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sábado, 18 de noviembre de 2017

La querella de las Investiduras

La llamada Querella de las Investiduras tiene su origen bajo el primer emperador germánico, Otón I, que, dentro de su política para imponerse a sus súbditos feudales, se atribuye a sí mismo el derecho a nombrar a los obispos del Imperio. Los papas no estuvieron de acuerdo con dicha prerrogativa imperial, sino que pretendían tener ellos la última palabra en los nombramientos episcopales. Ha de tenerse en cuenta que el nombramiento de obispos era diferente en cada diócesis, siendo lo más habitual que los mismos fueran nombrados por elección entre determinados grupos de la diócesis (con más razón si se tiene presente que después de 1078 se anulan los llamados «beneficios», por el que los laicos no podían nombrar cargos eclesiásticos, cuestión ya examinada en el Concilio de 1059). Este enfrentamiento prosiguió durante largo tiempo: el monje Hildebrando, por ejemplo, inicia un movimiento basado en la afirmación de que «la Iglesia debe ser purificada», intentando desligar a la Iglesia de los asuntos políticos. En el año 1073 Hildebrando fue elegido papa y tomó el nombre de Gregorio VII, iniciando la llamada Reforma gregoriana que, entre otras cosas, tenía como finalidad defender la independencia del Papado respecto de las autoridades temporales (dictatus papae). Esto hizo que la guerra de las investiduras llegara a su punto álgido. El emperador Enrique IV siguió nombrando obispos en ciudades imperiales, por lo que el papa le amenazó con la excomunión y el emperador, a su vez, declaró depuesto al papa Gregorio en el Sínodo de Worms. El papa excomulgó al emperador en un sínodo de obispos y sacerdotes que convocó en Roma en 1073.
La excomunión era un problema muy serio para el emperador, ya que el sistema feudal se basaba en que los feudatarios estaban ligados a su señor por el juramento de fidelidad, pero si su señor era excomulgado, los súbditos podían considerarse desligados del vínculo feudal y no reconocer a su señor. Por tanto el emperador tuvo que ceder e hizo penitencia en la nieve a las puertas de donde estaba el papa, en el castillo de Canossa, durante tres días hasta que éste le levantó la excomunión (1077). Sin embargo, el emperador se vio obligado, para recuperar el poder, a utilizar la violencia contra algunos de sus vasallos, lo que se consideró una violación de sus obligaciones feudales y dio lugar a una nueva excomunión. Recuérdese el contrato de vasallaje mediante el acto de homenaje, por el cual el señor se ligaba recíprocamente con el vasallo, otorgando el señor al vasallo un beneficio (cesión de feudos, tierras y trabajo) a cambio de que el vasallo preste al señor ayuda (militar) y consejo (político). Ante esto, el emperador marchó sobre Roma y declaró depuesto al Papa, poniendo en su lugar al antipapa Clemente III que coronó al emperador (1084). Gregorio VII (el mismo que participó en el Concilio de 1059 de Roma y fue elegido Papa en 1073) resistió un tiempo en el Castillo de Sant'Angelo hasta que fue rescatado por Roberto Guiscardo, el rey normando de Sicilia, muriendo en el exilio en este Reino. La solución aparente de este conflicto se produce en el Concordato de Worms, firmado el 23 de septiembre de 1122 entre el emperador Enrique V y el papa Calixto II. Mediante este Concordato el emperador se comprometía a respetar la elección de los obispos según el Derecho Canónico y la costumbre del lugar, restituir los bienes del Papado arrebatados durante la controversia y auxiliar al papa cuando fuera requerido para ello. El papa otorgaba al emperador, a su vez, el derecho a supervisar las elecciones episcopales dentro del territorio del Imperio con el fin de garantizar la limpieza del proceso.
El Imperio creado por Roma en torno al mar Mediterráneo impresionó siempre a muchos de los grandes estadistas de la Edad Media, incluidos los propios papas que se tenían por sucesores de los césares. El Imperio Romano había sido una institución política unitaria con vocación universal y, en cierto modo, sobrevivía en su mitad oriental, en torno a Constantinopla, bajo la dirección del basileus o emperador bizantino. Por otra parte, la Edad Media conoció una interpretación peculiar de los escritos de san Agustín sobre La ciudad de Dios —finales del siglo IV—. Esta interpretación interesada presentaba a la sociedad humana y temporal como anticipación de las dos ciudades espirituales, la del bien y la del mal: quien quisiera habitar en la ciudad de Dios debía aceptar también la pertenencia a la ciudad temporal organizada por sus representantes en este mundo organizada por sus representantes en este mundo, los jefes de la Cristiandad. Según el ejemplo de lo que ocurría en Bizancio y el recuerdo de Roma, se pensó, en un principio, que el gobierno de esta ciudad política de la Cristiandad había de corresponder a un príncipe laico. En el año 800, el monarca más poderoso de Occidente en aquellos momentos, Carlomagno, rey de los francos, fue coronado emperador por el papa y bajo su autoridad suprema quedaron tanto seglares como eclesiásticos, comenzando por el propio obispo de Roma. Pero aquel primer intento de reconstruir el Imperio de Occidente fracasó por varios motivos. Ante todo, ni Carlomagno ni sus sucesores comprendieron el papel que de ellos se esperaba como emperadores, porque el Imperio era una idea mantenida por pensadores que, en su mayoría, eran clérigos, mientras que ellos, por el contrario, seguían siendo reyes territoriales y jefes militares del pueblo franco, y consideraban que la Corona, el país y las funciones de mando podían ser divididas y enajenadas, como cualquier otra riqueza o patrimonio, entre sus herederos y seguidores.
Las realidades sociopolíticas de la época lo imponían y, en consecuencia, la dinastía de Carlomagno fomentó el auge de instituciones prefeudales que no eran compatibles con el mantenimiento de un Imperio unificado. En segundo lugar, los sucesores de Carlomagno no tuvieron su visión política ni su genio militar. Por último, sobre la Europa del siglo IX se desparramaron numerosas expediciones de vikingos procedentes de Jutlandia y Escandinavia, de nómadas húngaros originales de las estepas orientales y de corsarios berberiscos que infestaban el Mediterráneo. En aquellas condiciones, el Imperio de Carlomagno sucumbió, dividido en varios reinos desde el año 843 y, posteriormente, desde el 888: Francia, Alemania, Italia, Borgoña y Provenza, cuyos titulares no tenían más poder que el que les otorgaban los nuevos señores feudales. Los papas, que habían concebido la reconstrucción del Imperio de Occidente como forma de salvaguardar sus intereses de pastores espirituales de la Cristiandad y de consolidar un patrimonio territorial en torno a Roma, vieron impotentes cómo se diluía aquella aspiración en las turbulentas aguas del caos político y de la disgregación eclesiástica que inundaron Europa desde mediados del siglo IX hasta comienzos del XI. Pero el recuerdo del Imperio seguía en pie, así como el ideal de su restauración. A lo largo del siglo X, el Reino de Alemania logró una fuerza considerable, y los pontífices consideraron que la alianza con sus monarcas, unida a una relativa sumisión a ellos, les liberaría de las presiones políticas inmediatas a que vivían sometidos en Italia. Así se restauró el título imperial, aunque en condiciones distintas de las que había tenido en tiempos de Carlomagno. Pero antes de llegar a este punto es necesario conocer cuáles eran las respectivas situaciones alemana e italiana previas al resurgimiento del Imperio.
Aunque existe una cierta polémica en el plano de las interpretaciones, el año 962 se suele aceptar como el de la fundación del Sacro Imperio. En ese año, Otón I el Grande era coronado emperador, recuperando de manera efectiva una institución desaparecida desde el siglo V en la Europa Occidental —paradójicamente, a manos de los propios germanos—. Algunos remontan la recuperación de la institución imperial a Carlomagno y su coronación como emperador de los romanos en la Navidad del año 800. Sin embargo, los documentos que generó en vida su corte no dan un especial valor a dicho título y siguieron utilizando principalmente el de Rey de los Francos. Aun así, en el Reino de los francos se incluían los territorios de las actuales Francia y Alemania, siendo éste el origen de ambos países tras la desmembración del Imperio Carolingio por el Tratado de Verdún en 843. Muchos historiadores consideran que el establecimiento del Imperio fue un proceso paulatino, iniciado con la fragmentación del Reino franco en dicho tratado por el que se repartía el Reino de Carlomagno entre sus tres nietos. La parte oriental, y base del posterior Sacro Imperio, recayó en Luis el Germánico, cuyos descendientes reinarían hasta la muerte de Luis IV el Niño, y que sería su último rey Carolingio. Tras la muerte de Luis IV en 911, los líderes de Alemania, Baviera, Francia y Sajonia todavía eligieron como sucesor a un noble de estirpe franca, Conrado I. Pero una vez muerto, el Reichstag reunido en 919 en la ciudad de Fritzlar designó al conde de Sajonia, Enrique I el Pajarero (919–936). Con la elección de un sajón, se rompían los últimos lazos con el Reino de los francos occidentales (todavía gobernados por los carolingios) y en 921, Enrique I se intitulaba «Rex Francorum Orientalum».
Enrique nombró a su hijo Otón como sucesor, quien fue elegido rey en Aquisgrán en 936. Su posterior coronación como emperador Otón I (más tarde llamado El Grande) en 962 señala un paso importante, ya que desde entonces pasa a ser el Imperio —y no el otro Reino franco todavía existente, el Reino Franco de Occidente— quien recibiría la bendición del papa. No obstante, Otón consiguió la mayor parte de su autoridad y poder antes de su coronación como emperador, cuando en la batalla de Lechfeld (955) derrotó a los magiares, con lo que alejó el peligro que este pueblo representaba para los territorios orientales de su reino. Esta victoria fue capital para el reagrupamiento de la legitimidad jerárquica en una superestructura política, que estaba disgregándose a la manera feudal desde el siglo anterior. Por otra parte, los húngaros se asentaron y comenzaron a establecer lazos diplomáticos, convirtiéndose al cristianismo y organizándose en un reino con la bendición papal en el año 1000 tras la Coronación del rey Esteban I de Hungría, después canonizado. Desde el momento de su celebración, la Coronación de Otón fue conocida como la «translatio imperii», la transferencia del Imperio Romano a un nuevo Imperio. Los emperadores germanos se consideraban sucesores directos de sus homólogos romanos, motivo por el que se autodenominaron «augustos». Sin embargo, no utilizaron el apelativo de «emperadores de los romanos», probablemente para no entrar en conflicto con los soberanos de Constantinopla, que aún ostentaban dicho título. El término «Imperator Romanorum» solo llegaría a ser de uso común más tarde, bajo el reinado de Conrado II el Sálico (1024 a 1039). Por esas fechas, el reino oriental no era tanto un reino «alemán», como una confederación de las antiguas tribus germánicas de los bávaros, alamanes, francos y sajones. El Imperio como unión política probablemente solo sobrevivió debido a la determinación del rey Enrique y su hijo Otón, quienes a pesar de ser oficialmente elegidos por los jefes de las tribus germánicas, de hecho tenían la capacidad de designar a sus sucesores.
Esta situación cambió tras la muerte de Enrique II el Santo en 1024 sin haber dejado descendencia. Conrado II, iniciador de la dinastía salia, fue elegido rey entonces solo tras sucesivos debates. Cómo se realizó la elección del rey, parece una complicada combinación de influencia personal, rencillas tribales, herencia y aclamación por parte de aquellos líderes que eventualmente formaban parte del Colegio de príncipes electores. En esta etapa, se empieza a hacer evidente el dualismo entre los territorios correspondientes a los de las tribus asentadas en los países francos, y el rey–emperador. Cada rey prefería pasar la mayor parte del tiempo en sus territorios de origen. Los sajones, por ejemplo, pasaban la mayor parte del tiempo en los palacios alrededor de las montañas del Harz, sobre todo en Goslar. Estas prácticas solamente cambiaron bajo Otón III (rey en 983, emperador en 996–1002), que empezó a utilizar los obispados de todo el Imperio como sedes del gobierno temporal. Además, sus sucesores, Enrique II el Santo, Conrado II y Enrique III el Negro, ejercieron un mayor control sobre los duques de los distintos territorios. No es casualidad, por tanto, que en este período cambiase la terminología, apareciendo las primeras menciones como «Regnum Teutonicum». El funcionamiento del Imperio casi quedó colapsado debido a la Querella de las Investiduras, por la que el papa Gregorio VII promulgó la excomunión del rey Enrique IV (rey en 1056, emperador en 1084–1106). Aunque el edicto se retiró en 1077, tras el paseo de Canossa, la excomunión tuvo consecuencias de gran alcance. En el intervalo, los duques alemanes eligieron un segundo rey, Rodolfo de Rheinfeld, también conocido como Rodolfo de Suabia, a quien Enrique IV solo pudo derrocar en 1080, después de tres años de guerra. El halo de misticismo de la institución imperial quedó irremediablemente dañado: el rey alemán había sido humillado y, lo que era más importante, la Iglesia se estaba convirtiendo en un actor independiente dentro del sistema político del Imperio.
La situación en Italia
Por la época en la que Otón I era coronado emperador (962), Italia vivía una situación muy confusa. En Roma residía el papa, al que correspondía la tarea de coronar al emperador. Después de la crisis definitiva del Imperio Carolingio en torno al año 888, el país se disgrega en numerosos poderes señoriales originados a partir de la antigua dinastía o en el más remoto poder de los lombardos. De entre ellos surgen los nuevos reyezuelos que rivalizan entre ellos para hacerse con más territorios y títulos. Los reyes de Italia y los de Arlés —unión de las regiones de Borgoña y Provenza— no resistieron la tentación de exigir a los pontífices, obligándolos incluso, el título imperial, mientras húngaros y sarracenos arruinaban amplias zonas del país. Y así se sucedieron fugaces e irrelevantes emperadores, de poder casi nulo, hasta que terminó la serie en el año 924 con Berenguer de Friul. Mientras tanto, la situación del Pontificado llegaba al extremo más denigrante: antaño los papas habían de contar con la sujeción a un poder fuerte, pero, a la vez, respetuoso; ahora estaban sujetos al capricho de tiranos que dominaban Roma efímeramente y trataban a la antigua capital imperial con un menosprecio sin parangón, como lo demuestra la condición moral de algunos de los pontífices que impusieron en la Cátedra de San Pedro. Por su parte, Otón I había logrado consolidar su poder en Alemania gracias a la alianza con los grandes dignatarios eclesiásticos. La aristocracia laica no era tan dúctil, pues, a pesar de dominar el rey directamente los ducados de Sajonia y Franconia y de contar con parientes próximos a los de Lorena, Suabia y Baviera, hubo de vencer varias sublevaciones. Otón exigía a los obispos y abades prestaciones militares y políticas que se añadían a sus funciones religiosas; a cambio, les dotaba con tierras y poderes que los convertían en poderosos señores. El rey, al controlar su elección, ganaba colaboradores para su política, al tiempo que disponía indirectamente de grandes recursos. Pero aquel dominio absoluto de un poder temporal y político sobre otro cuya esencia era religiosa habría de ser el principal punto contra el que se revolverían, dos siglos más tarde, los promotores de la Reforma y purificación eclesiásticas. Por el momento, sin embargo, a nadie parecía mal ni extrañaba el sistema, y los clérigos que añoraban la restauración de la dignidad y del orden imperiales veían en Otón la figura adecuada para ceñir la antigua corona de Carlomagno. El rey de Alemania también acariciaba el proyecto: en el año 951, y en el transcurso de una campaña militar en la Península, logró para sí el título de rey de Italia. Regresó de nuevo en 962 y obtuvo sin grandes dificultades la Coronación imperial de manos del papa Juan XII. Los argumentos que se adujeron para ello fueron tanto la fuerza militar de Otón como su carácter de gobernante sobre pueblos muy diversos, lo que le situaba por encima de los demás reyes y le hacía el más indicado para recibir el título de emperador y ejercer las funciones de protector de la Iglesia. Para Otón, aquel acto era una simple restauración del Imperio Carolingio, porque el recuerdo de Carlomagno —un rey germánico a fin de cuentas— seguía estando muy presente, y suponía una unidad de criterios entre Iglesia e Imperio, en la que habría de predominar la voluntad de éste, incluso sobre la del papa.
Juan XII y muchos poderes territoriales y locales romanos e italianos pensaron, por el contrario, que podían manejar a Otón y oponerse a sus designios por medio de las mismas intrigas utilizadas entre sí a lo largo de los ochenta años anteriores. Nada más falso. Los conatos de rebeldía fueron duramente castigados en los años siguientes y el emperador impuso la elección de papas fieles a su causa. Sin embargo, la insumisión crónica italiana ante el predominio germánico iba a ser una realidad de largo alcance y duración: Otón había cedido a la tentación, tan alemana, de descender hacia el Sur en busca del refrendo definitivo para su poder, forjado en el Norte; pero aquel hecho llevaba implícito el reconocimiento de cierta autoridad pontificia y, por otra parte, ni el papa ni los señores y ciudades italianas aceptaban con comodidad el poderío del rey alemán, evidente, desde luego, en cuanto traspasaba los puertos alpinos con su formidable ejército. Por entonces se volvió a airear la llamada Donatio Constantini («Donación de Constantino») un documento falso, redactado en Roma hacia el año 750, según el cual el emperador Constantino había cedido al Papa la mitad occidental del Imperio Romano; ni Otón ni sus sucesores concedieron la menor validez al manuscrito, por descontado, pero no dejaban de manifestarse por eso en él ciertas reivindicaciones y aspiraciones intranquilizadoras.
Según la tradición cristiana se presenta a Constantino como un devoto converso al cristianismo y le atribuye el mérito, precisamente, de «cristianizar el Imperio» y hacer del cristianismo la religión oficial de Estado. Esto fue así exactamente, como ya hemos visto en capítulos anteriores. Pero en virtud del documento conocido como «Donación de Constantino», los papas intentaron arrobarse ciertos poderes seculares. Basándose en este documento —falso o no—, la Iglesia de Roma defendió durante siglos su prerrogativa de nombrar reyes y emperadores, así como de erigirse en autoridad temporal infalible. Italia sería el punto conflictivo de aquel nuevo Imperio Romano Germánico, cuya extensión territorial era mucho más reducida que la del Carolingio, ya que escapaban a su dominio la antigua Francia Occidental, como, por el momento, el de Arlés y también amplios territorios del sur de Italia que Otón II (973–983), hijo y heredero del anterior, se esforzó en vano por conquistar a los bizantinos y musulmanes. Además, los emperadores solo podrían contar para sus proyectos con una parte de la potencia alemana, tanto por la autonomía de los grandes nobles como por el hecho de tener que atender a otras tareas, en especial la colonización, evangelización y expansión política en las tierras del Este ocupadas por pueblos eslavos (checos, polacos) o baltos, y en las riberas del mar Báltico, donde los escandinavos seguían su propia política. Bajo Otón III, nieto del restaurador, la idea y las realidades del Imperio toman un sesgo nuevo y original en los últimos años del siglo X, porque fue acaso el emperador que tuvo una idea más amplia del mismo. Otón III imaginó la posibilidad de un Imperio cristiano, romano y universal, en el que se incluiría también Bizancio, formado por una federación de reinos y poderes, con su centro en Roma, donde él mismo, y el papa bajo su protección y mando, dirigirían aquella impresionante construcción política. Los consejeros de Otón fueron grandes hombres de iglesia: un ermitaño, san Nilo; un obispo, Adalberto de Praga; un clérigo intelectual, Gerberto de Aurillac, al que él haría Papa con el nombre de Silvestre II. No hay que olvidar, sin embargo, el influjo que ejercieron sobre el emperador los pensadores y cortesanos procedentes de Bizancio.
Para realizar el proyecto hubo que apaciguar nuevamente revueltas en Italia, y Otón se instaló en Roma, renunciando, al menos en teoría, a la fuerza que procedía de su condición de rey alemán, al tomar el nuevo título de «Siervo de los Apóstoles y emperador Augusto del Orbe Romano». Polonia, Bohemia y Hungría fueron asociadas al Imperio como monarquías autónomas. Pero el intentó de Otón III fracasó: organizado sobre un pensamiento excesivamente simbólico e idealista, no tuvo en cuenta la realidad política del momento, en especial el hecho evidente de que la fuerza, poca o mucha, del emperador radicaba en su condición de rey de Alemania. Desde el año 999 se produjeron nuevas alteraciones en Italia y tres años más tarde moría el emperador en el transcurso de las mismas, sin haber propuesto siquiera sucesor. Con el fallecimiento de Otón III terminó, tal vez, el proyecto más grandioso de Imperio medieval y la misma existencia del Imperio Romano Germánico entró en un ciclo distinto. Los grandes nobles alemanes escogieron para sucederle en la Corona del país a su primo Enrique de Baviera y, a la muerte de éste, en el año 1024, al duque de Franconia, Conrado. La política de ambos reyes, muy diferentes en su condición personal, sigue parecidos derroteros. Ante todo, control sobre la organización eclesiástica alemana, a la que utilizan como colaboradora de su gobierno; en tiempos del piadoso Enrique II, esta intervención se traducía en notables esfuerzos para la Reforma y mejora moral del clero, pero en los de Conrado, cuyo ánimo era excesivamente castrense, la Iglesia germana conoció los sinsabores que podía producir la sujeción total a un poder laico.
En segundo término, los reyes alemanes intentan aumentar su poder a costa del de los grandes nobles que lo han elegido, intento siempre fracasado, porque para lograrlo habían de apoyarse en otras fuerzas todavía más particularistas; bien lo comprobó Conrado, que buscó la alianza con la baja nobleza y, sin desearlo, favoreció así más que ningún otro rey alemán la parcelación feudal del país. En tercer lugar, el rey de Alemania recibe también la Corona de Italia desde tiempos de Otón I y, a partir del año 1032, la de Arlés (Borgoña y Provenza), cuya sucesión había recaído sobre Conrado. La posesión de estas tres coronas es la base territorial y política a partir de la cual todo rey alemán aspira a recibir el título imperial del papa. Ningún otro monarca europeo habría podido disputárselo y, aunque nada añadía a su poder, tanto Enrique como Conrado viajaron a Roma para recibirlo. También lo harían sus sucesores, porque ya no se modificó la situación: tres coronas reunidas por los reyes alemanes, que son candidatos únicos y cualificados para recibir el título imperial de manos del papa y dar vida a la idea de un Imperio cuya autoridad se pretende que sea universal, aunque, de hecho, se reduzca al ámbito «Romano Germánico», y aun con dificultades.
En efecto, Italia conservaba su actitud insumisa. Los dos emperadores que sucedieron a Otón III apenas se ocuparon del país, en el que la fragmentación feudal llegó a grandes extremos. Por otra parte, el renacimiento de algunas ciudades italianas, en especial Milán, añadía un elemento nuevo de complicación política, porque la Península conservaba, desde los tiempos del Imperio Romano, una tradición urbana muy superior a la de otros territorios europeos. En torno a Roma, los papas, dueños teóricos de un patrimonio territorial que los emperadores les habían reconocido y otorgado desde tiempos de Carlomagno, pagaban el alejamiento con una sumisión todavía más dura a las intrigas y querellas de la aristocracia romana. En el sur de la Península, el dominio político bizantino se tambaleaba, sustituido por la anarquía más completa, en tanto que Sicilia continuaba bajo el poder de los sarracenos; la conquista por los normandos de estas tierras del Sur y la fundación por ellos de un «Reino de las Dos Sicilias», en torno al año 1060, vendría a completar el difícil tablero político italiano. Los reyes de Alemania que intenten en el futuro reducirlo a la obediencia, en su condición de reyes de Italia, y con el deseo de dar mayor auge al Imperio que gobiernan, tropezarán con conflictos crecientes. El primero de ellos fue Enrique III (1039–1056), hijo de Conrado, que lo había asociado en vida al trono. En su tiempo, la política de control del estamento eclesiástico y de sujeción de los nobles alcanza buenos resultados, así como las acciones bélicas y diplomáticas emprendidas en relación con Polonia, Bohemia y Hungría. Todo ello proporcionó a Enrique III poder y prestigio. Una vez bien asentado en el trono alemán, viajó a Italia en el año 1046 para recibir la Corona imperial y afirmar su autoridad en el país.
En Roma la situación había llegado al extremo de existir a la vez tres pontífices que se disputaban la legitimidad. Enrique III actuó según los modos acostumbrados en Alemania: hizo que se reuniera un sínodo eclesiástico en Sutri, al norte de Roma, y en él impuso la destitución de los tres papas y el nombramiento de otro nuevo, que lo fue un obispo de su séquito bajo el nombre de Clemente II. A continuación, en la Navidad de 1046, el nuevo Papa coronó emperador a Enrique y ambos dirigieron otro sínodo en el que se trató sobre todo de la Reforma moral del clero. En los años siguientes, el emperador designó nuevos pontífices a medida que fallecían los anteriores. Su obra, al igual que ocurría en Alemania, fue beneficiosa para la Iglesia, al liberar a los eclesiásticos de la servidumbre con respecto a poderes locales laicos y patrocinar un movimiento de mejora general en su condición.
Fueron los emperadores quienes primero procuraron combatir lacras tales como el lucrativo tráfico de influencias y la venta de cargos eclesiásticos (simonía) o la simple investidura de un cargo eclesiástico a través de una autoridad seglar, aunque no hubiese afán de lucro de por medio, y también la vida marital de los clérigos (nicolaísmo), que llevaba a veces a la formación de auténticas Dinastías sacerdotales en determinados cargos. Conviene decir que la adquisición irregular de una prebenda eclesiástica y los ataques al celibato sacerdotal habían sido repetidamente condenados en diversos sínodos. La expansión de ambos males en los siglos IX al XI se debe tanto a la ignorancia y escasa preparación de los clérigos de la época, como a la influencia de los principios jurídicos feudales; el nicolaísmo obedecía más bien a la primera razón, la simonía a la segunda, pues venía a ser la aplicación a la estructura eclesiástica de criterios propios del vasallaje. Por este motivo a pocos extrañaron tales prácticas mientras no se extendió por Europa un movimiento de Reforma y mejora de la espiritualidad colectiva, cuyas primeras manifestaciones hay que buscarlas en el monasterio benedictino de Cluny, fundado en el año 910, y mientras los eclesiásticos más inteligentes no se dieron cuenta de que, para dignificar la situación de la Iglesia, era imprescindible liberar a los sacerdotes de las redes feudales en que estaban envueltos. El último de los papas nombrados por Enrique III, León IX, en el año 1048, inicia la lista de los grandes pontífices reformadores. La muerte del emperador algunos años después abre una crisis sucesoria muy grave en Alemania. Y, mientras aquello ocurría, los papas toman la decisión trascendental de proseguir la Reforma eclesiástica bajo su propia autoridad, comenzando por liberarse ellos mismos de la tutela imperial. A tal efecto, el papa Nicolás II, en el año 1059, ordenó que la elección de pontífice fuese reservada a los canónigos de la Iglesia de Roma, es decir, a los cardenales, lo mismo que había sido dispuesto para las demás sedes episcopales europeas; toda intervención laica quedaba prohibida, y el emperador mismo sería solamente informado de la elección, sin poder ir contra ella. Así ocurría que, en la primera fase de la Reforma, se había pretendido liberar a los sacerdotes de la sujeción a los poderes feudales, y los emperadores habían prestado su apoyo, sustituyendo la arbitrariedad de los pequeños señores por su propia autoridad, mucho más consciente. Pero, desde el punto de vista eclesiástico, aquello remediaba algunos aspectos bochornosos del problema, no la raíz del mismo, constituida por la sujeción del clero y de las cuestiones eclesiásticas y religiosas al poder seglar y a sus designios políticos. Un sacerdocio auténticamente dignificado acabaría por rechazar la tutela imperial y, en efecto, era la plena independencia por lo que Nicolás II reclamaba para la sede pontificia. El paso siguiente sería reivindicarla también para la organización eclesiástica de toda Europa. Pero aquello derrumbaba el principal fundamento del poder imperial, especialmente en Alemania, que consistía en el control de un alto clero fiel y colaborador, y llevaba incluso a la discusión de los mismos fundamentos sobre los que se asentaba la idea y la realización del Imperio. Al oponerse los emperadores a los pontífices, éstos no vacilarán en emplear dos armas sumamente eficaces: una de orden práctico, la vieja oposición italiana al dominio del rey alemán; otra doctrinal, al subvertir los fundamentos de la idea imperial y pretender que la autoridad suprema, incluso en el plano político, residía en ellos, no en los emperadores. Los sucesores de Nicolás II, surgidos del equipo de colaboradores que le rodeaba, continuarán la empresa: Alejandro II y, sobre todo, Gregorio VII, personalidad violenta y apasionada por sus propias razones, tal vez el hombre que más convenía dadas las circunstancias y que protagonizaría los primeros choques entre la sede pontificia y el emperador.

Los vikingos asolaron las costas de Europa entre los ss. IX-XI

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