían crear un cisma, al conceder demasiada importancia a una leyenda cargada de elementos paganos y esotéricos. Sin embargo, bajo cuerda, dejaron que el Grial terminara siendo asociado al Cáliz de la Última Cena, no prohibieron la novela «José de Arimatea» de Robert Boron, en la que directamente se introducía el cristianismo en el argumento griálico, y casi aplaudieron la aparición del «Parsifal» de Wólfram von Eschenbach, por ser su obra la más cristiana de todas. 


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