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jueves, 13 de julio de 2017

Silvestre II: el papa que pactó con el diablo

La biografía del papa Silvestre II está repleta de extrañas historias y exageraciones que derivan, sobre todo, de su interés por la cultura árabe y por haber vivido el simbólico cambio de milenio al frente de la Iglesia cuando la Basílica de San Juan de Letrán en Roma, antes que la de San Pedro, fue el epicentro del poder político en la Europa medieval, y la última morada de muchos papas que fueron inhumados en espléndidos mausoleos. Entre éstos destaca el sepulcro del enigmático pontífice Silvestre II, también conocido como el papa Mago o el papa Taumaturgo. A su tumba se le atribuía el poder de predecir la muerte de los sumos pontífices de la Iglesia Católica. Así, siempre según la leyenda medieval, el sepulcro destila agua y registra ruidos de huesos cuando el fallecimiento de un pontífice es inminente. O al menos eso dice la curiosa leyenda de Gerberto de Aurillac, que adoptó el nombre de Silvestre al asumir el papado y fue, además, el primer pontífice francés en ocupar la cátedra de San Pedro en el año 999, en plena efervescencia de las profecías que anunciaban el Apocalipsis coincidiendo con el fin del primer milenio de la era Cristiana.
Gerberto procedía de una familia humilde y se educó en el monasterio de Aurillac. Posteriormente estudió en Reims y en Cataluña, donde fue iniciado en las ciencias cultivadas por los hispanoárabes. Bajo la protección de Borrell II, conde de Barcelona, el joven se formó en Barcelona y más tarde entró en contacto con los maestros árabes de Córdoba y Sevilla. Así se apasionó por la ciencia un hombre que llegó a convertirse en un experto astrónomo y matemático, algo que en la Europa cristiana de aquellos años no sólo era atípico sino propio de magos. A Gerberto de Aurillac se le atribuye haber introducido en Franquia el sistema decimal y el cero, construir uno de los primeros globos terráqueos y un reloj de péndulo, y, lo que resulta aún más inverosímil, inventar una cabeza parlante que respondía a todo lo que se le preguntaba y que incluso predecía el futuro. En la hagiografía del papa Silvestre II se mezclan continuamente hechos reales con otros que son mera ficción. De él se decía que siendo niño había convivido en una cueva con un temible ermitaño de quien había heredado los ancestrales poderes mágicos de los druidas celtas. A los 12 años unos monjes lo vieron tallando una rama para hacerse un tubo con el que observar las estrellas, y se lo llevaron a estudiar a la abadía. Tras pasar su infancia en la abadía y su juventud viajando por los reinos de la península Ibérica, el buen Gerberto estuvo una temporada como maestro del joven emperador Otón III, al que acompañó a Italia para su coronación. Allí Gregorio V le nombró arzobispo de Rávena en 998 (a causa de disputas con el anterior papa nunca le fue devuelto el arzobispado de Reims, que había desempeñado por algún tiempo) y cuando Gregorio V murió, el 18 de febrero del año 999, Gerberto fue elegido su sucesor gracias a la influencia del emperador y a su creciente poder en Roma. Tomó el nombre de Silvestre, como aquel papa que había muerto en el último día del siglo IV. Silvestre II alcanzó el Pontificado en medio de las crueles luchas intestinas entre el emperador y la nobleza romana, encabezada por los condes de Tivoli y la familia de los Crescenzi, que habían desempolvado el viejo estandarte de las legiones romanas, SPQR («el Senado y el Pueblo Romano»), para oponerse a las aspiraciones de Otón III de convertir la ciudad en la capital del Sacro Imperio. Ya por entonces aquel misterioso monje francés que acompañaba al emperador a todas partes era conocido por los romanos como «el mago» y sus hábitos eran considerados como impropios de un clérigo. Pero aquel «mago» no estaba por la labor de disimular su amor por la cultura árabe y la Cábala hebrea y pasaba muchas horas observando la Luna y las estrellas desde su alcoba del palacio pontificio. La agitación política iba a terminar de golpe con esta vida de contemplación y estudio, a medio camino entre la religión y la ciencia. En el año 1001, el emperador y el papa tuvieron que abandonar precipitadamente Roma al estallar una rebelión instigada por la nobleza. Cuando planeaban su regreso, Otón III contrajo unas fiebres tan fuertes, quizá la malaria, que falleció el 23 de enero de 1002 dejando a Silvestre II sin protección. Abandonado por los alemanes, negoció con los patricios romanos un regreso como simple jefe espiritual de la Iglesia. Murió poco después, el 12 de mayo del 1003.
Más allá de la leyenda que le rodea, el pontificado de Silvestre II es reconocido por tomar medidas contra los abusos en la vida de los clérigos causados por la simonía y el concubinato, por combatir la corrupción que inundaba la Iglesia y por la evangelización de Hungría y Polonia. El interés por la ciencia y la cultura a través de los textos clásicos le granjeó la abierta enemistad de un sector de la Iglesia, que llegó a acusarlo de pactar con el demonio. En los antiguos códices guardados en catedrales y museos pueden encontrarse grabados en los que se representa a Silvestre II en compañía de Satanás. El obscurantismo y la ignorancia propios del periodo en el que le tocó vivir, generaba este tipo de mitos y leyendas negras. Aunque a partir del siglo XIX muchos historiadores han cuestionado que existiera realmente un temor milenarista en toda la Cristiandad, el testimonio de un monje de Borgoña llamado Rodolfo Gabler demuestra que, al menos en buena parte de Europa, sí se extendió el pánico por el anunciado Fin de los Tiempos. Puede que no sobre el fin del mundo pero sí sobre la llegada del Apocalipsis, que anunciaba la liberación del diablo para el comienzo de un reinado que se prolongaría durante un milenio.
Muchos interpretaron la elección de Gerberto d´Aurillac como parte de dicha profecía, la llegada del Anticristo bajo la apariencia de un papa poco convencional. Incluso la documentación de la biblioteca de la Universidad Gregoriana recoge la leyenda del pacto de Silvestre II con el diablo y añade que el papa, protector de los monasterios de Sant Cugat del Vallés y Sant Benet del Bagés, en la provincia de Barcelona, confesó su culpa antes de morir. Habría sido en los monasterios catalanes donde el futuro papa Silvestre aprendió a convocar al diablo y a domeñar a los súcubos, espíritus malignos que, según la superstición medieval, mantenían comercio carnal con un varón, bajo la apariencia de una bella mujer. Para expiar sus culpas, mientras agonizaba, Silvestre pidió que su cuerpo fuese mutilado y depositado en un carro tirado por bueyes. Según su última voluntad del pontífice, allí donde el carro se detuviese, debía ser enterrado. Así lo hicieron y los bueyes no se pararon hasta haber llegado a la Basílica de San Juan Laterano.
Silvestre II y el diablo según un antiguo grabado

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