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miércoles, 18 de octubre de 2017

Consecuencias de la caída del Imperio Romano de Occidente

La división del Imperio iniciada con la tetrarquía del emperador Diocleciano (284–305) y efectuada de forma definitiva por el emperador Teodosio I (379–395), quien lo repartió entre sus dos hijos: Arcadio recibió el Imperio de Oriente y Honorio recibió el de Occidente. A principio del siglo V, las tribus germánicas, empujadas hacia el oeste por la presión de los hunos, procedentes de las estepas asiáticas, penetraron en el Imperio Romano. Las fronteras cedieron por falta de soldados que las defendiesen y el ejército no pudo impedir que Roma fuese saqueada por visigodos y vándalos. Cada uno de estos pueblos se instaló en una región del Imperio, donde fundaron reinos independientes. Uno de los más importantes fue el que derivaría a la postre en el Sacro Imperio Romano Germánico. El emperador de Roma ya no controlaba el Imperio, de tal manera que en el año 476, un jefe bárbaro, Odoacro, destituyó a Rómulo Augústulo, un niño de 15 años que fue el último emperador romano de Occidente y envió las insignias imperiales a Zenón, emperador romano de Oriente. La efímera reconquista de parte de las provincias occidentales del Imperio por los generales bizantinos Belisario y Narsés, en tiempos de Justiniano (527–565), no alteró el curso de los acontecimientos. Solo África y las islas del Mediterráneo siguieron en poder del Imperio de Oriente hasta la irrupción de los árabes. A mediados del siglo VI, los pueblos germánicos se agitaban de nuevo, sintiendo la presión de otra oleada de pueblos procedentes del Asia Central, los llamados ávaros. Su nombre no nos resulta tan familiar como el de los hunos de Atila porque los ávaros no pasaron del Danubio. En cambio, en Oriente los ávaros causaron no menos quebrantos que los hunos y con su empuje movieron a los pueblos germánicos a desplazarse, ocasionando una nueva distribución de pueblos germánicos en la Galia, Hispania e Italia. Por de pronto, los francos, que al atravesar el Rin se habían conformado con las regiones del norte de Francia, a principios del siglo VI desalojaron a los visigodos del sur del Loira y les obligaron a establecerse al otro lado de los Pirineos. Así, pues, los visigodos, que parecían predestinados a formar el núcleo germánico de la nación francesa, con su corte en Tolosa y en posesión efectiva de los puertos del Mediterráneo, Narbona y Arlés, acabaron por tener que hacer de Hispania su patrimonio definitivo.
Era tradicional en los visigodos su asociación con el Imperio: hacía más de un siglo que estaban instalados en sus tierras a la sombra de las otrora poderosas águilas romanas. Parecía, pues, que nadie podría desalojarlos de la Galia y que ésta sería gótica para siempre. Pero eran arrianos, lo cual hacía que el papa los mirase con recelo; y el papa, elegido con beneplácito del emperador de Oriente, correspondía aconsejando desde Roma a los que dirigían la política del Imperio. En cambio, los francos, al bautizarse, pasaron directamente del paganismo germánico al catolicismo, sin pasos intermedios —caso de los cristianos arrianos, vistos como herejes por Roma—, y esto hizo que en seguida fuesen vistos con simpatía por el papa y el emperador. El augusto Anastasio concedió a Clovis, o Clodoveo, primer Su Católica Majestad el rey de España de los francos, el título de cónsul. Con este nombramiento esperaba atraerlo a la órbita de influencia romana. Se cuenta que al recibirlo, Clodoveo se paseó a caballo ante los pórticos de la basílica de San Martín de Tours, vestido con la túnica púrpura, la clámide y demás insignias del consulado. Pero no pasó de ahí. Bárbaro se conservó toda la vida; el arma de que se valía en el combate era la francisca, un hacha de dos filos. Se cuenta que en cierta ocasión consiguió que el hermano de un enemigo se lo trajera prisionero; en cuanto los tuvo delante, Clodoveo mató a los dos con el hacha, al uno por enemigo, al otro por traidor. A otros que vendieron a su príncipe les pagó con monedas de cobre en lugar de oro: falso con los falsos. Con estos procedimientos expeditivos conquistó toda la Galia. Su mayor fuerza, empero, emanaba de la Iglesia; desde que había sido bautizado, los obispos le miraban como el defensor de la fe. Clodoveo, antes de convertirse, había perseguido a la Iglesia. Por esto al bautizarle, san Remigio hubo de decirle: «Adora lo quemabas, y quema lo que antes adorabas». Con frecuencia, Clodoveo tenía visiones e, impulsado por una de ellas, decidió avanzar contra los visigodos. Es posible que Clodoveo codiciara los territorios de los visigodos en la Galia, pero además, instigado por la Iglesia, los odiaba por ser herejes arrianos. El Gran Rey de los ostrogodos, Teodorico, desde Rávena, comprendió que a él, como jefe de la Liga arriana, le tocaba defender a sus hermanos visigodos en la Galia, con cuyo rey, además, le unían relaciones de parentesco. Pero Clodoveo se le anticipó y el año 507, en la decisiva batalla de Vouillé, el rey franco dio muerte por su propia mano al rey de los visigodos, Alarico II. La derrota de los visigodos en esta batalla marcó la desaparición del Reino de Tolosa, pues las posesiones galas, excepto la Narbonense y Septimania, se perdieron. Le sucedió su hijo Gesaleico, que emprendió el repliegue de los visigodos a Hispania.
Todavía francos y visigodos se acometieron varias veces. La frontera de Septimania era fácil de cruzar y los visigodos la atravesaron siempre que les convino; los francos, por su parte, atravesaron el Pirineo a menudo. En cambio, princesas visigodas se casaron con príncipes francos y nobles galorromanos. Esto contribuyó, con el tiempo, a mejorar las relaciones entre ambos pueblos. Los visigodos dieron a los francos la famosa Brunilda, una indómita e inteligente princesa hispanovisigoda que durante medio siglo fue la figura más relevante de la Galia. A su vez, los francos enviaron a la Península a la princesa Ingunda, que casó con san Hermenegildo, y fue la instigadora de la conversión de su esposo al catolicismo. La dote de estas princesas consistió tan solo en joyas, pues el dominio político sobre tierras y ciudades era tan vago, que los monarcas germánicos preferían contar con sus tesoros más que con sus estados. Difícil sería precisar hasta qué punto los monarcas francos y visigodos se sentían independientes del Imperio, pero es evidente que los emperadores y la administración romana, centralizada en Constantinopla, nunca renunciaron a su soberanía sobre Occidente. Aunque el dominio efectivo del Imperio en la Galia e Hispania, en los primeros tiempos de las monarquías franca y visigoda, fuese nulo, los reyes germánicos no mostraron gran empeño en que se les reconociera su independencia. Eran reyes de la nación visigoda o franca, pero consentían en recibir del emperador un trato que implicaba el reconocimiento de su superioridad jerárquica. En prueba de esto, mientras los emperadores de Oriente se llamaban a sí mismos Augustos, los monarcas germánicos en las provincias de Occidente se honraban con el calificativo de Flavios, convertido casi en un título honorífico. Hoy parece imposible que nadie, en el siglo VI, creyese que el Imperio, con su capital en el Bósforo, podía pensar en restablecer la soberanía y la administración romanas desde el Atlántico hasta el Éufrates. Pero el éxito de las expediciones militares de Belisario daba cabida a la esperanza. El emperador y el papa confiaban en que los bárbaros se destruyesen entre ellos y estuvieron siempre al acecho, esperando la ocasión de encontrar un pueblo maleable y católico que se prestara a derrotar a los arrianos. Los francos cumplían los dos requisitos; por esto fueron elegidos para esta misión evangélica. En un principio, el emperador les facilitó recursos económicos, más adelante los pontífices obraron por su cuenta, y con su ayuda reconquistaron gran parte de Italia. Porque los germanos que a finales del siglo VI preocupaban al papa y al emperador ya no eran los visigodos de Hispania que habían abjurado del arrianismo en el 589, sino los longobardos, recién llegados de Germania. Éstos invadieron la península Itálica el 27 de abril del año 568. Los longobardos o lombardos, son ya mencionados por los autores clásicos. Estrabón, Tácito y Tolomeo nos cuentan que al empezar la era cristiana, los longobardos se hallaban ocupando la desembocadura del Elba. En tiempo del emperador Marco Aurelio (161–180) los encontramos en el valle del Danubio; después, durante tres siglos, apenas hablan de ellos sus contemporáneos, hasta que, empujados por los ávaros, se decidieron a invadir Italia. Por este tiempo eran ya cristianos arrianos; llevaban el correo cortado hasta la coronilla y lo dejaban caer en grandes mechones sobre las orejas. Mientras que los francos no tenían más que unos cuantos pelos en la cara, parece que los longobardos eran barbudos, y hay quien ha querido ver en esta característica, la explicación de su nombre, corrupción de longas–barbas, excepcionales entre las gentes nórdicas. Se cuenta que, más tarde, los longobardos, ya romanizados, sonreían al ver en el palacio real de Monza los retratos de sus abuelos del tiempo de la invasión, con su aspecto «terrible» por sus guedejas, barbas, y borceguíes, porque si bien los primitivos longobardos se cubrían con anchas túnicas de lino con cenefas tejidas de colores, lo que más les diferenciaba de los otros bárbaros eran sus borceguíes altos, atados con cintas blancas, que se arrollaban desde la punta del pie hasta la rodilla. Al entrar en Italia, los longobardos eran de costumbres sumamente rudas, más salvajes aún que los mismos francos. Su caudillo Alboíno bebía en una copa hecha con el cráneo del rey de los gépidos. Con esta copa macabra, instalado ya en Pavía, se hacía servir el vino por Rosamunda, que era hija del muerto y que acabaría por envenenar a Alboíno. Se cuenta también que al divisar Alboíno las tierras italianas de la frontera del Friul, propuso a su sobrino que se encargara de defenderlas, y éste aceptó a condición de que se le agregaran varios nobles de su etnia. De este modo se creó el primer ducado longobardo. Otros grupos destacados con un jefe formaron ducados casi independientes, pero reconociendo la autoridad del monarca establecido en Pavía. Muchos ducados debieron tener una existencia efímera y fueron absorbidos luego por los más poderosos de Friul, Espoleto y Benevento. Los bizantinos conservaron grandes extensiones de la Península; por ejemplo, la Liguria o la costa del Adriático desde Venecia a Ancona, con la capital en Rávena, donde recibía el exarca o gobernador enviado por Constantinopla. El papa se mantuvo largo tiempo fiel al Imperio de Oriente, en Roma, y lo mismo Nápoles y gran parte del sur de Italia. El papa y el emperador eran los enemigos naturales de los longobardos, y el secreto de su fuerza consistía en obrar de acuerdo y mantener asegurada la comunicación a lo largo de la vía Flaminia, que partiendo de Roma pasaba cerca de Rávena.
La balanza del poder en Italia osciló durante más de un siglo. Unas veces el papa y el exarca se defendieron con dificultad de los longobardos; otras veces presionaron tanto a éstos, que parecía que su destino iba a ser el mismo que el de los ostrogodos: acabar aplastados por los ejércitos bizantinos. Pero ya en el siglo VII la capital del Imperio en el Bósforo no tenía generales de la valía de Belisario o Narsés para enviarlos a Italia. No quiere esto decir que no se realizaran grandes esfuerzos para reconquistar territorios en la Península que estaban en poder de los longobardos; hasta un emperador de Oriente, Constancio II, quiso dirigir por sí mismo una campaña punitiva, pero fracasó estrepitosamente. Constancio II pasó primero de Constantinopla a Atenas y allí se embarcó hasta Tarento. El objetivo inicial era apoderarse del ducado de Benevento. Mas, poco afortunado en su primer ataque, decidió consolarse del fracaso sufrido visitando al papa y los Santos Lugares. El 5 de julio de 663 entró Constancio II en Roma. Permaneció solo doce días en la ciudad, pues tuvo que pasar a Sicilia para dirigir la campaña contra los sarracenos, que empezaban a extenderse rápidamente por el norte de África. Era éste el nuevo enemigo, mucho más peligroso que los longobardos, y fue precisamente el temor a los árabes lo que acabó de decidir al papa a coronar al monarca de los francos como emperador de Occidente. Hablando de los siglos VI y VII ya podemos referirnos a emigraciones de pueblos germánicos. Tres de sus principales grupos étnicos en hacia el año 650, francos, visigodos y longobardos, se han afincado definitivamente en la Galia, Hispania e Italia respectivamente, y organizan sus reinos —pues de reinos semiindependientes de la autoridad imperial se trata—, de forma ajustada a su propia naturaleza y a su tradición, al tiempo que empiezan a codificar sus leyes a la manera romana. No obstante, los germanos estaban orgullosos de sus tradiciones ancestrales. Tenemos una prueba de ello en el caso de 20.000 sajones que llegaron a Italia acompañando a los longobardos. Al instalarse en sus ducados, éstos pretendieron que los sajones abandonaron sus usos y costumbres y aceptaran los de los longobardos; pero los sajones prefirieron abandonar la tierra conquistada antes que renunciar a sus tradiciones y se volvieron a Germania, donde les esperaban nuevas dificultades, porque otras tribus germánicas habían ocupado ya sus antiguos territorios. Todos los códigos germánicos tienen algo en común, pero en detalle manifiestan grandes diferencias, y no solo difieren en las peculiaridades propias de cada nación, sino en el grado de influencia de la cultura grecorromana o helenística. Cuando se llevó a cabo la redacción definitiva del Fuero Juzgo, nombre castellano con el que se conoce el código legislativo del rey visigodo Recesvinto, el Liber Iudiciorum, hacía ya más de tres siglos que los visigodos habitaban en tierras del Imperio, mientras que al redactarse, en tiempo de Clodoveo, la Ley Sálica, código legal del pueblo franco, no hacía doscientos años que éstos habían cruzado el Rin, y al codificar sus costumbres los longobardos, en 643, hacía menos de un siglo que habían entrado en Italia. El código de los longobardos empieza con varios artículos acerca de la persona del rey y la Paz del Reino. El que conspira contra el rey, el que incita a la rebelión y el traidor en el campo de batalla son castigados con la pena de muerte. En cambio, el que asesina en nombre del rey es inocente «porque el corazón del rey está en la mano de Dios y nadie puede escapar de su sentencia». Siglos antes, Tácito describía las costumbres de los germanos: los reyes tenían carácter sagrado, pero con poder menos efectivo que el de los duques, elegidos en las asambleas para llevar a término las campañas. La autoridad real debió de consolidarse durante el largo período de las emigraciones. Entre los francos, el rey era también juez soberano, declaraba la guerra e imponía las contribuciones; sus órdenes eran llamadas bandos o banni. El único recurso contra un rey tiránico era asesinarle. Algo parecido ocurría con los visigodos, pero el poder absoluto no estaba legalizado entre ellos como en el código de los longobardos, ni la necesidad del regicidio parece hacer sido tan frecuente como entre los francos.
En principio, los reyes eran elegidos por los nobles y así hicieron casi siempre los longobardos. Un canon del IV Concilio de Toledo (633) insiste aún en que la monarquía visigótica debe ser electiva. Los reyes no eran ungidos con el óleo, como se hizo más tarde, sino que se les proclamaba alzándoles sobre el pavés, según la antigua costumbre germánica. Poco a poco, la monarquía se fue convirtiendo en hereditaria; en especial los reyes francos disponían de sus estados a modo de propiedad personal, dividiéndolos entre sus hijos, lo que ocasionaba guerras y trastornos. Las asambleas, que eran el rasgo esencialmente germánico que conservaron estos pueblos tras romanizarse, también perdieron su poder y eficacia y casi desaparecieron. En Hispania, desde finales del siglo VI, los reyes visigodos convocaron y presidieron los concilios de Toledo. El rey proponía los debates leyendo el tomo, o discurso, donde se anotaban los asuntos que deseaba que se tratasen en el concilio. Aunque la mayoría de los participantes en la asamblea eran obispos, asistían también algunos laicos y los llamados condes palatinos, y se legislaba indistintamente sobre materias civiles y religiosas. La administración del Reino, desorganizada e ineficaz, se había convertido en un servicio personal del monarca. En la residencia real de los francos, que a menudo tenía más de granja que de palacio, vivían los refrendarios o secretarios y los condes palatinos o jueces. Un sinnúmero de nobles que desempeñaban cargos secundarios formaban la corte: el spatario, o escudero, que cuidaba de la armas; el tesorero; el senescal o camarero mayor; los mariscales, que atendían a las caballerizas; el princeps pincernarum, que vigilaba el servicio de la mesa; médicos, músicos, cantores, etcétera. Para regir toda esta caterva de funcionarios y cortesanos hacía falta un jefe, y de aquí el famoso mayordomo de palacio. Este cargo superior de la corte se encargaba de distribuir no solo los empleos y ocupaciones de cada cual, sino también las tierras de la Corona, que se daban a censo, casi a perpetuidad. Como es natural, los nobles que habían recibido beneficios estaban interesados en que el cargo de mayordomo de palacio fuese inamovible, y aun hereditario de padres a hijos, para asegurarse de que otro mayordomo no les desposeyera de sus tierras y prebendas. Esto trajo una comunidad de intereses entre los mayordomos de palacio y la nobleza, que en los francos motivó un cambio de Dinastía; pero en mayor o menor escala, la influencia excesiva del mayordomo de palacio se hizo enojosa en todas las cortes germánicas. Por otra parte, el rey no podía atender a los detalles de la administración; solía imponer su voluntad en los nombramientos de duques o gobernadores de comarcas importantes, pero en la concesión de tierras de dominio público tenía que valerse de los refrendarios y del mayordomo. En la ambigua división territorial entre bárbaros y romanos, el rey no conocía exactamente lo que le había tocado de las tierras del Imperio y lo heredado de los que murieron sin sucesión o intestados. Además, era función real conceder audiencia a los peticionarios que acudían a la corte. El código longobardo señala una pena especial para los que ataquen a los nobles que vayan a visitar al rey. Dada su larga permanencia en tierras del Imperio, el más romanizado de todos los códigos germánicos es el de los visigodos. Comenzando con Alarico II, que resumió la ley romana en su famoso Breviario, o compendio, y con Eurico, que empezó ya la codificación de las leyes germánicas de los visigodos cuando estaban todavía instalados en la Galia, hasta los últimos reyes, todos o casi todos los monarcas visigodos el mismo interés en legislar. En su forma definitiva, las leyes visigodas formaron el código llamado Fuero Juzgo, que es la traducción romance del Liber Iudiciorum o Lex Gothica, código legal visigodo promulgado primero por Recesvinto en el año 654 y posteriormente, en una versión completada, por Ervigio (681). El Fuero Juzgo consta de unas 500 leyes, divididas en doce libros y cada uno de ellos subdividido en varios títulos. Destacan, entre otras disposiciones, los supuestos en que se autorizaba el divorcio, el deber cívico de «acudir a la hueste», los diferentes tipos de contratos y el procedimiento en los juicios. Las fuentes del Fuero Juzgo son códigos visigóticos anteriores, Derecho romano e intervenciones de eclesiásticos importantes —la llamada influencia canónica— que influyeron en el texto revisándolo o haciendo sugerencias. El Fuero Juzgo fue el cuerpo de leyes que rigió en el Reino Visigodo de la península Ibérica (415–711) y supuso el establecimiento de una norma de justicia común para visigodos e hispanorromanos. La versión romance del Fuero Juzgo se ha atribuido tradicionalmente a Fernando III el Santo, rey de Castilla y de León, que vivió en la primera mitad del siglo XIII.



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