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jueves, 15 de febrero de 2018

El motín de Amberes y la furia española de los Tercios de Flandes

Enclavada en el corazón de Flandes, a finales del siglo XV la ciudad de Amberes era una de las más importantes y prósperas de Europa. Sin embargo, cuando estalló la rebelión contra Felipe II de España, la ciudad ya había perdido parte de su relevancia. En medio de este declive económico y comercial, Amberes sufrió un golpe terrible con el saqueo realizado por las tropas del Rey entre el 4 y el 7 de noviembre de 1576. Un episodio que dio origen a lo que la leyenda negra llamó «la Furia española», pero que, ni siquiera aceptando la premisa de que los soldados actuaron como salvajes, explica el nivel de destrucción de la ciudad. La propaganda holandesa se cuidó durante siglos de omitir que fue un incendio descontrolado el que arrasó casi un centenar de casas y no los actos de rapiña de la infantería española. Al inicio de la rebelión, el Duque de Alba situó en la capital de Brabante la más desmesurada ciudadela de Flandes y destinó para su protección a su mejor hombre, Sancho Dávila. Se trataba de una ciudadela española dentro de la propia ciudad, con capacidad para 850 soldados y sus familias. Sancho Dávila tuvo que lidiar con la enemistad que producía la presencia de los españoles en la ciudad. Para mayor impedimento, tuvo que hacerlo siempre con escasez de fondos y problemas logísticos.
Los sucesivos intentos del Gran Duque de Alba por apagar la rebelión acabaron en fracaso y Felipe II tomó la decisión a mediados de 1573 de remplazarle en el mando por el catalán Luis de Requesens. Si bien el catalán no gozaba del talento militar de su predecesor, la debilidad de la hacienda real obligaba a buscar una solución pacífica. No obstante, este cambio de estrategia fue interpretado entre las filas rebeldes como lo que era, un síntoma de flaqueza; y, a finales del otoño de 1573, Requesens tuvo que recurrir nuevamente a las armas para imponer su autoridad. Aunque se mantenía bajo control español la mayor parte de Flandes, se habían perdido las ciudades norteñas de las provincias de Holanda y Zelanda. Requesens ordenó a Dávila, a Julián Romero y a otros maestres de campo que recuperaran el terreno perdido. Con este propósito, Sancho Dávila hizo prevalecer la superioridad de los Tercios españoles, en la batalla de Mook, que tuvo lugar en el valle del Mosa. Allí perecieron dos hermanos de Guillermo de Orange, el cabecilla de la rebelión contra la Corona, pero se obtuvieron pocas ventajas militares a consecuencia de lo que ocurrió tras la batalla.
Pero Luis de Requesens no pudo saborear la victoria. Cuando las tropas españolas al mando del coronel Cristóbal de Mondragón —con el agua al cuello y soportando los disparos de los soldados y marinos holandeses— avanzaban hacia Zelanda, se extendió un motín generalizado entre las fuerzas españolas por el retraso en las pagas de la soldada. El Rey enviaba más dinero que en el periodo de Fernando Álvarez de Toledo como gobernador (en 1574, más del doble que en los dos años anteriores), pero los gastos del Ejército, que en esas fechas contaba con 86.000 hombres, superaban con creces las posibilidades económicas de la hacienda real. El 1 de septiembre de 1575, Felipe II declaró la suspensión de pagos de los intereses de la deuda pública de Castilla y la financiación del Ejército de Flandes quedó en punto muerto. Sin fondos, sin tropas y cercado por el enemigo, que contraatacó al oler la sangre, Luis de Requesens trató de cerrar un pacto con las provincias católicas durante el tiempo que su salud se lo permitió. Enfermizo desde que era un niño, el catalán falleció en Bruselas el 5 de marzo de 1576, a causa posiblemente de la peste, dejando por primera vez inacabada una tarea que le había encomendado su Rey y amigo Felipe II. La rapidez con la que le devoró la enfermedad imposibilitó que el Comendador de Castilla pudiera dejar orden de su sucesión. Fue el conde de Mansfield quien se hizo cargo temporalmente del mando del disperso ejército español de 86.000 hombres, que llevaban más de dos años y medio sin cobrar. Sancho Dávila, junto a otros veteranos capitanes como Julián Romero, Mondragón, Bernardino de Mendoza y Fernando de Toledo, trataron sin éxito de convencer a los amotinados para permanecer unidos ante el enemigo común: los rebeldes, que aprovecharon las disensiones para medrar terreno. Temiendo precisamente que pudiera caer Amberes, Dávila mandó proveer a la ciudadela con 400 soldados y provisiones para un largo asedio.
Guillermo de Orange se movió con rapidez para entablar conversaciones con varios miembros del Consejo de Estado —que firmó una orden para degollar a los españoles y a quienes les ayudaran— y con gobernantes de varias villas para iniciar un levantamiento generalizado. El Consejo de Estado, que era, de hecho, un órgano directamente subordinado a la Corona, vivió un pequeño golpe de Estado en su seno. Los miembros del consejo leales a Felipe II fueron arrestados. Asimismo, los gobernantes ordenaron repartir armas entre la población civil, supuestamente para protegerse de los amotinados, y a continuación los líderes rebeldes escribieron a la Reina de Inglaterra y al hermano del monarca francés pidiéndoles que enviaran tropas al país de forma urgente. Además del castillo de Amberes, sólo quedaban guarniciones españolas en Liere, Maastricht, Utrecht, Viennen, Gante, Valenciennes y en Alost, aunque en este último caso estaba bajo el control de los amotinados. Los españoles combatían en solitario en la mayor parte de las plazas, sin que se pudieran fiar de nadie más. En Maastricht, los mercenarios alemanes cambiaron de bando a base de oro, de manera que los españoles quedaron atrapados dentro de la ciudad en dos torreones del castillo. Afortunadamente para ellos, don Fernando de Toledo, hijo bastardo del Duque de Alba, y don Martín de Ayala acudieron en rescate de los españoles de Maastricht. Frente a este inesperado fracaso, los rebeldes se dirigieron a Gante y, como temía Sancho Dávila, finalmente a Amberes.
Las tropas españolas que permanecían amotinadas en la ciudad de Alost acudieron en ayuda de sus compatriotas, pero el 3 de octubre aparecieron en Amberes los rebeldes dispuestos a rendir la ciudad. Los gobernadores locales traicionaron a los castellanos y entregaron la villa. A continuación, repartieron armas entre la población para sitiar la ciudadela, aún bajo el poder de los españoles. Unos 14.000 ciudadanos armados y 6.000 soldados rebeldes iniciaron un asedio contra la pequeña fuerza defensora dirigida por Sancho Dávila. Sin embargo, al enterarse de la traición del pueblo de Amberes, las tropas españolas que permanecían amotinadas en la ciudad de Alost acudieron en ayuda de sus compatriotas. Lo que no habían conseguido las eternas negociaciones, ni las promesas del Rey, ni las noticias del levantamiento rebelde, lo pudo el ver a los compañeros traicionados y acorralados. Sin encontrar oposición, los amotinados consiguieron entrar en el castillo de Amberes ante la alegría de Dávila, que ya lo veía todo perdido. Los amotinados, cerca de 3.000, juntaron sus fuerzas con 600 soldados traídos por el mítico capitán Julián Romero y arremetieron desde el castillo contra las 20.000 furiosos rebeldes de Amberes. Fue cuando los españoles se prometieron, al estilo espartano, «comer en el Paraíso o cenar en la villa de Amberes». A pesar de la inferioridad numérica de los castellanos, los soldados de los Tercios se abrieron paso entre las trincheras rebeldes provocando el caos en sus filas. Al ver que muchos de sus enemigos se habían atrincherado en el Ayuntamiento de Amberes, desde cuya posición disparaban a los españoles, los soldados de los Tercios prendieron fuego al edificio y el fenomenal incendio se extendió a 80 casas vecinas para ruina de la ciudad.
Así, lejos de lo que tradicionalmente se ha relatado, el responsable de la destrucción fue el fuego y no el saqueo, que paradójicamente fue bastante limitado para lo acostumbrado en aquella época. Los españoles habían actuado de forma colérica tomando en fechas recientes plazas como Naerden (1572) o Malinas (1572); pero nada comparado, en cualquier caso, con el saqueo de proporciones dantescas perpetrado por los ingleses el 9 de abril de 1580 también en Malinas. Los ingleses se tomaron un mes de saqueo y asesinatos en un episodio de la historia que suele ser omitido de los libros. «Con tan profunda avaricia de los vencedores, que después de saqueadas iglesias y casas, sin dejar cosa en ellas, después de haber obligado a los vecinos a redimir, no una vez sola, libertad y vida, penetró su crueldad hasta la jurisdicción de la muerte, arrancando las piedras sepulcrales, pasándolas a Inglaterra y vendiéndolas allí públicamente», escribe el cronista Faminiano Estrada sobre la participación en la guerra de un país protestante, Inglaterra, que presumía de estar allí para combatir la crueldad de los católicos españoles. Los ingleses arrancaron y vendieron incluso las lápidas del cementerio. El saqueo de Amberes empujó definitivamente a los Estados Generales de Flandes a unirse a Holanda y Zelanda para concertar una tregua entre católicos y protestantes, la Pacificación de Gante. Además, la ciudad de Amberes cayó finalmente en manos rebeldes ante la tardanza de don Juan de Austria en tomar posesión de su cargo de gobernador de Flandes, lo cual mantuvo el desorden entre las tropas durante casi dos años. A la muerte también de éste, Alejandro Farnesio —el enésimo general que Felipe II mandaba a los Países Bajos, y probablemente el único que estuvo cerca de la victoria final— acometió en 1584 un complejísimo asedio en Amberes que requirió construir un canal de más de 22 kilómetros de longitud para drenar parte de las aguas que rodeaban la ciudad y levantar un puente compuesto de 32 barcos unidos entre sí para poder entrar en la muralla principal. Una vez finalizado el asedio, Amberes se transformó en las siguientes décadas en el símbolo de la Contrarreforma cultural que llevaron a cabo los católicos de la época. El principal responsable de este florecimiento cultural fue el pintor Pedro Pablo Rubens. Sus innovaciones y más tarde la de su discípulo, Anton Van Dyck, ayudaron a convertir a Amberes en uno de los principales centros artísticos de Europa, pero la propaganda holandesa se cuidó durante siglos de omitir que fue un incendio descontrolado el que arrasó casi un centenar de casas y no los actos de rapiña de las tropas españolas.


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