Roma borró el recuerdo de los
etruscos. Hasta hace relativamente poco tiempo no se supo cuántas
características compartían con ellos. El descubrimiento de la cultura etrusca, iniciado
en el siglo XIX, tuvo una importancia semejante a la de la cretense. En ambos
casos han salido a relucir «eslabones» que se chavan en falta: en Creta el que
explica la cultura micénico-helena, en Etruria el que nos da la clave de Roma.
Al parecer, aunque de origen desconocido, los etruscos llegaron a la península
Itálica en algún momento de la Edad del Bronce, posiblemente hacia el siglo
VIII a.C., y crearon un reino estructurado que limitaba al norte con el río Po,
llegando por el sur casi hasta Nápoles, incluyendo la costa oriental de
Córcega; el núcleo principal de la nación etrusca estaba en el triángulo
formado por Tarquinia, Caere y Veyes, tres ciudades al norte de Roma. Etruria
fue una potencia militar por tierras y por mar. Sus navíos de guerra,
construidos con las más avanzadas técnicas de la época, dominaban el
Mediterráneo occidental; y sus naves comerciales surcaban el mar para recalar
en los puertos griegos. Asimismo, los etruscos fundaron el primer consorcio
minero para la extracción de metales, fundiciones y fabricación en serie de
armas y herramientas de bronce. A los utensilios propios de la vida cotidiana,
pronto se sumaron los artículos de lujo. Su gran «catálogo» abarcaba desde
calzado —cuya tradición ha sobrevivido hasta hoy en Perusa, región de origen
etrusco— hasta estatuillas de bronce dorado, desde orfebrería en oro con
insuperables acabados granulados hasta prótesis dentales en oro. Eran, además,
excelentes ingenieros que levantaron enormes fortificaciones, de las que no se ha
desprendió un solo bloque de piedra hasta hoy, construyeron canales abiertos y
cubiertos, perforaron túneles, regaron y desecaron tierras mediante complejos
artificios y controlaban con diques las inundaciones del Po.
Los etruscos construyeron el templo
capitolino, la cloaca máxima y el que fue circo máximo de Roma; también
fundaron esta ciudad, que había de haber después con ellos absorbiéndoles. Los
romanos extendieron sobre su pasado etrusco un incomprensible velo de silencio,
prefiriendo hablar de una fundación legendaria a cargo del troyano Eneas. Pero
fue en realidad el etrusco Lúcumo, que adoptó el nombre romano de Lucio
Tarquinio Prisco, primer rey de Roma, el hombre que elevó a la altura de la
civilización etrusca la insignificante ciudad del Tíber. Mucho debe Roma a los
etruscos: el trono y la toga, el atrio y las centurias, incluso, la república. Asediada
por los celtas por tierra y los griegos por mar, terminó Etruria por sucumbir a
los ataques de Roma. Desapareció sin dejar huella alguna; ni siquiera se habló
más de ella y se terminó por ignorar su existencia hasta el punto de caer en el
olvido. Solo el descubrimiento de sus gigantescas necrópolis cuyas cámaras
sepulcrales se adornaban con espléndidos frescos, reveló esa insigne cultura,
con sus sofisticados modos de vivir y la avanzada emancipación de sus mujeres,
con sus instituciones agoreras y cultos funerarios y con su sumisión al Hado:
esa fuerza desconocida que obra irresistiblemente sobre los dioses, los hombres
y el encadenamiento de los sucesos. Tal vez fue ese fatalismo el que aceleró su
ocaso.
De la modesta ciudad rural del rey
Tarquinio Prisco a la refulgente capital de un imperio cosmopolita, hubo un
largo camino, Roma lo recorrió con un método inflexible y sin desfallecimiento.
La futura ciudad imperial superó todo tipo de contratiempos: devastadoras
inundaciones del Tíber y violentos saqueos perpetrados por los galos del norte;
incendios urbanos y epidemias que diezmaron a la población; guerras civiles y
sangrientas rebeliones de esclavos; batallas terribles en las que murió hasta
el último soldado. Pero nunca perdió el ánimo: siempre buscó en seguida remedio
a sus males y echó mano a su orgullo para reinventarse. Tres aldeas asentadas
en colinas —el Palatino, el Esquilino y el Quirinal—, formaron una ciudad que
cubrió poco a poco las «siete colinas» y alcanzó el millón de habitantes,
apiñados en viviendas alquiladas de varios pisos; en los barrios más humildes
se producían casi a diario derrumbamientos, y nuevamente se edificaba sobre los
escombros. El centro de Roma lo constituía el Foro, al pie del Capitolino. A
ambos lados de la Vía Sacra, convertida en tantas ocasiones en Vía Triunfal, se
hallaban los templos y los foros, cada vez más ostentosos dedicados en parte al
despacho de los asuntos públicos y en parte a bazares. El Palatino estaba
cubierto por los palacios imperiales. Por toda la ciudad había termas,
construidas las mayores por Caracalla y Diocleciano en el siglo III. El
Coliseo, escenario de luchas de gladiadores, de espectáculos con fieras
exóticas, y batallas navales conocidas como «naumaquias» —el coso podía
llenarse con agua—. El Circo Máximo era un hipódromo o pista ecuestre; estaban
también los arcos triunfales de Tito y de Septimio Severo. Ensalzaban columnas
con relieves las hazañas de Trajano y Marco Aurelio —ambos de origen español—;
el castillo de Sant’Angelo fue inicialmente el mausoleo de Adriano. A través de
acueductos en la Campania llegaba el agua potable a la ciudad.
Roma era una capital universal:
todas las calzadas partían de ella para comunicar los vastos territorios del
Imperio. Todas las decisiones se tomaban allí y los correos galopaban sin cesar
hacia todas las provincias, relevándose por tierra y embarcando en rápidas
trirremes para cruzar el mar. El arte y la cultura de Roma no se redujeron a
copiar y desarrollar las de Grecia, por grande que fuese el influjo de la
Hélade. Las obras de arte robadas en Grecia servían de modelo y el que podía
permitírselo tenía un preceptor griego. Las clases altas hablaban y escribían
en griego, y yodo joven romano prometedor recibía, en un viaje a Grecia, su
espaldarazo académico. La monumental arquitectura es tan propia como su
literatura, desde la lírica hasta las obras históricas. Las esculturas y
frescos nos revelan que el viejo ideal romano de sobria existencia dejó pasó,
al aumentar sus riquezas, a un lujo refinado en materia de residencias y
atuendos, comidas y bebidas, cuyos detalles rayan en lo grotesco. Verdaderos
rebaños de esclavos contribuían al fácil cumplimiento de los extravagantes
deseos de sus amos. La gran obra de Roma fue su código jurídico. Todavía se
examinan los estudiantes de «Derecho Romano». Su primera versión tuvo lugar con
la promulgación de la Ley de las Doce Tablas, cuyo texto tenían que memorizar
los jóvenes romanos. Lo más importante en ellas era que se ponía coto al
capricho de los jueces para prevenir la prevaricación. Roma extendió su control
primero a la península Itálica y después en torno al mar Mediterráneo, aún en
tiempos de la República. Durante esa época su principal competidora fue la
ciudad púnica de Cartago en el norte de África, cuya expansión por la cuenca
sur y oeste del Mediterráneo rivalizaba con la de Roma. Ambas potencias se
enfrentaron en tres guerras conocidas como «púnicas» y Roma salió victoriosa en
todos ellas. La última culminó con la caída de la propia ciudad de Cartago en
poder de los romanos (146 a.C.), y su conversión en provincia de la República.
Las guerras púnicas llevaron a Roma a salir de sus fronteras naturales en la
península Itálica y a adquirir nuevos dominios que debía administrar, como
Sicilia, Cerdeña, Córcega, Hispania, Iliria, etcétera.
La extensión del poderío romano
desde el Mediterráneo allende los Alpes, fue en realidad un contraataque.
Italia no había olvidado los horrores de las incursiones perpetradas por celtas
y germanos: en el 387 a.C. los galos llegaron hasta la misma Roma, reduciéndola
a cenizas. En los años 102–101 a.C., Mario logró detener en el norte de Italia
a los belicosos cimbrios y teutones, provenientes de Jutlandia. La noticia de
su incursión había desatado el pánico en Roma. Ocho años precisó Julio César
para someter la Galia (58–50 a.C.) hasta el bajo Rin. Practicó dos expediciones
punitivas contra los germanos al otro lado del río y desembarcó dos veces en
Britania, aunque no se planteó su conquista. Augusto prosiguió la estrategia de
pacificación derrotando a los celtas astures en el norte de Hispania, y confió
a sus hijastros Druso y Tiberio asegurar las fronteras del Rin y del Danubio.
En la etapa imperial los dominios de Roma siguieron aumentando hasta llegar a
su máxima extensión durante el principado de Trajano, momento en que abarcaba
desde el océano Atlántico al oeste hasta las orillas del mar Caspio, el mar
Rojo y el golfo Pérsico al este, y desde el desierto del Sahara al sur hasta
las tierras boscosas a orillas de los ríos Rin y Danubio y la frontera con
Caledonia al norte de Britania. Adriano hizo levantar muros y fortificaciones
en casi todas las fronteras. La muralla de tierra del «limes», reforzada
parcialmente con murallas construidas con bloques de piedra y dotadas de fosos
profundos y empalizadas, se extendía a lo largo del Rin desde Coblenza hasta
Ratisbona en la ribera del Danubio. En las ciudades fronterizas de Maguncia,
Estrasburgo y Augsburgo estaban permanentemente las legiones acantonadas dentro
de sus sólidas fortalezas. Todo un alarde de ingeniería castrense es la Vía de
Trajano trazada para defender la «sutura» junto a la «Puerta de Hierro»
existente en el bajo Danubio entre el este y el oeste del Imperio para defender
las fronteras más recónditas del Imperio. Cortada a tramos en la roca y tendida
en otros sobre vigas clavadas en agujeros de la misma. Finalmente, la irrupción
de los godos y otros pueblos bárbaros a principios del siglo V obligó a evacuar
la Europa central y Britania, para concentrar en Italia, sobre todo, los
escasos efectivos con los que aún contaba el Imperio.
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