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domingo, 20 de agosto de 2017

El papa Gregorio VII y la querella de las Investiduras

Hildebrando Aldobrandeschi nació en la Toscana, en el seno de una familia de modesta extracción social. Se educó en el ámbito de la Iglesia romana al ser confiado a su tío, abad del monasterio de Santa María en el Aventino, donde hizo los votos monásticos. En el año 1045 fue nombrado secretario del papa Gregorio VI, cargo que ocupó hasta 1046 en que acompañará a dicho pontífice a su destierro en Colonia tras ser depuesto en el sínodo celebrado en Sutri, acusado de cometer simonía en su elección. En 1046, al fallecer Gregorio VI, Hildebrando ingresa como monje en el monasterio de Cluny en donde adquirirá las ideas reformistas que regirán el resto de su vida y que le harán encabezar la conocida Reforma gregoriana. Hildebrando no regresa a Roma, pero en el año 1049 es requerido por el papa León IX para actuar como legado papal, lo que le permitirá conocer los centros de poder de Europa. Actuando como legado se encontraba, en 1056, en la corte alemana, para informar de la elección como papa de Víctor II cuando éste falleció y se eligió como sucesor al antipapa Benedicto X. Hildebrando se opuso a esta elección y logró que se eligiese papa a Nicolás II. En 1059 es nombrado por Nicolás II archidiácono y administrador efectivo de los bienes de la Iglesia, cargo que le llevó a alcanzar tal poder que se llegó a decir que «echaba de comer a su Nicolás como a un asno en el establo». La Santa Sede fue cayendo en manos de las facciones de condes y príncipes, auténticos clanes nobiliarios. Con el tiempo quedó sometida al tiránico dominio de estas familias, que lograron la elección de papas afectos, que fueron, en su mayoría, individuos insignificantes o indignos y que hicieron descender el Pontificado a los más bajos niveles que ha conocido en su historia. Así, el siglo X fue el Siglo Oscuro de la Iglesia. Durante siglo y medio, desfilaron cerca de cuarenta papas y antipapas, muchos de los cuales tuvieron pontificados efímeros o sufrieron una muerte violenta, sin dejar apenas memoria. Pero ya en el siglo XI surgía la escolástica, corriente teológico-filosófica dominante que propició la clara subordinación de la razón a la fe —Philosophia ancilla theologiae, es decir, la filosofía es sierva de la teología—. La escolástica predominaría en las escuelas catedralicias y en los estudios generales que dieron lugar a las universidades medievales europeas hasta mediados del siglo XV. El cesaropapismo, que había sido inaugurado en la práctica por la política de Carlomagno, tendrá que ceder definitivamente ante el peso de las tesis de papas como Gregorio VII; el gran teórico que propugna la supremacía del poder espiritual detentado por los pontífices, sobre el poder temporal que ejerce el emperador. A comienzos del siglo XI, ante un Papado impotente ante las poderosas facciones nobiliarias, se verificó un auténtico cesaropapismo con el emperador Enrique III (1039-1056), verdadero dispensador de cargos eclesiásticos a su conveniencia. Tras la muerte de Enrique III surge un nuevo movimiento tendente a liberar al Papado del sometimiento al Imperio. En todo el mundo cristiano comienza a reivindicarse la libertad de la Iglesia, principalmente para nombrar a sus funcionarios. Se tratará de dignificar la vida moral de los clérigos, condenando la simonía, el nicolaísmo e imponiendo el celibato. Se pretenderá fortalecer la autoridad papal en contra de la voracidad de los príncipes imperiales.
Hildebrando fue elegido pontífice por aclamación popular el 22 de abril de 1073, lo que supuso una transgresión de la legalidad establecida en 1059 por el concilio de Melfi, que había decretado que en la elección papal solo podía intervenir el colegio cardenalicio, nunca el pueblo romano. No obstante, obtuvo la consagración episcopal el 30 de junio de 1073. En 1075, Gregorio VII publicó el Dictatus Papae, veintisiete axiomas donde Gregorio expresa sus ideas sobre cuál ha de ser el papel del pontífice en su relación con los poderes temporales, especialmente con el Sacro Imperio. Estas pretensiones papales llevaban claramente a un enfrentamiento con el emperador alemán en la disputa conocida como Querella de las Investiduras que se inicia cuando, en un sínodo celebrado en 1075 en Roma, Gregorio VII renueva la prohibición de la investidura por laicos. Esta prohibición no fue admitida por Enrique IV que siguió nombrando obispos en Milán, Espoleto y Fermo, territorios colindantes con los estados Pontificios, por lo que el papa intentó intimidarle mediante la amenaza de excomunión y de la deposición como emperador. Enrique reacciona, en enero de 1076, celebrando un sínodo de Worms donde depone al Papa. La excomunión lanzada por Gregorio sobre Enrique significaba que sus súbditos quedaban libres de prestarle vasallaje y obediencia, por lo que el emperador, temiendo un levantamiento de los príncipes alemanes, que habían acudido a Augsburgo para reunirse en una dieta con el Papa, decide ir al encuentro de Gregorio y pedirle la absolución. El encuentro entre el Papa y el Emperador tuvo lugar en Canosa, concretamente en el castillo Stammburg de la gran condesa Matilde de Canosa. Enrique no se presentó como rey, sino como penitente sabiendo que, con ello, el pontífice en su calidad de sacerdote no podría negarle el perdón. El 28 de enero de 1077, Gregorio VII absolvió a Enrique IV de la excomunión a cambio de que se celebrara una dieta en la que se debatiría la problemática de las investiduras eclesiásticas. Sin embargo, Enrique dilata en el tiempo la celebración de la prometida dieta por lo que Gregorio VII lanza contra el emperador una segunda condena de excomunión, lo depone y procede a reconocer como nuevo soberano a Rodolfo, duque de Suabia. Esta segunda excomunión no obtuvo los efectos de la primera ya que los obispos alemanes y lombardos apoyaron a Enrique quien, en un sínodo celebrado en Brixen en 1080, proclama papa a Clemente III y marcha al frente de su ejército sobre Roma, que le abre sus puertas en 1084. Se celebra entonces un sínodo en el que se decreta la deposición y excomunión de Gregorio VII y se confirma el pontificado del antipapa Clemente III, que procedió en seguida a coronar como emperadores a Enrique IV y a su esposa Berta. Gregorio VII se refugió en el Castillo de Sant'Angelo esperando la ayuda de sus aliados normandos capitaneados por Roberto Guiscardo. La llegada de los normandos obliga a Enrique IV a abandonar Roma, que es sometida a saqueo e incendiada por las hordas de fieros normandos, acción que desencadenó el levantamiento de los romanos contra Gregorio, que se vio obligado a retirarse a la ciudad de Salerno donde fallecería el 25 de mayo de 1085. La disputa sobre las investiduras finalizó mediante el Concordato de Worms en 1122, que deslindó la investidura eclesiástica de la feudal.
El Sacro Imperio bajo los Hohenstaufen
Conrado III de Alemania llegó al trono en 1138 e inició una nueva Dinastía, la de los Hohenstaufen. Con ella el Imperio entró en una época de apogeo bajo las condiciones del Concordato de Worms en 1122. De este período cabe destacar la figura de Federico I Barbarroja (rey en 1152, y emperador entre 1155-1190). Bajo su reinado tomó fuerza la idea de «romanización» del Imperio, como modo de proclamar la independencia del emperador respecto a la Iglesia, pero simultáneamente rebautizaría el Imperio como «Sacro», pero bajo los dictados del monarca, no del papa. Una asamblea imperial reunida en 1158 en Roncaglia proclamó de forma explícita los derechos imperiales. Aconsejada por diversos doctores de la emergente facultad de Derecho de la Universidad de Bolonia, se inspiraron en el «Corpus Iuris Civilis», de donde extrajeron principios como el de «princeps legibus solutus (el príncipe no está sometido a la Ley)». El hecho de que las leyes romanas hubieran sido creadas para un sistema totalmente diferente, y que no fuesen adecuadas a la estructura del Sacro Imperio, era obviamente secundario; la importancia residía en el intento de la corte imperial de establecer una especie de texto constitucional. Hasta la Querella de las Investiduras, los derechos imperiales eran referidos de forma genérica como «regalías», y no fue hasta la asamblea de Roncaglia, que dichos derechos fueron explicitados. La lista completa incluía derechos de peaje, tarifas, acuñación de moneda, impuestos punitivos colectivos, y la investidura (elección y destitución) de los detentores de cargos públicos. Estos derechos buscaban su justificación de forma explícita en el Derecho romano, un acto legislativo de profundo calado. Al norte de los Alpes, el sistema también estaba ligado al derecho feudal. Barbarroja consiguió así vincular a los duques germánicos, renuentes al concepto de una institución imperial, como ente unificador. Para solucionar el problema que suponía que el emperador (tras la Querella de las Investiduras) no pudiese continuar utilizando a la Iglesia como parte de su aparato de gobierno, los Hohenstaufen cedieron cada vez más territorio a los «ministerialia», que formalmente eran siervos no libres, de los cuales Federico esperaba fuesen más sumisos que los duques locales. Utilizada inicialmente para situaciones de guerra, esta nueva clase formaría la base de la caballería, otro de los fundamentos del poder imperial. Otro paso importante que se dio en Roncaglia fue el establecimiento de una nueva paz (Landfrieden) en todo el Imperio Germánico, un intento de abolir las vendettas privadas entre los duques, al tiempo que se conseguía someter a los subordinados del emperador a un sistema legislativo y jurisdiccional público, encargado de la persecución de los actos delictivos, una idea que en esos tiempos aún no era universalmente aceptada. Otro nuevo concepto de la época fue la sistemática fundación de ciudades, tanto por parte del emperador como de los duques locales. Este fenómeno, justificado por el crecimiento exponencial de la población, también supuso una forma de concentrar el poder económico en lugares estratégicos, teniendo en cuenta que las ciudades ya existentes eran fundamentalmente de origen romano o antiguas sedes episcopales. Entre las ciudades fundadas en el siglo XII se incluyen Friburgo de Brisgovia, modelo económico para muchas otras ciudades posteriores, o Múnich.
La lucha entre los «Poderes Universales»
Los Poderes Universales eran el Papado y el Imperio, por cuanto ambos se disputaban el llamado «Dominium mundi» o dominio del mundo; un alambicado concepto con implicaciones terrenales y espirituales. En 1176 se libró la batalla de Legnano, que tuvo una repercusión crucial en la lucha que mantenía Federico Barbarroja contra las comunas de la Liga Lombarda (bajo la égida del papa Alejandro III). Esa batalla fue un hito dentro del prolongado conflicto interno entre güelfos y gibelinos, y del todavía más antiguo existente entre los dos poderes universales: Pontificado e Imperio. Las tropas imperiales sufrieron una derrota humillante y Federico se vio forzado a firmar la Paz de Venecia (1177) por la que reconoció a Alejandro III como papa legítimo. Al mismo tiempo, reconocía a las ciudades el derecho de construir murallas, de gobernarse a sí mismas (y su territorio circundante) eligiendo libremente a sus magistrados, de constituir una Liga y de conservar las tradiciones y costumbres que tenían «desde los tiempos antiguos». Este amplio grado de tolerancia, al que el historiador Jacques Le Goff llama «güelfismo moderado», permitió crear en Italia una situación de equilibrio entre las pretensiones imperiales y el poder efectivo de las comunas urbanas, similar al equilibrio logrado entre el Imperio y el Papado a través del Concordato de Worms (1122) que resolvió la Querella de las Investiduras. El reinado del último monarca de los Staufen fue en muchos aspectos diferente de los de sus predecesores. Federico II Hohenstaufen subió al trono de Sicilia siendo todavía un niño. Mientras, en Alemania, el nieto de Barbarroja, Felipe de Suabia, y el hijo de Enrique el León, Otón IV, le disputaron el título de Rey de los Alemanes. Después de ser coronado emperador en 1220, se arriesgó a un enfrentamiento con el papa al reclamar poderes sobre Roma; sorprendentemente para muchos, logró tomar Jerusalén mediante un acuerdo diplomático en la VI Cruzada (1228) cuando todavía pesaba sobre él la excomunión papal. Se proclamó rey de Jerusalén en 1229 y también obtuvo las plazas de Belén y Nazaret. A la vez que Federico elevaba el ideal imperial a sus más altas cotas, inició también los cambios que llevarían a su desintegración. Por un lado, se concentró en establecer un Estado de gran modernidad en Sicilia: con servicios públicos, finanzas o legislación propias. Pero a la vez, Federico fue el emperador que cedió mayores poderes ante los duques germanos. Y esto lo hizo mediante la instauración de dos medidas de largo alcance que nunca serían revocadas por el poder central. En la «Confoederatio cum princibus ecclesiasticis» de 1220, Federico cedió una serie de las regalías a favor de los obispos, entre ellas impuestos, acuñación de moneda, jurisdicciones y fortificaciones, y más tarde, en 1232 el «Statutem in favorem principum» fue fundamentalmente una extensión de esos privilegios al resto de los territorios no eclesiásticos. Esta última cesión la hizo para acabar con la rebelión de su propio hijo Enrique, y a pesar de que muchos de estos privilegios ya habían existido con anterioridad, ahora se encontraban garantizados de forma universal, de una vez y para todos los duques alemanes, al permitirles ser los garantes del orden al norte de los Alpes, mientras que los de Federico se restringían a los de sus territorios en Italia. El documento de 1232 señala el momento en que por primera vez los duques alemanes fueron designados «domini terrae», señores de sus tierras, un matiz semántico muy significativo.

Sacro emperador romano germánico

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