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sábado, 28 de octubre de 2017

Las brujas en la literatura del Siglo de Oro

En el Siglo de Oro continua la poderosa influencia de La Celestina. Es el caso de Lope de Vega con la bruja-hechicera Gerarda de La Dorotea (1632) o con la de Fabia de El caballero de Olmedo. Pero la visión de la brujería no se agota con el personaje de Celestina sino que el mismo Lope de Vega y otros autores dramáticos, como Vélez de Guevara con El diablo está en Cantillana, ofrecen otras versiones. De las obras literarias del siglo XVII, Julio Caro Baroja destaca aquellas que abordaron en tono burlesco y satírico el tema de la brujería difundiendo así el escepticismo sobre la realidad de las brujas, especialmente entre las clases cultas. También las destaca Carmelo Lisión que llega a una conclusión más rotunda: «La literatura en general, y el teatro en particular, narcotizan las notas satánicas de la bruja vasconavarra y la esfuman en simple ironía y diversión placentera en unas pocas décadas. De esta manera el entremés sustituye al auto de fe. [...] De esta forma, y poco a poco, la figura de la bruja quedó reducida a un pelele carnavalesco en un teatro de guiñol, a un espantapájaros hueco en un campo sin fruto». Uno de los primeros en retratar a las brujas con humor fue Cervantes en El coloquio de los perros. Uno de los perros describe los hábitos de una bruja andaluza que había sido su ama, y que le había contado que había estado en un valle de los montes Pirineos, en una gira de la que le decía: «...[vamos] muy lejos de aquí, a un gran campo, donde nos juntamos infinidad de gente, brujos y brujas, y allí nos da de comer [el Diablo] desabridamente, y pasan otras cosas, que, de verdad, y en Dios y en mi ánima, que no me atrevo a contarlas, según son sucias y asquerosas, y no quiero ofender tus castas orejas…».
En el capítulo primero de El Buscón de Francisco de Quevedo, el protagonista alude de forma burlesca a su madre que era alcahueta, bruja y hechicera. Más sarcástico aún se muestra Quevedo en el entremés La endemoniada fingida, en el que un amigo y el marido de la supuesta endemoniada, disfrazados de demonios, apalean a un viejo que pretendía seducirla haciéndose pasar por exorcista, o en El aguacil alguacilado, como lo muestra el siguiente fragmento: «Mas dejando esto, os quiero decir que estamos [los demonios] muy sentidos de los potajes que hacéis de nosotros, pintándonos con garras sin ser averruchos; con colas, habiendo diablos rabones; con cuernos, no siendo casados... Remediad esto, que poco ha que fue Jerónimo Bosco allá, y preguntándole por qué había hecho tantos guisados de nosotros en sueños, dijo que porque no había creído nunca que había demonios de veras». Abundan también las obras teatrales en las que se muestran enredos en los que participan demonios, duendes, brujas, hechiceras, espíritus, astrólogos o endemoniados, como en el Entremés de los diablillos de Francisco de Castro o Duendes son alcahuetes y El espíritu folleto de Antonio de Zamora. En el Entremés famoso de las brujas de Moreto y en el Entremés de las brujas de Francisco de Castro, se llegan a parodiar hasta los aquelarres. Luis Vélez de Guevara en el El diablo cojuelo (1641) hace decir a don Cleofás, en lo alto de la torres de San Salvador de Madrid: «Vuelve allí y mira con atención cómo se está untando una hipócrita a lo moderno para hallarse en una gran junta de brujas que hay entre San Sebastián y Fuenterrabía, y a fe que nos habíamos de ver en ella si no temiera el riesgo de ser conocido del diablo que hace de cabrón, porque le di una bofetada a mano abierta en la antecámara de Lucifer sobre unas palabras mayores que tuvimos...».


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