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jueves, 27 de julio de 2017

Narciso, el efebo que se enamoró de sí mismo

Narciso era hijo de la ninfa azul Liríope, a quien en una ocasión había seducido el dios fluvial Cefiso. El adivino ciego Tiresias le auguró a Liríope: "Narciso llegará a ser muy longevo, siempre y cuando no se conozca a sí mismo." Cualquiera podría haberse enamorado del hermoso Narciso, incluso cuando sólo era un mozalbete, y al alcanzar los dieciséis años de edad, su camino estaba cubierto de amantes de ambos sexos que habían sido cruelmente rechazados, pues el efebo se sentía obstinadamente orgulloso de su propia belleza. Entre sus despechadas amantes se encontraba la ninfa Eco, que ya no podía utilizar su voz, excepto para repetir neciamente la de otra persona: un castigo por haber entretenido a Hera con largas historias mientras Zeus, su esposo, se divertía gozando de otras mujeres. Un día en que Narciso salió a cazar ciervos con una red, la bella Eco le siguió a hurtadillas, anhelando poder llamar su atención, pero fue incapaz de ser la primera en hablar. Al fin, Narciso, al descubrir que se había alejado de sus compañeros de batida, gritó:
—¿Hay alguien ahí?
—Aquí –respondió Eco, lo que sorprendió a Narciso, pues no se veía a nadie en los alrededores.
—¡Ven!
—¡Ven!
—¿Por qué huyes de mí?
—¿Por qué huyes de mí?
—¡Reunámonos aquí!
—¡Reunámonos aquí! –repitió Eco, y, saliendo de su escondite, corrió a abrazar a Narciso. Pero él la apartó bruscamente y se fue corriendo.
—¡Moriré antes que yacer contigo! –exclamó mientras se alejaba.
—¡Comparte mi lecho! –suplicó Eco. Pero Narciso se había ido, y ella, humillada, pasó el resto de su vida languideciendo de amor, hasta que sólo quedó su voz.
Un día Narciso envió una espada a Aminas, su más porfiado pretendiente. Aminas la usó para quitarse la vida en el umbral de la casa de Narciso, invocando a las terribles deidades del inframundo para que vengaran su muerte y Narciso conociera un día el profundo dolor que causa el amor no correspondido. Némesis escuchó la lúgubre plegaria, y atrajo a Narciso hasta cierta fuente encantada de la que salía una agua cristalina y clara como la plata. Narciso se dejó caer, extenuado, sobre la hierba del borde para saciar su sed sorbiendo el agua derramada; al ver su hermoso rostro reflejado, se quedó embelesado mirando el agua y se enamoró de sí mismo.
Aunque Eco no había perdonado a Narciso, sintió lástima por él y su corazón se enterneció por el desdichado joven cuando hundió la daga en su pecho mientras contemplaba su reflejo en el agua y exclamaba amargamente: «¡Ay de mí, ay de mí!», y sus últimas palabras dirigidas al joven que se reflejaba en el agua: «¡Oh hermoso efebo, amado en vano, adiós para siempre!», pronunciadas mientras Narciso, herido de muerte por su propia mano, exhalaba su último aliento contemplando su bello rostro. La sangre del hermoso muchacho bañó la tierra y de ella brotó la flor blanca del narciso con su corola roja. 

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