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miércoles, 10 de mayo de 2017

Grecia: periodos arcaico y clásico

Grecia es un país montañoso, dividido en pequeñas comarcas naturales, casi todas ellas abiertas al mar por un litoral en extremo recortado. En el continente y en las numerosas islas cercanas del mar Egeo, pueblos de vocación marinera desarrollaron unas civilizaciones que representaron un progreso decisivo en la historia de la humanidad, especialmente en la de Occidente.
La más antigua de estas civilizaciones se desarrolló en la isla de Creta. Los cretenses, posiblemente los creadores del alfabeto, levantaron un gran imperio marítimo y ejercieron el monopolio del comercio en el Mediterráneo oriental durante varios siglos. Las ruinas de sus grandes palacios reales de Cnosos y Faistos acreditan el esplendor de su cultura. Hacia el año 1500 a.C. los aqueos, pueblo guerrero que se había establecido en el Sur de Grecia y había sido vasallo de los cretenses, conquistaron la isla y arruinaron la civilización cretense. Los aqueos se establecieron también en Asia Menor y destruyeron la ciudad de Troya[i]. Esta guerra fue cantada más tarde por Homero en su poema la Ilíada.
Cuando más pujante parecía ser el poderío aqueo sobrevino en Grecia la invasión de los dorios, que conquistaron las ciudades de los aqueos. A la postre, de la fusión entre dorios y aqueos, además de otros pueblos, surgieron los griegos, también llamados helenos. Los griegos no llegaron a constituir un imperio, sino una serie de pequeños estados independientes llamados polis, formados por una ciudad y las aldeas vecinas. La principales polis fueron Esparta y Atenas.
La cultura helenística
Desarrollada a lo largo del primer milenio antes de nuestra Era, la cultura griega o helenística constituye la base de la civilización europea. En lugar de las culturas teocráticas y simbólicas del Próximo Oriente cimentadas en la magia, los antiguos griegos instituyeron el principio de la consideración racional del hombre y la naturaleza. Los griegos se distinguieron en las letras y en todas las ramas del saber. Dramaturgos y poetas, historiadores y geógrafos, matemáticos y filósofos, forman una verdadera pléyade. Su considerable obra ocupa los más brillantes capítulos en el estudio de cada una de las citadas materias: Historia de la Literatura, Historia del Pensamiento, Historia de las Ciencias. Autores trágicos como Esquilo, Sófocles y Eurípides; poetas como el inmortal Homero, Hesíodo y Píndaro; historiadores como Heródoto y geógrafos como Ptolomeo; filósofos como Sócrates, Platón y Aristóteles; científicos como Pitágoras y Arquímedes, han iluminado y continúan alumbrando el mundo con los vivos destellos de su genio.
Las grandes normas de la cultura helenística fueron, en el aspecto estético, la sublimación de la belleza como abstracción suprema del mundo sensible, y el respeto a la libertad del individuo y a la búsqueda de la verdad en la esfera del pensamiento. Gracias a estos incentivos, los progresos artísticos, científicos y filosóficos fueron enormes, hasta el punto de que la civilización occidental jamás se ha desprendido de ellos.
Por otra parte, la cultura griega fue una cultura urbana, creada por ciudadanos libres y en beneficio de todos ellos, y no solo de los reyes o de la casta sacerdotal dominante como sucedía en las culturas del Próximo Oriente.
La historia de la antigua Grecia se divide en varias etapas. La Época Clásica es el período de la historia de Grecia comprendido entre la revuelta de Jonia —año 499 a.C., cuando termina la Época Arcaica— y el reinado de Alejandro Magno —años 336 a.C. al 323 a.C., cuando comienza la Época Helenística—, o de un modo más genérico, los siglos V y IV antes de Cristo. Se trata de una época histórica en la que el poder de las polis o ciudades-estado griegas y las manifestaciones culturales que se desarrollaron en ellas alcanzaron su apogeo.
El fin del helenismo
A finales del siglo III a.C., la Magna Grecia —nombre dado en la Antigüedad al territorio ocupado por los griegos al sur de la península Itálica y Sicilia— cayó bajo la dominación romana tras un siglo de enfrentamientos, ya fueran contra Pirro de Epiro, o en el ámbito de las Guerras Púnicas. Pero fue a principios del siglo II a.C. cuando Roma intervino realmente en Oriente. En principio se enfrentó militarmente a los antigónidas, concretamente a Antíoco III Megas, el más importante de los soberanos helenísticos antes de Mitrídates y Cleopatra VII. La derrota de Antíoco fue decisiva en la pérdida de influencia política de los seléucidas en Asia Central, en Persia y, por último, en Mesopotamia. Antíoco III fue el último rey seléucida que todavía poseía los medios para dirigir una expedición hasta los confines de la India. Durante el reinado de su hijo, los seléucidas no consiguieron dominar la insurrección de los Macabeos o Asmoneos en Palestina, que consiguieron refundar un estado teocrático judío independiente. La irrupción de los partos aceleró la descomposición política y, a principios del siglo I a.C., los soberanos seléucidas ya solo gobernaron en Siria.
Después de su victoria sobre los seléucidas, Roma promovió un lento y complejo proceso de desgaste sobre los reinos helenísticos, con la complicidad de varias ciudades griegas y del reino de Pérgamo, asegurándose tras dos siglos el completo dominio del Mediterráneo oriental.
No obstante, la penetración romana en el Oriente helenístico no se produjo sin resistencia, y los romanos precisaron no menos de tres guerras para doblegar al rey del Ponto, Mitrídates VI, en el siglo I a.C. El general Cneo Pompeyo Magno suprimió en el 63 a.C. el debilitado reino seléucida, reducido al territorio de Siria, reorganizando el Oriente según el orden romano. El mundo helenístico se convirtió desde entonces en el campo de batalla en las guerras civiles romanas donde se definieron las ambiciones de los diversos generales de la República, como sucedió en Farsalia y Filipos.
La Época Helenística finaliza con la derrota de Antonio y Cleopatra en la batalla naval de Accio en el año 31 a.C. ante la escuadra de Octaviano, futuro César Augusto. Cleopatra VII Filopátor fue la última reina del llamado Período Helenístico de Egipto y de la Dinastía ptolemaica, también llamada Lágida, fundada por Ptolomeo I Sóter, un general (diadoco) de Alejandro Magno.

Las guerras Médicas
Como ya hemos visto en el capítulo dedicado al Imperio Persa, el siglo V a.C. comenzó con la sublevación de numerosas ciudades jónicas encabezadas por Mileto y apoyada por algunas ciudades de Grecia continental contra el dominio del Imperio Persa. Darío I derrotó a los griegos de Asia Menor y envió una expedición punitiva contra los griegos continentales encabezada por Artafernes.
Primera guerra médica: las hostilidades se iniciaron por mar. Confiando en su formidable fuerza de choque, la armada persa avanzó lenta pero inexorablemente: la isla de Naxos, algunas de las Cícladas y Eretria fueron cayendo una tras otra y, a finales de agosto del 490 a.C., los navíos de guerra persas avistaban ya las costas continentales griegas. En un primer momento se pensó que el desembarco tendría lugar en Falero, cerca de Atenas, pero después los persas desembarcaron en las llanuras de Maratón. Milcíades consiguió rechazar a los invasores en alta mar, y neutralizó también la siguiente tentativa de ataque sobre Atenas por mar, conduciendo a su ejército a marchas forzadas hasta la bahía de Falero y venciendo a la flota enemiga. Los persas fueron después derrotados por los griegos al mando de Milcíades en la célebre batalla de Maratón (490 a.C.).
Si bien la victoria en Maratón permitió a Grecia conservar su independencia y colmó a los atenienses de legítimo orgullo, dado que por sí solos habían logrado resistir la embestida del coloso persa, la derrota sufrida distó mucho de provocar una crisis en un Imperio tan vasto y poderoso como el de Darío I, que podía movilizar un ejército de centenares de miles de hombres, disponía de inmensos recursos económicos y contaba con la escuadra más formidable de aquel tiempo. Sin embargo, en Maratón había quedado demostrada la superioridad de las tácticas de combate griegas, con un núcleo de infantes (hoplitas) fuertemente armados con picas y espadas, y protegidos con yelmos, escudos y corazas, que se movían al unísono. Todo esto podía constituir para Darío la ocasión de reconsiderar la cuestión griega en su integridad, y de poner mayor esmero y cuidado en la planificación de una nueva expedición.
Pero Darío tuvo que dedicar los últimos años de su vida al apaciguamiento de los nuevos desórdenes que estallaron en Egipto y Babilonia, y la muerte, que lo sorprendió en el año 486 a.C., le impidió concretar sus proyectos.
Segunda guerra médica: en esta nueva contienda, los espartanos dirigidos por Leónidas se cubrieron de gloria al sucumbir heroicamente en la defensa del paso de las Termópilas contra una nueva expedición del rey persa Jerjes que, siguiendo un minucioso plan proyectó la invasión de Grecia con sus tropas. La ciudad de Abidos, en la costa asiática de los Dardanelos, se consideraba un lugar estratégico fundamental para tener acceso al Estrecho, razón por la cual los persas los persas la ocuparon en el 480 a.C. al tiempo que su escuadra de dirigía a Atenas para iniciar un bloqueo naval. Los persas desembarcaron y saquearon la ciudad. Los atenienses buscaron refugio en la isla de Salamina, en cuyas aguas su flota, dirigida por Temístocles, deshizo a la de los persas en 480 a.C. y en 479 a.C. los griegos volvieron a vencer a los persas, esta vez en la batalla de Platea. Tras estas palmarias derrotas, los persas se retiraron definitivamente de Grecia.
En los 50 años siguientes, conocidos como la Pentecontecia, Atenas, dirigida por gobernantes como Temístocles, Cimón y Pericles, se engrandeció y formó la Liga de Delos, a la que se unió la mayoría de las islas del Egeo. Algunas ciudades de Asia Menor y de la península Calcídica también formaron parte de esta alianza.

Esparta y Atenas
Esparta fue una polis de carácter eminentemente militarista. Los dorios, conquistadores de la región, mantenían su dominio sobre pueblos mucho más numerosos que ellos a base de una rígida organización militar. Los ciudadanos de Esparta eran soldados durante casi toda su vida y no se dedicaban más que a la milicia. Vivían del trabajo de los pueblos sometidos. Gobernaba la ciudad una asamblea de ciudadanos notables, que cada año designaba unos magistrados (éforos).
Atenas era una polis de muy diferente índole. Entre sus ciudadanos existían grandes propietarios, comerciantes, artesanos, marineros, campesinos con pequeñas propiedades y jornaleros. Y lo más notable es que después de una época en la que solo gobernaban los más ricos (plutócratas), tras diversas vicisitudes (luchas y negociaciones) todos los ciudadanos, ricos y pobres, mientras fuesen mayores de edad, varones y libres, acabaron por tener acceso al gobierno del Estado. Una gran asamblea, a la que podían asistir todos los ciudadanos y que se celebraba al aire libre, designaba otra asamblea más reducida (de unas 500 personas, entre las más capacitadas). Esta asamblea, dividida en diversas comisiones, hacía las leyes y nombraba a los magistrados del Estado (arcontes), que gobernaban la ciudad durante un año. Esta forma de gobierno se llamaba democracia (gobierno del pueblo) y fue imitada por mucha polis o ciudades-estado. Frente al poder despótico de los faraones egipcios o de los reyes asirios, semíticos, babilonios o persas, la democracia representaba una conquista esencial de la civilización. Entre los sabios gobernantes de Atenas destacan el sabio Solón, Pisístrato, que dirigió una revolución de las clases humildes, pero que una vez en el poder se negó a abandonarlo, Clístenes, creador de la democracia, y su descendiente Pericles, que fue elegido arconte diez años seguidos y dio a Atenas días de magnificencia.
La guerra del Peloponeso y sus consecuencias
El triunfo sobre los persas benefició especialmente a Atenas, que se convirtió en la mayor potencia naval de Grecia. Esta época de apogeo político de Atenas se correspondió con un momento de gran esplendor cultural durante los años del gobierno de Pericles. De ahí que se conozca esa época (s. V a.C.) como el Siglo de Oro o el Siglo de Pericles.
Esparta, por su parte, siendo la primera potencia por tierra, fiel a su férrea organización militar. Conjurado el peligro persa, entre las dos ciudades estallaron una serie de conflictos, que se acentuaron por las diferencias existentes entre las ciudades aliadas de una y de otra y que acabaron por desembocar en la guerra llamada del Peloponeso. Esta guerra fue terrible y se prolongó 30 años. Las polis griegas se dividieron en dos bandos, unas a favor de Atenas y otras a favor de Esparta. Esta lucha fue de desgaste, porque ambos contrincantes, no pudiendo vencer al adversario en el terreno que le era propicio, el mar o la tierra, se agotaron en empresas secundarias. Al fin, Esparta consiguió hacerse con una poderosa escuadra y aniquiló a la flota ateniense.
Antecedentes: en el 550 a.C., se había fundado una liga entre las ciudades del Peloponeso (Liga del Peloponeso), dirigida por Esparta. Aprovechando el descontento general de las ciudades griegas, la Liga del Peloponeso empezó a enfrentarse a Atenas. En el año 431 a.C. se desató una serie de guerras cruentas como no las había conocido Grecia en siglos pasados. El casus belli fue que la isla de Corcira (Corfú) tenía una disputa con Corinto, ciudad aliada de Esparta, y Atenas ofreció ayuda a dicha isla. Así comenzó la guerra del Peloponeso que duró 27 años. Las ciudades griegas entraron en el conflicto aunque el peso de la guerra recayó sobre las dos grandes potencias rivales: Atenas y Esparta. Atenas mostró su superioridad por mar, mientras que Esparta demostró que por tierra era casi invencible. Los espartanos invadieron el Ática, territorio que pertenecía a Atenas. Pericles tuvo que proteger a su gente detrás de los Muros Largos, un recinto amurallado entre la ciudad y el puerto de El Pireo. Allí, hacinados y con malas condiciones higiénicas, se desencadenó una epidemia de peste a causa de la cual murieron miles de personas, entre ellas el propio Pericles. La liga del Peloponeso derrotó definitivamente a Atenas y a sus aliados en el año 404 a.C. en la batalla naval de Egospótamos y se produjo un período de hegemonía de Esparta que estableció gobiernos afectos en todas las ciudades griegas. Su dominación no tardó en ser aborrecida por los demás griegos y, para hacer frente a las rebeliones de las ciudades sometidas, Esparta se alió con los persas. Esto indignó tanto a los demás griegos, que la ciudad de Tebas, antigua aliada de Atenas, consiguió derrotar a los espartanos en la batalla de Leuctra en 371 a.C.
La polis de Tebas se alzó con el liderazgo en Grecia tras la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso, enfrentándose a la vencedora del conflicto, la siempre belicosa Esparta. Pero la clave de la victoria final de los tebanos no estuvo en el número de sus hoplitas ni en su excelente preparación, sino en la magistral táctica empleada por su gran estratega: Epaminondas, que revolucionó el arte de la guerra en la Antigüedad. Este genial tebano cambió para siempre la estrategia militar al dividir su ejército en fuerzas de combate distintas con diferentes objetivos. El vencedor de los espartanos en Leuctra pagó cara su victoria, pues perdió la vida a causa de las heridas recibidas en la refriega. Tras su muerte, Tebas no logró imponer su supremacía de forma absoluta y duradera a las demás polis griegas, así que en el año 338 a.C., el rey Filipo II de Macedonia, derrotó a los tebanos y a sus aliados en la decisiva batalla de Queronea, sometiendo a los griegos. Paradójicamente, Filipo y su hijo Alejandro emplearon para vencerlos muchas de las estrategias que tan exitosamente había desarrollado Epaminondas cuarenta años antes.
Atenas y Esparta estuvieron varias veces a punto de concluir una paz definitiva: por ejemplo, en 423 a.C., estipularon un armisticio válido incluso para sus aliados, pero fue roto dos días después; en 421 a.C., gracias al ateniense Nicias, se concertó un tratado de paz que debía durar cincuenta años, pero ninguna de las ciudades contendientes quiso renunciar a sus políticas expansionistas, sostenidas sobre todo por el ateniense Alcibíades: la guerra estalló nuevamente en 414 a.C.
Antes de declararse las hostilidades, Atenas había cometido el error de quedar expuesta en dos frentes: había enviado una expedición a Sicilia, contra los siracusanos, y al mismo tiempo apoyo la sublevación antipersa de Caria. En Sicilia los atenienses cosecharon una derrota desastrosa, tanto por mar como por tierra, y cuando se conoció la magnitud de este desastre en Persia, Darío II aprovechó para exigir a todas las ciudades de Asia Menor tributos iguales a los de los años anteriores, infringiendo de esta manera los acuerdos establecidos con Calia. Al mismo tiempo, Eubea, Lesbos, Quíos, Eritrea y otras ciudades de Jonia, sometidas al dominio de Atenas, aprovecharon la ocasión para rebelarse contra el yugo que les imponía la ciudad ática y pidieron ayuda a Esparta. También prometieron ayuda a los espartanos y a las ciudades rebeldes Tisafernes y Farnabazo, sátrapa de Dascilio, y dado que la alianza con los persas significaba contar el apoyo de la flota fenicia y el aporte de cuantiosas riquezas, Esparta aceptó.
Entre los años 412 y 411 a.C. se concluyeron tratados, varias veces, entre Esparta y Tisafernes, en los cuales se reconocía a Darío II la soberanía sobre toda Asia y la ciudad griega se comprometía a renunciar en el futuro a toda aspiración respecto de los territorios que pertenecían al Gran Rey o a sus predecesores. Además, los espartanos se comprometieron a no firmar una paz por separado con los atenienses sin previo consentimiento de Persia. Con la ayuda de Esparta, que en el ínterin había conquistado Mileto, Tisafernes, que fue quien se benefició a raíz de esta alianza que había puesto firme voluntad en conseguir, logró doblegar finalmente la resistencia de Amorges, venciéndolo en Iasos, y sometió a Caria. Sin embargo, no tardaron en sobrevenir disensiones entre los persas y los peloponesios, debidas a que los primeros consideraban excesivas las exigencias de los mercenarios griegos y los segundos reprochaban a Tisafernes no haber intervenido en el Egeo con la flota fenicia, concentrada en Aspendo.
Entretanto, la noticia de la derrota sufrida en Sicilia había insuflado en Atenas nuevas fuerzas a los adversarios del partido democrático, que retomaron momentáneamente el poder y reanudaron las relaciones con Alcibíades, que estaba en el destierro. Éste, fiándose de la amistad de Tisafernes, se acerco a él para convencerlo de que se marchara definitivamente de Esparta, pero el sátrapa lo hizo arrestar y conducir a Sardes. Alcibíades consiguió escapar y tomó el mando de una flota reconstruida con gran premura por parte de los atenienses, que habían apelado a sus últimos recursos, y derrotó a los espartanos, primero en Abidos y después en Cícico, entre el otoño del 411 y la primavera del 410 a.C. Estos sucesos, que impulsaron a Esparta a pedir una tregua, reforzaron al partido democrático ateniense, que recibió a Alcibíades en el 409 a.C. en loor de multitud.
Aprovechándose de que los espartanos no podían contar ya con el apoyo de Tisafernes, debido a una definitiva ruptura entre ellos, Atenas, ayudada por el rey macedonio Arquelao, construyó una escuadra cuyo mando se confió a Trasilio. Pero el oro de los persas no dejó de ser un protagonista de excepción en la guerra del Peloponeso: el sátrapa Farnabazo financió la construcción de una flota espartana y sustituyó como aliado de los lacedemonios a Tisafernes, caído en desgracia incluso con Darío II.
Mientras Alcibíades presentaba batalla a Farnabazo en el Helesponto y lo derrotaba varias veces, el comandante ateniense Trasilio llegó hasta Lidia, que fue devastada, y puso sitio a Éfeso, pero la ciudad logró resistir hasta la llegada de refuerzos y la flota ateniense fue destruida. Este revés marcó el eclipse de la buena estrella de Alcibíades, que se retiró a sus posesiones del Quersoneso, desde donde, condenado al ostracismo, buscó refugio, primero en Esparta y después junto a Farnabazo, quien ordenó que se le diera muerte en el 404 a.C.
Mientras tanto, la política del Gran Rey frente a los atenienses experimentó un vuelto: cansado de las vacilaciones de Tisafernes y espoleado por la insistencia de Parisátides, confinó al sátrapa en la provincia de Caria y puso a su hijo Ciro, predilecto de la reina, a cargo de Lidia, Frigia y Capadocia. Al asumir sus funciones, éste tenía solo dieciséis años: no obstante, fue nombrado comandante de todas las fuerzas persas que operaban en la región de Asia Menor. Sin embargo, Ciro el Joven no tuvo una actuación relevante en la continuación de la guerra: en realidad siguió desempeñando el mismo papel que su predecesor Tisafernes, o sea, la de financiador de los espartanos. A la postre, el oro persa demostró ser el arma más eficaz de la que dispusieron los enemigos de Atenas para vencer su resistencia. Infructuosos resultaron los esfuerzos de los atenienses para sufragar la construcción de otra escuadra en el año 406 a.C. A pesar de haber sido derrotados en la batalla naval de las islas Arginusas, donde murió hasta su almirante Kalicátrides, los espartanos pudieron rearmarse rápidamente merced a la ayuda de Ciro, y luego, guiados por Lisandro —nuevo almirante de la flota— lograron presentar batalla en Egospótamos, en el Quersoneso de Tracia, y derrotaron a la armada ateniense. Esta victoria (405 a.C.) puso prácticamente fin a la guerra del Peloponeso, que finalmente se resolvió en el mar. Al año siguiente Atenas no tuvo más remedio que firmar la paz bajo condiciones durísimas, e ingresar en la Liga del Peloponeso.

Arte griego
El arte griego de la Época Clásica alcanzó, sobre todo en la escultura, las cotas de perfección que lo convirtió en modelo a imitar (arte clásico), primero por el arte romano y posteriormente en el Renacimiento, Clasicismo y Neoclasicismo. Las primeras décadas del siglo V a.C. representan un período de transición entre la escultura arcaica y la clásica, denominado estilo severo. Entre los escultores de mediados del Siglo de Oro ateniense sobresalieron Mirón, Fidias y Policleto. Entre los del siglo IV a.C., Cefisodoto el Viejo, Escopas, Praxíteles (y su hijo Cefisodoto el Joven) y Lisipo. El bronce y el mármol eran los materiales más empleados, de entre los cuales era muy famoso el mármol rosado del monte Pentélico, en Atenas.
En la estatuaria griega se pueden distinguir tres períodos. En el primero, arcaico, las figuras son rígidas y sin movimiento, con pliegues simétricos (el tipo femenino se llama Kore, y el masculino, Kouros).
En el segundo período, clásico, un hálito vital empieza a animar la escultura. Se busca la representación abstracta de la belleza, evitando el «pathos» o expresión patética individual. Así, el Atleta, de Kalamis; el Discóbolo, de Mirón; los maravillosos relieves de los tímpanos del Partenón, debido a Fidias, el Doríforo, de Policleto, escultura que se consideraba como el canon de la belleza masculina. Termina este período con Praxíteles, autor de dos obras magistrales: el Hermes, con Dionisos niño, y la famosa Afrodita de Gnido.
En el siglo IV a.C. comienza la época helenística con Escopas y Lisipo, autor, este último, del Apoxyomenos. Va ganando terreno ahora la representación personal con la aparición de los retratos, y el «pathos», la expresión patética, sucede a la inexpresión anterior. El Galo moribundo, el Toro Farnesio, el grupo de Laocoonte y el del Nilo son los monumentos escultóricos más representativos de este período
Arquitectura
La arquitectura griega antigua se distingue por sus características altamente formalizadas, tanto de estructura como de decoración. Esto es particularmente cierto en el caso de los templos donde cada edificio parece haber sido concebido como una entidad escultórica dentro del paisaje, con mayor frecuencia planteado en un terreno elevado para que la elegancia de sus proporciones y los efectos de la luz sobre sus superficies puedan verse desde todos los ángulos.
Los griegos no utilizaron en sus construcciones los elementos basados en la línea curva (arco, bóveda): su arquitectura, como la egipcia, fue arquitrabada. Por la forma del capitel se distinguen tres estilos: dórico, jónico y corintio.
En el estilo dórico, los elementos constructivos se imponen sobre los decorativos. Sus ejemplos principales son: el Partenón, o templo de Pallas Atenea, en Atenas; los templos de Zeus, en Olympia y Agrigento (Sicilia), y el de Poseidón, en Poestum (Italia). El Partenón fue construido en quince años por Ictino y Kalicátrides bajo el gobierno de Pericles. Fue decorado por Fidias, que también labró la imagen de la diosa que se guardaba en el templo.
El estilo jónico representa el período de madurez de la arquitectura griega. Los elementos decorativos y constructivos se armonizan. De este estilo son: el Erecteión, de Atenas; el templo de Artemisa, en Éfeso, y el de Dionisos, en Teos. El Erecteión se empezó a construir también por orden de Pericles y se terminó en 408 a.C. Uno de sus pabellones es llamado Tribuna de las Cariátides, porque está sostenido por esculturas femeninas.
En el estilo corintio, los elementos decorativos predominaron sobre los constructivos. Sus ejemplos más notables son: el inacabado Olimpeión, de Atenas; el monumento de Lisícrates, y la llamada hoy Torre de los vientos, en la misma ciudad.
Otro aspecto representativo de la arquitectura griega es el teatro. El desconocimiento del arco y la bóveda obligó a los griegos a construir los teatros en la ladera de las montañas. Los principales teatros cuyos restos se conservan con el Odeón y el Dionisos, con capacidad para 30 000 espectadores, ambos en Atenas.
Pintura y cerámica
En pintura, a pesar de haberse perdido la mayor parte de las obras, que no conocemos más que por descripciones o por copias en soportes como el mosaico, se ha perpetuado la fama de los pintores: además del mítico Apeles, se conservan los nombres de Polignoto, que decoró la Stoa Poikile de Atenas; Zeuxis, Parrasio y Apeles, el pintor de Alejandro. A través de los frescos y mosaicos de Pompeya podemos columbrar lo que debió ser la pintura helenística. Los temas pictóricos eran generalmente de carácter mitológico.
La cerámica, además de arte en sí mismo, fue un destacado soporte para la pintura. La arquitectura y la escultura, que estamos acostumbrados a ver en mármol, se policromaban por afamados pintores. Los griegos de la Antigüedad consideraban «imperfecta» (es decir «no terminada») una obra que no se concluyera por un pintor. Las fábricas de cerámica áticas llegaron a dominar el mercado; en su primera época, las figuras eran negras sobre fondo rojo. A finales del siglo VI a.C. pasaron a ser las figuras rojas sobre fondo negro, aunque algunas veces el fondo es blanco. Hay más de veinte tipos distintos de vasos, desde el ánfora grande, para guardar granos y bebidas, hasta el lekitos y otras vasijas pequeñas, para perfumes.
Los filósofos presocráticos
La escuela de los sofistas fue una de las más sobresalientes del inicio de la Época Clásica. La filosofía del siglo V a.C. tuvo figuras muy sobresalientes como Sócrates, Gorgias, Protágoras, Jenófanes, Parménides, Zenón, Demócrito, Empédocles y Anaxágoras. En el siglo IV a.C. emergieron las figuras de Platón y Aristóteles.
Teatro y Literatura.
El teatro fue el género literario más desarrollado de todo el período clásico. Abundaron los escritores de tragedias, género en el que los principales autores fueron Esquilo, Sófocles y Eurípides. En la comedia se destacó Aristófanes. El poeta lírico más importante de la Época fue Píndaro.
Historiografía clásica
La Historia como disciplina científica se desarrolló a lo largo del siglo V a.C. Heródoto y Tucídides son considerados como sus iniciadores, y los logógrafos sus precursores.
Oratoria
La oratoria política tuvo su auge en el siglo IV, en Atenas. Los principales exponentes de este género fueron Isócrates, Esquines y Demóstenes. Antes que ellos se había destacado Lisias.
La vida privada
Los griegos vestían con una o varias túnicas de lana, lino o seda, sobre las que colocaban un manto rectangular llamado himation, el de los hombres, y peplos, el de las mujeres. Los hombres iban descubiertos y las mujeres se tocaban con un velo (calyptra). Unos y otras calzaban sandalias.
El griego —como hombre mediterráneo— era más propenso a zascandilear que a llevar una vida de recogimiento en su casa. El ágora o plaza pública era el principal lugar de reunión. Era ésta una plaza rodeada de soportales que se llamaban stoas, frecuentemente adornadas con vistosas pinturas al fresco. Por las stoas discurrían los ciudadanos y en ellas se discutían y resolvían los asuntos políticos de importancia.
La vivienda era sencilla, sin adornos al exterior. Las habitaciones, divididas en androceo (masculinas) y gineceo (femeninas), daban a un patio llamado peristilo. Los muebles eran funcionales y poco costosos.
Religión y mitología
Religiosamente, los griegos consideraban que sus dioses tenían aspecto y sentimientos humanos (antropomorfismo). Los principales eran Zeus, Hera, Deméter, etcétera.…, y vivían en el Olimpo. Les erigían templos y en su honor se celebraban sacrificios. Sin embargo existió una religiosidad más popular basada en los misterios de Orfeo y Dionisos. Los Misterios Eleusinos eran sofisticados ritos de iniciación anuales consagrados al culto de las diosas Deméter y Perséfone que se celebraban en Eleusis, cerca de Atenas. De todos los ritos celebrados en la Antigüedad, estos eran considerados los de mayor importancia. Estos ritos se extendieron posteriormente al Imperio Romano y perduraron hasta la adopción del cristianismo como religión del Estado en el siglo IV. Los Misterios Eleusinos, así como las adoraciones y creencias del culto, eran guardados en secreto, y los ritos de iniciación unían al adorador con el dios, incluyendo promesas de poder divino y recompensas en la otra vida.
Uno de los elementos comunes de la civilización griega fue el culto a los mismos dioses, aunque cada ciudad tenía peculiaridades en el culto. Algunos santuarios llegaron a adquirir un estatus panhelénico como el oráculo de Delfos y el santuario de Asclepios en Epidauro. Otro de los elementos que unían a las polis griegas eran los festivales de los juegos. Se celebraban los Juegos Olímpicos, los Juegos Nemeos, los Juegos Píticos y los Juegos Ístmicos.
El Hades y los cultos mistéricos
Los griegos creían que los dioses influían en todos los aspectos de la existencia; en los cielos, sobre la tierra y en el inframundo. La cueva de Alepotripa, que se abre frente a la bahía de Diros, en el extremo más meridional de la Grecia continental, fue un lugar de enterramiento ritual utilizado por las poblaciones neolíticas durante tres milenios. Hasta que hace unos 3000 años la entrada se derrumbó sellando la cueva y dejando enterrados a sus ocupantes. Bajo los escombros, y junto a enormes depósitos de fragmentos de cerámica, se han hallado más de 170 esqueletos.
El Hades, «el invisible», es uno de los paisajes más famosos, pero que ningún ser vivo ha visto jamás. Su representación ha espoleado la imaginación colectiva de Occidente durante milenios, y es muy tentador —además de carente de todo respaldo científico— creer que también estaba presente en la imaginación de los pueblos neolíticos. También lo es buscar el origen del Hades mítico en lugares tan reales como Alepotripa. Sin embargo, los propios griegos atribuían la autoría del Hades a un poeta: Homero, quien en el siglo VIII a.C. cartografió para siempre el inframundo en la Odisea. En su otro poema épico, la Ilíada, el venerado poeta se refiere al Hades —o más propiamente a «la casa de Hades, rey de los infiernos»— como un lugar de «mansiones horrendas y tenebrosas que las mismas deidades aborrecen». Su entrada se sitúa en los confines de la Tierra, allende las aguas del Océano que la circundan, en un frondoso territorio próximo a los bosques de Perséfone, reina de los muertos, donde «una noche perniciosa se extiende» y tres ríos convergen. La literatura homérica da otros detalles más vagos. Están los tristes Campos de Asfódelos, una planta de flores blancas, donde las almas de los héroes vagan sin propósito. Uno de los tres ríos, el Éstige, el río del odio, es tan pavoroso que los mismos dioses realizan sus juramentos más solemnes sobre sus aguas. Evocado con profusión de detalles en la poesía y el arte antiguos, el Éstige ha quedado para la posteridad como la frontera del reino de los muertos. En algún lugar cercano a la orilla occidental del Océano homérico están los Campos Elíseos, donde «los hombres viven dichosamente, allí jamás hay nieve, ni invierno largo, ni lluvia», y a donde los mortales insignes pueden ser invitados tras la muerte.
No obstante, para el común de los mortales, la vida de ultratumba era una sombría y triste eternidad carente de sentido. En el mundo homérico los muertos no son más que sombras (eidola, imágenes) de sus seres anteriores, espectros que se desvanecen como el humo. Gritan y gimen impotentes, van y vienen por el reino subterráneo del Hades. En la Odisea, Ulises se encuentra con las almas de los compañeros caídos en la guerra de Troya, y en su conversación con Aquiles, el héroe le dice: «No intentes consolarme de la muerte, [...] preferiría ser labrador y servir a otro, a un hombre indigente que tuviera poco caudal para mantenerse, a reinar sobre todos los muertos».
En la antigua Grecia, las tradiciones y los ritos religiosos sociales vinculaban estrechamente al ciudadano individual con su ciudad-estado, de manera que esos actos litúrgicos públicos y colectivos conformaban casi todos los aspectos de la vida de una persona. Los actuales visitantes del Partenón tal vez anhelen un momento de reflexión íntima lejos de las multitudes, pero los peregrinos de la Antigüedad probablemente se sentirían inquietos en un lugar silencioso y deshabitado. Con el tiempo, las personas fueron buscando cada vez más respuestas a sus inquietudes individuales, además de las que afectaban a la comunidad. Esa búsqueda del significado de sus vidas, de una respuesta a su propio destino individual tras la muerte, dio pie a nuevas formas de religión: los Misterios, como se denominaban los cultos mistéricos, envueltos en el secretismo. Practicados en lugares como Eleusis o Samotracia, estos cultos, en los que solo podían participar los iniciados, atraían gente de todas partes del mundo antiguo, que acudían para complementar el culto comunitario con algo más personal.
¿Qué sucede después de la muerte? Esta es una de las preguntas más trascendentes e imperecederas de la humanidad. Inicialmente los cultos mistéricos servían tanto para elevar la vida espiritual de los fieles como para dar respuesta a lo que sucede después de la muerte. Y esto dio paso a una mayor preocupación por la vida de ultratumba. A diferencia de las creencias de los egipcios o de otros pueblos antiguos, que sufrieron pocos cambios a lo largo de los siglos, la religión griega evolucionó desde la aceptación de un triste destino hacia la búsqueda de la salvación personal. El legado que nos transmitieron no es solamente la tenebrosa descripción del Hades, sino también el camino que siguieron para atravesar el río Éstige.
Dioses y cultos
El mundo antiguo estaba lleno de dioses. En las ciudades-estado griegas los ciudadanos disponían de una enorme cantidad de prácticas religiosas, que incluían cultos oficiales financiados con dinero público para toda la comunidad y cultos patrocinados por grupos privados. En el núcleo de esta religión politeísta se situaban las poderosas deidades del Olimpo: una familia divina encabezada por Zeus y su hermana Hera, con Apolo, Poseidón, Atenea y otras figuras soberanas de la mitología. Había además cientos de cultos dedicados a héroes y deidades locales menores, como las ninfas moradoras de los ríos o incluso personificaciones de dichos ríos. Y un mismo dios podía ser invocado bajo diversos aspectos. Así, los devotos podían venerar a Atenea como Atenea Higía para pedir salud, a Atenea Niké para la victoria, etcétera. Quienes buscaban respuestas a preguntas concretas podían pedir consejo a los oráculos, los sacerdotes o las sacerdotisas que poseían una línea de comunicación especial con el dios en cuestión.
Esto por lo que respecta a las deidades del mundo de los vivos. Después estaban las que habitaban el mundo subterráneo, el inframundo. Eran los dioses ctónicos, palabra que deriva de la voz griega cthon, que significa «tierra». Entre ellos figuran criaturas funestas como las viejas Furias, que castigan a aquellos que juran en falso; o Hermes, el benévolo mensajero de los dioses y guía de las almas, que hace frecuentes visitas al reino de los muertos; y el propio Hades, hermano de Zeus y de Poseidón, con su joven amada, Perséfone. Los hombres y las mujeres que habían tenido una vida digna de fama también eran venerados, en este caso como héroes. Los héroes podían ser figuras legendarias, como Aquiles o Helena de Troya, o reales, como era el caso de ciertos guerreros o atletas locales.
Los griegos oraban a aquella multitud de dioses y de héroes por las mismas razones por las que rezamos hoy: salud, seguridad, prosperidad y guía espiritual. Sin embargo, a pesar de tanta actividad divina y de tantos dioses, la religión común ofrecía poca ayuda a las personas a la hora de enfrentarse a la muerte. Y esta carencia se debía a la propia naturaleza de los poderosos dioses que moraban por encima de la Tierra, en el sagrado monte Olimpo, la montaña más alta de Grecia, que se alza en la provincia septentrional de Tesalia.
Zeus Olímpico: el portador del rayo
El Olimpo mitológico estaba gobernado por un dios atmosférico que los griegos conocían como Zeus, el «padre del cielo», o «padre brillante». Él es quien gobierna las tormentas, quien amontona las nubes y quien blande el rayo. El poético retrato que Homero nos ofrece del rey de los dioses es sempiterno: «[...] y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo se estremeció el dilatado Olimpo».
Zeus es el dios supremo no por ser el más justo, o el más sabio, ni por haber creado el cielo y la Tierra, sino por ser el más poderoso físicamente, como él mismo se ocupa de recordar en la Ilíada a los demás olímpicos: «¡Oídme todos, dioses y diosas […]! Ninguno de vosotros, sea varón o hembra, se atreverá a transgredir mi mandato. […] Y si queréis, haced esta prueba, oh dioses, para que os convenzáis. Suspended del cielo áurea cadena, asíos todos, dioses y diosas, de la misma, y no os será posible arrastrar del cielo a la tierra a Zeus, árbitro supremo, por mucho que os fatiguéis, mas si yo me resolviese a tirar de aquélla, os levantaría con la tierra y el mar [...]».
Y también fue Homero quien presentó y caracterizó a todo el elenco de personajes del Olimpo. Temperamentales, egoístas, celosos, irascibles, soberbios, taimados, pero también leales, susceptibles y afectuosos... los dioses que Homero inmortalizó poseen todos los rasgos propios de la naturaleza humana. Celebraban banquetes en las serenas cumbres del Olimpo e intervenían en las vidas de los hombres y mujeres que viven y luchan abajo. Es Afrodita, diosa del amor, quien provoca que Helena, reina de Esparta, se encapriche con Paris, príncipe de Troya: un amorío que hace estallar la guerra de Troya. Mientras disfrutan del espectáculo que les ofrece la contienda frente a la ciudad, los dioses y diosas discuten, maquinan y luchan a favor de sus guerreros favoritos. Como escribió el filósofo Jenófanes a finales del siglo VI a.C., Homero «atribuyó a los dioses todo cuanto de vergüenza e injuria hay entre los hombres: robar, cometer adulterio y engañarse unos a otros».
Los dioses que Homero inmortalizó poseen todos los rasgos propios de la naturaleza humana. Sin embargo, los antiguos dioses difieren de los humanos en un aspecto crucial: ellos son inmortales, y los humanos, no. Los dioses olímpicos veían esa trágica y esencial condición mortal del hombre con una mezcla de estéril compasión y desdén. «No me tendrías por sensato si combatiera contigo por los míseros mortales –le dice Apolo a Poseidón en la Ilíada– que, semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren». Los griegos creían que los dioses se mantenían lejos de los muertos porque la muerte humana era contaminante. Por esta razón los sacerdotes de los dioses no acudían a los funerales, y los cementerios se situaban extramuros de la ciudad, bien lejos de los templos. Incapaces como eran los dioses de relacionarse con los muertos, difícilmente podrían darles auxilio.
La religión tradicional recogía las preguntas relativas a la muerte, pero las respuestas que daba no ofrecían consuelo. La razón por la que surgieron otros cultos era la necesidad de establecer una relación personal con la divinidad antes de morir. Los fieles suponían que si les ponían en contacto con ella, podrían recibir un trato mejor en el otro mundo. La iniciación a esos nuevos cultos era una experiencia de gran intensidad emocional que hacía que los iniciados no solo creyeran, sino que también sintieran que algo había cambiado en su interior. Para lograrlo, los sacerdotes y otros participantes escenificaban algo equiparable a una obra teatral muy sofisticada. Y hay un lugar que conserva la evocadora atmósfera que hacía posible esa escenificación: el Santuario de los Grandes Dioses de la isla de Samotracia.
Los ritos sagrados de Samotracia
Situada frente a la tormentosa costa de Tracia, el imponente perfil accidentado de la isla de Samotracia es visible a varios kilómetros de distancia. En la Ilíada, Poseidón, dios del mar, se apostó «en la cumbre más alta de la selvosa Samotracia» para contemplar la guerra de Troya. Poseidón está vinculado a los cultos mistéricos que aquí se celebraban, ya que uno de los favores que los iniciados recibían era la protección frente a los naufragios. Cerca de la costa septentrional se extienden los restos del santuario sobre la ladera rocosa del monte Fengari. Hoy la isla recibe pocas visitas, y en este impresionante escenario, de espaldas al mar y mirando la montaña, percibo una sensación misteriosa y primordial.
Los Misterios: la palabra nos llega desde el latín mysterium, y ésta del griego mysterion, que significa «ritual secreto» y tiene que ver con el verbo myo, «cerrar» (la boca o los ojos, ante esos ritos). En Samotracia, el recorrido que hacían los iniciados a los ritos sagrados se puede seguir a través de las ruinas de monumentos erigidos a lo largo de los siglos, por los caminos en donde se hacían libaciones (ofrendas líquidas), por un impresionante afloramiento de roca verde (pórfido) que se consideraba sagrada y por estrechos hoyos que servían para soportar antorchas.
En la actualidad los visitantes hacen su peregrinación durante el día, pero los antiguos ritos del culto mistérico a los Grandes Dioses en Samotracia se celebraban de noche, y el resplandor de las antorchas desempeñaba un papel fundamental. Los aspirantes a la iniciación podían acudir en cualquier momento, y si no era en la época de la gran fiesta anual, podían recorrer el solemne camino en solitario, bajo el cielo tachonado de estrellas. El fuego de las antorchas, que proyectaba luz y sombras entre las columnas acanaladas, señalaba el camino.
Los ritos iniciáticos eran auténticos misterios: secretos que debían guardarse so pena de muerte. Las fuentes escritas de los primeros autores cristianos, que no tenían reparo en romper los códigos de silencio, permiten deducir algunos detalles, aunque tal vez nos den información errónea. A los iniciados los sentaban con los ojos vendados, mientras otros danzaban desenfrenadamente a su alrededor, tañendo címbalos y tambores, tácticas ideadas para intimidar. Desorientados, los iniciados escenificaban entonces una búsqueda, que tal vez representaba la búsqueda de una novia por parte del dios de la fertilidad, y finalizaba (o eso sugieren los autores cristianos) en una teatralización de la consumación del acto sexual.
Para nuestra imaginación moderna, saturada de imágenes artificiales, es difícil comprender la sensación de temor y asombro que unos efectos especiales tan simples —antorchas, música y teatro— podían crear en esa atmósfera sagrada. Sobre la experiencia de quien se iniciaba en un culto mistérico, ya fuera en los Misterios eleusinos, órficos, dionisíacos o de Samotracia, Plutarco nos ofrece una vívida descripción. El historiador griego del siglo I a.C. compara el viaje del alma al abandonar el cuerpo con la experiencia de un iniciado: «[...] primero, vagabundeos inciertos y cansinos, caminatas sobresaltadas y sin rumbo fijo; después, antes de su final, todo lo terrible, miedo, temblor, sudor y espanto. Pero, a partir de este momento, irrumpe una luz maravillosa y la acogen lugares puros y praderas con voces, danzas y los sonidos sagrados y las imágenes santas más venerables. [...] Observa desde allí a la multitud de los seres vivientes no iniciada e impura, que patea en medio del barro y se golpea a sí misma en las tinieblas, y que con miedo a la muerte se aferra a sus desgracias por desconfianza en los bienes de este otro lado».
Los iniciados abandonaban Samotracia ataviados con fajas de color púrpura y anillos de hierro imantados, pruebas de su iniciación, que probablemente también servían de amuletos que los protegían tanto en la vida como en la muerte. Pero sobre todo partían con la convicción de haber experimentado algo sagrado, de que su relación con el mundo, el terrenal y el de ultratumba, había cambiado.
Historia de un rapto
En el origen de cada uno de los cultos mistéricos hay un relato sagrado, o mito fundacional, que servía de «guion» para las actividades religiosas. En el caso del culto mistérico más antiguo y famoso de Grecia, el que se celebraba en Eleusis, al este de Atenas, esa narración mítica se encuentra en el himno homérico a Deméter. Este poema anónimo del siglo VI a.C. cuenta cómo Hades secuestró a la hermosa Perséfone, hija de Deméter, diosa del cereal y de las cosechas. Deméter perdió la alegría cuando su joven hija le fue arrebatada y, disfrazada de anciana, vagó por la Tierra en su busca hasta que llegó a Eleusis. El rey del lugar y su esposa la invitaron a quedarse como nodriza de su hijo Demofonte, el príncipe recién nacido, a quien quiso otorgar el don de la inmortalidad. Por desgracia, el medio para conseguirlo fue sujetar al niño sobre el fuego, un hecho que horrorizó a la madre cuando lo descubrió por casualidad. Expulsada del palacio, Deméter descubrió su identidad divina ante la aterrorizada familia real. En un arrebato de ira, les exigió que en su honor erigieran un templo en Eleusis, lugar al que la diosa se retiró. La Tierra, abandonada por la diosa del cereal, se resintió y las cosechas se malograron, hasta que su hija le fue devuelta. La Tierra volvió entonces a florecer, para júbilo de todos, hasta que seis meses después Perséfone regresó al inframundo, junto a Hades, que por entonces era ya su marido.
Los Misterios de Eleusis, basados en este mito, eran el regalo de Deméter a la humanidad como prueba de su satisfacción. Y refiriéndose a ellos, así concluye el Himno: «¡Dichoso, entre los hombres que están sobre la tierra, el que ha contemplado los ritos!, pues el no iniciado en estos Misterios, el que no participa en ellos, nunca tendrá un destino semejante, ni siquiera después de muerto, bajo la sombría tiniebla».
Este relato literario se centra en Eleusis y en el origen de los famosos Misterios eleusinos, pero la leyenda de Deméter y Perséfone está presente en la mayoría de los cultos mistéricos. Las divinas madre e hija eran las destinatarias obvias de los ritos orientados a la obtención de la inmortalidad. El grano, atributo de Deméter, se planta en la tierra, en donde las raíces penetran hasta la oscuridad subterránea, para renacer sobre la tierra al llegar la cosecha. Perséfone, más conocida como Kore («la doncella»), vivía seis meses del año sobre la tierra, y otros seis debajo de ella. A caballo entre los dos mundos, era idónea para interceder en favor de las almas difuntas.
La decisión de formar parte de un culto mistérico era personal, un camino que uno escogía para su perfeccionamiento. No obstante, aquellos ritos secretos e individuales no eran incompatibles con la religión pública. Mucha gente se iniciaba para complementar otras devociones, no para sustituirlas, y participaba con plena fe en las fiestas y ceremonias religiosas con sus vecinos. Pese a su secretismo, los cultos mistéricos gozaban de respeto en la sociedad y compartían aspectos básicos con los demás cultos comunes. Sus sacerdotes oficiaban los ritos en santuarios financiados con dinero público, y los dioses que se presentaban eran tan antiguos como los poemas de Homero.
El nacimiento del pecado original
Llegados al siglo IV a.C., los Misterios ya no ofrecían tanto consuelo. El Museo Arqueológico de Salónica, en el norte de Grecia, custodia los restos de un antiguo rollo de papiro considerado uno de los hallazgos más interesantes del siglo pasado. Apareció entre los restos incinerados de un noble acaudalado. Datado hacia el año 340 a.C., el papiro de Derveni es el manuscrito más antiguo de cuantos se han encontrado en Europa. De aquellos restos carbonizados los científicos han recuperado 26 columnas de lo que resultó ser un extenso comentario místico sobre un poema atribuido a un poeta semidivino llamado Orfeo.
En la mitología griega, Orfeo, hijo de un rey tracio y de una musa, es el cantor cuyas tonadas apaciguan a las fieras, y de tal modo tocaba la lira que hasta los árboles y las rocas se movían para seguir el sonido de su música. Descendió al Hades para rescatar a Eurídice, su difunta esposa. Así, al igual que Perséfone, estaba a caballo entre los dos mundos. Sus devotos pertenecían al más secreto y desconocido de todos los cultos mistéricos. En la literatura antigua hay referencias dispersas a la poesía órfica, pero ni un solo poema ha llegado hasta nosotros. Las citas de poemas conservadas en el papiro de Derveni son lo mejor que tenemos.
Se creía que Orfeo predicaba las enseñanzas místicas de los cultos báquicos dedicados a Dionisos, dios del vino y la fertilidad. Acompañados de referencias sobre desenfrenadas fiestas en lugares apartados, de una desinhibición total, los ritos báquicos siempre habían causado una mezcla de fascinación y desconfianza. El brutal mito en que se basaban aquellos rituales se alejaba bastante de la mitología tradicional. Según el relato báquico, Zeus violó a su hija Perséfone, y fruto de ello nació Dionisos. Los Titanes, los enemigos divinos de Zeus, se apoderaron entonces del niño-dios, lo descuartizaron, hirvieron sus pedazos y se los comieron. En venganza, Zeus atacó a los Titanes con su rayo. Dionisos fue reconstruido y volvió a la vida, y del humo y las cenizas de los Titanes surgió la humanidad.
Los ritos báquicos habían introducido un nuevo elemento en la ya complicada navegación hacia el otro mundo: el concepto de pecado original. El culto a Baco fue difundido por sacerdotes itinerantes que no necesitaban santuarios convencionales como los de Samotracia o Eleusis. Estos aspectos antisociales y contrarios a la tradición suscitaron burlas y desconfianza. Así, Platón se mofa de los «charlatanes y adivinos [que] van llamando a las puertas de los ricos y les convencen de que han recibido de los dioses poder para borrar, por medio de sacrificios o conjuros realizados entre regocijos y fiestas, cualquier falta que haya cometido alguno de ellos o de sus antepasados [...], pues los llamados ritos místicos nos libran de los males de allá abajo, mientras a quienes no los practican les aguarda algo espantoso».
Los iniciados en los ritos báquicos llevaban consigo unas pequeñas tablillas de oro inscritas con un texto sagrado que les serviría de guía en el Más Allá. Estas valiosísimas instrucciones se enterraban con ellos, y han aparecido en tumbas desde el norte de Grecia hasta Creta y desde Italia hasta Turquía: «Hay un manantial a la derecha, y al lado, un ciprés blanco. Allí descienden las almas de los muertos para refrescarse. ¡No te acerques siquiera a ese manantial! Más allá encontrarás agua fresca procedente del Lago de la Memoria; unos guardias se interponen. Te preguntarán, con astucia, qué es lo que buscas en las tinieblas del Hades. Diles: “Soy hijo de la Tierra y del Cielo estrellado”».
Las ideas que los griegos tenían de la muerte habían evolucionado sustancialmente desde la descripción homérica de los impotentes difuntos hasta este tranquilizador mapa del inframundo. La época romana trajo consigo más cambios, y los antiguos cultos y santuarios fueron cayendo en desuso. En su diálogo «La desaparición de los oráculos», Plutarco, que había sido sacerdote en Delfos, lugar del oráculo más famoso de la Antigüedad, al hablar sobre aquellos otrora florecientes santuarios, comenta «la total desaparición de todos excepto uno o dos».
Sobrevivieron retazos de las antiguas creencias absorbidas y alteradas por el cristianismo, que se estaba extendiendo por todo el mundo antiguo. La creencia en la naturaleza esencialmente corrupta del hombre, en su purificación mediante ritos místicos, en los diferentes destinos que aguardaban a los iniciados y a los no iniciados, en la importancia de los textos sagrados... los ecos adulterados de estas enseñanzas órficas resonaban en el interior del cristianismo.
Las creencias —acerca de la vida, la muerte y el viaje al Más Allá— siempre han estado ahí, latentes o manifiestas, evolucionando y cambiando. No así las verdades fundamentales que las inspiran. Una inscripción funeraria del siglo V a.C. probablemente habría sido tan conmovedora para los pobladores neolíticos de Alepotripa como hoy lo es para nosotros. El epitafio reza: «En mi regazo tengo al hijo de mi hija. El niño que tuve en mi regazo cuando vivíamos, cuando veíamos la luz del sol. El niño que todavía tengo conmigo, aunque ya hemos desaparecido».
Hoplita ateniense del siglo V a.C.





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