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domingo, 13 de mayo de 2018

La extraña muerte de Judas Iscariote


En los diferentes versículos de los evangelios en los que se menciona a Judas Iscariote, se le llama hijo de Simón. Este Simón tiene a veces su nombre completado con un sobrenombre; le llaman el Cananeo o el Cananita, por ser de Caná (Canaán). Pero en arameo Kana significa celo, fanatismo e intransigencia. También se le lama el Zelote. Y en griego zêlôtês significa asimismo celoso, fanático. También se le llama Iscariote, como a su hijo. Pero el término iscariote en arameo significa «criminal». Así pues, podemos suponer que Simón, el padre de Judas Iscariote, es un sicario, un peligroso miembro del integrismo religioso judío de la época, y sobre el cual Flavio Josefo nos proporciona abundante información en sus Guerras de los Judíos y en sus Antigüedades de los Judíos.
Pero ¿ese Simón es el mismo que el Simón Kepha, es decir, el Simón-Pedro de los evangelios?  Casi seguro que sí. Hay una relación evidente entre el sobrenombre de Kepha y el carácter despiadado propio del sicario o del terrorista. Porque kepha significa «punta de roca», aguja de piedra, en arameo. Es ése el término utilizado en Jeremías (4, 29): «Trepan sobre las rocas», y en Job (30, 6): «Viven en las cuevas de la tierra y en las puntas de las rocas…»
Pero hay un pasaje del evangelio de Juan que lo precisa de forma aún más concluyente: «Y dijo Jesús a los Doce: "¿Queréis iros vosotros también?" Respondióle Simón-Pedro: "Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Ungido, el Santo de Dios". Respondióle Jesús: "¿No he elegido yo a los Doce? ¡Y uno de vosotros es un diablo!" Hablaba de Judas Iscariote, hijo de Simón, porque era él, uno de los Doce, quien había de entregarle…» (Juan, 6, 67-71).
En estos versículos se habla de Simón-Pedro, y cuando se precisa quién es el padre de Judas, se le presenta como tal, no se trata de ningún otro Simón. El Cananeo, el Zelote, el Iscariote, siempre es el mismo individuo. Lo que confirma, por otra parte, que no hubo doce discípulos en el núcleo central del movimiento mesiánico, sino sólo ocho, o quizás únicamente siete. Pero volvamos con Judas. Leemos lo siguiente en Mateo, y sólo en su evangelio: «Viendo entonces Judas, el que le había entregado, cómo era condenado, se arrepintió y devolvió las treinta monedas de plata a los príncipes de los sacerdotes y a los ancianos, diciendo: "He pecado, entregando sangre inocente". Dijeron ellos: "¿Qué nos importa? Allá tú". Y arrojando las monedas de plata en el Templo, se retiró y fue a ahorcarse…» (Mateo, 27, 3-5).
En Hechos encontramos detalles aún más curiosos: «…acerca de Judas, que fue guía de los que prendieron a Jesús, y era contado entre nosotros, habiendo tenido parte de este ministerio. Éste, pues, adquirió un campo con el salario de su iniquidad, y habiendo caído de cabeza, reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas…» (Hechos, 1, 16-18). En primer lugar observaremos que, en Mateo (27, 7), se nos había precisado que, con las treinta monedas de plata arrojadas por Judas en el Templo, los sacerdotes habían comprado un campo a un alfarero. En los Hechos lo había comprado el propio Judas, que luego muere en lo que parece más un accidente, que un suicidio, y como consecuencia del mismo, «sus entrañas se desparraman». Pero, ¿cómo quedamos? ¿Se ahorcó o murió a causa de un accidente? Vamos a responder a esta pregunta a continuación: ni lo uno ni lo otro. Judas fue ejecutado como traidor, según un ritual judaico, muy antiguo y particular. Había traicionado a la sagrada causa mesiánica, había entregado al Ungido a los odiados romanos, les había guiado hasta su guarida secreta en el monte de los Olivos, cerca del lugar donde se encontraba la prensa de aceite que le había dado nombre: Getsemaní. Él, Judas, era el causante del fracaso final, de la derrota, él había echado al traste todos los planes de Jesús y los suyos. En Juan leemos lo siguiente y es muy esclarecedor: «Judas, el que había de traicionarle, conocía también el sitio, porque Jesús y sus discípulos a menudo se reunían allí» (Juan, 18, 2).
De modo que, cuando Jesús, a pesar de su cansancio, abandonaba por las noches Jerusalén para ir a dormir a Betania, a casa de Simón el Leproso, su suegro, el padre de Lázaro y de Marta y María (o de Marta-María, la misma con dos nombres distintos). Getsemaní era el lugar secreto de encuentro. Más tarde, cuando los espías romanos y de Herodes Antipas le estén pisando los talones, para no comprometer a la familia de su esposa, María de Betania, alias María Magdalena, Jesús pernoctará en Getsemaní, en el monte de los Olivos. Hasta el día en que Judas revelará a sus enemigos ese escondite secreto. Continuemos: «Judas, pues, habiéndose puesto en cabeza de la cohorte, y de los alguaciles enviados por los sumos sacerdotes y por los fariseos, vino allí con linternas, antorchas y armas…» (Juan, 18, 3). «La cohorte, pues, el tribuno y los alguaciles de los judíos prendieron entonces a Jesús y le ataron…» (Juan, 18, 12). Posiblemente el texto griego inicial empleaba la palabra quiliarca, y los historiadores oficiales, por prudencia, quisieron hacer de él un discreto suboficial, al mando de un pequeño destacamento, una patrulla más bien. Pero un quiliarca mandaba a mil hombres, un «millar», y por eso, para obtener una correspondencia jerárquica adecuada, fue por lo que San Jerónimo, en su Vulgata, tradujo muy acertadamente quiliarca por tribuno.
A esas seis centurias de la cohorte de veteranos, al mando de un tribuno con rango de cónsul, el Sanedrín, para demostrar palmariamente su deseo de colaborar con Roma, no podía hacer menos que añadir como refuerzo a unos doscientos milicianos del Templo. La milicia, a veces también llamada policía del Templo, tenía sus propios arsenales dentro del recinto de éste, debidamente custodiados, y con las armas engrasadas y dispuestas para el combate: arcos, flechas, espadas, escudos, lanzas. Su jurisdicción se limitaba al recinto del Templo y sus alrededores, los guardias de servicio solían ir pertrechados con una espada y una cachiporra como armamento reglamentario. Pero el hecho de mencionar (Juan, 18, 3) que ese contingente fue allí con armas escapó a la sagacidad del escriba anónimo del siglo IV. Porque esa precaución que él revela, a su pesar, demuestra claramente que la pretendida detención sin oponer resistencia de Jesús y los suyos, no fue tan pacífica como nos la han descrito. Aquel contingente armado, se había pertrechado, probablemente, con escudos y lanzas en previsión de encontrar resistencia armada en los Olivos. Un tribuno romano no se desplazaba al mando de 600 soldados (800 hombres contando también a los guardias hebreos) pata arrestar a un pacífico santón. Por lo tanto, fue para guiar a aquella tropa, compuesta por romanos y hebreos, por lo que Judas se puso al frente del contingente armado, para conducirles, al amparo de la noche, hasta un punto determinado en el monte de los Olivos: Getsemaní. Y ése fue su crimen, una traición ignominiosa a los ojos de sus hermanos y de sus antiguos compañeros: haber entregado al enemigo al Ungido, el Mesías de Israel, y no a una secta rival judía, no, Judas había consumado su traición entregando a Yeshua bar-Abba, el Hijo del Hombre a los romanos impuros, los aborrecidos ocupantes. Pero volvamos al texto de Juan: «Los judíos le buscaban durante la Fiesta [de los Tabernáculos] y decían: "¿Dónde está?" Y había entre la muchedumbre grandes murmuraciones acerca de él. Unos decían: "Es hombre de bien". Más otros decían: "No, embauca al pueblo". Sin embargo, nadie hablaba libremente de él, por temor a los judíos» (Juan, 7, 11-13). ¿Qué significa todo eso? Aparentemente, nada importante. Pero si sustituimos «judíos» por «romanos», que eran los que realmente le buscaban, todo adquiere un significado clarísimo. Y se comprende por qué Judas se pondrá a la cabeza de la cohorte para señalarles a los soldados, fuera de cualquier duda, al individuo que están buscando desde hace bastante tiempo: a Yeshua bar-Abba, el líder mesiánico que dirigió el asalto al Templo… y más conocido por Jesús Barrabás, la forma helenizada de su nombre.
Resulta evidente que los judíos, por su parte, conocían perfectamente a Jesús. Él mismo lo proclama: «Todos los días me sentaba en el Templo para enseñar, y no me prendisteis…» (Mateo, 26, 55). De esta frase, además, se desprende cierto asombro por parte de Jesús, como si preguntase ¿por qué ahora, y no antes? Sí todos le conocían, ¿qué objeto tenía contratar a Judas para identificarle? La respuesta es bien sencilla, porque los que realmente le estaban buscando eran los romanos, y ellos, en cambio, no le conocían. Al mantenerse apartados de la vida judía, no podían, en su calidad de gentiles, penetrar más allá del recinto reservado a éstos en el Templo. Los ciudadanos no judíos, por su condición de gentiles, no podían tener acceso, so pena de muerte, al recinto reservado a los judíos circuncisos, en cuyas naves, cada día, habían podido escuchar a Jesús haciendo apología de la lucha armada contra Roma y de la necesidad de restaurar el Reino de Dios, que debía consumarse en un nuevo Israel reunificado que, por otra parte, despertaba escasas emociones entre los judíos del sur. Y Jesús podía hablar libremente en el recinto del Templo porque los romanos no tenían acceso a él y, por otra parte, cualquier judío que le hubiese delatado, sabía que era hombre muerto, cosa que finalmente sucedió.
Pero hay una particularidad, importante, en el discurso de Jesús. La restitución del antiguo reino de Israel, según la doctrina de Judas de Gamala, que Jesús, su hijo, continúa, es simbólica, puesto que no hay más Rey que el propio Dios de Israel y Señor de los ejércitos. Jesús no pretende restaurar la monarquía, sino instaurar una especie de república teocrática, posiblemente gobernada por un nuevo Sanedrín, similar al Senado romano pero compuesto exclusivamente por sacerdotes y notables, que serían elegidos a su vez por otros ancianos, siempre de entre la casta sacerdotal. Luego, más que una monarquía al uso, de lo que se trataría es de instaurar una sinarquía de inspiración ultrarreligiosa. Lo que dicho con otras palabras vendría a ser sustituir una tiranía extranjera y laica, por una tiranía nacional y de marcado corte clerical. Nada más. En cualquier caso, los romanos necesitaban un confidente, un traidor que les señalase claramente quién era el tal Jesús para poder proceder a su arresto. Y esa traición de Judas, los sicarios y los zelotes no la perdonaron.  Así que el sobrino de Jesús, Judas Iscariote, tenía las horas contadas desde el mismo momento en que se presentó en la guarida de Getsemaní con los soldados romanos y la milicia hebrea.
Afirmar que Judas fue ejecutado por los bondadosos discípulos no dejará de suscitar airadas protestas. ¿Cómo es posible semejante blasfemia, suponer que esos venerables ancianos de luengas barbas blancas sean capaces de semejante perfidia? La propia tradición cristiana nos ha familiarizado con un prototipo muy concreto de «cristiano». Todo bondad, todo abnegación... Pero la realidad histórica no coincide en absoluto con ese beatífico modelo. Y si dirigimos nuestra mirada hacia el judaísmo y su vengativo Yahvé del Antiguo Testamento, tampoco quedamos muy reconfortados.
Volvamos con los Doce Apóstoles. ¿Cómo se nos ocurre comparar a los inofensivos discípulos, con los temibles sicarios descritos por Flavio Josefo? La respuesta es muy sencilla. Basta con recordar esa hipocresía pasmosa con la que se nos intenta hacer creer que fue el Espíritu Santo quien cegó a Elymas bar-Yahoshúa en Pafos, y no Saulo-Pablo y sus secuaces; que fue el Espíritu Santo el que mató a Ananías  y a su esposa Safira, en Jerusalén, y no Simón-Pedro y sus sicarios; que fue el Espíritu Santo quien paralizó a la hija de Simón, en vísperas de sus esponsales con un noble romano, y no el propio Simón; que fue el Espíritu Santo quien incendió Roma en el año 64, exactamente como se profetizaba (más bien se amenazaba y se describía el modo de hacerlo) en el Apocalipsis; y que también fue, una vez más, el Espíritu Santo quien incendió Constantinopla el año 404, la misma noche en que Juan Crisóstomo, uno de los «Venerables padres de la Iglesia» [fanáticos fundamentalistas], loco de cólera y rencor, abandonaba la ciudad con rumbo al exilio decretado por la emperatriz Eudoxia, harta de sus impertinentes jeremiadas y de su enfermiza misoginia. 
A continuación, vamos a demostrar que Judas Iscariote no se suicidó, sino que fue ejecutado. Sabemos que los miembros de los antiguos gremios o corporaciones artesanales judías, como talladores de piedra, albañiles y carpinteros, tenían sus propias sinagogas, no frecuentaban las sinagogas comunes, por así decirlo. Esto nos lleva a suponer que quizás poseían sus propias tradiciones sindicales ancestrales. Pues bien, puede que el sobrenombre de «Piedra» de Simón-Pedro no fuese tal sino «Tallador de Piedra»,  pues ciertamente, cerca de su casa en Cafarnaún había una cantera. (Marcos, 1, 29). Y ese oficio, a lo mejor sólo eventual, tampoco sería impedimento para que de vez en cuando saliese a pescar con sus hermanos para procurarse unos ingresos, o un sustento extra, depende de cómo se diese la pesca. Estas tradiciones gremiales fueron evolucionando hasta desembocar, varios siglos después en Europa, durante la Baja Edad Media, en las asociaciones gremiales de masones o albañiles, también llamados «canteros». Pero a medida que la construcción de catedrales y otros grandes edificios públicos y religiosos fue decayendo a partir del siglo XIV, entre otras cosas, por las hambrunas provocadas por las guerras que asolaron Europa: Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra; y las guerras civiles dentro de Castilla y Aragón, además, cómo no, de las terribles pandemias conocidas como la Peste Negra que diezmaron a un tercio de la población europea entre 1348 y 1375. El caso es que, esos antiguos gremios o hermandades de obreros y artesanos, auténticos embriones de los sindicatos obreros, fueron poco a poco desvirtuadas y alejadas de su propósito original, a causa del ingreso en sus filas de burgueses que al principio lo hicieron por esnobismo y que más tarde utilizaron esas hermandades o «logias», herederas de las antiguas «sinagogas gremiales» hebreas, ya convertidas en auténticas sociedades secretas para celebrar reuniones políticas, enmascarados detrás de supuestas actividades filantrópicas como el fomento del amor fraternal y el acceso a misterios esotéricos restringidos y de carácter iniciático como en el antiguo cristianismo gnóstico. Y así vamos a descubrir, en el seno de estas organizaciones herméticas, de origen judaico, un tipo de ejecución previsto para los considerados traidores que va a llevarnos de nuevo hasta Judas Iscariote.
Efectivamente, Simón-Pedro tenía su casa familiar en Cafarnaún, a la entrada del valle de Genesaret (Marcos, 1, 21 y 29). Pero más al sur, entre el lago Tiberíades y Séforis, existen aún varios kilómetros de cuevas que fueron excavadas como canteras en la Antigüedad, algunas para construir la fortaleza herodiana de Séforis en el siglo I a.C., por ejemplo. Por esa misma época, la de Jesús, los proscritos, los rebeldes, los malhechores, los sicarios o los zelotes, encontraban allí un refugio seguro contra las patrullas romanas que los hostigaban o el acoso de las tropas mercenarias que los sucesivos tetrarcas idumeos contrataron para exterminarlos. Algunos proscritos conseguían, allí ocultos, que los romanos o los herodianos se olvidasen de ellos transcurrido un cierto tiempo. Simón-Pedro, llamado la «Piedra», al habitar en esa región de canteras, quizás debía a ese hecho su sobrenombre, o quizás pudo ser conocido, incluso, como «Simón el Cantero». En muchos países de Europa, los antiguos sobrenombres que se aplicaban a las personas en función de sus oficios, acabaron derivando en apellidos. Así por, por ejemplo, Zapatero, en español, es Schumacher en alemán o Shoemaker en inglés. En cualquier caso: un artesano que fabricaba y remendaba calzado.
Los historiadores han descrito las atrocidades cometidas por los ingleses a mediados del siglo XVIII para someter Escocia e Irlanda. El duque de Cumberland, vencedor de los escoceses en la batalla de Culloden (1746) entró en la Historia con las manos tan manchadas de sangre como un carnicero o un matarife. Las sentencias de muerte que los tribunales de justicia ingleses dictaron contra los rebeldes escoceses se expresaban en estos términos: «Seréis colgados por el cuello, pero no hasta que sobrevenga la muerte, porque deberéis ser abiertos vivos. Vuestras entrañas serán arrancadas, luego quemadas ante vuestros ojos. Vuestras cabezas serán a continuación separadas de vuestros cuerpos, cortados en cuatro partes que se pondrán a disposición del Rey». El rey inglés Jorge II, por vergüenza o por miedo al qué dirán, ante el siglo que contemplaba aquella barbaridad (nada menos que el Siglo de las Luces, a cuarenta años vista de la Revolución francesa), no se atrevió a ordenar semejante ejecución por procedimientos tan atroces. Pues bien, los nobles ingleses y escoceses que se enfrentaron en Culloden en 1746, eran todos francmasones. Evidentemente los escoceses pertenecían a la francmasonería jacobita de obediencia católica y su Gran Maestre era el célebre Charles Radclyffe. Y sus adversarios ingleses pertenecían a la francmasonería inglesa de reciente implantación y de obediencia protestante, creada oficialmente en Londres en 1715, cuando la tinta del Tratado de Utrecht, que puso fin a la actividad de los piratas ingleses en el Caribe español, aún no estaba seca. El proceso que llevaría a los patriotas escoceses al cadalso en 1746 fue presidido y dirigido por francmasones (ingleses y protestantes), que juzgaban a otros francmasones (escoceses y católicos), y la descripción de la sentencia de muerte era exactamente igual a la que fue aplicada por Salomón a los asesinos de Hiram Abiff, el legendario constructor del Templo.
Veamos el relato de la ejecución ritual de los asesinos de Hiram, ordenada, según la antigua tradición masónica, por Salomón: «Al día siguiente, hacia las diez de la mañana, fueron colgados a un poste por el cuello, con los brazos y las piernas atados por detrás. Su cuerpo fue abierto en canal, desde el pecho hasta el pubis. Permanecieron en este estado durante ocho horas. Lentamente las entrañas fueron descendiendo, los insectos y las moscas se hartaron con su sangre y con el jugo de sus vísceras.
»Sus gritos y sus gemidos eran tan lamentables, que conmovieron incluso el corazón de los verdugos. De modo que les cortaron la cabeza y arrojaron sus cuerpos por encima de las murallas de Jerusalén, donde sirvieron de pasto a los cuervos y a los animales salvajes».
Pero dejemos de lado los detalles de esta historia, sin fundamento histórico fiable, la que si lo tiene es la del emperador romano Valeriano quien en el año 257 se presentó en Asia Menor para recuperar Antioquía. Después de dos años de durísimas campañas, luchando contra los persas por mantener Siria bajo soberanía romana, a finales del 259 se retiró a Edesa, pero una misteriosa epidemia diezmó sus tropas y tuvo que organizar una retirada estratégica. Al parecer, Valeriano fue traicionado por su prefecto del Pretorio, Macrino, del que sospecha que era cristiano. Valeriano fue hecho prisionero por los persas y después de ser cruelmente torturado, siguiendo un ritual muy parecido al que se ha descrito antes, el rey persa Sapor ordenó que lo desollasen vivo y le arrojasen oro fundido por la garganta. Su cadáver fue horriblemente ultrajado, y con su piel los persas confeccionaron un macabro trofeo de guerra que exhibieron durante mucho tiempo en uno de sus templos principales.
La constatación de estas tres historias, tan alejadas entre sí en el tiempo, y, ajenas al tema que nos ocupa, la ejecución de Judas Iscariote, tiene como propósito ilustrar que las costumbres ancestrales de países tan alejados como Persia, Judea o Gran Bretaña pudieron producirse en la Antigüedad debido a que Occidente estaba inmerso en un auténtico proceso de globalización llamado romanización, y que a ese proceso le siguió otro aún más profundo llamado cristianización. Así las costumbres de los persas o de los judíos pudieron viajar a Bretaña a partir de su definitiva incorporación al Imperio Romano en tiempos de Claudio (41-54 d.C.) y arraigar allí, más o menos ocultas, hasta que resurgieron, diecisiete siglos más tarde de la mano de la francmasonería. Una de las consecuencias de la romanización fue la de los movimientos migratorios a través de todo el Imperio. Después de la primera Revuelta (66-73) muchos judíos, expertos en la fundición y aleación de metales, siguiendo a las legiones, se instalaron en la isla de Britania, por otra parte, muy rica en yacimientos de plata. Y entre ellos, además de expertos metalúrgicos, carpinteros, canteros y albañiles, tuvo que haber, con toda seguridad, «sicarios» y «zelotes», y otros integrantes de grupos mesiánicos que huyeron de Judea tras la derrota. El asalto al Templo dirigido por Jesús Barrabás, que situaremos en algún momento entre los años 30 y 35, había sido rechazado y los romanos creían haber resuelto el problema con la crucifixión del cabecilla de los insurrectos, Jesús, pero estaban muy equivocados. Simón-Pedro, jefe de los sicarios, y su hermano Santiago, jefe de los zelotes, siguieron adelante con el movimiento mesiánico, y cuando ellos, a su vez, fueron crucificados en Jerusalén en el año 44 por Herodes Agripa, o en el 47 por Herodes de Calcis, Saulo-Pablo, el misterioso apóstol surgido de la nada, se puso al frente del movimiento mesiánico para acabar convirtiéndolo en lo que hoy conocemos como cristianismo.
Judas Iscariote había traicionado a su propia sangre, ya que Jesús era su tío, y había traicionado a su rey, puesto que para los suyos, Jesús era el heredero legítimo llamado a ocupar el trono que usurpaba Antipas, tetrarca de Galilea. El castigo de Judas debía ser ejemplar y llevarse a cabo según el ritual ancestral establecido por Salomón mil años antes. Esta tradición implicaba que el traidor a su rey, debía ser colgado por el cuello a un poste, con los brazos y piernas atados por detrás, con lo que el cuerpo quedaba vuelto hacia abajo, era a continuación rajado por el vientre, a fin de que las entrañas se derramasen por ahí, por su propio peso, lentamente. Pues bien, si damos crédito a Mateo y a los Hechos, Judas Iscariote murió colgado y eviscerado. No son ésas unas operaciones que pueda realizar fácilmente un hombre solo. Del mismo modo que la policía sospecharía que un hombre que se hubiese suicidado disparándose cinco veces en la espalda, con toda seguridad habría sido asesinado, nos inclinamos a pensar que a Judas le ayudaron a suicidarse. Y no vacilamos en reconocer la mano de los sicarios una vez más. Porque los Hechos contradicen a Mateo en la teoría del suicidio. Un hombre que compra una parcela «el campo del alfarero» con el beneficio de una transacción, aunque ésta sea punible, no se abre las entrañas accidentalmente sin que le ayuden. Y si además se ahorca, todavía menos. Así pues, Judá bar-Simón, llamado Iscariote, hijo de Simón-Pedro, sobrino de Jesús, nieto de María, fue ejecutado por los bondadosos discípulos, lisa y llanamente.
El lector podrá preguntarse: ¿qué demuestra de modo concluyente que los apóstoles o los discípulos, o todos a la vez, tomaran parte, o incluso ejecutaran directamente, un crimen tan salvaje? Si ha quedado probado que se trató de una ejecución ritual, que formaba parte de una venganza muy precisa, si se ha demostrado que ese rito era el propio de determinadas sociedades hebreas y sectas del Próximo Oriente, quedará aún por demostrar que los apóstoles eran miembros de éstas. Hemos previsto esta objeción, y creemos estar en disposición de ofrecer una respuesta. En la Judea de los tiempos de Cristo, el oficio de carpintero, incluía también los de albañil, tallador de piedra, pulidor de mármol, etcétera. Oficios todos ellos hoy claramente separados, pero relacionados con la construcción. Todos estos oficios en Judea constituían un solo gremio o hermandad: la de los carpinteros.
Conclusión: Jesús no fue sólo carpintero, sino también cantero, dado que ambos oficios formaban parte de la misma corporación. Sin duda, no practicó demasiado esos dos oficios, pero a efectos oficiales, era carpintero-albañil-cantero. Y como en el antiguo Israel todo hombre debía poseer un oficio, eso constituye para él una justificación civil. Por otra parte, igual que en la Europa medieval, el hijo debía permanecer en el gremio del padre. No se podía cambiar de oficio libremente. Además, en aquella época, tampoco se solía hacer, primero por estar prohibido, y en segundo lugar, porque de hacerlo, el hijo desaprovechaba el legado del padre: taller, herramientas, clientela, trucos del oficio, su fama y renombre, etcétera. De modo que podemos llegar a la conclusión lógica de que además del padre adoptivo de Jesús en Egipto, José, y del presumiblemente posterior, Zebedeo, también el biológico, Judas de Gamala, poseían esa calificación profesional, aunque tampoco la hubiesen ejercido. Lo cual implica que los hermanos de Jesús también la poseían. La pesca era una actividad complementaria o de temporada para obtener ingresos o comida extra cuando el trabajo de carpintero flojeaba. Nueva conclusión, si el caudillo del movimiento mesiánico zelote, Jesús, y Simón-Pedro, el jefe de los sicarios, el ala más extremista, dentro de un movimiento extremista, eran miembros del sindicato de carpinteros-albañiles-canteros, es probable que reclutasen a muchos de sus hombres en ese ambiente. Desempleados, gente descontenta, desahuciados, etcétera. Caldo de cultivo ideal para reclutar nuevos zelotes y sicarios. Bien, no olvidemos que esas corporaciones tenían sus propias sinagogas, lo cual significa que vivían «apartados» del resto de la comunidad judía. Entre los antiguos judíos, como aún hoy en muchos países de Asia, eso constituía la casta de los «separados». Del grueso de la «muchedumbre» que en los evangelios suele acompañar a Jesús, ¿cuántos formaban parte de esa hermandad? Vale la pena releer Mateo (14, 21, y 15, 38).
Y la pertenencia a esa «hermandad» implicaba las usanzas rituales concretas para la ejecución de un traidor, cómplice del asesinato de su señor. Y por consiguiente, fueron los «discípulos» los autores del salvaje asesinato de Judas Iscariote basándose en las ancestrales ejecuciones de los asesinos de Hiram Abiff ordenadas por Salomón. Por otra parte, la violencia en la ejecución ritual de Judas, recuerda el carácter judaico de la masonería original: los famosos judeomasones cuyos ritos llamados «de venganza», pasaron después a la francmasonería escocesa. Habría existido, nos inclinamos a pensar, una transmisión real, desde los tiempos más remotos, de donde deriva el papel de los puñales y estiletes en determinados grados iniciáticos, en recuerdo de la sica o daga de los zelotes. Pero tal vez, la brutal ejecución de Judas Iscariote fue para que el «secreto» de su traición le acompañase a la sepultura, quedando así «oculto» para siempre. Recapitulemos una vez más. Vamos estudiar este posible asesinato desde otra perspectiva, totalmente nueva. Pretender que Judas Iscariote traicionó a su tío, y jefe del movimiento mesiánico zelote por treinta monedas de plata es una explicación demasiado simple. Judas era un consumado ladrón y ésa había sido siempre su auténtica ocupación, como la de la mayoría de los sicarios, según dicen los evangelios: «Como guardaba la bolsa, robaba lo que se metía dentro de ella». (Juan, 12, 6). Hubiera podido continuar así todavía durante mucho tiempo, porque el dinero que entraba en la bolsa, una auténtica caja de resistencia, era más que suficiente para cubrir sus necesidades. Pero si aceptó traicionar a Jesús, bien por su cuenta o en compañía de otros, como parte de una conjura urdida para desembarazarse del líder del grupo, fue por dos razones.
La primera que Jesús probablemente había realizado una reestructuración jerárquica dentro del movimiento después de la ceremonia esotérica en el monte Tabor en la que invocó a los espíritus de Moisés y de Elías. Una entidad misteriosa había tomado posesión de él. O una profunda reflexión política y estratégica le había llevado a comprender que el movimiento no tenía la menor oportunidad de triunfar en su lucha armada contra Roma, y exploraba otras alternativas. O había envejecido prematuramente («próximo a la vejez», nos dice Ireneo), y estaba cansado de aquella continua lucha que veía que no les llevaba a ninguna parte. En cambio Judas era joven, y ni el odio a los romanos ni las esperanzas de expulsarles habían muerto en su corazón. Pero también podían moverle otras razones, que involucraban a su padre en el asunto, Simón-Pedro, el jefe de los sicarios. Cansado de ser un segundón al que los demás no tenían en cuenta, Simón-Pedro podría haber concebido la idea de provocar un cambio de dirección en el seno del movimiento mesiánico. A fin de cuentas, él era el jefe de la facción armada, los que se jugaban la piel atacando a las patrullas romanas, asaltando a los caravaneros para obtener fondos, o extorsionando a los ricos comerciantes para que los proporcionasen en contra de su voluntad. Él y sus sicarios hacían el trabajo sucio, y estaba claro, desde el episodio en el monte Tabor, que si Jesús se retiraba, o moría, la dirección no iba a detentarla él, sino Santiago, el otro hermano de Jesús, y después de Santiago estaba Juan el «discípulo amado», el hijo de Jesús. No había sitio para Simón-Pedro y, en consecuencia, tampoco lo había para su hijo Judas, el tesorero. El que administraba el dinero del grupo, ingresos que él, su padre y los sicarios proporcionaban al mismo, arriesgando la vida, pero que los burócratas, Santiago y los suyos, que no daban la cara, querían administrar a su antojo. E, indudablemente, ahí había un conflicto entre las dos facciones: la política, encabezada por Santiago, y la armada, acaudillada por Simón-Pedro. Y en medio estaba Jesús que, por una causa u otra, había decepcionado a ambas facciones, y que ya no era útil. O mejor dicho, sólo podía ser útil de una manera: con su muerte a manos de los romanos y convirtiéndose en un mártir que reactivase la causa mesiánica de la liberación de Israel, en realidad: Galilea, la provincia del Norte.
¿Por qué Simón rondaba solo después de la detención de Jesús, lo más cerca posible del palacio de justicia? ¿No tenía miedo de que los policías del Sanedrín le detuviesen? ¿Era por fidelidad a Jesús (su triple negación lo pone en duda), o más bien, por temor a que Jesús fuese liberado y regresase para pedir explicaciones a Simón-Pedro y a su hijo, Judas?
Un político inglés declaró en cierta ocasión que si la traición triunfa, deja de considerarse traición. Seguramente un pensamiento parecido rondaba la cabeza de Simón-Pedro. Si su plan triunfaba, se haría con las riendas del movimiento, pero dejaría un rastro, Judas, su propio hijo, que podía utilizar ese terrible «secreto» para chantajearle, incluso, para obligarle a renunciar, con lo cual, nada habría ganado Simón-Pedro a la postre con su plan. Cuando se conspira para cometer un asesinato de semejante magnitud, y el de Jesús lo era, hay que sopesar muy bien todas las consecuencias y, sobre todo, no dejar rastro, esa es la regla de oro. Por eso, primero Judas Iscariote, y años más tarde su padre, Simón-Pedro, artífice de la conjura, y su tío, Santiago, que tampoco hizo nada por detenerla, fueron a su vez eliminados para que un «iluminado» llamado Saulo-Pablo se convirtiese en el nuevo e indiscutible líder del movimiento mesiánico.
Volvamos nuevamente con Judas, ¿pensaría realmente en suprimir a su padre, Simón-Pedro? No es improbable. En cualquier caso, la espantosa muerte de Judas Iscariote no indignó a su padre, sino que dejó (o sugirió) que se hiciese lo que a los ojos de todos era un acto de justicia y no creemos que Judas viviese más de tres días a contar desde la ejecución de Jesús. Además, parece ser que la esposa de Judas también fue «eliminada», dado que en un antiguo manuscrito, el evangelio de Bartolomé, apócrifo copto del siglo V, se dice que la casa de Judas quedó desierta, o para ser más exactos: «Han dejado su casa desierta». Por consiguiente, no dejaron allí a nadie con vida. Cosa que no era exclusiva de los judíos, pues también Tiberio, emperador romano, no sólo ordenó la muerte de Elio Sejano, sino la de sus dos hijos menores de edad. En el evangelio de Bartolomé se nos precisa además que la esposa de Judas amamantaba a un niño de pocos meses, por lo que deducimos que el infante fue también asesinado. Como lo fue también la hija lactante de Calígula y Cesonia. La costumbre de exterminar familias enteras estaba muy arraigada en la Antigüedad, y no sólo entre los pueblos semitas del Próximo Oriente, también entre los romanos y los griegos.
Aquí abrimos un paréntesis. El evangelio de Bartolomé, en uno de sus fragmentos nos cuenta que el hijo de José de Arimatea, estaba siendo amamantado por la esposa de Judas junto con su propio hijo. El citado manuscrito especifica que José de Arimatea fue a recoger a su hijo a casa de Judas cuando se enteró de la detención de Jesús, luego cabe  suponer, que sabía de antemano lo que iba a suceder en casa de Judas y se adelantó al grupo de sicarios designados por los fanáticos discípulos para hacer justicia con la familia del traidor, y llegó a tiempo para recoger, antes de su llegada, a su propio hijo. Luego, cabe pensar, que José de Arimatea también había conspirado con los hermanos de Jesús, y con el propio padre de Judas, Simón-Pedro, para desembarazarse de Judas Iscariote, su hijo. De ahí el gran desasosiego de Simón-Pedro durante el juicio, no sólo ha traicionado a su hermano, sino a su propio hijo, Judas Iscariote. Pero hay otro detalle que ha pasado inadvertido, si José de Arimatea estaba al corriente de todos los detalles del asesinato, y conocía la identidad de sus autores, lo más inteligente que podía hacer, era tomar a su esposa y a su hijo y poner tierra de por medio. Y ¿cuál era el punto occidental más remoto del Imperio Romano entonces? Pues Britania, que aún no había sido anexionada, faltaban todavía algunos años para que desembarcasen allí las legiones de Claudio al mando de Aulo Plaucio y un joven Vespasiano. El caso fue que José de Arimatea desapareció de los evangelios sin dejar rastro inmediatamente después del «primer entierro» de Jesús, y que una curiosa leyenda popular le situaba en Britania en los años inmediatamente anteriores a la invasión romana. Dejémoslo ahí. 
Por cierto... ¿Cómo se llamaría el hijo de Judas Iscariote? Observaremos que el evangelio de Bartolomé lo presenta en masculino, por lo tanto se trataba de un varón. El árbol genealógico de su padre permite suponer que se llamaría Simón, en virtud de una especie de cadencia en los nombres familiares que la genealogía permite constatar. Veámoslo:
Ezequías-bar…, capturado y crucificado por orden de Herodes el Grande es padre de Judas-bar-Ezequías, alias Judas de Gamala, también llamado «Gabriel» o «Héroe de Dios», caudillo galileo en la revuelta del Censo del año 6 d.C. quien es el padre de Yahoshúa-bar-Judas, que es nuestro Jesús Barrabás, alias Yeshua bar-Abba en su forma aramea-galilea, que vendría a ser, el «Hijo del Padre» o el «Hijo del Hombre» cuya identidad y ascendencia, por seguridad, era preferible omitir: nieto de Judas-bar-Ezequías, e hijo de «Gabriel», el legendario Judas de Gamala, que  «visitó» y «cubrió a la virgen con su Sombra».
Simón-bar-Judas, conocido por varios nombres: Simón la Piedra, o Simón el Pedrero, Simón el Zelote, o Simón el Cananeo, también llamado Simón el Iscariote, es decir, Simón el Sicario, quien es padre de: Judas-bar-Simón, el traidor Judas Iscariote, quien es padre de Simón-bar-Judas, el niño de pecho del que se nos habla en el evangelio de Bartolomé, hermano de leche del hijo de José de Arimatea.
Las identidades de los hijos de los proscritos y perseguidos, se mantenían en secreto por su propia seguridad, cosa más que explicable a tenor de lo ya expuesto. ¿Cómo murieron la esposa de Judas y su hijito? En primer lugar, debemos recordar que estamos tratando con fanáticos religiosos, miembros de esa «cuarta secta» fundada por el rebelde Judas de Gamala y de la que nos habla Flavio Josefo. Son integristas religiosos y exaltados. Y partiendo de ese hecho podemos estar seguros de que también ahí, en la ejecución de la joven esposa de Judas Iscariote y de su hijo, aplicaron el «ritual» acostumbrado en esas circunstancias. Exactamente igual que en el caso de su esposo, el Iscariote, ya que todo eso estaba destinado a servir de ejemplo. Este ritual estaba ya definido en los Salmos (69, 26 y 109, versículos 8 al 12). Ahí se señala que «su morada quedará desierta, y caerá en ruinas». Quizá, los asesinos se llevaron a la mujer y al niño e incendiaron la casa. ¿Cómo fueron asesinados la mujer de Judas y su hijo? Una enigmática frase del mismo Jesús nos pondrá sobre la pista, al evocar discretamente ciertas costumbres de Oriente Medio: «¡Ay entonces de las embarazadas y de las que estén criando en aquellos días!...» (Lucas, 21, 23). Las palabras de Jesús parecen contener una velada amenaza, como siempre dirigida «a aquellos que no se sometan a su voluntad», y la hace extensible a sus esposas e hijos, lo que incluye a la esposa de Judas y a su hijo. Cuando tenía lugar el saqueo de las ciudades conquistadas, era costumbre general de todos los pueblos de esas regiones rajarles el vientre desde el pubis al esternón a las mujeres embarazadas, y luego partir en dos el útero. Y no hace falta remontarse a la Antigüedad para encontrar más ejemplos: fue lo que hicieron en 1915 los soldados turcos que masacraron a los armenios en el llamado «genocidio olvidado».
Regresemos a la Antigüedad. En el caso de las mujeres que estaban criando, o bien hacían lo mismo, es decir, abrirlas en canal, y al niño le aplastaban la cabeza contra una pared, o lo arrojaban bajo la rueda de un carro, o bien (si los vencedores tenían tiempo) lo machacaban en las grandes prensas de aceite y molinos de piedra tan usuales en aquellas tierras. También se dio el caso de adultos que fueron machacados en grandes morteros y molinos de su tamaño. (2Reyes, 8, 12 y 15, 16; Amos, 1, 13; Isaías, 13, 16 y 14, 21); Nahún, 3, 10; Oseas, 10, 14; 14, 1), o bien emplearon un método como el utilizado por la soldadesca de Antíoco IV Epífanes, rey de Siria, que asoló Judea hasta que finalmente fue vencido por los Macabeos; ese método consistía en colgar a los niños por el cuello con una cordón o soga que anudaban al cuello de la madre, quien a su vez era ahorcada en su propia casa, con el fin de hacerla definitivamente impura e inhabitable en consecuencia. Con lo que se daba cumplimiento a la maldición, pues la casa quedaba desierta y en ruinas al cabo de pocos años de permanecer deshabitada. «Colgaban a los niños del cuello de sus madres en todas las casas donde los encontraban…» (1Mac, 1, 61). En el Antiguo Testamento encontramos varios ejemplos de cómo se exterminaba a los pueblos conquistados dando cumplimiento a los designios de Yahvé. Tal fue el caso del rey Saúl, que perdió el favor de Dios por perdonar la vida a un rey enemigo tras vencerle en una batalla.
La pretendida parábola enseñada por Jesús a su salida de Jericó, no es tal, ya que de ella no se desprende ninguna conclusión piadosa, ninguna enseñanza moral, sino más bien todo lo contrario: es una típica arenga guerrera, previa a un combate (¿la toma del Templo?) Quizá. Jesús aplica por su cuenta la desventura de Arquelao, hijo de Herodes el Grande, a quien los suyos no querían como rey, y que se vio forzado a irse a un país extranjero para recibir allí la investidura necesaria, y que luego, al regresar, pidió cuentas y castigó severamente a quienes se habían opuesto a su reinado. Es probable que la salida de Jericó de Jesús y los suyos («la muchedumbre armada») se acompañara de una ejecución sumarísima de prisioneros, y que, a continuación, sin esa «impedimenta», hubiesen marchado en buen orden hacia la Ciudad Santa. Pero eso era cosa corriente en las costumbres de aquellos tiempos, y nuestros zelotes, que cada vez nos recuerdan más a los fanáticos de Al-Qaeda o a los yihadistas del Estado Islámico, cumplieron las órdenes de su líder sin oponer objeción alguna, ejecutando a aquellos desdichados en nombre de Dios. ¡Desgraciadamente, la siniestra cantinela nos sigue resultando familiar! Pero cuando Jesús se identifica como Arquelao al resumir la aventura de éste tal y como nos relata Lucas (19, 12-19, 27), no conoce más que el comienzo de la historia, ignora todavía que por haber castigado a aquellos que no le querían como rey, Arquelao será desposeído de su trono por el emperador Augusto, y enviado al exilio en la Galia. Incapaz de compartir, al final, lo perderá todo. Por lo tanto, extraemos aquí una última conclusión: la salida de Jericó, la ejecución de los rehenes al más puro estilo yihadista, la marcha sobre Jerusalén, el ataque al Templo –pues de un asalto se trata-, todo ello es anterior al año 6 de la Era común, anterior a la caída de Arquelao, depuesto por Augusto tras la Rebelión del Censo de ese mismo año. Diez años después de la muerte de Herodes el Grande. De modo que en el año 6 de nuestra Era, Judas de Gamala aún vive; y Jesús, su primogénito y heredero, tiene bajo su mando (como los príncipes de la época) una parte de las tropas de su padre.
El episodio del asalto al Templo, tuvo lugar, con toda seguridad, mientras Arquelao se encontraba en Roma para apelar a Augusto y que éste restableciese la integridad territorial del reino heredado de su padre, Herodes el Grande. En ese lapso de tiempo, los disturbios en Judea se habían reiniciado; el país entero se vio sumido en el caos de la guerra civil. Para acabar de empeorar las cosas, dos mil antiguos mercenarios de Herodes, licenciados sin sus pagas, habían atacado a las fuerzas romanas en Judea. Entretanto, Judas de Gamala, el hijo de Ezequías, aquel guerrillero que tantos problemas había causado a Herodes, se apoderó de la plaza fortificada de Séforis en Galilea, y de su arsenal, con el que rearmó a los suyos y se proclamó Mesías o Salvador de Israel.
Por otra parte, es probable que el asalto al Templo de Jerusalén encabezado por Jesús Barrabás, tuviese como objetivo apoderarse del tesoro y del arsenal del mismo. Ambas cosas eran indispensables para poner en marcha una insurrección generalizada: el dinero y las armas. Nos encontramos entre los años 2-3 de la Era común aproximadamente, y Jesús tiene unos veinte años. El episodio del asalto al Templo, forma parte de una revuelta que se extiende por toda la provincia, y conocida como la Revuelta del Censo, que se desatará en el año 6 d.C., protagonizada por un personaje que ahora ya nos es absolutamente familiar, Judas de Gamala, también conocido como «Gabriel, el Héroe de Dios» o «Gabriel, el Ángel de Dios», que para el caso, es absolutamente lo mismo. Podemos suponer que, siguiendo el ejemplo de su padre, Judas de Gamala, al apoderarse primero del arsenal de Séforis y después del tesoro que allí se acumulaba, Jesús intentara hacer lo mismo, durante el asalto al Templo de Jerusalén, incautándose de las armas de la milicia, y, de paso, de la fabulosa fortuna en oro y joyas que albergaba en sus sótanos, y cuya existencia era conocida por todos. Jesús también pudo haber pensado en ello como botín de guerra, para sufragar los gastos de sus huestes, compuestas por vagabundos, criminales, desertores y gente descontenta y desengañada de todo, hombres desesperados que nunca tuvieron oficio o que lo perdieron, y cuyas viviendas habían sido incendiadas por los romanos en el transcurso de sus represalias. Mas sus mesnadas tenían que comer y vestirse, y su lealtad sólo se aseguraba con dinero contante y sonante. Los «milagros» vamos a dejarlos para las lecciones de catecismo y para consumo de los más cándidos. Es muy factible que el asalto al Templo lo hubiesen planificado Jesús y los suyos con bastante antelación, se nos dice en el propio evangelio que a menudo se quedaba mirando los cepillos del Templo, observando la cuantía de los donativos que los peregrinos depositaban en ellos. «Estando sentado enfrente del gazofilacio, observaba cómo la multitud iba echando monedas en el tesoro, y muchos ricos echaban muchas». (Marcos, 12, 41).
Fue durante un ataque posterior al Templo, cuando Jesús fue detenido por los romanos y encarcelado con varios sediciosos, acusados todos ellos de robos, asesinatos y otros desmanes cometidos durante la revuelta, pues es difícil que los romanos se hubiesen dejado sorprender del mismo modo en dos ocasiones consecutivas, y tan próximas en el tiempo la una de la otra. «Había uno llamado Barrabás, encarcelado con sediciosos que en una revuelta habían cometido un homicidio; y subiendo la muchedumbre, comenzó a pedir lo que solía otorgárseles. Pilatos les preguntó diciendo: "¿Queréis que os suelte al Rey de los Judíos?"» (Mateo, 15, 7-9).
Las circunstancias posteriores a la detención de Jesús indican, por otra parte, que de lo que se trataba no era de tomar medidas contra un inofensivo predicador, sino contra un peligroso caudillo rebelde. Y refuerza esta hipótesis el pasaje de Lucas que reproducimos a continuación, como prueba de que en los Olivos se produjo una violenta refriega: «Viendo los que estaban en torno a Él lo que iba a suceder, le dijeron: "¿Herimos con la espada?"» (Lucas, 22, 49).
Luego, todos iban armados. No habían hecho más que seguir la consigna que el propio Jesús les había dado: «Y les añadió: "Pues ahora el que tenga bolsa, tómela, e igualmente las alforjas, y el que no la tenga, venda su manto y compre una espada"». (Lucas, 22, 36). Primera conclusión: los que no tenían espada todavía, constituían una ínfima minoría, puesto que Jesús dijo: «y el que no la tenga [la espada]…», lo cual da entender que «si hay alguien que, por negligencia, no tiene todavía espada…». Segunda conclusión: son suficientes como para plantearse resistir a una tropa de élite como la cohorte de veteranos y a los milicianos del Templo. Estamos muy lejos de los once fieles timoratos, alrededor de un Jesús plañidero y pacífico entregado a la oración. Esta actitud belicosa de hombres armados, agrupados alrededor de su jefe, está bien ilustrada por el célebre pronunciamiento de Jesús: «No he venido a traeros la paz, sino la guerra…» (Lucas, 12, 51). Partiendo de esa premisa, ¿cómo no vamos a considerar como una interpolación posterior (del siglo IV, casi con toda seguridad) la frase «quien a hierro mata, a hierro muere…», si está en contradicción absoluta con las instrucciones dadas por Jesús a sus seguidores en el sentido de armarse, si es preciso aún a costa de vender sus ropas, y hasta sus alforjas? A menos que supongamos que era inconsecuente, o que se burlaba de sus fieles. Lo cual no se sostiene. ¿O sí?…

Jesús se muestra incómodo cuando es interpelado por la mujer siriofenicia

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