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martes, 10 de julio de 2018

El antagonismo entre Esparta y Atenas


Esparta fue una polis de carácter eminentemente militarista. Los dorios, conquistadores de la región, mantenían su dominio sobre pueblos mucho más numerosos que ellos a base de una rígida organización militar. Los ciudadanos de Esparta eran soldados durante casi toda su vida y no se dedicaban más que a la milicia. Vivían del trabajo de los pueblos sometidos. Gobernaba la ciudad una asamblea de ciudadanos notables, que cada año designaba unos magistrados (éforos).
Atenas era una polis de muy diferente índole. Entre sus ciudadanos existían grandes propietarios, comerciantes, artesanos, marineros, campesinos con pequeñas propiedades y jornaleros. Y lo más notable es que después de una época en la que solo gobernaban los más ricos (plutócratas), tras diversas vicisitudes (luchas y negociaciones) todos los ciudadanos, ricos y pobres, mientras fuesen mayores de edad, varones y libres, acabaron por tener acceso al gobierno del Estado. Una gran asamblea, a la que podían asistir todos los ciudadanos y que se celebraba al aire libre, designaba otra asamblea más reducida (de unas 500 personas, entre las más capacitadas). Esta asamblea, dividida en diversas comisiones, hacía las leyes y nombraba a los magistrados del Estado (arcontes), que gobernaban la ciudad durante un año. Esta forma de gobierno se llamaba democracia (gobierno del pueblo) y fue imitada por mucha polis o ciudades-estado. Frente al poder despótico de los faraones egipcios o de los reyes asirios, semíticos, babilonios o persas, la democracia representaba una conquista esencial de la civilización. Entre los sabios gobernantes de Atenas destacan el sabio Solón, Pisístrato, que dirigió una revolución de las clases humildes, pero que una vez en el poder se negó a abandonarlo, Clístenes, creador de la democracia, y su descendiente Pericles, que fue elegido arconte diez años seguidos y dio a Atenas días de magnificencia.

La guerra del Peloponeso y sus consecuencias

El triunfo sobre los persas benefició especialmente a Atenas, que se convirtió en la mayor potencia naval de Grecia. Esta época de apogeo político de Atenas se correspondió con un momento de gran esplendor cultural durante los años del gobierno de Pericles. De ahí que se conozca esa época (s. V a.C.) como el Siglo de Oro o el Siglo de Pericles.
Esparta, por su parte, siendo la primera potencia por tierra, fiel a su férrea organización militar. Conjurado el peligro persa, entre las dos ciudades estallaron una serie de conflictos, que se acentuaron por las diferencias existentes entre las ciudades aliadas de una y de otra y que acabaron por desembocar en la guerra llamada del Peloponeso. Esta guerra fue terrible y se prolongó 30 años. Las polis griegas se dividieron en dos bandos, unas a favor de Atenas y otras a favor de Esparta. Esta lucha fue de desgaste, porque ambos contrincantes, no pudiendo vencer al adversario en el terreno que le era propicio, el mar o la tierra, se agotaron en empresas secundarias. Al fin, Esparta consiguió hacerse con una poderosa escuadra y aniquiló a la flota ateniense.
Antecedentes: en el 550 a.C., se había fundado una liga entre las ciudades del Peloponeso (Liga del Peloponeso), dirigida por Esparta. Aprovechando el descontento general de las ciudades griegas, la Liga del Peloponeso empezó a enfrentarse a Atenas. En el año 431 a.C. se desató una serie de guerras cruentas como no las había conocido Grecia en siglos pasados. El casus belli fue que la isla de Corcira (Corfú) tenía una disputa con Corinto, ciudad aliada de Esparta, y Atenas ofreció ayuda a dicha isla. Así comenzó la guerra del Peloponeso que duró 27 años. Las ciudades griegas entraron en el conflicto aunque el peso de la guerra recayó sobre las dos grandes potencias rivales: Atenas y Esparta. Atenas mostró su superioridad por mar, mientras que Esparta demostró que por tierra era casi invencible. Los espartanos invadieron el Ática, territorio que pertenecía a Atenas. Pericles tuvo que proteger a su gente detrás de los Muros Largos, un recinto amurallado entre la ciudad y el puerto de El Pireo. Allí, hacinados y con malas condiciones higiénicas, se desencadenó una epidemia de peste a causa de la cual murieron miles de personas, entre ellas el propio Pericles. La liga del Peloponeso derrotó definitivamente a Atenas y a sus aliados en el año 404 a.C. en la batalla naval de Egospótamos y se produjo un periodo de hegemonía de Esparta que estableció gobiernos afectos en todas las ciudades griegas. Su dominación no tardó en ser aborrecida por los demás griegos y, para hacer frente a las rebeliones de las ciudades sometidas, Esparta se alió con los persas. Esto indignó tanto a los demás griegos, que la ciudad de Tebas, antigua aliada de Atenas, consiguió derrotar a los espartanos en la batalla de Leuctra en 371 a.C.
La polis de Tebas se alzó con el liderazgo en Grecia tras la derrota de Atenas en la guerra del Peloponeso, enfrentándose a la vencedora del conflicto, la siempre belicosa Esparta. Pero la clave de la victoria final de los tebanos no estuvo en el número de sus hoplitas ni en su excelente preparación, sino en la magistral táctica empleada por su gran estratega: Epaminondas, que revolucionó el arte de la guerra en la Antigüedad. Este genial tebano cambió para siempre la estrategia militar al dividir su ejército en fuerzas de combate distintas con diferentes objetivos. El vencedor de los espartanos en Leuctra pagó cara su victoria, pues perdió la vida a causa de las heridas recibidas en la refriega. Tras su muerte, Tebas no logró imponer su supremacía de forma absoluta y duradera a las demás polis griegas, así que en el año 338 a.C., el rey Filipo II de Macedonia, derrotó a los tebanos y a sus aliados en la decisiva batalla de Queronea, sometiendo a los griegos. Paradójicamente, Filipo y su hijo Alejandro emplearon para vencerlos muchas de las estrategias que tan exitosamente había desarrollado Epaminondas cuarenta años antes.
Atenas y Esparta estuvieron varias veces a punto de concluir una paz definitiva: por ejemplo, en 423 a.C., estipularon un armisticio válido incluso para sus aliados, pero fue roto dos días después; en 421 a.C., gracias al ateniense Nicias, se concertó un tratado de paz que debía durar cincuenta años, pero ninguna de las ciudades contendientes quiso renunciar a sus políticas expansionistas, sostenidas sobre todo por el ateniense Alcibíades: la guerra estalló nuevamente en 414 a.C.
Antes de declararse las hostilidades, Atenas había cometido el error de quedar expuesta en dos frentes: había enviado una expedición a Sicilia, contra los siracusanos, y al mismo tiempo apoyo la sublevación antipersa de Caria. En Sicilia los atenienses cosecharon una derrota desastrosa, tanto por mar como por tierra, y cuando se conoció la magnitud de este desastre en Persia, Darío II aprovechó para exigir a todas las ciudades de Asia Menor tributos iguales a los de los años anteriores, infringiendo de esta manera los acuerdos establecidos con Calia. Al mismo tiempo, Eubea, Lesbos, Quíos, Eritrea y otras ciudades de Jonia, sometidas al dominio de Atenas, aprovecharon la ocasión para rebelarse contra el yugo que les imponía la ciudad ática y pidieron ayuda a Esparta. También prometieron ayuda a los espartanos y a las ciudades rebeldes Tisafernes y Farnabazo, sátrapa de Dascilio, y dado que la alianza con los persas significaba contar el apoyo de la flota fenicia y el aporte de cuantiosas riquezas, Esparta aceptó.
Entre los años 412 y 411 a.C. se concluyeron tratados, varias veces, entre Esparta y Tisafernes, en los cuales se reconocía a Darío II la soberanía sobre toda Asia y la ciudad griega se comprometía a renunciar en el futuro a toda aspiración respecto de los territorios que pertenecían al Gran Rey o a sus predecesores. Además, los espartanos se comprometieron a no firmar una paz por separado con los atenienses sin previo consentimiento de Persia. Con la ayuda de Esparta, que en el ínterin había conquistado Mileto, Tisafernes, que fue quien se benefició a raíz de esta alianza que había puesto firme voluntad en conseguir, logró doblegar finalmente la resistencia de Amorges, venciéndolo en Iasos, y sometió a Caria. Sin embargo, no tardaron en sobrevenir disensiones entre los persas y los peloponesios, debidas a que los primeros consideraban excesivas las exigencias de los mercenarios griegos y los segundos reprochaban a Tisafernes no haber intervenido en el Egeo con la flota fenicia, concentrada en Aspendo.
Entretanto, la noticia de la derrota sufrida en Sicilia había insuflado en Atenas nuevas fuerzas a los adversarios del partido democrático, que retomaron momentáneamente el poder y reanudaron las relaciones con Alcibíades, que estaba en el destierro. Éste, fiándose de la amistad de Tisafernes, se acerco a él para convencerlo de que se marchara definitivamente de Esparta, pero el sátrapa lo hizo arrestar y conducir a Sardes. Alcibíades consiguió escapar y tomó el mando de una flota reconstruida con gran premura por parte de los atenienses, que habían apelado a sus últimos recursos, y derrotó a los espartanos, primero en Abidos y después en Cícico, entre el otoño del 411 y la primavera del 410 a.C. Estos sucesos, que impulsaron a Esparta a pedir una tregua, reforzaron al partido democrático ateniense, que recibió a Alcibíades en el 409 a.C. en loor de multitud.
Aprovechándose de que los espartanos no podían contar ya con el apoyo de Tisafernes, debido a una definitiva ruptura entre ellos, Atenas, ayudada por el rey macedonio Arquelao, construyó una escuadra cuyo mando se confió a Trasilio. Pero el oro de los persas no dejó de ser un protagonista de excepción en la guerra del Peloponeso: el sátrapa Farnabazo financió la construcción de una flota espartana y sustituyó como aliado de los lacedemonios a Tisafernes, caído en desgracia incluso con Darío II.
Mientras Alcibíades presentaba batalla a Farnabazo en el Helesponto y lo derrotaba varias veces, el comandante ateniense Trasilio llegó hasta Lidia, que fue devastada, y puso sitio a Éfeso, pero la ciudad logró resistir hasta la llegada de refuerzos y la flota ateniense fue destruida. Este revés marcó el eclipse de la buena estrella de Alcibíades, que se retiró a sus posesiones del Quersoneso, desde donde, condenado al ostracismo, buscó refugio, primero en Esparta y después junto a Farnabazo, quien ordenó que se le diera muerte en el 404 a.C.
Mientras tanto, la política del Gran Rey frente a los atenienses experimentó un vuelto: cansado de las vacilaciones de Tisafernes y espoleado por la insistencia de Parisátides, confinó al sátrapa en la provincia de Caria y puso a su hijo Ciro, predilecto de la reina, a cargo de Lidia, Frigia y Capadocia. Al asumir sus funciones, éste tenía solo dieciséis años: no obstante, fue nombrado comandante de todas las fuerzas persas que operaban en la región de Asia Menor. Sin embargo, Ciro el Joven no tuvo una actuación relevante en la continuación de la guerra: en realidad siguió desempeñando el mismo papel que su predecesor Tisafernes, o sea, la de financiador de los espartanos. A la postre, el oro persa demostró ser el arma más eficaz de la que dispusieron los enemigos de Atenas para vencer su resistencia. Infructuosos resultaron los esfuerzos de los atenienses para sufragar la construcción de otra escuadra en el año 406 a.C. A pesar de haber sido derrotados en la batalla naval de las islas Arginusas, donde murió hasta su almirante Kalicátrides, los espartanos pudieron rearmarse rápidamente merced a la ayuda de Ciro, y luego, guiados por Lisandro —nuevo almirante de la flota— lograron presentar batalla en Egospótamos, en el Quersoneso de Tracia, y derrotaron a la armada ateniense. Esta victoria (405 a.C.) puso prácticamente fin a la guerra del Peloponeso, que finalmente se resolvió en el mar. Al año siguiente Atenas no tuvo más remedio que firmar la paz bajo condiciones durísimas, e ingresar en la Liga del Peloponeso.

Hoplita ateniense del siglo V a.C.

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