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domingo, 16 de julio de 2017

El rubí maldito del Príncipe Negro

Desde la época de Fernando III el Santo, que fue rey de Castilla entre 1217 y 1252 y de León entre 1230 y 1252, uniendo definitivamente ambos reinos, el conocimiento de la Mesa de Salomón se transmitía de padres a hijos entre los reyes de Castilla. Unos soberanos le prestaron más atención que otros. Incluso es posible que algunos de ellos, rudos hombres de armas, incapaces de ver cuál era la importancia del legado iniciático de la Mesa, se desentendieran totalmente de él. Sin embargo, es evidente que Alfonso X el Sabio se cuidó de que alguno de sus más leales colaboradores transmitiese la preciosa herencia a su nieto, el rey Fernando IV el Emplazado, al que el interés por la Mesa de Salomón le costó la vida tras una serie de aciagos acontecimientos de difícil interpretación. 
En 1313 Fernando IV sitia Alcaudete, ciudad mora cercana a Jaén. Al pasar por Martos comparecen ante él los hermanos Carvajales, acusados de asesinato. El rey, en juicio sumarísimo, los condena a morir despeñados encerrados en jaulas de hierro, arrojados desde la célebre peña de Martos, la mítica columna de Hércules. Los Carvajales, después de protestar airadamente insistiendo en su inocencia, emplazan al rey para que comparezca ante Dios en el plazo de un mes. El día en que se cumple el plazo, el 7 de septiembre, el rey almuerza con excelente apetito y se retira a echar una siesta. Cuando uno de sus criados acude a despertarlo, lo encuentra muerto. Según las crónicas, los hombres del rey velaron el cadáver y lo sepultaron en el Arco de la iglesia de San Lorenzo de Jaén. Pero hay una pieza que no encaja en la leyenda del rey Emplazado: los hermanos Carvajales, coprotagonistas de la leyenda existieron en realidad, aunque no fueron contemporáneos de Fernando IV porque vivieron un siglo después de haber muerto el rey. Los hermanos Carvajales eran comendadores de la peña de Martos cuando se rebelaron contra la Orden de Calatrava y se apropiaron del fabuloso tesoro que su maestre, Pedro Girón, había ocultado en la fortaleza. Así que existió un tesoro de los calatravos, quizá de origen visigótico, guardado en la peña de Martos. Recordemos que los godos saquearon Roma en el año 410 llevándose del templo de Júpiter Capitolino el tesoro expoliado a los judíos tras destruir los romanos el Templo de Jerusalén en el año 70. Por otra parte, los calatravos fueron los herederos naturales de los templarios en el reino de Castilla tras la disolución de la Orden por el Papa pocos años antes.
Pedro Girón, maestre de la poderosa Orden de Calatrava, conoció el secreto de la Mesa de Salomón heredado por los monarcas castellanos, sucesores de los reyes visigodos, y, por fantástico que parezca, no concibió mejor plan para apoderarse de él que casarse con la heredera al trono castellano, la princesa Isabel. Estuvo a punto de conseguirlo, pero murió en extrañas circunstancias, probablemente envenenado, cuando acudía a celebrar los esponsales. Esto nos lleva a preguntarnos ¿en qué circunstancias falleció Fernando IV, cuando sólo contaba veintisiete años de edad? Probablemente nunca lo sabremos. Desde luego, falleció en Jaén de manera repentina y misteriosa, tal vez relacionada con el secreto de la Mesa y del tesoro de los antiguos reyes godos. Un siglo y medio después, en 1474, el rey Enrique IV de Castilla, hermano de la futura reina Isabel la Católica, murió también en circunstancias misteriosas después de haber almorzado copiosamente. No fueron éstas las únicas muertes misteriosas en los siglos XIV-XV relacionadas con el secreto de la Mesa y el Tesoro, que bien podrían ser la misma cosa.
El rey Pedro I el Cruel murió envenenado en Montiel, Ciudad Real, en 1369, después de haber mantenido una feroz lucha contra su hermanastro Enrique II de Trastámara. El Príncipe Negro recibió como pago a cuenta por la ayuda militar prestada al rey castellano un fabuloso rubí que siglos después fue engarzado en la corona imperial británica. A pesar de ello, el príncipe Eduardo de Woodstock, más conocido como el Príncipe Negro, acabó en la bancarrota porque Pedro I jamás satisfizo la deuda contraída con él. Quizás Eduardo sabía de la existencia del fabuloso tesoro que ocultaba el rey castellano, del que el rubí era solo una muestra, y en algún momento albergó la idea de invadir Castilla aliándose con Enrique II de Trastámara. Pero, súbitamente, durante el sitio de Limoges en 1370, el Príncipe Negro se vio obligado a abandonar el asedio y regresar apresuradamente a Inglaterra debida a una misteriosa y repentina enfermedad. Según parece, unos días antes había recibido a una embajada del nuevo rey castellano, Enrique II, que le propuso otorgarle en propiedad el Señorío de Vizcaya a cambio de que condonase la enorme deuda que Castilla había contraído con él. Al parecer, Eduardo se negó a ello aduciendo que el Señorío ya era suyo, porque así lo había dispuesto el difunto rey Pedro el Cruel, y quería cobrar lo que le adeudaba, bajo amenaza de invadir Castilla cuando concluyese la campaña militar en Francia. Pocos días después de haber llegado a Inglaterra, Eduardo murió. No fue el único príncipe extranjero que terminó envenenado después de pretender hacerse con el Tesoro por la fuerza.
Felipe de Habsburgo, duque de Borgoña e hijo del emperador Maximiliano, desposó a Juana de Trastámara, heredera de los Reyes Católicos, después de la muerte de sus hermanos los infantes Juan e Isabel. Este rufián educado en Flandes pretendía hacerse con la Corona de Castilla, de la que sólo era rey-consorte, pues el Reino pertenecía en dominio a doña Juana, y, además, apropiarse de todos los tesoros de los que le habían hablado algunas lenguas indiscretas esperando obtener favores y prebendas que el flamenco no podía conceder. Las relaciones del católico rey Fernando con su yerno se tornaron cada vez más tensas viendo el rudo aragonés que aquel petimetre venido de Flandes no pensaba en otra cosa que en expoliar a su hija y, de paso, a Castilla.
La oportuna muerte del flamenco, acaecida en la burgalesa Casa del Cordón, fue tan súbita que corrió el rumor de que su suegro lo había envenenado. Según parece, Felipe se encontraba en Burgos jugando a la pelota cuando, después del juego, sudando todavía copiosamente, bebió abundante agua fría, por lo que cayó enfermo a causa de unas extrañas fiebres y murió pocos días después, el 25 de septiembre de 1506, contando sólo 28 años de edad. Su hijo primogénito, Carlos de Habsburgo, acabaría heredando los reinos de España y el Sacro Imperio, convirtiéndose en uno de los soberanos más poderosos que han existido. Pero, para comprar voluntades en Roma que le asegurasen ser ungido emperador del Sacro Imperio, expolió las joyas y todo su patrimonio a su madre, la reina Juana, recluida en Tordesillas. En 1558 Carlos murió en su retiro de Cuacos de Yuste, después de regalarse el cuerpo con un opíparo almuerzo. Muchos castellanos jamás aceptaron a Carlos como rey, a pesar de su victoria sobre los comuneros en la batalla de Villalar, el 23 de abril de 1521.
Retrocedamos en el tiempo: a Fernando IV el Emplazado lo sucedió su hijo Alfonso XI, que sólo contaba un año de edad. Sin embargo, el secreto de la Mesa continuaba transmitiéndose, pues nuevamente se manifiesta en el hijo de Alfonso, el rey Pedro I el Cruel. Durante su reinado, Castilla se escinde y se desangra en una lucha fratricida entre los partidarios del rey legítimo y los de su hermano bastardo, Enrique de Trastámara. En plena guerra civil, el rey don Pedro visita Jaén de incógnito y sin escolta. Resulta difícil de creer que este pragmático monarca, tan alejado de veleidades místicas lo abandonara todo para ir a Jaén en pos de una leyenda a la que su padre no había prestado demasiada atención. Es evidente que Pedro el Cruel había recibido instrucción concreta al respeto y que obedecía a razones poderosas que justificaran tan enorme riesgo. El secreto de la Mesa y del fabuloso tesoro de Salomón se había transmitido a los monarcas castellanos, pero también a los emires del reino de Granada desde los tiempos de su fundador, el rey Alhamar. En 1362, Pedro el Cruel hace prisionero al rey moro y lo ejecuta cuando lo visitaba en el Alcázar de Sevilla después de arrebatarle «tres piedras falaxes muy notables e muy grandes… e otras doblas e joyas». Cinco años después, el 3 de abril de 1367, Pedro el Cruel derrotó a su hermano Enrique gracias a la ayuda de los arqueros ingleses del Príncipe Negro. El rey castellano recompensó al Príncipe Negro con «muchas joyas ricas de aljófar e piedras preciosas», entre ellas un notable rubí espinela. El rubí, que tiene el tamaño de un huevo de paloma, está engastado en la corona imperial británica, entre las flores de lis. Pero como otras joyas notables, este rubí tiene su propia leyenda y su maldición aneja. Sus propietarios tienden a morir trágicamente: el emir granadino asesinado por el rey Pedro en Sevilla; el propio Pedro el Cruel, asesinado por su hermano en Montiel; el Príncipe Negro fallecido a los pocos meses de recibir la joya, sin llegar a reinar; un siglo después, el rey Ricardo III de Inglaterra, derrotado y muerto en combate cuando llevaba una corona encasquetada sobre el yelmo adornada con el rubí español que causaba la ruina de cuantos lo lucían desde el año 711, cuando Tarik lo arrancó de la Mesa de Salomón, y murió por ello al poco tiempo. 
En la actualidad el rubí, junto con la corona imperial, se guardan con las demás Joyas de la Corona en la Torre de Londres, tras una rotonda de cristal blindado. En 1994, el annus horribilis de Isabel II de Inglaterra, el príncipe Carlos y Diana de Gales anunciaron su separación y se incendió el castillo de Windsor. Aquel mismo año, la reina se había probado la corona por si había que hacer algún ajuste cuando se preparaban las celebraciones de sus bodas de oro. Unas celebraciones que a la postre resultaron muy amargas y deslucidas. Finalmente, se decidió que la magnífica corona con el rubí maldito no figurara en la celebración. El desventurado emir de Granada al que Pedro el Cruel arrebató el rubí pudo confesar, antes de morir bajo tortura, que la Mesa de Salomón, que forma parte del Tesoro, era mucho más que el legado espiritual que había interesado al abuelo de Pedro I hasta el punto de costarle la vida. Esto explicaría por qué el rey de Castilla se arriesgó a viajar a Jaén de incógnito. De todos modos, el rey falleció un año después de haber realizado dicho viaje.
El rubí rojo, en el centro, sobre la cruz, flanqueado por dos flores de lis

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