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martes, 9 de noviembre de 2010

¿Estuvo la tumba de Jesús en Samaria?

El emperador romano Juliano fue educado en la religión católica pero, hastiado por lo que le pareció una doctrina absurda y plagada de incoherencias, abandonó el cristianismo para abrazar el paganismo neoplatónico. De ahí el sobrenombre de «Apóstata» que le otorgaron los cristianos por haber renegado de su religión, según ellos, la «Única y Verdadera». De hecho, aquellos mismos fanáticos habían puesto en circulación numerosas advertencias y veladas amenazas que aludían a la muerte inminente del emperador apóstata, enmascarándolas detrás de falsas profecías y burdas señales en el cielo que sólo ellos eran capaces de interpretar, claro está. Incluso los propios oficiales del ejército de Juliano, entre los que había muchos cristianos, no tenían ningún reparo en hablar de la «Ira de Dios» próxima a abatirse sobre Juliano, quien finalmente hallaría la muerte durante la campaña contra los persas. Cínicamente, los oficiales cristianos culparon de su asesinato a un prisionero de guerra medio loco. Pero ¿dónde se ha visto que los cautivos se sitúen, armados, detrás de un emperador romano durante una carga de caballería?

En los Hechos de Teodoredo, este iracundo sacerdote cristiano, declara a un funcionario imperial lo siguiente: «Tu tirano [Juliano], que espera que los paganos resulten vencedores [se refería a las tropas de Juliano que iban a enfrentarse a los persas], no podrá triunfar. Perecerá de tal manera que nadie sabrá quién le ha matado… ¡Y no regresará al país de los romanos!».

En los mismos Hechos de Teodoredo se ve a un tal Libanio preguntando a un profesor cristiano: «¿Y qué hace ahora el hijo del carpintero?» A lo que el atrabiliario cristiano responde: «El Amo del Mundo, a quien tú llamas irónicamente el hijo del carpintero, está preparando un féretro».

Recapitulemos. En el año 362, Juliano llega a Antioquía, procedente de la Galia y no oculta su intención de exhumar cierta tumba antes de iniciar su expedición punitiva contra los persas. A partir de ese momento, las amenazas de los cristianos se desnudan sin pudor de cualquier sutilidad, están dispuestos a matarle si hace tal cosa:

«Nuestros dardos han hecho diana. Te hemos acribillado a sarcasmos, como otras tantas flechas… ¿Cómo te las arreglarás, valiente, para afrontar los proyectiles de los persas?...»

Los obispos cristianos rezaban y celebraban misas para que se produjese la derrota militar del emperador. Poco les importaba que el Oriente romano cayese en manos de los persas. Dos destacados santones cristianos, Félix y Juliano, habían muerto casi al mismo tiempo a principios del año 363, y anunciaban sin disimulos:

«Ahora le toca a Augusto…». Este hecho nos lo recuerda el historiador latino de origen griego Amiano Marcelino en su Historia (XXIII, 1).

La partida para la decisiva campaña contra los persas tuvo lugar en el mes de marzo del año 363 (nuevamente los Idus de Marzo). Algunos meses antes, en agosto del 362 al enterarse de que los cristianos de cierta secta iban en peregrinación a una misteriosa tumba situaba en una localidad llamada Sebaste, en Samaria, “para adorar allí como a un Dios a cierto muerto” que, según se decía, había resucitado, Juliano estableció inmediatamente la distinción entre el cuerpo de Juan el Bautista, del que también se pretendía que había sido enterrado por sus discípulos en Samaria, cerca de la antigua Siquem de la Biblia, y el de Jesús el Nazareno.

Para él era evidente que aquel al que los samaritanos denominaban el «Hombre Muerto» o simplemente el «No Muerto», y al que los católicos “adoraban como a un dios” y del que pretendían hacer creer que había “resucitado” de entre los muertos, no era Juan el Bautista, que fue decapitado, y a quien nadie adoró jamás como a un dios, y de quien nunca se dijo que hubiese resucitado. A quien Juliano designaba con esas palabras era a Jesús. Además, la leyenda del Bautista precisaba que lo que sus discípulos habían llevado a Samaria era solamente su cabeza, y lo que había en Sebaste era un esqueleto completo. Por lo tanto, no podían ser los restos del Bautista.

Como ya hemos visto, existen discrepancias sobre el hecho de que Juliano ordenase quemar los huesos de Jesús y esparcir sus cenizas al viento. Aunque parece ser que sí ordenó abrir la tumba y quemar unos restos humanos, que no podemos asegurar que fuesen los de Jesús, o los de otro difunto cualquiera. La medida tenía un carácter marcadamente simbólico, porque si había huesos, eso implicaba que antes hubo un cadáver y, por lo tanto, no se había producido ninguna resurrección. Luego el menos interesado en destruir los huesos, como ya hemos apuntado, era el propio emperador.

De todos modos, al abrir la tumba de Jesús, Juliano firmó su propia sentencia de muerte. No tardó ésta en sorprenderle, por la espalda y en forma de venablo, precedida por todas las amenazas de los cristianos a las que hemos hecho alusión. Exactamente un año después de la crucifixión y del primer entierro de Jesús, en el sepulcro de José de Arimatea, María Magdalena [sola o en compañía de otras mujeres de la familia] se presentó en el cementerio para recuperar los restos de Jesús, su esposo. Nada hay de extraordinario en la escena: María Magdalena, la viuda, procedió según el ritual fúnebre común a todos los judíos y se presentó para retirar los huesos descarnados justo un año después del primer entierro, con la intención de proceder al lavado ritual con aceites y bálsamos antes de introducirlos, posiblemente envueltos en un lienzo, en el cofre de piedra para su segundo y definitivo entierro.

Pero según los evangelios, cuando María llega a la tumba, ésta ya ha sido abierta y unos ángeles con vestiduras resplandecientes le dicen que Jesús ya no está allí. La explicación es bien sencilla: alguien se le ha adelantado, posiblemente los hermanos o seguidores de Jesús, y han procedido a abrir la tumba sin contar con María Magdalena. Recuérdese que aparecen unos ángeles que la informan. Si eliminamos todos los elementos esotéricos y sobrenaturales la cosa pudo ser así: los ángeles, o el ángel, o el hortelano, según, pues cada evangelio ofrece una versión distinta, informan a María Magdalena que alguien ya se le ha adelantado, por eso la tumba está abierta.

Esos ángeles no serían entonces más que sacerdotes o empleados del cementerio que le brindan una información. La escena parece muy enrevesada pero no los es tanto: aparece Tomás, el hermano gemelo de Jesús, luego viene Simón Pedro, y también Juan, el «hijo» de Jesús y María, todos los familiares se personan en el cementerio para la exhumación ritual y los ángeles municipales les dicen que ya se han llevado el cuerpo. Pero ¿quiénes y por qué se han llevado los huesos sin contar con la familia?

Pues los que se han llevado los restos son, casi con toda seguridad, seguidores o discípulos de Jesús. Y si se lo han llevado tan rápidamente, al cumplirse el año prescrito, es porque temen que pueda ocurrir lo que acabaría sucediendo trescientos años después: que los restos de su maestro fuesen profanados y destruidos por sus enemigos.

Luego, ¿cuál sería entonces el lugar más seguro para proceder al entierro definitivo de los huesos de Jesús? Pues la respuesta tampoco es muy difícil: allí donde sus enemigos no le buscarían. Una vez muerto, Jesús ya no revestía importancia alguna para los romanos, pero sí para los clérigos hebreos que eran conscientes de que había prometido regresar de su propia muerte y ya lo advierten en el Sanedrín: “…no sea que vengan después sus discípulos, roben el cuerpo, y digan al pueblo que ha resucitado”.

Así que el lugar más seguro para inhumarlo era Samaria. No había peligro de que los irascibles clérigos judíos ortodoxos enviasen allí a nadie, ni a investigar ni a nada. Y, dadas las buenas relaciones que Jesús había mantenido en vida con los samaritanos, sus partidarios podían contar allí con numerosos amigos y simpatizantes.

Resumiendo, los restos de Jesús, como los de cualquier judío de aquella época, fueron retirados del osario exactamente un año después de haber sido depositados allí. De ahí la similitud en las fechas, un año después por las mismas fechas en las que se celebraba la Pascua judía. Lo que en los evangelios transcurre en un breve fin de semana, fue una continuación lógica de sucesos que se desarrollaron en el plazo de un año, poco más o menos.

Pero, ¿quién, o quiénes se llevaron los restos de Jesús, adelantándose a la viuda, María Magdalena, que acudía al osario precisamente para eso? La clave del enigma se encuentra en el evangelio de Juan (20, 1—15) que nos dice lo siguiente:

«El día primero de la semana, María Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún era de noche, al monumento, y vio quitada la piedra del monumento. Corrió y vino a Simón Pedro y al otro discípulo a quien Jesús amaba, y les dijo: “Han tomado al Señor del monumento y no sabemos dónde le han puesto”. Salió, pues, Pedro y el otro discípulo y fueron al monumento. Ambos corrían; pero el otro discípulo corrió más deprisa que Pedro y llegó primero al monumento, e inclinándose vio las bandas; pero no entró. Llegó Simón Pedro después de él, y entró en el monumento y vio las fajas allí colocadas, y el sudario. (…) Entonces entró el otro discípulo que vino primero al monumento, y vio y creyó; porque aún no se había dado cuenta de la Escritura, según la cual era preciso que Él resucitase de entre los muertos. Los discípulos se fueron de nuevo a casa. María se quedó junto al monumento, fuera, llorando. Mientras lloraba se inclinó hacia el monumento, y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado el cuerpo de Jesús. Le dijeron: “¿Por qué lloras, mujer?” Ella les dijo: “Porque han tomado a mi Señor y no sé dónde le han puesto”. Diciendo esto, se volvió para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no reconoció que fuese Jesús. Díjole Jesús: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” Ella, creyendo que era el hortelano, le dijo: “Señor, si le has llevado tú, dime dónde les has puesto, y yo le tomaré”» (Juan, 20, 1—15).

Analicemos el texto de Juan:
a.             Como siempre está protagonizado por María Magdalena. Luego debemos suponer, con escaso margen de error, que era una mujer muy cercana a Jesús: casi con toda seguridad, su esposa. No había lugar para pecadoras arrepentidas, era una ceremonia fúnebre estrictamente íntima y familiar. María Magdalena es su viuda.
b.             La escena se produce cuando María Magdalena se dispone a retirar los huesos. Su zozobra se debe al hecho de que teme que ya hayan sido retirados los restos por los dos ángeles-sacerdotes-empleados del cementerio y arrojados a la fosa común. Por eso pregunta al hortelano si se lo ha llevado él, y añade que si él le dice dónde los ha puesto ella los tomará (los huesos). Es poco probable que María Magdalena se refiriese al cadáver aún completo y rígido de Jesús, se refiere a los huesos descarnados, que ella sola si podía recoger, poner en un saco y llevárselos para enterrarlos después, como estipulaba el ritual fúnebre de entonces. Recordemos, una vez más, que José de Arimatea y Nicodemo, el otro sacerdote, después de fajar convenientemente el cadáver, habían sellado la tumba, bajo la atenta mirada de los soldados romanos responsables de su custodia. El sello sólo se podía romper un año después del primer entierro para recoger los huesos descarnados, lavarlos ritualmente y ungirlos, antes de proceder al segundo entierro, el definitivo. Todos estos procedimientos rituales relacionados con los enterramientos, estaban perfectamente ordenados en las disposiciones religiosas judías.
c.              Una vez más los dos ángeles están sentados, es la actitud de hombres que se sienten fatigados después de un duro trabajo como ha sido remover la piedra. El hecho de que vistieran de blanco, denota que eran sacerdotes hebreos dedicados a tales menesteres funerarios. Es lógico pensar, que el complicado proceso de inhumación judío de aquella época, debía ser supervisado por sacerdotes o empleados cualificados del cementerio.

Veamos ahora cómo describe Mateo la misma escena en su evangelio: «Pasado el sábado, al alba del primer día de la semana, vino María Magdalena con la otra María a ver el sepulcro. Y sobrevino un gran terremoto, pues el ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Era su aspecto como el relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. Los guardias temblaron de miedo y se quedaron como muertos…» (Mateo, 28, 1—2).

Observaremos en primer lugar que la escena se desarrolla a primera hora de la mañana, posiblemente en el momento justo en que la guarnición romana abría las puertas de las murallas. Habría poca gente por la calle, casi nadie y, en consecuencia, no era previsible que hubiese demasiada gente en el cementerio, excepto los guardianes habituales y los empleados que cuidaban las tumbas. Por supuesto, hacemos notar al lector que según nuestra teoría, toda la escena se está desarrollando “un año después” del primer entierro, cuando María Magdalena, y la otra María, (¿cuál de ellas?) debían acercarse al osario para recuperar los restos mortales de Jesús, lavar ritualmente los huesos y proceder a su definitiva inhumación.

Pero cuando ella (o ellas) llegan descubren que se les han adelantado. No olvidemos que Jesús era el jefe de un movimiento con centenares de seguidores. Esto nos hace pensar en un grupo de varios hombres que podrían, después de romper los sellos, haber descorrido la piedra circular que servía de puerta al sepulcro. Posiblemente optaron por ser discretos. De todos modos, la piedra rueda (Mateo, 27, 60; Marcos, 15, 46), y este sutil detalle simplifica aún más la operación de abertura del sepulcro. Ya no son necesarios tantos brazos. Así pues, la tumba de Sebaste, abierta tres siglos después, era la de Jesús de Nazaret.

Por último, y siguiendo con el tema de la existencia del cadáver de Jesús en esa tumba, tenemos todavía un testimonio que data de los primeros años del siglo V. Juliano, obispo de Halicarnaso, durante la prolongada correspondencia epistolar que mantuvo con Severo, obispo de Alejandría, y durante tres años exactamente, estuvo defendiendo la incorruptibilidad absoluta y permanente del cuerpo de Jesús. En cambio, para Severo de Antioquía el cuerpo de Jesús fue corruptible, como todos los cuerpos humanos, hasta que fue a sentarse a la diestra de Dios Padre, después de la supuesta Ascensión.

De entrada esto nos aclara, más allá de cualquier duda que, todavía a principios del siglo V, los doctores de la Iglesia no tenían asumido que Jesús fuese un «dios encarnado». De hecho, el arrianismo, que negaba la divinidad de Jesús, era el cristianismo predominante en muchas partes del Imperio y entre los pueblos germánicos que acabarían invadiéndolo.

Volvamos con Severo de Antioquía. Este obispo preveía claramente el peligro de la doctrina de Juliano de Halicarnaso. Si el cuerpo de Jesús había sido siempre incorruptible, no habría podido sufrir, ni ser herido por la flagelación, o por el suplicio de la cruz y por la lanzada final. Su Pasión y Muerte, sólo habrían sido una mera apariencia, una ilusión.

El obispo Juliano de Halicarnaso se acercaba peligrosamente al docetismo y al marcionismo en sus excesos doctrinales. Además, si el cuerpo de Jesús había sido incorruptible desde su formación no habría existido resurrección en el sentido exacto del término, ni por supuesto, encarnación en el sentido biológico del mismo. Y tampoco concepción, formación del feto, alumbramiento, etcétera. Severo tenía además otro argumento que para él era irrefutable. Si se había tomado la precaución de preparar el cadáver de Jesús con bálsamos, mirra y áloes para minimizar la pestilencia en el proceso de putrefacción del cadáver, era que se temía la corrupción natural del mismo común a todos los mortales.

Pero de toda esta discusión sutil entre los dos obispos resulta que el problema que seguía planteándose la Iglesia a principios del siglo V, era saber si el cadáver de Jesús en su tumba había permanecido incorrupto o, por el contrario, se había descompuesto. Lo que prueba palmariamente, más allá de cualquier duda, que los dogmas de la «Ascensión» y la «Resurrección» todavía no estaban plenamente asimilados para la mayoría de los cristianos, incluidos los propios padres de la Iglesia.

La Iglesia, al ver el peligro que suponía para su supervivencia la explicación lógica de aquellos prodigios sobrenaturales, reaccionó inmediatamente y a su manera. Las cartas de Juliano de Halicarnaso y de Severo de Antioquía, tanto los originales como las copias que se habían hecho de ellas y que circulaban libremente por todo el Imperio, debían ser quemadas por los buenos católicos en cuanto cayeran en sus manos, pero sin enterarse de lo que decían, so pena de excomunión o, lo que era aún peor, de visitar las mazmorras y acabar en un potro de tortura. Había que eliminar cualquier rastro de inverosimilitud en la leyenda que se estaba pergeñando. Así, lo inexplicable y lo absurdo, adquirían tintes de insondable secreto, de misterio esotérico, y dudar, o hacerse preguntas, era síntoma inequívoco de una manifestación diabólica. Pero la verdad siempre prevalece. No todo se perdió y, en su obsesión por borrar el rastro de sus fechorías, los padres conciliares de la Iglesia, dejaron más pistas de las que habían imaginado.

En 1952 fueron descubiertos en el monte de los Olivos, cerca del Dominus Flevit, los emplazamientos de diversas tumbas que, al parecer, formaban parte de una necrópolis muy activa en la época del segundo Templo. Se encontraron varios de los osarios donde se realizaba el primer entierro, y otras tumbas que contenían pequeños cofres con los huesos de los difuntos que previamente habían estado sepultados en esos osarios, como aquel “sepulcro nuevo excavado en la roca” del que nos hablan los evangelios y donde fue enterrado Jesús en primera instancia después de ser bajado su cadáver de la cruz.

En esos pequeños cofres estaba escrito a menudo el nombre del muerto, a veces en griego, a veces en arameo. En la necrópolis del monte de los Olivos se encontraron, entre otros, los de Jairo, Marta, María, Simón bar Jonás (o Barjonna, el fuera de la ley), Salomé (que aparece en uno de los evangelios al pie de la cruz), Filón de Cirene, y un tal Yeshua o Yahoshúa, forma hebrea del nombre de Jesús.

De estos descubrimientos pueden sacarse diversas conclusiones, en función de tres hipótesis:

i.                   Si los osarios son falsos, es que fueron “fabricados” en una época posterior en la que presentaban interés con vistas a atraer a los peregrinos, y esto los situaría, en nuestra opinión, en la primera mitad del siglo IV, en la época de Constantino, más o menos. Ahora bien, y esto es relevante, si se presentaba a los peregrinos un cofre de piedra que hubiese contenido los huesos de Jesús, esto significa que la leyenda de la «Resurrección» y la pretendida «Ascensión», todavía no había sido elaborada. Lo que confirmaría el valor de la discusión entre Juliano de Halicarnaso y Severo de Antioquía, obispos ambos en el año 402. Y también que en esa época se asumía que el apóstol Pedro había muerto en Jerusalén en el año 47, y no en el 67 en Roma.
ii.                   Si los osarios son auténticos. Es más grave todavía. Esto significa que Jesús murió y fue inhumado como todos los mortales, que no hubo «Resurrección» de su cuerpo carnal, que se pudrió en el osario y luego los huesos fueron inhumados, según la costumbre judía, después de haberlos retirado del osario provisional. La misma observación es válida en lo que respecta al cadáver de Pedro y, por supuesto, en lo que respecta al del otro hermano de Jesús, Santiago, muerto en Jerusalén en la misma época que su hermano Pedro. Claro que si Jesús fue inhumado definitivamente en la necrópolis de los Olivos, la tumba de Sebaste en Samaria no podía ser la suya. Pero nosotros nos inclinamos a pensar que su tumba era la de Samaria. ¿Por qué? Pues porque se veneraba todavía a mediados del siglo IV y es el emperador romano Juliano el Apóstata quien nos lo confirma.
iii.                   El Jesús cuyo osario se encontró no es Cristo. En este caso, ¿de qué Jesús se trataba? ¿Cómo imaginar que todos los demás perteneciesen al entorno, e incluso a la familia del Jesús oficial, y que se mezclaran allí con los de un Jesús extraño? ¿Sería el Yeshua Ha-Notzri del que nos habla el Talmud? Aquel cuyo sobrenombre significaba «el de otro pueblo».

Según las fuentes, Pedro y Santiago murieron en Jerusalén en el año 47, después del sínodo, por orden de Herodes de Calcis, regente de Agripa II. Otras fuentes sitúan la muerte de ambos apóstoles en el año 44, y habría sido ordenada por Herodes Agripa I, que moriría ese mismo año. En cualquier caso, no parece descabellado pensar que algún hermano o familiar se ocupase del entierro de Pedro y Santiago y que les diese sepultura en la misma tumba familiar donde ya reposaban los restos de Jesús, en Sebaste de Samaria.


Sabemos que todavía en el año 362 aquel mausoleo era venerado por los cristianos de Palestina, y que éstos pudieron trasladar los restos a un lugar alejado para preservarlos de la férula de los católicos que pretendían establecer el dogma de la divinidad convirtiendo a Jesús en Jesucristo, el «Hijo de Dios».

¿Qué mejor sitio que un recóndito lugar en el confín de Occidente para que los huesos de sus santos reposasen en paz para siempre? Desde la más remota Antigüedad, los celtas asociaron el Occidente, el lugar por donde se ocultaba el Sol (Lugos), con la «Morada de los Muertos», y la palabra «ocaso» es sinónimo de «muerte». Y lo que hoy conocemos como la «Costa de la Muerte» en Galicia, fue antiguamente identificada con la «Morada de los Muertos».

De otro lado, el nombre Finisterre deriva del latín «finis terrae», que significa fin de la tierra; sin embargo, su nombre en bretón «Penn ar Bed», significa «comienzo del mundo». No sería descabellado pensar que los «tres hermanos» finalmente fueron sepultados en el «finis terrae» de los celtas que adoraban al padre solar Lugos, tal vez después, o inmediatamente antes de la diáspora del año 70, o ya a mediados del siglo IV, para ocultarlos de la férula de los fanáticos nicenos.




¿Por qué asesinaron a Kennedy? (11)

En abril de 1961 el Ejército de Estados Unidos atravesaba una grave crisis y estaba dividido, exactamente igual que sucediera un siglo antes tras las elecciones de 1860 que terminaron desembocando en la guerra civil. Y para evitarla, lo mejor era buscar un enemigo en el exterior. Cuba parecía un enemigo fácil de batir, lo cual significaba que la guerra sería corta. Se necesitaba una guerra larga contra un enemigo creíble para reunificar al Ejército: Vietnam parecía el conflicto idóneo para este propósito. Además, una guerra larga supone la fabricación en serie de miles de unidades de helicópteros, carros blindados y aviones de combate, en eso consiste el rentable negocio de la guerra. Pero esto sólo podía lograrse con la involucración directa del Ejército estadounidense en el conflicto del sudeste asiático.

El mayor general Edwin A. Walker, que originó los enfrentamientos racistas de Little Rock antes de ser puesto al mando del Cuerpo de Infantería estacionado en Alemania, fue destituido por el presidente Kennedy. Estaba acusado de desarrollar un proselitismo de extrema derecha dentro del Ejército. Él mismo era miembro de la John Birch Society, así como de la organización supremacista blanca conocida como ‘Los Auténticos Caballeros del Ku-Klux-Klan’.

En realidad el discurso del mayor general Edwin A. Walker no era muy distinto del de los generales George S. Patton, jefe del Ejército de Ocupación de los Estados Unidos en Alemania tras la Segunda Guerra Mundial, o del que practicara en la década de los cincuenta el gran héroe de la guerra en el Pacífico Sur, y después en Corea, el general Douglas MacArthur. Todos ellos abogaban por acabar con el incipiente poderío militar de los comunistas rusos y chinos. La Unión Soviética se desintegró en 1991, pero la República Popular China amenaza con desbancar a Estados Unidos como primera potencia mundial de forma inminente. Esto es una mala noticia para el Mundo Libre.

Patton falleció en diciembre de 1945 a consecuencia de las terribles heridas sufridas en un extraño accidente automovilístico con todos los visos de haber sido preparado convenientemente. De haber sobrevivido, habría quedado tetrapléjico.

En las elecciones de 1952, Douglas MacArthur no apareció como candidato, aunque dio su apoyo público al senador republicano de Ohio, Robert Taft. Se decía que Taft le había ofrecido la vicepresidencia a MacArthur a cambio de su apoyo, y de hecho logró que diera un discurso a su favor en la convención republicana para elegir al candidato. Sin embargo, el discurso no fue bien recibido y Taft perdió la nominación en favor de Dwight Eisenhower. Douglas MacArthur se mantuvo en silencio durante la campaña, que ganó Eisenhower por escaso margen. Tras la misma, Eisenhower consultó a MacArthur acerca de su opinión sobre la guerra de Corea, y adoptó su sugerencia de amenazar a los chinos con el uso de armamento nuclear para conseguir el fin de la guerra, entrando en la dinámica conocida posteriormente como Guerra Fría. En 1956, el senador Joseph Martin propuso formalmente ascender a MacArthur al rango de general de seis estrellas; sin embargo, la propuesta fue vista como un posible conflicto con Eisenhower, ya que en caso de haber ascendido habría superado en graduación militar al propio presidente de los Estados Unidos. Lo cual resulta bastante chocante si tenemos en cuenta que formalmente Eisenhower había dejado el servicio activo en el Ejército para presentarse a las elecciones presidenciales de 1952. ¿Acaso su graduación militar era una garantía institucional añadida? El caso fue que el ascenso del general Douglas MacArthur acabó muriendo de forma discreta en el Senado sin llegar a ninguna resolución.

MacArthur se retiró de la política y se convirtió en presidente de la compañía de computadoras Remington Rand y pasó el resto de su vida viviendo de forma discreta en Nueva York. Sin embargo, el moderado presidente Kennedy se reunió dos veces con Douglas MacArthur, el hombre que había abogado abiertamente por desatar un conflicto termonuclear contra China y la Unión Soviética, para escuchar sus consejos en 1961. La primera vez fue poco después de la fracasada invasión de playa Girón (abril). MacArthur se mostró extremadamente crítico con el Pentágono y con los consejeros militares del presidente. De ahí que Kennedy decidiese renovar su equipo de asesores. El veterano general aconsejó al presidente que interviniese en Vietnam, si no deseaba que se repitiese el fiasco de Corea, del que el veterano general MacArthur responsabilizaba al presidente de entonces, Harry S. Truman, por su indecisión para actuar contundentemente contra los chinos en Corea.

Entretanto, la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado, abrió una investigación sobre las ramificaciones de los grupos de neonazis en el seno del Ejército. Las sesiones estuvieron presididas por el senador Albert Gore (Tennessee), padre del futuro vicepresidente norteamericano, Al Gore. Los senadores sospechaban que el jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, general Lemnitzer, podía estar involucrado en la organización de violentos grupos paramilitares de extremistas segregacionistas, coordinados con los neonazis del destituido general Walker. El senador Albert Gore sabía que Lemnitzer era un especialista de las operaciones encubiertas de los servicios secretos del Ejército: en 1943, había dirigido en persona las negociaciones que pretendían romper la alianza italo-germana y en 1944 encabezó con Allen Dulles las negociaciones secretas con los nazis en Ascona (Suiza) preparando la capitulación y la huida de los jefes del Ejército alemán y del Partido Nacional Socialista (Operación Sunrise).

El general Lyman L. Lemnitzer participó también en la creación de una red clandestina de resistencia armada de los países aliados en Europa –la futura GLADIO–, utilizando y enrolando sin reparos a antiguos agentes nazis para luchar contra la URSS, y organizó la ocultación de criminales de guerra en América Latina. Pero el senador Albert Gore no logró demostrar la responsabilidad del general Lyman L. Lemnitzer en dichas actividades clandestinas. O tal vez no quiso demostrarla. No obstante, una correspondencia secreta de Lemnitzer, recientemente publicada, demuestra que conspiraba junto con el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas estadounidenses estacionadas en Europa (el general Lauris Norstad) y otros generales y jefes del Ejército para torpedear la política de distensión que el nuevo presidente quería desarrollar en Europa. Los militares extremistas no aceptaron de buen grado la decisión de Kennedy de no intervenir militarmente en Cuba. Asimismo, consideraban también a los civiles de la CIA unos aficionados ineptos, y responsables de la mala planificación en el estrepitoso fracaso del desembarco en playa Girón, y al presidente Kennedy como un traidor por no haber permitido el apoyo de las Fuerzas Aéreas a los mercenarios que protagonizaron semejante fiasco.

El sector más extremista del Ejército buscó un pretexto político que obligase a Kennedy a intervenir militarmente en Cuba. Este plan, llamado ‘Operación Northwoods’ vendría a ser una reedición del supuesto ataque y hundimiento del acorazado ‘USS Maine’ en 1898 atribuido a los españoles. Exactamente la misma excusa utilizada en 1964 en el llamado Incidente del Golfo de Tonkín con los norvietnamitas, a los que acusaron de haber torpedeado varias unidades navales norteamericanas allí fondeadas.

En cualquier caso, al margen del incidente del golfo de Tonkín, la insistencia de un sector del Ejército por intervenir en Cuba, que muchos seguían considerando un ‘protectorado’ de los Estados Unidos, motivó la formación de un nuevo task force o grupo de trabajo especial que elaboró un minucioso estudio supervisado por el general William H. Craig con la finalidad de avanzar en este proyecto secreto de sabotaje primero, y guerra abierta después, contra el nuevo régimen socialista cubano. Posteriormente el plan fue presentado al Grupo Especial por el propio general Lemnitzer, exactamente el 13 de marzo de 1962.

Pero la reunión terminó muy mal: Robert McNamara, secretario de Defensa, rechazó el plan en bloque, mientras que el general Lemnitzer enfurecido cuestionó su capacidad para intervenir en asuntos militares de semejante envergadura. Este desencuentro provocó seis meses de hostilidades permanentes entre la administración Kennedy y el Estado Mayor del Ejército, que se sintió humillado por la actitud del secretario de Defensa, McNamara respaldada por el presidente Kennedy. Como resultado inmediato de aquella reunión, el general Lemnitzer fue destinado fuera del país, nombrándole comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos destacadas en Europa. Pero Lemnitzer y los suyos interpretaron aquello como un destierro deshonroso y antes de incorporarse a su nuevo destino, el general Lemnitzer ordenó destruir todos los documentos del proyecto secreto ‘Northwoods’, pero Robert McNamara conservó y archivó la copia del documento secreto que el propio Lemnitzer le había entregado.

El fracaso de aquella reunión celebrada el 13 de marzo de 1962, fue el principio del divorcio entre el presidente Kennedy y las Fuerzas Armadas, y el general Lyman Lemnitzer y otros miembros del Estado Mayor Conjunto tramaron un golpe de Estado que se consumó materialmente con el crimen de Dallas el 22 de noviembre de 1963. En el núcleo central del grupo de conspiradores estaban los mismos militares que habían participado en el task force constituido por el presidente Kennedy: el almirante George W. Anderson, jefe de Operaciones Navales, el general George H. Decker, jefe de Estado Mayor del Ejército, el propio general Lyman L. Lemnitzer, jefe de Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, el general Curtis E. LeMay, jefe de Estado Mayor del Ejército del Aire y el general David M. Shoup, comandante en jefe del Cuerpo de Marines.

Al día siguiente del asesinato del presidente Kennedy, el líder cubano Fidel Castro fue el primero en calificarlo como una conjura cuando compareció en la televisión estatal y lo consideró como “algo altamente perjudicial para los intereses de la Humanidad y para los intereses de la Paz [...] Hemos sido víctimas de una hostilidad constante por parte de los Estados Unidos [...] le correspondía a Kennedy una importante responsabilidad en esos hechos [...] Nosotros podemos decir que hay elementos dentro de los Estados Unidos que defienden una política ultra reaccionaria en todos los campos, tanto en el de la política internacional como en el de la política nacional [...] Y esos son los elementos llamados a beneficiarse de los sucesos que ocurrieron ayer en los Estados Unidos...”

En su alocución, Fidel Castro denunció cómo el presidente Kennedy estaba siendo presionado desde diversos sectores de la sociedad norteamericana, incluido el Ejército, desde antes de producirse la Crisis de los Misiles en octubre en 1962. Los sectores más conservadores de la ultraderecha religiosa protestante criticaban sus posiciones contra la segregación racial y la extensión de los derechos civiles a los ciudadanos afroamericanos. Probablemente, el mayor error que cometió Robert Kennedy durante su campaña presidencial de 1968, que acabaría ganando Richard Nixon, fue el de anunciar que si era elegido presidente de los Estados Unidos reabriría el caso del asesinato de su hermano Jack. Aunque lo cierto era que el caso ya había sido reabierto por el fiscal de Nueva Orleans, Jim Garrison, un año antes. ¿Por qué esperó casi cinco años Robert Kennedy para anunciar que iba a reabrir el caso? Siendo como era en 1963 fiscal general del Estado, el equivalente a ministro de Justicia en España, ¿por qué no lo hizo entonces? O, al menos, cuando lo hizo el fiscal Garrison, ¿por qué no le ofreció su apoyo? Robert Kennedy hizo aquella declaración, a modo de advertencia, para incriminar subrepticia, e injustamente, al otro candidato, Richard Nixon, en la conspiración de Dallas. Y lo hizo de forma deliberada, ya que Robert Kennedy sabía perfectamente quiénes eran los conspiradores que habían llevado a término la conjura que culminó con el asesinato de su hermano en noviembre de 1963, porque Robert Kennedy también estuvo presente en la reunión del 13 de marzo de 1962 con el general Lemnitzer y el Grupo Especial. Por lo tanto, sabía también que Nixon no tuvo nada que ver en el asunto.

Los miembros del Estado Mayor conjunto de las Fuerzas Armadas estaban profundamente molestos con Kennedy desde el episodio de playa Girón en abril de 1961. El 18 de abril, hacia la medianoche, se produjo una reunión de urgencia en la Casa Blanca, a petición del subdirector de la CIA, Richard Bissell. Los militares invitados, el general Lemnitzer y el almirante Burke, vestían sus uniformes de gala y los civiles lo hacían de etiqueta porque se estaba celebrando la recepción anual a los miembros del Congreso. Bissell dijo que los mercenarios que habían desembarcado en playa Girón estaban a punto de ser completamente aniquilados y sugirió entonces una intervención militar directa de las Fuerzas Armadas. El almirante Burke había asumido una actitud desafiante próxima a la insubordinación, pues había transmitido a los cubanos que participaban en el desembarco que “fuerzas hostiles dentro de la administración Kennedy estaban tratando de cancelar la invasión”. Y que “si esas fuerzas hostiles lograban abortarla, los jefes de la brigada de voluntarios debían amotinarse contra sus asesores [norteamericanos] y proceder con la invasión prevista”.

Después del fracaso de la reunión del 13 de marzo de 1962, los hermanos Kennedy y el secretario de Defensa, Robert McNamara, tuvieron la absoluta certeza de que los militares estaban preparando un golpe de Estado encabezado por el general Lemnitzer jefe del Estado Mayor Conjunto. Kennedy envió a Lemnitzer a Europa, pero el peligro no estaba conjurado. Durante la Crisis de los Misiles, en octubre de aquel mismo año 1962, el presidente se quedó casi solo frente al Estado Mayor Conjunto. El que se mostró más beligerante fue el general Curtis LeMay, quien rechazaba violentamente la estrategia de bloqueo naval contra Cuba decretada por el presidente por considerarla insuficiente para obligar a los soviéticos a retirar sus misiles balísticos de la isla: “Apesta como la cobardía de Neville Chamberlain –rezongó Curtis LeMay–. Sería casi tan humillante como el apaciguamiento de Múnich”.

Por su parte, el jefe de las Fuerzas Aéreas trató de presionar a Kennedy recordándole cómo su padre, Joseph Kennedy, a la sazón embajador de los Estados Unidos en Gran Bretaña, siguiendo instrucciones del primer ministro británico Neville Chamberlain, aconsejó al presidente Franklin Roosevelt que hiciese concesiones al canciller alemán Adolf Hitler para evitar un enfrentamiento armado. La reacción de Roosevelt fue destituirle fulminantemente, lo que acabó para siempre con las ambiciones políticas de Joseph Kennedy, que pasaban por presentarse a las próximas elecciones presidenciales.

Poco antes de estallar la Crisis de los Misiles, el frente doméstico de los derechos civiles estaba en plena efervescencia. La noche del 30 de septiembre, se había desatado un motín en la Universidad de Mississippi cuando el estudiante negro James Meredith se matriculó para forzar a las autoridades locales a cumplir el decreto que imponía la integración racial en las escuelas de todo el país, incluidas las del “profundo” Sur. Estudiantes blancos, miembros del Klan y decenas de exaltados vecinos, habían rodeado el edificio armados con ladrillos, picos y escopetas intentando llegar hasta Meredith gritando «colgad al negro». Mientras, tímidamente, la policía trataba de evitar el linchamiento.

Consciente de que las fuerzas policiales municipales eran insuficientes para restablecer el orden y controlar a aquellos fanáticos, el presidente dio orden a la Guardia Nacional para que acudiese a sofocar el motín. Pero varias horas después de haber sido cursada la orden, los militares se las arreglaron para no cumplirla arguyendo distintos pretextos, como la dificultad para trasladar efectivos desde Memphis hasta Oxford. En realidad, les retenían los hombres del extremista ultrarreligioso, general Walker, que alentaban a los amotinados e incitaban a las tropas a desobedecer las órdenes. Kennedy, indignado, tuvo que hablar por teléfono con el general Abrams, para que enviase a las tropas regulares pasadas las dos de la mañana.

El balance definitivo de los disturbios se saldó con dos muertos, 166 policías heridos de diversa consideración, además de docenas de soldados, estudiantes y manifestantes con múltiples lesiones y contusiones. Se practicaron más de mil trescientas detenciones, entre ellas la del sedicioso general Walker.

Aunque los violentos incidentes de la Universidad de Mississippi no socavaron de forma significativa la popularidad del presidente, su actuación durante la Crisis de los Misiles, sí causó mella entre la opinión pública que se polarizó alentada por los extremistas, que acusaron al presidente de mostrarse “blando” con los comunistas. Los militares y los lobbies de la industria de armamento, veían con preocupación que Kennedy, dentro de sus acuerdos secretos con los soviéticos, hubiese pactado no intervenir en Vietnam, además de no hacerlo tampoco en Cuba. Pero lo que ignoraban tan avezados expertos, cegados por sus propios intereses, era que los rusos detestaban aún más a los chinos que a los norteamericanos, y que estaban tan preocupados como ellos ante la posibilidad de una intervención china en Vietnam, como ya había sucedido en Corea una década antes. Por lo que los soviéticos, en realidad, preferían que Estados Unidos les hiciese el trabajo sucio en Vietnam.

Cuando se conoció la noticia del asesinato de Kennedy en Dallas, Fidel Castro estaba conversando con el periodista francés Jean Daniel, que había viajado a la isla con el “encargo” personal del presidente Kennedy de valorar la reacción del líder cubano ante las conversaciones secretas que se estaban llevando a cabo en Washington con vistas a reanudar las relaciones diplomáticas con La Habana. Dicho coloquialmente: Kennedy deseaba “pasar página” y normalizar las relaciones con el nuevo Gobierno cubano surgido tras la Revolución.

Jean Daniel también actuaba en aquel momento como “intermediario” extraoficial entre Kennedy y Charles De Gaulle a propósito de la decisión del presidente francés de seguir adelante con su proyecto de convertir a Francia en una potencia nuclear al margen de la OTAN. Francia, y no Cuba, era el principal quebradero de cabeza de Kennedy, una vez superada la Crisis de los Misiles a finales de octubre de 1962. Además, Francia estaba colaborando en secreto con España para que el general Franco también pudiese tener la bomba. Estaba previsto que la bomba francesa se detonase en el desierto de Argelia, y la española en el del Sáhara. En poco más de diez años, ambos países perdieron sus posesiones en África. No obstante, los franceses acabaron obteniendo la bomba atómica y abandonando la estructura militar de la OTAN. En el caso español, el  asesinato del almirante Carrero Blanco en 1973, y la muerte del general Franco dos años después, retrasaron el proyecto. A pesar de ello, el programa nuclear para dotar a las Fuerzas Armadas españolas con la bomba atómica se mantuvo hasta 1981.

(Continuará...)

¿Por qué asesinaron a Kennedy? (10)

La Bolsa de Wall Street cayó 24 puntos en apenas 27 minutos cuando el asesinato de Kennedy fue anunciado aquel viernes 22 de noviembre de 1963. En pocas horas 2,6 millones de acciones fueron vendidas o canjeadas. No se vería otra reacción comparable en la Bolsa de Valores neoyorquina hasta los atentados del 11 de septiembre de 2001 y tras la debacle financiera iniciada el 15 de septiembre de 2008. La más grave desde 1929. Hubo quien ganó medio billón de dólares en un solo día tras el asesinato de Kennedy. Casualmente, la Allied Crude Vegetable Oil Refining Corporation, dirigida por el magnate petrolero de Nueva Jersey, Anthony de Ángeles, quebró el mismo día, dejando caer el mercado. Allied Crude estaba controlada por la US American Bunge Corporation y manejada por un grupo de accionistas establecidos en Argentina, un holding de empresas conocido como Bunge & Born Ltd.

La revista Business Week, el 19 de octubre de 1963, un mes antes del asesinato de Kennedy, describía a la familia Born de Argentina, accionista mayoritario de Bunge, como ciudadanos procedentes de Alemania. Todo sobre Bunge tenía resonancia alemana. Tenían un volumen de negocio de alrededor de 2 billones de dólares anuales, repartido en 80 países con cerca de 110 oficinas, todas interconectadas con télex y telégrafos. La Corporación Bunge era conocida como “El Pulpo”.

En el libro ‘Were we controlled?’ (“¿Estábamos controlados?”) se detallan minuciosamente las relaciones internacionales de la Corporación Bunge, así como el conocimiento inmediato, a pesar de la diferencia horaria, de la muerte del presidente Kennedy, lo que les permitió cerrar varias operaciones bursátiles con éxito en cuestión de minutos. Muchas de esas operaciones se realizaron entre Argentina y la Alemania Occidental de entonces.

El general Edwin Walker
El 21 de noviembre de 1963, un día antes del asesinato del presidente Kennedy, el general Edwin Walker llamó al periódico alemán ‘Deutsche National Zietung’ en Múnich, Alemania, desde Shreveport, Los Ángeles. Walker no pudo esperar para decirles que Lee Harvey Oswald, el solitario comunista de Dallas, era la misma persona que le había disparado a través de la ventana de su casa en abril de aquel mismo año. Hecho del que nunca hubo testigo alguno, aparte del propio general Edwin Walker. Cuando al día siguiente se produjo el asesinato, la policía de Dallas y el FBI fueron tomados por sorpresa. Durante las investigaciones, y con vistas a inculpar a Oswald, y atribuir una conexión marxista (ya fuese cubana o soviética) con el asesinato, fue necesario que Ruth Paine les hiciese llegar una supuesta carta de Oswald dirigida a su esposa Marina en la que le explicaba los motivos por los que había disparado contra Walker. La carta se suponía escrita antes de producirse el asesinato de Walker, que en ella se daba por sentado, y que nunca ocurrió.

El único fragmento del proyectil que se conserva, relacionado con el fingido atentado de Lee H. Oswald contra Edwin Walker, jamás pudo ser identificado como procedente del fusil Mannlicher-Carcano calibre 6,5 supuestamente propiedad de Oswald con el que meses después atentó contra Kennedy. Es más, jamás se pudo demostrar que Oswald hubiese tenido esa arma en sus manos y se barajó la posibilidad de que el fusil que se empleó en el asesinato de Kennedy fuese un Máuser de fabricación alemana ó, española.

¿Por qué el general Walker estaba tan interesado en informar a un periódico alemán, un día antes, sobre el sospechoso de un magnicidio que iba tener lugar en Dallas, en el otro extremo del mundo, un día después?
En aquellos momentos, Kurt George Kiesinger acababa de tomar posesión del cargo de canciller de la República Federal de Alemania y Franz-Josef Straus hacia lo propio como ministro de Economía.

Varios años antes, Kurt George Kiesinger ingresó en el Departamento de Propaganda Radiofónica dependiente del Ministerio de Relaciones Exteriores nazi a cargo de Von Ribbentrop, tenía entonces 36 años. Allí estuvo dirigiendo durante la Segunda Guerra Mundial un programa radiofónico de propaganda, con 195 especialistas bajo su supervisión directa. Él fue el coordinador de su Departamento con el Ministerio de Propaganda que dirigía el doctor Paul Joseph Goebbels, una de las figuras clave del régimen nazi, conocido por sus dotes para la retórica y su capacidad de persuasión. Goebbels promovió la depuración de los ambientes culturales y la más extensa difusión de los mitos nazis. Una de las más famosas citas de Goebbels fue: “Una mentira repetida mil veces, se convierte en verdad”.

Sin duda, el general Walker, destinado entonces en Múnich, sabía de la importancia de la propaganda. Además conocía a la misma gente que con Hitler controlaba los medios de radiodifusión, y publicaba y controlaba los periódicos del Reich. Sabía que una mentira bien camuflada podía ser fácilmente vendible: con esa llamada al periódico alemán esperaba atraer la atención internacional sobre el hecho de que Oswald, un marxista fanático, había disparado contra el presidente de los Estados Unidos, pero también contra él unos meses antes. Presentándose así como una especie de “mártir” y mostrándose como “víctima” antes de que las autoridades pudiesen pensar en él como sospechoso.

Por otra parte, el periódico de Múnich al que Walker llamó estaba relacionado con grupos de extremistas violentos, paramilitares y activistas anticomunistas en todo el mundo. Había mucha gente de la organización de Gehlen y de la ultraderecha religiosa y segregacionista norteamericana, incluidos los fanáticos del Ku-Klux-Klan. Además de antiguos miembros de las SS alemanas instalados en Estados Unidos desde 1945.

El editor Gerhard Frey era amigo cercano de varios nazis miembros de la Liga Witiko. Esta liga y un grupo de alemanes de los Sudetes, (Sudetendeutch Landsmannscraft), eran organizaciones para refugiados desplazados. Durante el verano de 1948 se formaron unas cuantas organizaciones, y para 1955 el doctor Walter Becher fue elegido para presidir el Consejo Ejecutivo de la Liga Witiko. Becher fue uno de los jefes de las organizaciones nazis más activos en los Estados Unidos y a él se debe en buena parte el éxito y la amplia difusión en la actualidad de movimiento neonazi que ha calado en los corazones de muchos supremacistas blancos y segregacionistas de la América profunda.

El senador Joe McCarthy, Charles Willoughby, el general Edwin Walker y la organización de Robert Morris integrada por antiguos nazis y criminales de guerra alemanes, coincidieron finalmente cuando el doctor Walter Becher instaló las oficinas centrales de su organización en Washington en 1950. El 16 de julio de 1957, el doctor Walter Becher, elogiado hasta la náusea por la ‘American Opinion’ y otras publicaciones de la ultraderecha segregacionista, comenzó su política de liberación. El general Douglas MacArthur, el senador Joseph McCarthy, el general Charles Willoughby, varios miembros del Congreso norteamericano y funcionarios públicos comenzaron a reunirse abiertamente y a cooperar con grupos de ideología neonazi.

Volkmar Schmidt llegó procedente de Múnich, Alemania, para trabajar a tiempo completo con el general Walker. ¿Durante cuánto tiempo trabajaron juntos? ¿Dónde se encontraba Volkmar Schmidt aquel 22 de noviembre de 1963? O cuando Walker hizo la misteriosa llamada el día antes del atentado a Alemania, ¿era él la persona que estaba al otro lado del hilo telefónico?

La YAF (Young Americans for Freedom) había ido reuniendo en Dallas a un equipo inquietante: Charles Willoughby, jefe de la Inteligencia Militar para el Pacífico Sur durante la guerra, Robert Morris, Contrainteligencia y Guerra Psicológica, general Edwin Walker, militar norteamericano de tendencias nazis destinado en Alemania, William Buckley, de la CIA, senador John Tower, que facilitó a Marina Oswald su entrada en los Estados Unidos “agilizando” los farragosos y casi insalvables trámites burocráticos. Pero finalmente, el gran aglutinador de todos estos grupos, fue la CIA, la Agencia Central de Inteligencia que Allen Dulles había puesto en marcha aprovechando la infraestructura de la antigua OSS (Office of Strategic Services) que David Rockefeller había concebido como una herramienta útil para establecer su particular sinarquía por encima del propio Gobierno de los Estados Unidos, del Congreso y del Senado. 

Sin embargo, David Rockefeller no fue el único multimillonario que movió los hilos de la política norteamericana y mundial en aquellos años de posguerra. Diez años después del asesinato de Kennedy, Howard Hughes también jugó un papel destacado, y fue él quien puso al ‘Washington Post’ sobre la pista de la supuesta financiación fraudulenta de la campaña electoral de Richard Nixon que acabaría convirtiéndose en el célebre caso ‘Watergate’ que obligó al presidente a dimitir el 9 de agosto de 1974. Kennedy y Nixon fueron ‘neutralizados’ por intentar poner a la Reserva Federal bajo el control del Gobierno de los Estados Unidos. Quien controla el dinero de una nación, controla al Gobierno de esa nación.