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miércoles, 2 de agosto de 2017

Cómo fue sometido el Languedoc, el País de los Cátaros

Todavía en la segunda mitad del siglo XII, el Sur de la Galia, la antigua provincia romana de la Narbonense, nada tenía que ver con Francia, el reino del Norte. Ni siquiera nominalmente; nadie llamaba «franceses» a los habitantes de Aquitania, el Languedoc o la Provenza; Francia era únicamente el reino de los Capeto. Buena parte de estos territorios del Sur habían formado parte del antiguo Reino visigodo de Toulouse, más unido a España que a Francia, y una parte de ellos seguirían siendo españoles hasta 1659. Las regiones del Sur nunca fueron leales a los soberanos francos de Aquisgrán, el Midi era un país totalmente aparte de Francia. Bajo la égida de los condes de Tolosa, las regiones donde se hablaba la lengua de Oc —el Languedoc— eran la sede de una brillante civilización, de la que la poesía trovadoresca constituía su testimonio más destacable. Políticamente, los pequeños feudos languedocianos (Béziers, Carcasona, Narbona, Montpellier) y pirenaicos (Foix, Cominges, Bigorra, Bearn) gravitaban más o menos directamente en la órbita de los condes de Barcelona, pronto también reyes de Aragón, cuya influencia era asimismo notoria en Provenza. Sin embargo, la oposición de Tolosa hizo fracasar la consolidación de un reino transpirenaico gobernado desde Barcelona. Algo que ya se había dado en el siglo V con el Reino visigodo. Inconscientemente, los señores feudales de Tolosa laboraron en pro de la futura anexión de su país a Francia, y sellaron el trágico destino de Occitania. Huyendo de Barcelona, cayeron en manos de París.
La difusión de la herejía cátara en el Languedoc-Rosellón no hizo, en realidad, más que traducir en el plano religioso unas diferencias de mentalidad preexistentes. En aquella sociedad opulenta, con un nivel de vida muy por encima del de sus coetáneos en el Reino de Francia. Además, en la región se gozaba de una libertad y relajación de costumbres que empezaban en el propio clero cátaro. Occitania tenía lengua y religión propias. Una lengua, por cierto, muy parecida al catalán moderno. En el País de los Cátaros la simonía —la compra-venta de cargos eclesiásticos— era una práctica habitual que no escandalizaba a nadie, como tampoco lo hacía el nicolaísmo (desorden moral del clero). Por el contrario, el descrédito de la Iglesia católica favoreció la propagación de las doctrinas de los cátaros u «hombres puros», inspiradas en el antiguo maniqueísmo. Preconizaban la vuelta a la primitiva pobreza evangélica, negando los sacramentos y toda jerarquía eclesiástica impuesta por Roma. El catarismo alcanzó por ello una vasta aceptación social. El éxito de su difusión entre la burguesía e incluso entre la nobleza, amenazaba con romper la unidad de la Iglesia. Las plazas de Toulouse, antigua capital del Reino visigodo, y Albi (de ahí el término albigenses con el que también se conoce a los cátaros) eran los principales focos del catarismo. Raimundo VI conde de Toulouse, Ramón-Roger de Béziers y otros muchos señores feudales del Languedoc y el Rosellón, eran firmes protectores de los cátaros. Fracasada la campaña de fray Domingo de Guzmán, fundador de la Orden de los dominicos en Francia y del Santo Oficio, futura Inquisición, para luchar contra las prédicas de los perfectos cátaros, la controversia cedió el paso a la violencia. En 1208, el asesinato del legado papal Pedro de Castelnau dio ocasión al enérgico pontífice Inocencio III para actuar con inusitada contundencia. Excomulgados Raimundo VI y otros muchos señores protectores de los cátaros, el Papa predicó la Cruzada contra los herejes. La única cruzada que ha existido contra otros cristianos. La empresa ofrecía óptimas oportunidades de alcanzar gloria y fortuna a la empobrecida nobleza francesa del Norte. Un pequeño señor feudal, Simón de Montfort, ambicioso y duro, pero eficaz guerrero, dirigió la campaña militar, que fue un auténtico genocidio. El primero registrado en la historia de Europa. En más de veinte mil se ha cifrado el número de víctimas mortales durante el saqueo de Béziers, de las cuales siete mil se habían refugiado en una iglesia.
Ante la inminencia del ataque de los cruzados franceses, Raimundo VI reconoció la soberanía de Pedro el Católico, rey de Aragón. Pero ya era demasiado tarde para salvar el Languedoc. El valiente rey aragonés perdió la vida en la batalla de Muret en 1213. El hijo de Raimundo VI, Raimundo VII, recuperó Toulouse en 1218, pero sólo pudo conservar sus estados casando a Juana, su heredera, con Alfonso de Poitiers, hermano del rey francés Luis el Santo, y renunciando a buena parte de las tierras del Languedoc (Narbona, Carcasona), que pasaron a la Corona de Francia por el Tratado de París de 1229. En 1244 los últimos cátaros o albigenses (varios centenares de hombres, mujeres, niños y ancianos), refugiados en el castillo de Montsègur (el Castillo del Grial según algunas tradiciones medievales), prefirieron morir en la hoguera antes que abjurar de sus creencias. Las chisporroteantes llamas de las piras de Montsègur iluminaron trágicamente el final del Languedoc y de su independencia. 

Auto de fe por Zichy Mihály

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