Enclavada
en el corazón de Flandes, a finales del siglo XV la ciudad de Amberes era una
de las más importantes y prósperas de Europa. Sin embargo, cuando estalló la
rebelión contra Felipe II de España, la ciudad ya había perdido parte de su
relevancia. En medio de este declive económico y comercial, Amberes sufrió un
golpe terrible con el saqueo realizado por las tropas del Rey entre el 4 y el 7
de noviembre de 1576. Un episodio que dio origen a lo que la leyenda negra
llamó «la Furia española», pero que, ni siquiera aceptando la premisa de que
los soldados actuaron como salvajes, explica el nivel de destrucción de la
ciudad. La propaganda holandesa se cuidó durante siglos de omitir que fue un
incendio descontrolado el que arrasó casi un centenar de casas y no los actos
de rapiña de la infantería española. Al inicio de la rebelión, el Duque de Alba
situó en la capital de Brabante la más desmesurada ciudadela de Flandes y
destinó para su protección a su mejor hombre, Sancho Dávila. Se trataba de una
ciudadela española dentro de la propia ciudad, con capacidad para 850 soldados
y sus familias. Sancho Dávila tuvo que lidiar con la enemistad que producía la
presencia de los españoles en la ciudad. Para mayor impedimento, tuvo que
hacerlo siempre con escasez de fondos y problemas logísticos.
Los
sucesivos intentos del Gran Duque de Alba por apagar la rebelión acabaron en
fracaso y Felipe II tomó la decisión a mediados de 1573 de remplazarle en el
mando por el catalán Luis de Requesens. Si bien el catalán no gozaba del
talento militar de su predecesor, la debilidad de la hacienda real obligaba a
buscar una solución pacífica. No obstante, este cambio de estrategia fue
interpretado entre las filas rebeldes como lo que era, un síntoma de flaqueza;
y, a finales del otoño de 1573, Requesens tuvo que recurrir nuevamente a las
armas para imponer su autoridad. Aunque se mantenía bajo control español la
mayor parte de Flandes, se habían perdido las ciudades norteñas de las provincias
de Holanda y Zelanda. Requesens ordenó a Dávila, a Julián Romero y a otros
maestres de campo que recuperaran el terreno perdido. Con este propósito,
Sancho Dávila hizo prevalecer la superioridad de los Tercios españoles, en la
batalla de Mook, que tuvo lugar en el valle del Mosa. Allí perecieron dos
hermanos de Guillermo de Orange, el cabecilla de la rebelión contra la Corona,
pero se obtuvieron pocas ventajas militares a consecuencia de lo que ocurrió
tras la batalla.
Pero Luis
de Requesens no pudo saborear la victoria. Cuando las tropas españolas al mando
del coronel Cristóbal de Mondragón —con el agua al cuello y soportando los
disparos de los soldados y marinos holandeses— avanzaban hacia Zelanda, se
extendió un motín generalizado entre las fuerzas españolas por el retraso en
las pagas de la soldada. El Rey enviaba más dinero que en el periodo de
Fernando Álvarez de Toledo como gobernador (en 1574, más del doble que en los
dos años anteriores), pero los gastos del Ejército, que en esas fechas contaba
con 86.000 hombres, superaban con creces las posibilidades económicas de la
hacienda real. El 1 de septiembre de 1575, Felipe II declaró la suspensión de
pagos de los intereses de la deuda pública de Castilla y la financiación del
Ejército de Flandes quedó en punto muerto. Sin fondos, sin tropas y cercado por
el enemigo, que contraatacó al oler la sangre, Luis de Requesens trató de
cerrar un pacto con las provincias católicas durante el tiempo que su salud se
lo permitió. Enfermizo desde que era un niño, el catalán falleció en Bruselas
el 5 de marzo de 1576, a causa posiblemente de la peste, dejando por primera
vez inacabada una tarea que le había encomendado su Rey y amigo Felipe II. La rapidez con la que le devoró la enfermedad
imposibilitó que el Comendador de Castilla pudiera dejar orden de su sucesión.
Fue el conde de Mansfield quien se hizo cargo temporalmente del mando del
disperso ejército español de 86.000 hombres, que llevaban más de dos años y
medio sin cobrar. Sancho Dávila, junto a otros veteranos capitanes como Julián
Romero, Mondragón, Bernardino de Mendoza y Fernando de Toledo, trataron sin
éxito de convencer a los amotinados para permanecer unidos ante el enemigo
común: los rebeldes, que aprovecharon las disensiones para medrar terreno.
Temiendo precisamente que pudiera caer Amberes, Dávila mandó proveer a la
ciudadela con 400 soldados y provisiones para un largo asedio.
Guillermo
de Orange se movió con rapidez para entablar conversaciones con varios miembros
del Consejo de Estado —que firmó una orden para degollar a los españoles y a quienes
les ayudaran— y con gobernantes de varias villas para iniciar un levantamiento
generalizado. El Consejo de Estado, que era, de hecho, un órgano directamente
subordinado a la Corona, vivió un pequeño golpe de Estado en su seno. Los
miembros del consejo leales a Felipe II fueron arrestados. Asimismo, los
gobernantes ordenaron repartir armas entre la población civil, supuestamente
para protegerse de los amotinados, y a continuación los líderes rebeldes
escribieron a la Reina de Inglaterra y al hermano del monarca francés
pidiéndoles que enviaran tropas al país de forma urgente. Además del castillo
de Amberes, sólo quedaban guarniciones españolas en Liere, Maastricht, Utrecht,
Viennen, Gante, Valenciennes y en Alost, aunque en este último caso estaba bajo
el control de los amotinados. Los españoles combatían en solitario en la mayor
parte de las plazas, sin que se pudieran fiar de nadie más. En Maastricht, los
mercenarios alemanes cambiaron de bando a base de oro, de manera que los
españoles quedaron atrapados dentro de la ciudad en dos torreones del castillo.
Afortunadamente para ellos, don Fernando de Toledo, hijo bastardo del Duque de
Alba, y don Martín de Ayala acudieron en rescate de los españoles de
Maastricht. Frente a este inesperado fracaso, los rebeldes se dirigieron a
Gante y, como temía Sancho Dávila, finalmente a Amberes.
Las
tropas españolas que permanecían amotinadas en la ciudad de Alost acudieron en
ayuda de sus compatriotas, pero el 3 de octubre aparecieron en Amberes los
rebeldes dispuestos a rendir la ciudad. Los gobernadores locales traicionaron a
los castellanos y entregaron la villa. A continuación, repartieron armas entre
la población para sitiar la ciudadela, aún bajo el poder de los españoles. Unos
14.000 ciudadanos armados y 6.000 soldados rebeldes iniciaron un asedio contra
la pequeña fuerza defensora dirigida por Sancho Dávila. Sin embargo, al
enterarse de la traición del pueblo de Amberes, las tropas españolas que
permanecían amotinadas en la ciudad de Alost acudieron en ayuda de sus
compatriotas. Lo que no habían conseguido las eternas negociaciones, ni las
promesas del Rey, ni las noticias del levantamiento rebelde, lo pudo el ver a
los compañeros traicionados y acorralados. Sin encontrar oposición, los
amotinados consiguieron entrar en el castillo de Amberes ante la alegría de
Dávila, que ya lo veía todo perdido. Los amotinados, cerca de 3.000, juntaron
sus fuerzas con 600 soldados traídos por el mítico capitán Julián Romero y
arremetieron desde el castillo contra las 20.000 furiosos rebeldes de Amberes.
Fue cuando los españoles se prometieron, al estilo espartano, «comer en el
Paraíso o cenar en la villa de Amberes». A pesar de la inferioridad numérica de
los castellanos, los soldados de los Tercios se abrieron paso entre las
trincheras rebeldes provocando el caos en sus filas. Al ver que muchos de sus
enemigos se habían atrincherado en el Ayuntamiento de Amberes, desde cuya
posición disparaban a los españoles, los soldados de los Tercios prendieron
fuego al edificio y el fenomenal incendio se extendió a 80 casas vecinas para
ruina de la ciudad.
Así,
lejos de lo que tradicionalmente se ha relatado, el responsable de la
destrucción fue el fuego y no el saqueo, que paradójicamente fue bastante
limitado para lo acostumbrado en aquella época. Los españoles habían actuado de
forma colérica tomando en fechas recientes plazas como Naerden (1572) o Malinas
(1572); pero nada comparado, en cualquier caso, con el saqueo de proporciones
dantescas perpetrado por los ingleses el 9 de abril de 1580 también en Malinas.
Los ingleses se tomaron un mes de saqueo y asesinatos en un episodio de la
historia que suele ser omitido de los libros. «Con tan profunda avaricia de los
vencedores, que después de saqueadas iglesias y casas, sin dejar cosa en ellas,
después de haber obligado a los vecinos a redimir, no una vez sola, libertad y
vida, penetró su crueldad hasta la jurisdicción de la muerte, arrancando las
piedras sepulcrales, pasándolas a Inglaterra y vendiéndolas allí públicamente»,
escribe el cronista Faminiano Estrada sobre la participación en la guerra de un
país protestante, Inglaterra, que presumía de estar allí para combatir la
crueldad de los católicos españoles. Los ingleses arrancaron y vendieron
incluso las lápidas del cementerio. El saqueo de Amberes empujó
definitivamente a los Estados Generales de Flandes a unirse a Holanda y Zelanda
para concertar una tregua entre católicos y protestantes, la Pacificación de
Gante. Además, la ciudad de Amberes cayó finalmente en manos rebeldes ante la
tardanza de don Juan de Austria en tomar posesión de su cargo de gobernador de
Flandes, lo cual mantuvo el desorden entre las tropas durante casi dos años. A
la muerte también de éste, Alejandro Farnesio —el enésimo general que Felipe II
mandaba a los Países Bajos, y probablemente el único que estuvo cerca de la
victoria final— acometió en 1584 un complejísimo asedio en Amberes que requirió
construir un canal de más de 22 kilómetros de longitud para drenar parte de las
aguas que rodeaban la ciudad y levantar un puente compuesto de 32 barcos unidos
entre sí para poder entrar en la muralla principal. Una vez finalizado el
asedio, Amberes se transformó en las siguientes décadas en el símbolo de la
Contrarreforma cultural que llevaron a cabo los católicos de la época. El
principal responsable de este florecimiento cultural fue el pintor Pedro Pablo
Rubens. Sus innovaciones y más tarde la de su discípulo, Anton Van Dyck,
ayudaron a convertir a Amberes en uno de los principales centros artísticos de
Europa, pero la propaganda holandesa se cuidó durante siglos de omitir que fue
un incendio descontrolado el que arrasó casi un centenar de casas y no los
actos de rapiña de las tropas españolas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario