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miércoles, 31 de octubre de 2018

El falso zar que gobernó con ecuanimidad y fue asesinado por ello


En 1505, al término de su vida, Iván III, gran duque de Moscú, podía proclamar satisfecho que había culminado su obra liberando al país de la amenaza de los tártaros. Pero la tarea que legaba a sus sucesores no iba a ser sencilla. Para hacer de Moscú la «tercera Roma» y revestir su corte con pompas y símbolos imperiales, Iván III se había casado con Sofía Paleólogo, sobrina del último emperador de Bizancio. La ciudad que fuera capital del Imperio de Oriente había caído en poder de los otomanos en 1453. Por este motivo, Iván III y sus sucesores imprimieron al naciente Imperio Ruso una dimensión religiosa universal, al tiempo que los zares acumulaban todo el poder. Para establecer su hegemonía, Iván III había instaurado en Moscú una administración fuertemente centralizada al estilo bizantino, pero la gran diferencia estribaba en que los territorios que deberían gobernar los zares en adelante eran infinitamente más extensos que los del decrépito Imperio de Oriente que, prácticamente, se reducía a la ciudad de Bizancio en el momento de ser tomada por los turcos. Así pues, la ciudad de Moscú fue favorecida para que se convirtiera, no solo en capital del Estado ruso, sino en referente del cristianismo ortodoxo. Para ello, Iván III exigió a más de un millar de boyardos —nobles que poseían grandes latifundios— que se instalasen en la nueva capital.
Conviene recordar que en el siglo XVI los polacos dominaban buena parte de Rusia de forma tiránica y que los rusos se sentían oprimidos y despreciados por los arrogantes polacos. Se comprende así que este factor exógeno ayudase a la creación de un sentimiento nacionalista ruso por reacción contra lo foráneo que se ha mantenido hasta nuestros días. Por otra parte, como sucede tan a menudo en la Historia, en los siglos venideros, asentado ya el poderío de los zares, los rusos no olvidaron las pasadas humillaciones y sometieron a los polacos a no pocas vejaciones para resarcirse.
Este dilatado proceso de formación de la moderna Rusia alcanza su momento culminante en el reinado de Iván IV el Terrible (1547–1584) que vino a coincidir en el tiempo con el de Felipe II de España, y bien puede decirse que ambos monarcas fueron los más poderosos de su tiempo y los que gobernaron sobre una mayor extensión de territorio. La expansión de Rusia hacia el este y los territorios de Siberia, se ha comparado a menudo con la conquista de América por los españoles. En cualquier caso, la figura de Iván el Terrible ha sido tan ponderada en Rusia, que incluso durante el periodo de la Unión Soviética (1917–1991) se enalteció a este soberano que ensanchó las fronteras de Rusia al tiempo que atemorizaba a sus súbditos. Cientos de miles de muertos confirman el tinte sanguinario y lúgubre del reinado de este zar. Proclamándose ejecutor de la justicia divina, Iván IV no pestañeó a la hora de ordenar el asesinato de más de 60.000 personas en Nóvgorod, en el transcurso de la represión de una revuelta de boyardos que se habían levantado contra su autoridad.
Si las perturbaciones del reino fueron dramáticas, no lo fueron menos las de la corte. Todavía hoy discuten los eruditos y los historiadores especializados sobre las complejidades del carácter de Iván el Terrible. Entregado a sus pasiones, gustaba de organizar orgías salvajes que interrumpía súbitamente para entregarse a la penitencia de la manera más ostentosa y exagerada, o ejecutar a decenas de personas, a veces con sus propias manos, pues era un hombre de una fuerza física portentosa. Como a muchos personajes históricos en los últimos tiempos, a Iván IV también se le han atribuido ribetes de homosexualidad, además de violentos delirios místicos e impulsos sádicos, que alternaba con una refinada admiración por la cultura occidental y el anhelo casi enfermizo de imponerla en Rusia aunque fuese a sangre y fuego. En 1582, dos años antes de su muerte, Iván IV mató a su hijo primogénito. Siete veces se había casado este zar en busca de un heredero que continuase su obra tras su muerte, pero quiso el destino que acabase legando el trono de Rusia a un demente, Feodor, nacido de su unión con Anastasia Romanova, perteneciente a una poderosa familia de boyardos. También le sobreviviría otro hijo, Demetrio, que tenía un año de edad y era fruto del último matrimonio del zar, esta vez con María Nagoya.
Las campañas del zar Iván IV el Terrible engrandecieron el Imperio y las nuevas tierras fueron asignadas a señores feudales encargados de su defensa y explotación. Rusia empujó a los tártaros y a los mongoles hacia el corazón de Asia, en el oeste obligó a polacos y alemanes a retroceder y se acercó a los países bálticos. El caudillo cosaco Yermad se puso al servicio del zar con apenas quinientos hombres y conquistó Siberia. Aquella fue una gran adquisición para la Corona, pero también para los Stroganov, una poderosa familia de banqueros que se enriquecieron aún más con el comercio de pieles y la explotación de los abundantes recursos siberianos. Los asentamientos que se abrieron en los nuevos territorios situados al este de Rusia se convirtieron en prósperos emporios comerciales.
Iván el Terrible no solo instauró el miedo a su persona, sino la preocupación por el futuro, algo desconocido hasta entonces para los rusos. Sobre todo, muchos se preguntaban si tras la desaparición del zar, aquellos logros de los que derivaba la actual prosperidad de Rusia, tendrían continuidad, pues las bases de aquel enorme imperio todavía eran frágiles. Aún bajo la férula de Iván IV se había producido la rebelión del kanato de Crimea, y los tártaros habían logrado entrar en Moscú y prenderle fuego. Las mismas inquietudes podían barruntarse en los confines occidentales de Rusia, donde los polacos aguardaban el momento propicio para desquitarse de los reveses infligidos por sus belicosos vecinos.
Murió el zar en 1584, en medio de la inquietud de los resentidos, la zozobra de los que vertiginosamente se habían enriquecido y el anhelo del pueblo llano de retornar a su pacífica y sosegada existencia, alterada por los delirios de grandeza del zar y de la élite que se había beneficiado de las campañas militares y las prospecciones comerciales. Todo aquello solo había servido para hacerles trabajar más, y para seguir viviendo tan mal como siempre.
Como ya se ha dicho, dada la incapacidad del príncipe Feodor, y a pesar de que Demetrio solo contaba un año de edad, éste fue proclamado zar a la muerte de su padre y pasó a ejercer la regencia Boris Godunov, cuñado del difunto Iván IV. Confluían en Godunov un estilo de vida atemperado y discreto —quizá porque no era boyardo de nacimiento— y el firme deseo de proseguir la obra iniciada por el zar terrible para crear un gran Imperio, fuerte militarmente, pero también próspero y moderno. Sin duda, por sus magníficas cualidades, Boris Godunov mereció mejor suerte que la que le deparó el caprichoso destino. En la primera etapa de su gobierno, Godunov se esforzó por continuar la obra de su antecesor y preservar sus logros. Compartió el poder con un consejo de regencia en el cual figuraban representantes de la familia imperial y de la nobleza, entre los que no tardó en destacar el intrigante y deshonesto príncipe Basilio Chuiski. Para salvaguardar la situación hegemónica heredada en la zona, Boris Godunov tuvo que librar sendas guerras con los suecos y con los tártaros. En todas salió victorioso y ganó a Suecia una amplia franja de territorio de la ribera del mar Báltico. Durante su regencia, el reino de Georgia pidió integrase en el imperio zarista. Sin embargo, los boyardos aspiraban a recuperar su preponderancia, los mercaderes rusos lamentaban que no se hubiesen mantenido los monopolios comerciales en las nuevas tierras anexionadas, y que se hubiese permitido la instalación de competidores extranjeros. Los empobrecidos campesinos, por su parte, clamaban contra la creciente presión fiscal y las injusticias a que eran sometidos por los señores feudales propietarios de las tierras que ellos cultivaban.
Estas quejas fueron subiendo de tono a medida que una serie de calamidades se abatieron sobre Rusia bajo la regencia de Boris Godunov, y con tanto ensañamiento, que parecía una maldición divina. En 1601 se desató una hambruna de proporciones desconocidas hasta entonces. Las lluvias y el frío malograron las cosechas de aquel año y del siguiente, en forma tan desastrosa que no quedaron semillas para seguir sembrando. Cientos de miles de personas murieron de hambre en Moscú, adonde habían huido muchos intentando sustraerse a la devastación sufrida en las áreas rurales. Los cronistas de la época señalaron que muchos cadáveres tenían hierba en la boca porque habían intentado alimentarse con ella y, en muchos casos, se habían atragantado. Abundaron los casos de canibalismo, después de que las gentes, famélicas, hubieran devorado toda clase de animales; desde gatos y perros, hasta ratas de campo.
Para acabar de empeorar las cosas, en las ciudades abundaban los especuladores que se enriquecían con la desgracia y el sufrimiento ajenos. Boris Godunov mandó abrir los almacenes del Estado y repartir grano entre el pueblo hambriento, pero éste no tardó en caer en manos de acaparadores desalmados. En medio de tan fenomenal desastre muchos exaltados y fanáticos religiosos vieron un castigo de Dios. Pero ¿por qué castigaba al pueblo ruso? ¿Cuál era la naturaleza del pecado cometido?
En 1591 había muerto el príncipe demente Demetrio que vivía recluido en una casa alejada de la corte, y sin más compañía que su madre. Tenía ocho o nueve años y era epiléptico. Se dijo entonces que el niño jugaba con un afilado puñal cuando le sobrevinieron las convulsiones de un ataque, y él mismo se clavó la daga en medio de los estertores. En 1598 también murió el príncipe Feodor, éste de forma no tan extraña, y a falta de heredero superviviente, el poderoso clero ortodoxo, los nobles boyardos y el consejo de regencia determinaron que Boris Godunov fuese entronizado como nuevo zar de Rusia, precisamente, en el mismo momento en que los infortunios relatados anteriormente alcanzaban su clímax. Entonces, las sencillas gentes del pueblo, quizás alentadas por los enemigos de Godunov, pusieron en circulación el rumor de que todas aquellas desgracias eran un castigo divino porque el zar había usurpado el trono asesinando a los príncipes que legítimamente debían ocuparlo.
El ambiente no podía ser más propicio para que hiciese su aparición un oscuro personaje que surgió en Ucrania, entonces bajo dominio de los polacos. Con el apoyo de éstos, este individuo publicó un manifiesto en el que se atribuía la identidad de un tal Demetrio Ivanovich, zarévich y gran duque de Rusia, salvado por la Providencia del asesinato planeado por el vil Boris Godunov varios años antes, cuando solo era un niño. Sostenía en su alegato que había aguardado a ser mayor de edad para reclamar con la ayuda de Dios el trono de sus antepasados, declarar usurpador a Boris e invitar a sus leales súbditos a abandonar al traidor, venir a prestarle vasallaje y ayudarle a restaurar la antigua religión y las costumbres rusas tradicionales. Este último llamamiento tenía especial alcance, porque esperaba catalizar la cólera creada por las reformas de Iván el Terrible y continuadas por Boris, y proyectarlas hacia la restauración del orden anterior, idea siempre grata a la plebe cuando vive en medio de miseria y calamidades.
Dentro de este ambiente de desesperación e histeria colectiva, tiene escasa relevancia saber quién era realmente el «falso Demetrio». Nadie ha podido dar nunca una respuesta rotunda. Lo que sí quedó establecido claramente es que no era el hijo de Iván IV salvado milagrosamente del asesinato. Boris Godunov, muy atento a la peligrosidad que encerraba aquel movimiento sectario, intentó convencer a los polacos de que el presunto Demetrio era un farsante, e incluso les informó con todo lujo de detalles de que era un monje escapado de un remoto monasterio. Sin embargo, en este punto Boris pecó de ingenuo, pues a los polacos y demás instigadores de la revuelta les traía al pairo la honradez de Demetrio; lo que deseaban era el hundimiento de la monarquía zarista y de Rusia con ella.
¿Quiénes fueron los instigadores de la sublevación? Como ya se ha dicho, los polacos, y en segundo lugar, el Papado y las élites católicas radicadas en Polonia y Lituania que aspiraban a implantarse en Rusia y hacerse con el poder. También estaban los poderosos comerciantes de Moscú y las grandes ciudades, con los Romanov a la cabeza, deseosos de sacar partido de la situación provocada por los desórdenes, haciéndolo derivar hacia un nuevo sistema que les fuese más beneficioso.
La impronta católica de aquel movimiento fue aún más notoria cuando en 1604 el pretendiente Demetrio se convirtió solemnemente al credo de Roma. En abril de 1605 murió Boris Godunov a causa de una apoplejía. El jefe de las tropas, Basmanov, se pasó a Demetrio, y lo mismo hizo a príncipe Chuiski, que reconoció a Demetrio como heredero legítimo del terrible Iván IV. Inmediatamente después, los seguidores de Demetrio asesinaron al hijo de Boris Godunov y a su esposa, e hicieron prisionera a su hija Xenia, que murió en un convento de clausura en 1622, olvidada por todos.
En poco más de un año, el «falso Demetrio» había sorprendido a propios y extraños gobernando con sabiduría, justicia y ponderación, de modo que en poco tiempo se quedó sin un solo partidario. Un gobernante así de benévolo causó estupor entre los rusos, acostumbrados a tiranos crueles y desequilibrados. Demetrio hablaba elocuentemente, razonaba con sensatez y claridad, era culto, acudía regularmente a las sesiones de la Duma —el Parlamento ruso—, y se interesaba por la instrucción de las tropas, a las que gustaba mandar personalmente cuando realizaban maniobras. ¡Aquello era intolerable! Los boyardos, los clérigos, los comerciantes y demás poderes fácticos, estaban sobresaltados y cada día se mostraban más inquietos, pues un hombre honrado y sensato como estaba resultando el tal Demetrio, no era proclive a sus tejemanejes y no podían controlarlo.
Desoyendo los consejos y advertencias de los mismos que lo habían encumbrado mediante un ardid, Demetrio decidió hacer frente al hambre y la miseria reinantes en Rusia con importantes medidas. Ordenó trasladar a poblaciones enteras a tierras más fértiles y distribuyó alimentos entre los necesitados, en vez de dejar hacer a los especuladores.
La ruina le sobrevino a este monarca a causa de haber perjudicado a los mismos que le auparon al trono, pero también por su falta de recato a mostrar abiertamente su preferencia por todo lo occidental, tanto en el vestir y en las prácticas religiosas, como en las comidas, artes y espectáculos, y dentro de lo europeo, expresaba especial predilección por lo polaco, visto en Rusia con profundo aborrecimiento. El remate fue contraer matrimonio con una joven aristócrata polaca, Marina, que no disimulaba su repugnancia hacia la Iglesia ortodoxa rusa y no perdía ocasión de proclamar su ferviente catolicismo. La boda real se celebró según el ritual romano y el clero ruso fue excluido de la ceremonia nupcial.
No le costó mucho al príncipe Chuiski capitalizar el estupor y la ira que despertó en el país semejante insolencia y añadirla a una larga lista de agravios cometidos por Demetrio. Dos semanas después de la boda, estalló en Moscú un violento motín. Una muchedumbre enfurecida asaltó el Kremlin y logró capturar a Demetrio, dándole muerte de forma ignominiosa junto a sus partidarios. Sus cadáveres fueron colgados boca abajo en los muros del Kremlin. Después de profanarlos, los quemaron y sus cenizas fueron introducidas en un cañón que fue disparado en dirección por donde habían venido esas personas tan bienintencionadas.
Los boyardos se hicieron con el poder y nombraron zar al intrigante Chuiski. Pero aún hubo un segundo «falso Demetrio» que pretendió haber sobrevivido a la matanza del Kremlin. Contó de nuevo con el apoyo de los polacos, fue reconocido por Marina, su presunta esposa, y emprendió una campaña militar contra Rusia. Estuvo a punto de tomar Moscú y Chuiski tuvo muchas dificultades para hacerle retroceder. Sin embargo, algún tiempo después el rey Segismundo de Polonia marchó de nuevo contra los rusos y entró en Moscú en 1610. La hostilidad de los rusos contra los polacos llegó entonces al punto máximo. Dos años después, un levantamiento popular los expulsó de la ciudad y en 1613 fue elegido zar por aclamación Miguel Romanov, cuyo linaje gobernaría Rusia hasta 1917.
Las maniobras de los polacos en esta historia de los «falsos Demetrios» recuerda mucho a las que tuvieron lugar a lo largo de la década de 1980, y que contaron con la aquiescencia del papa Juan Pablo II —precisamente polaco— y que desembocaron en el colapso y disolución de la Unión Soviética en 1991.

El zar Iván IV el Terrible jugando al ajedrez

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