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jueves, 27 de septiembre de 2018

Marco Cómodo (180-192), el segundo Calígula


Apenas muerto su padre, Marco Aurelio, el joven Cómodo se apresuró a concluir con los bárbaros una paz deshonrosa, que anulaba el inmenso esfuerzo llevado a cabo por su antecesor, e impaciente por disfrutar del poder, regresó inmediatamente después a Roma. Entregado por completo a sus pasiones y a sus vicios, no se ocupó de los asuntos públicos y dejó el gobierno en manos de indignos favoritos, libertos a los que convirtió en prefectos del pretorio; primero Perennis, tan ávido como cruel, a quien el emperador tuvo que sacrificar en 185 a los soldados enfurecidos. Después fue un frigio de baja estofa, un antiguo mozo de cuadra, Cleardea, aún más vil y nefasto que su antecesor. El rasgo definitorio del gobierno de Cómodo fue la antítesis del que habían observado los Antoninos, basado, a excepción de Adriano, en las buenas relaciones entre el emperador y el Senado. Con Cómodo se impuso un régimen despótico apoyado en el Ejército y dirigido, sobre todo, contra la aristocracia senatorial, como en tiempos de Calígula (37-41). Esta política dio como resultado una creciente hostilidad entre el Senado y el emperador. Desde el primer año de principado estallaron conspiraciones que se estuvieron repitiendo hasta terminar aquél; en 183 fue la conjura de Claudio Pompeyano y de Lucila, la propia hermana de Cómodo; en 186-187 la de Materno, que reunió a una tropa de bandidos, penetrando hasta los alrededores de Roma y pretendiendo matar al emperador; después la de Antiscio Burro. Todas las conjuras fueron descubiertas y dieron lugar, sobre todo entre los patricios, a múltiples ejecuciones sumarias. Por último triunfó un complot. Su concubina Marcia, de acuerdo con otros conjurados, lo envenenó y, como devolviese Cómodo el veneno, le hizo estrangular por un gladiador.
Cómodo desaparecía en 192 sin dejar heredero. Ninguno de sus asesinos tenía la talla suficiente para reclamar el Imperio, aunque lo tenían a su alcance. Su elección recayó —y fue lo mejor que pudieron hacer— en el prefecto de la ciudad, Helvio Pertinax, que entonces contaba sesenta y seis años. Nacido en el seno de una familia obscura, Pertinax había ascendido por sus propios medios todos los escalafones de la jerarquía militar y del cursus honorum, la carrera de los honores romana, que establecía cada una de las magistraturas que se debían escalar peldaño a peldaño, desde la cuestura hasta el consulado. Pertinax había sido centurión, prefecto de un cuerpo auxiliar, tribuno y legado de la legión; sus brillantes servicios en el curso de las guerras en tiempos de Marco Aurelio, en Oriente contra los partos, y a orillas del Danubio contra los marcomanos, le habían valido el consulado y la prefectura de la ciudad. A lo largo de su carrera militar se había distinguido como un valiente soldado y un oficial de primer orden. Sus pocos meses de principado lo revelarían como un hombre de buen corazón, emperador enérgico y prudente administrador. Cómodo había dilapidado recursos públicos y bajo su incompetencia decayó la disciplina del Ejército. Pertinax no dudó en afrontar los problemas. Apoyándose en el Senado, frente al cual había reanudado la política liberal de los Antoninos, puso en orden la administración, suprimió los gastos inútiles y se esforzó por restablecer en las tropas la antigua disciplina que había hecho famosas a las legiones romanas en todo el mundo conocido. Los guardias pretorianos, privados de los donativos imperiales que aumentaban considerablemente su paga, amenazados en las costumbres de molicie que la ciudad había imprimido en ellos, protestaron airadamente, aunque sin resultado. Entonces se conjuraron para acabar con el emperador. Un día marcharon sobre el Palatino, sorprendieron a Pertinax en sus dependencias y lo asesinaron, cuando llevaba menos de tres meses al frente del Estado.
Con el asesinato de Pertinax el Imperio entró en pública subasta y los guardias pretorianos decidieron que podían entregarlo a quien quisieran; pensando que lo más conveniente para ellos era subastarlo públicamente; se encerraron en sus cuarteles del Quirinal dispuestos a cerrar el trato con el mejor postor. No fue larga su espera. Dos aspirantes se presentaron simultáneamente: Sulpiciano, prefecto urbano y suegro de Pertinax, parentesco que, en su opinión, debía proporcionarle cierta preferencia, y Didio Juliano, descendiente del ilustre jurisconsulto Salvio Juliano, uno de los miembros más ricos de la aristocracia romana de la época. Su mutua ambición favoreció la avaricia y las exigencias de los pretorianos; de oferta en oferta, el Imperio acabó siendo adjudicado a Didio Juliano a razón de 25.000 sestercios a repartir entra cada guardia pretoriano. El nuevo emperador fue escoltado al Senado por los pretorianos, como Claudio un siglo y medio antes, y la cámara aprobó su investidura. Sin embargo, Didio Juliano aún tenía que sortear otros obstáculos. En su obsesión por hacerse con el Imperio, había ofrecido más de lo que podía pagar, y los pretorianos no tenían la menor intención de renunciar a las componendas prometidas. La plebe, que había asistido apáticamente al bochornoso apaño, también reclamó su parte del botín. La situación se tornó definitivamente insostenible para Didio Juliano cuando las guarniciones de las fronteras del Rin y el Danubio —las mejores tropas romanas— se negaron a reconocer al nuevo emperador aclamado por los pretorianos sin haberles tenido en cuenta a ellos. Al saber lo ocurrido en Roma, al escoger los pretorianos a un emperador afín a sus intereses, los demás ejércitos coligieron que también tenían derecho a escoger a su emperador y así se reabría la crisis del 68-69 cuando, tras la muerte de Nerón, el Imperio conoció hasta cuatro emperadores proclamados por las tropas acantonadas en distintas provincias.

Detalle: yelmo con cimera del siglo II


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