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miércoles, 18 de octubre de 2017

El reinado de Carlos II (1665-1700) y el problema de la sucesión

Carlos II fue proclamado rey en 1665, a los cuatro años de edad. Era una persona timorata educada por teólogos y sin conocimientos políticos. Mantuvo correspondencia con sor Úrsula Micaela Morata, mística alicantina, para pedirle consejo. Su mala salud hacía sospechar que moriría joven, por lo que nuevamente se descuidó su educación; nadie se preocupó de prepararle adecuadamente para las tareas de gobierno. La lucha contra Valenzuela aumentó y, apoyándose en la nobleza, don Juan José de Austria marchó sobre Madrid y tomó el poder en 1677. Valenzuela fue desterrado y la Reina madre abandonó la corte fijando su residencia en el Alcázar de Toledo. Don Juan José de Austria, con el apoyo popular, se convirtió en el nuevo valido. Su gobierno quedó ensombrecido por la lucha política contra sus adversarios y la dramática situación de la Monarquía española, obligada a ceder el Franco-Condado a Francia mediante la Paz de Nimega en 1679. Ese mismo año, el Rey, de 18 años de edad, se casa en primeras nupcias con doña María Luisa de Orleans, sobrina del rey Luis XIV de Francia. Aunque nunca llegó a estar verdaderamente enamorada de su marido, con el paso de los años doña María Luisa llegó a sentir un genuino afecto hacia él. Carlos, por su parte, amaba tiernamente a su esposa. Ante la falta de sucesor la Reina llegó a realizar peregrinaciones y a venerar reliquias sagradas. Finalmente murió en 1689, dejando al Rey sumido en una profunda depresión. Carlos, plenamente consciente de su incapacidad para asumir las funciones de gobierno, dejó el mismo en manos del duque de Medinaceli (1680-1685) como su valido, y posteriormente en el conde de Oropesa (1685-1691). El último intentó poner orden en la economía y el Tesoro, creando para ello la Superintendencia General de la Real Hacienda, presidida por el marqués de Vélez, que, aunque no funcionó como era de esperar, marcó el comienzo de las futuras reformas borbónicas. Al enfrentamiento con la tradicional aristocracia y la Iglesia, y su falta de sintonía con la nueva Reina, doña Mariana de Neoburgo, segunda esposa del Rey, se unieron los desastres de la guerra con Francia —pérdida de Luxemburgo por la Tregua de Ratisbona en 1684, e invasión francesa de Cataluña en 1691— que precipitaron su caída en junio de 1691. Uno de los hechos más importantes que cambiaría más tarde la Monarquía española fue la Paz de Rijswijk, firmada con Francia en 1697 después de la ocupación francesa del Palatinado. La consecuencia más importante de esta paz fue la posibilidad de Francia de acceder al trono de España. Aunque en los últimos años de su reinado Carlos II decidió gobernar personalmente, su manifiesta incapacidad puso el ejercicio del poder en manos de su esposa, la reina doña Mariana de Neoburgo, aconsejada por el arzobispo de Toledo, el cardenal Luis Fernández de Portocarrero. Según un embajador francés, durante los últimos años el Rey se encontraba en estado muy precario: «Su mal, más que una enfermedad concreta, es un agotamiento general».
Dada la falta de descendencia directa del Rey, comenzó una compleja red de intrigas palaciegas en torno de la sucesión. Este asunto, convertido en cuestión de Estado, consumió los esfuerzos de la diplomacia española y europea. Tras la muerte del heredero pactado, don José Fernando de Baviera, en 1699, el rey Carlos II hizo testamento el 3 de octubre de 1700 en favor de Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia y de su hermana, la infanta doña María Teresa de Austria (1638-1683), la mayor de las hijas de Felipe IV. Esta candidatura era apoyada por el cardenal Portocarrero. La cláusula 13 del susodicho testamento rezaba: «Reconociendo, conforme a diversas consultas del ministro de Estado y Justicia, que la razón en que se funda la renuncia de las señoras doña Ana y doña María Teresa, reinas de Francia, mi tía y mi hermana, a la sucesión de estos Reinos, fue evitar el perjuicio de unirse a la Corona de Francia; y reconociendo que, viniendo a cesar este motivo fundamental, subsiste el derecho de la sucesión en el pariente más inmediato, conforme a las leyes de estos Reinos, y que hoy se verifica este caso en el hijo segundo del delfín de Francia: por tanto, arreglándome a dichas leyes, declaro ser mi sucesor, en caso de que Dios me lleve sin dejar hijos, al duque de Anjou, hijo segundo del delfín, y como tal le llamo a la sucesión de todos mis Reinos y dominios, sin excepción de ninguna parte de ellos. Y mando y ordeno a todos mis súbditos y vasallos de todos mis Reinos y Señoríos que en el caso referido de que Dios me lleve sin sucesión legítima le tengan y reconozcan por su Rey y señor natural, y se le dé luego, y sin la menor dilación, la posesión actual, precediendo el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis Reinos y Señoríos». Doña Mariana de Neoburgo, en cambio, apoyaba las pretensiones de su sobrino, el archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador Leopoldo I. Las pretensiones del archiduque austriaco fueron respaldadas por Inglaterra y Holanda, las tradicionales enemigas de España, que además rivalizaban entonces con la Francia de Luis XIV por la hegemonía continental. Aunque el hechizado Carlos fuera manipulado por su entorno para apuntalar la candidatura del Borbón, éste ya se anteponía a su rival por derecho dinástico.
Carlos II, el último de los Habsburgo españoles, falleció el 1 de noviembre de 1700, a los 38 años, aunque aparentaba una mayor edad. Según el médico forense, el cadáver de Carlos «no tenía ni una sola gota de sangre, el corazón apareció del tamaño de un grano de pimienta, los pulmones corroídos, los intestinos putrefactos y gangrenados, tenía un solo testículo negro como el carbón y la cabeza llena de agua». Se dice que en el momento de expirar el Rey se vio en Madrid brillar al planeta Venus junto al Sol, lo cual se consideró un milagro. Al mismo tiempo, en la lejana Bruselas, donde evidentemente no habían llegado aún las noticias de la muerte del monarca, se cantó un tedeum en la iglesia de Santa Gúdula por su recuperación. Al enterarse de esto, el astrólogo Van Velen exclamó que rezaban por la mejoría del monarca cuando en realidad acababa de fallecer. El 6 de noviembre la noticia del fallecimiento del rey Carlos II llegó a Versalles. El 16 del mismo mes, Luis XIV anunció que aceptaba lo estipulado en el testamento del monarca español. El ya Felipe V de España partió hacia Madrid, a donde llegó el 22 de enero de 1701. La tensión entre Francia y España y el resto de potencias europeas, que ya desde un principio desconfiaban del poder que iban a acumular los Borbones, aumentó debido a una serie de errores políticos cometidos en las cortes de Versalles y de Madrid. Austria, que no reconocía a Felipe V como rey, envió un ejército hacia los territorios españoles en Italia, sin previa declaración de guerra. El primer encuentro entre este ejército y el francés se produciría en Carpí el 9 de julio. El 7 de septiembre Inglaterra, las Provincias Unidas y Austria firmaron el Tratado de La Haya, y en mayo de 1702 todos declaraban la guerra a Francia y España. Bueno es destacarlo a modo de conclusión: todos ellos vulneraron la voluntad del rey Carlos II plasmada en su testamento. Felipe V podría haberse convertido en rey de España sin necesidad de guerra alguna si las demás potencias, movidas por sus propios y mezquinos intereses, sus recelos hacia Francia y su odio a España, no se hubiesen inmiscuido en los asuntos de la sucesión a la Corona española.
El testamento de Carlos II
En la última década del siglo XVII se extendió en la corte de Madrid una opinión favorable a que se convocaran las Cortes de Castilla para que resolvieran la cuestión sucesoria si el rey Carlos II, como era previsible, moría sin descendencia. Esta opción era apoyada por la reina Mariana de Neoburgo, el embajador del Sacro Imperio, don Aloisio de Harrac, por algunos miembros del Consejo de Estado y del Consejo de Castilla que ya en 1694 defendieron «la reunión de Cortes como único remedio de salvar la monarquía». Sin embargo, frente a esta opción «constitucionalista» se impuso la posición absolutista que defendía que era el Rey quien en su testamento debía resolver la cuestión. Cuando en 1696 Carlos II testó a favor de José Fernando de Baviera y, sobre todo, cuando en 1698 se conoció en Madrid la firma del Primer Tratado de Partición, que dejaba al archiduque Carlos únicamente con el Milanesado, se formó en la corte un «partido alemán» (partidarios de los Habsburgo) para presionar al rey para que cambiara su testamento en favor del segundo hijo del emperador. Este partido alemán estaba encabezado por Juan Tomás Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla, y por el conde de Oropesa, presidente del Consejo de Castilla y primer ministro de facto, además del conde de Aguilar, y contaba con el apoyo de la Reina y del embajador del Sacro Imperio. Frente a él se alzaba el partido bávaro, encabezado por el cardenal Luis Fernández de Portocarrero, y el embajador de Luis XIV, el marqués de Harcourt, que seguía presionando para defender los derechos de Felipe de Anjou. La cuestión sucesoria se convirtió en una grave crisis política a partir de febrero de 1699 cuando se produjo la muerte del candidato escogido por Carlos II, José Fernando de Baviera —de siete años de edad—, porque el partido bávaro del cardenal Portocarrero al haberse quedado sin candidato se acabó inclinando por Felipe de Anjou. Nació así el partido francés que acabaría ganándole la partida al partido alemán, gracias, entre otras razones, a la eficaz gestión del embajador Harcourt, que no excluyó el soborno entre los nobles españoles, frente al inane embajador austriaco Aloisio de Harrach, cuyas relaciones con la Reina, por si fuera poco, nunca fueron buenas. Mientras Carlos II era sometido a exorcismos para librarle de supuestos hechizos, el marqués de Villafranca, uno de los miembros más destacados del grupo de Portocarrero, justificó así la decisión a favor del candidato francés: «Mirando a la manutención entera de esta Monarquía hay poco que dudar, o nada, en que solo entrando en ella uno de los hijos del delfín, segundo o tercero, se puede mantener». Así pues, Carlos II, persuadido también de que la opción francesa era la mejor para asegurar la integridad de la Católica monarquía española y de su Imperio, y ello a pesar de las cuatro guerras que había mantenido con Luis XIV a lo largo de su reinado: guerra de Devolución entre 1667 y 1668; guerra de Holanda entre 1673 y 1678; guerra de 1683-1685; y guerra de los Nueve Años entre 1688 y 1697, testó el 2 de octubre de 1700, un mes antes de su muerte, a favor de Felipe de Anjou, hijo segundo del delfín de Francia y nieto de Luis XIV, a quien nombró «sucesor... de todos mis reinos y dominios, sin excepción de ninguna parte de ellos», con lo que invalidaba los dos tratados de partición redactados a sus espaldas.
En el testamento Carlos II establecía dos normas de gran importancia y que el futuro Felipe V no cumpliría. La primera era el encargo expreso a sus sucesores de que mantuvieran «los mismos tribunales y formas de gobierno» de su Monarquía y de que «muy especialmente guarden las leyes y fueros de mis reinos, en que todo su gobierno se administre por naturales de ellos, sin dispensar en esto por ninguna causa; pues además del derecho que para esto tienen los mismos reinos, se han hallado sumos inconvenientes en lo contrario». Así decía que la «posesión» de «mis reinos y señoríos» por Felipe de Anjou y el reconocimiento por «mis súbditos y vasallos...» [como] «su rey y señor natural» debía ir precedida por «el juramento que debe hacer de observar las leyes, fueros y costumbres de dichos mis reinos y señoríos», además de que en el resto del testamento se incluían nueve referencias directas más al respeto a las «leyes, fueros, constituciones y costumbres». Según Joaquim Albareda, todo esto manifiesta la voluntad de Carlos II de «asegurar la conservación de la vieja planta política de la Monarquía hispánica, frente a previsibles mutaciones que pudieran acontecer, de la mano de Felipe V». La segunda norma era que Felipe debía renunciar a la sucesión de Francia, para que «se mantenga siempre desunida esta monarquía de la Corona de Francia». 
En conclusión, la elección de Felipe de Anjou se debió a que el gobierno español tenía como prioridad principal la conservación de la unidad de los territorios del Imperio de ultramar, y Luis XIV de Francia era en ese momento el monarca con mayor poder en Europa y, por ello, prácticamente el único capaz de poder llevar a cabo dicha tarea. El 1 de noviembre de 1700 murió Carlos II; tres días antes había nombrado una Junta de Gobierno al frente de la cual había situado al cardenal Portocarrero. El 9 de noviembre se confirmaba en Versalles que Carlos II había nombrado como su sucesor al segundo hijo del delfín de Francia, Felipe de Anjou, lo que abrió un debate entre los consejeros de Luis XIV ya que la aceptación del testamento supondría la ruptura del Segundo Tratado de Partición suscrito en marzo con Inglaterra y con las Provincias Unidas. El embajador francés en Londres relató así las dudas de Luis XIV: «…se sentía feliz por la unión de las dos monarquías, pero preveía que ello podía conducir a una guerra que se había propuesto evitar». Luis XIV finalmente respaldó el testamento, y el 12 de noviembre de 1700 hizo pública la aceptación de la herencia en una carta destinada a la Reina viuda de España en la que decía: «Nuestro pensamiento se aplicará cada día a restablecer, por una paz inviolable, la monarquía de España al más alto grado de gloria que haya alcanzado jamás. Aceptamos en favor de nuestro nieto el duque de Anjou el testamento del difunto, Su Católica Majestad, el rey de España».
El 16 de noviembre, el rey de Francia, ante una asamblea compuesta por la familia real, altos funcionarios del Reino y los embajadores extranjeros, presentó al duque de Anjou con estas palabras: «Señores, aquí tenéis al rey de España». Pero a continuación le dirigió a su nieto una frase que inquietó al resto de potencias europeas, cuya respuesta no se haría esperar: «Sé buen español, ése es tu primer deber, pero acuérdate de que has nacido francés, y mantén la unión entre las dos naciones; pues tal es el camino de hacerlas felices y mantener la Paz de Europa». Tampoco pasó desapercibida la frase a la Junta de Gobierno del cardenal Portocarrero, ya que vulneraba el testamento del rey Carlos II, que prohibía expresamente la unión de las dos Coronas, sobre todo cuando el embajador español en la corte de Versalles le comunicó al cardenal lo que le había dicho Luis XIV durante la entrevista que mantuvieron el mismo día de la presentación de Felipe V: «Ya no hay Pirineos; dos naciones, que de tanto tiempo a esta parte han disputado la preferencia, no harán en adelante más que un solo pueblo». Estos temores se confirmaron al mes siguiente cuando Luis XIV hizo una declaración formal de conservar el derecho de sucesión de Felipe V al trono de Francia, legalizada en virtud de cartas otorgadas por el Parlamento de París del 1 de febrero de 1701, lo que «abría la puerta a una eventual unión de España y Francia, se violaba el testamento de Carlos II y se amenazaba el equilibrio europeo». Al mismo tiempo Luis XIV ordenó que tropas francesas ocuparan en nombre de Felipe V las plazas fuertes de la «Barrière» de los Países Bajos Españoles, debido «al poco entusiasmo de los Estados Generales de los Países Bajos Españoles por jurar al duque de Anjou como rey de España», lo que por otro lado provocó un verdadero pánico en la Bolsa de Londres por lo que podía ser el inicio de una guerra, ya que la ocupación de estas plazas fuertes españolas en Flandes violaba el Tratado de Rijswijk de 1697. Además, los enviados de Luis XIV empezaron a hacer cambios institucionales en los Países Bajos del Sur y a incrementar los impuestos.
Oficial español de los Tercios de Flandes

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