La idea de dominio universal desarrollada en la Alta Edad
Media estaba inspirada en el recuerdo del antiguo Imperio Romano, y este
propósito implicaba el reconocimiento de una autoridad suprema, lo que generó
una prolongada pugna política y espiritual entre el Sacro Imperio Romano
Germánico y la Iglesia Católica, que erigían como máximos líderes de Occidente
al emperador y al papa, respectivamente. La idea de dominio universal marcó una
época, durante gran parte del Medievo, dividiendo a la sociedad en dos bandos:
güelfos y gibelinos. Los primeros apoyaron a la Iglesia, mientras los segundos
hicieron lo propio con el Imperio. Tras la Querella de las Investiduras, en los
siglos XII y XIII tuvieron preponderancia pontífices como Inocencio III y
Gregorio IX, pero existía una mutua interdependencia entre Iglesia e Imperio.
Posteriormente, en el siglo XIV, el desarrollo de los nacientes estados y
reinos —Francia, sobre todo—, pusieron en serios aprietos a la Iglesia.
En el siglo XV el Papado obtenía gran prestigio y la
Iglesia seguía siendo la rectora de la vida intelectual, aunque la idea del
Dominium Mundi no volvió a aparecer en su esencia original, a pesar de que
ambos poderes universales subsistieron. Desde el siglo XVI en adelante, los
monarcas pasaron a ser dueños, no solo de la propiedad, sino incluso de la vida
de sus súbditos. Se iniciaba la época absolutista, y ello implicaba también el «absolutismo
teológico», por lo que el poder papal quedaba muy por debajo del poder
imperial.
Desde el siglo XVIII el poder de los monarcas declinó, y
fue trasladado paulatinamente a los «pueblos» a través de las democracias, pero
la Iglesia ya no sería la rectora de la vida intelectual y moral como lo fuera
en el siglo XV. Desde el punto de vista teológico, será san Agustín de Hipona
(354–430) el que con su De Civitate Dei contribuirá a establecer la
superioridad y autonomía de la Iglesia (civitas cælestis) frente al Estado
(civitas terrena) en razón de su fin superior. El papa Dámaso I (†384) dio el
apelativo de «Sede Apostólica» a la Iglesia romana, y su sucesor Siricio (†389)
promulgó la primera decretal —epístola papal en respuesta a una consulta, que
adquiere carácter normativo— dirigida al obispo Himerio de Tarragona (2 de
febrero de 385) usando un lenguaje no únicamente pastoral, sino de orden
legislativo al estilo de los edictos imperiales.
El pontificado de san León I Magno (440–451) mostraba
cómo el papa es el heredero y Vicarius Petri y le compete la sollicitudo sobre
todas las Iglesias cristianas. Al mismo tiempo, se fue fraguando el
debilitamiento del Imperio Romano con la multiplicación de reinos fraccionados
y el predominio de los francos con el ascenso al trono de Clodoveo (481–507) se
hacía con la aprobación del papa. En este contexto el papa Gelasio dirigió una
carta al emperador Anastasio I (†518) donde formulaba la doctrina de las «dos
espadas» y la superioridad de la potestad espiritual. Posteriormente el papa Gregorio
I el Magno (†604), a través de su enorme tarea espiritual y secular, fue quizá
quien más contribuyó a demostrar que el Papado podía ejercer funciones de
gobierno temporal. Además, el extinto Imperio Romano parecía tener continuidad
a través del Reino franco. En el año 800 Carlomagno es coronado emperador, lo
que daría origen al Sacro Imperio Romano. Así los dos poderes, el espiritual y
el temporal, serían ejercidos por el papa y el emperador. Carlomagno (768–814)
no tardó mucho tiempo en considerar que podía intervenir en los asuntos disciplinares
eclesiásticos, como en la vida del clero y en las reformas monásticas, al igual
que en las doctrinales como la del adopcionismo y la Reforma del credo. Su idea
era que el papa estuviera relegado al servicio litúrgico, y así se lo hizo
saber el emperador al papa León III (†816), mediante una carta. Desde entonces,
el equilibrio de estos dos poderes resultó muy difícil.
Pontificado contra Imperio
Federico I Barbarroja, emperador del Sacro Imperio entre
1152 y 1190, fue la máxima figura del imperialismo en la primera etapa de la
querella por el Dominium Mundi. Dada la influencia que ejercían los obispos
sobre la gente de sus diócesis, los reyes pretendían tenerlos como «aliados»,
pero desde su punto de vista político. Tener la posibilidad de elegirlos y entregarles
el cargo, es decir «investirlos», prácticamente aseguraría su fidelidad. Así,
Otón I (962–973) fue el primer emperador germánico que, dentro de su política
para imponerse a sus súbditos feudales, se atribuye el derecho a nombrar («investir»)
a los obispos del Imperio, y los nombramientos recaían sobre individuos, muchas
veces, indignos. Los papas no estuvieron nunca de acuerdo con la existencia de
dicho derecho Imperial, y esto dio origen a la llamada Querella de las
Investiduras. Este sería el primer enfrentamiento abierto entre el Papado y el
Imperio. El emperador utilizará todos los apelativos que suenen a descendiente
de los emperadores romanos, se denominará augusto, Rey de los Romanos, y, además
asumirá un carácter sagrado; proclamándose «Hijo adoptivo de Dios», del que recibe
directamente el poder. Pero seguía siendo coronado por el papa, aunque el
emperador se considera el legítimo sucesor de San Pedro. Es lo que se conoce
como cesaropapismo.
El cesaropapismo alcanza su culmen con Enrique III (1039–1056).
Este monarca era un verdadero dispensador de cargos eclesiásticos y obligó al
papa Gregorio VI a convocar el Concilio de Pavía y el Sínodo de Sutri, en 1046.
Tras la muerte de Enrique III surge un movimiento tendente a liberar al Papado
del sometimiento al Imperio. En todo el mundo cristiano comienza a
reivindicarse la libertad de la Iglesia, principalmente para nombrar a sus
funcionarios. Tratarán de dignificar la vida moral de los clérigos, condenando
la simonía, el nicolaísmo, e imponiendo el celibato. Con estas medidas se
pretenderá fortalecer la autoridad papal en contra de la voracidad de los
príncipes imperiales. El nicolaísmo se refiere en la Iglesia católica al
matrimonio o amancebamiento de clérigos. Esta práctica fue prohibida por el
papa Nicolás II —de ahí el término nicolaísmo— en un sínodo celebrado en Letrán
en 1059, en el que además de ordenar la excomunión de los sacerdotes casados
que no repudiasen a sus esposas, prohibía a los laicos participar en misas
celebradas por ellos.
Frente a la codicia de los príncipes europeos, la Iglesia
se apresuró a generar un poder centralizado y dinámico. Así, en la segunda
mitad del siglo XI —con el auge de las ideas escolásticas— quedará afirmado el
concepto de que el poder de la Iglesia es superior a cualquier potestad
terrenal. Desde la época del papa san Gregorio VII (siglo XI) hasta la del papa
Bonifacio VIII (siglo XIII), el Papado lucharía tenazmente contra el Imperio,
no solo para evitar su absorción sino para lograr la supremacía pontificia. El
cesaropapismo, inaugurado por la práctica política de Carlomagno, tendrá que
ceder definitivamente ante el peso de la hierocracia, que tiene en San Gregorio
VII (1073–85), en los canonistas del siglo XII y en los decretalistas del XIII,
o en Bonifacio VIII (1294–1303) a los teóricos de las máximas formulaciones del
poder universal de los sucesores de Pedro.
Las ideas de Teocracia estaban madurando desde hacía
mucho tiempo, pero fueron los decretos de 1075 (Dictatus Papæ) los que
independizaron a la Iglesia poniendo en ella las bases de una verdadera
autoridad monárquica. De inmediato se incrementó la controversia entre los
weiblingen (defensores de la supremacía imperial) y los welfen, partidarios de
la supremacía de los papas. Trasplantados a Italia, serían los gibelinos y
güelfos, que lucharían durante siglos. La lucha hará que la idea de Teocracia
se lleve a un extremo hasta derivar en Hierocracia: idea según la cual el papa
se encuentra por encima de los monarcas, lo que lo habilitaba para actuar
directamente sobre el gobierno temporal.
En la época del reinado de Federico I Barbarroja (1152–1190),
la idea imperial llegó a su madurez. Se resalta su continuidad en Europa desde
la época romana, a través del eslabón carolingio. De hecho, Federico I se
refería a Carlomagno como modelo de emperador y lo hará canonizar en 1165 sin
los debidos requisitos. Se utilizan también a favor de las ideas imperiales las
tesis sobre la soberanía pública que contiene el Derecho romano, redescubierto
por los juristas y políticos europeos en el siglo XII. De ellas se deducía la
unicidad y el carácter universal del Imperio, considerado como «un proyecto de
dominio universal» que simboliza toda la época.
Dadas estas premisas, se pensaba en la corte de Federico
I que el Imperio, establecido directamente por la voluntad divina como forma de
organización política de la humanidad, era sagrado. La expresión Sacrum
Imperium aparece por primera vez, en efecto, en un documento del año 1157.
Enrique VI trató de llevar a la práctica el Dominium Mundi mediante la
asociación de vasallaje de otros reinos al Imperio, mas, debido a su inesperada
muerte, su gran proyecto acabó abruptamente, dejando como heredero a un niño de
tres años. En un plano distinto, no se puede olvidar que al siglo XII le
correspondió ver el inicio de la revitalización del poder monárquico por sobre
el de los señores feudales, luego de varios siglos de profundo decaimiento de
la autoridad real.
El Imperio no se mantuvo al margen de esta evolución,
recobrando fuertemente su prestigio, sin embargo la manejó mal, por lo que
vendrían importantes consecuencias para el futuro político de los territorios
de Alemania e Italia. La reconstrucción de las monarquías iba también en contra
del proyectado Dominium Mundi. Por esto, tanto Federico I como su hijo y
sucesor, Enrique VI, intentaron conciliar ambos sucesos imaginando un Imperio
temporal universal, a cuyo frente se ubicaría un emperador con autoridad
suprema, superior al poder de los reyes diversos, llamados «régulos» o «reyes
locales». Esta autoridad suprema parecía necesaria, pues se pensaba que el
poder imperial —manteniendo sometido al papa— era la forma de mantener unida a
la Cristiandad en espera del fin de los tiempos. Sin tener en cuenta este
elemento escatológico y mesiánico, no se puede entender correctamente lo que el
Imperio significaba para los hombres de la época, en especial para el emperador
Federico I Barbarroja.
La visión de la Iglesia
Graciano, maestro boloñés de teología, escribió hacia
1140 su Concordancia de las Discordancias de los Cánones, llamada
corrientemente Decreto. Esta obra provocó en los decenios siguientes un auge de
las consultas jurídicas formuladas a los pontífices, cuyas respuestas serían
conocidas como decretales. Los fundamentos de la visión eclesiástica pueden
resumirse en las siguientes fuentes:
Según el papa Alejandro III, la unicidad de la creación
implica también la unicidad de la autoridad suprema sobre todas las criaturas.
Ésta debía corresponderle al papa por la propia superioridad de su poder
espiritual y porque la salvación eterna, que éste promovía, era el fin social
primero.
Según el Summa Coloniensis (texto de 1170), el papa es el
verdadero emperador, siendo el emperador efectivo vicario suyo (papa verus
imperator est, et imperator vicarius eius).
Según Geroh de Reichersberg y los grandes canonistas como
Graciano y Huguccio, el poder temporal laico poseía funcionamiento autónomo,
tanto para escoger a los que lo ejercían por medio de la elección o la
herencia, como para desarrollar sus propios medios administrativos sin
interferencias. El papa conservaba, sin embargo, una autoridad suprema, pero solo
podía ejercerla para sancionar o refrendar los actos políticos, no para
modificarlos ni actuar directamente, salvo por motivos morales o religiosos
(ratione peccati: «por razón de pecado») o cuando fuera preciso dirimir una
cuestión para la que ningún otro poder del mundo estuviese autorizado.
En los siglos XII y XIII el redescubrimiento del antiguo Derecho
romano y la ordenación del Derecho canónico o eclesiástico iniciaron una época
nueva para el ordenamiento jurídico de Occidente. Este hecho influyó
profundamente en el acontecer político de la época, y muy especialmente en el
curso de la pugna por el Dominium Mundi entre el Imperio y el pontificado. El
Derecho romano que conocerá la Europa medieval es exclusivamente la
recopilación realizada por el emperador Justiniano en el siglo VI, que consta
de varias partes bien diferenciadas: El Código de Justiniano, que reúne todas
las constituciones dadas por los emperadores desde la época de Adriano. Además,
el de mayor influencia en el nuevo descubrimiento medieval fue el Digesto. La
obra de Justiniano que, desde el siglo XVI, se conocerá con el nombre de Corpus
Iuris Civilis, pero su difusión era escasísima y a través de compendios que la
deformaban. En los siglos XII y XIII, por el contrario, y en Bolonia, una
ciudad de la Romaña, (Italia), se produjo un renacimiento de los estudios
romanistas que influiría sobre toda Europa. No fue escaso, en esta difusión, el
papel de los emperadores germánicos, que actuaban movidos por su interés
político tanto como por su supuesta condición de legítimos sucesores y
herederos del antiguo Imperio Romano.
Los maestros de esta famosísima Escuela de Bolonia
actuaron según un método de estudio muy medieval, el de la glosa o comentario
del contenido y significado de los textos justinianeos. No se trata de
comentarios críticos, sino más bien analíticos. Los profesores boloñeses
aceptan el derecho justinianeo como algo superior e incluso supremo; se limitan
a comentarlo, sin demasiado bagaje crítico, pues para ello les habrían sido
necesarios unos conocimientos filológicos (dominio del griego y estudio de los
textos originales) e históricos de los que carecían. Pero de su comentario se
deducen consecuencias fundamentales para Occidente, mediante la creación de una
casuística riquísima que cubría un campo de hipótesis jurídicas muy superiores
y mucho más amplio que el conocido hasta entonces. La fundación de la escuela
de maestros boloñeses se debe a Irnerio, a comienzos del siglo XII. Discípulos
suyos fueron Hugo, Búlgaro, Jacobo y Martín, llamados «los cuatro doctores» por
su sabiduría e influencia. Todos ellos fueron gibelinos —apoyaron la idea del
Imperio por encima del pontificado— y partidarios de Federico I, del que son
contemporáneos.
El papa Alejandro III fue uno de los principales
glosadores del Decreto de Graciano y las decretales pontificias, jugando un
papel decisivo en la contienda contra el Imperio. Por la misma época, aproximadamente,
se produce una sistematización del derecho eclesiástico que va a dar origen al
llamado Derecho canónico en toda su plenitud. Romanistas y canonistas son colegas
de oficio y de mentalidad, como fruto de una misma época, aunque los segundos
defiendan los derechos pontificios por la misma materia que trataban. El primer
compilador sistemático de los cánones de concilios universales anteriores fue
Graciano, maestro boloñés de teología, escribió hacia 1140 su Concordancia de
las Discordancias de los Cánones, llamada corrientemente Decreto. La obra de
Graciano no tuvo carácter oficial, pero alcanzó gran prestigio y provocó en los
decenios siguientes un auge de las consultas jurídicas formuladas a los
pontífices, algo lógico en una época de insuficiente organización del poder
civil como era aquélla. Éstos contestaban por medio de litteras decretales, cuya
recopilación se hizo necesaria, al cabo, como única forma de utilizar y
conservar la riqueza jurisprudencial que contenían, ya que no solo afectaban a
materias eclesiásticas, sino también seglares y civiles.
La primera compilación se debe a Ramón de Peñafort, un
dominico catalán, y lleva el nombre de Decretales de Gregorio IX; reúne las
decretales aparecidas entre 1154 y 1234 y se divide en cinco libros, por lo que
la siguiente recopilación, que abarca hasta 1298, se conocerá con el nombre de
Liber Sextus. En el siglo XIV se realizarán nuevas compilaciones, las
Clementinas, las Extravagantes de Juan XXII y las Communes. Desde el siglo XVI,
todo este Derecho canónico en sus compendios reconocidos oficialmente llevará
el nombre de Corpus Iuris Canonici.
Decreto de Graciano y decretales pontificias fueron
comentadas por el mismo procedimiento de la glosa que se aplicaba al Derecho
romano. Y algunos de los principales glosadores jugaron un papel decisivo en la
querella contra el Imperio: Rolando Bandinelli, papa Alejandro III, y Sinibaldo
Fieschi, papa Inocencio IV. La síntesis de glosas corre a cargo, sobre todo, de
Bartolomé de Brescia, en el siglo XII, y también de Juan el Teutónico, en el
XIII, de Huguccio de Pisa y de Enrique de Susa.
En varias ocasiones las ciudades lombardas, encabezadas
por Milán, se sublevaron contra la autoridad imperial, acercándose al
pontificado. A su regreso de Italia, luego de haber ido en ayuda del pontífice
Eugenio III, Federico I convocó una dieta en Besançon (1157), con objeto de
reformar el estatuto político de su Reino en Arlés. En aquella dieta se
produjeron las primeras diferencias entre los altos funcionarios del emperador,
en especial el canciller Reinaldo de Dassel, y el legado pontificio, y futuro
papa, Rolando Bandinelli. La disputa entre teócratas e imperiales se reaviva,
siendo el pretexto la interpretación de un documento papal en el que se aludía
a los «beneficios» que el pontífice otorgaba al emperador.
La palabra «beneficio» tenía entonces un significado muy
específico, pues eran los vasallos quienes, supuestamente, recibían beneficios
o feudos de sus señores. Así lo entendió Reinaldo de Dassel y, puesto a
polemizar, Rolando Bandinelli no tuvo inconveniente en aceptar la tesis de su
rival: en efecto, para él, el emperador recibía el Imperio como un beneficio de
manos del papa. Adriano IV, papa de origen inglés que coronó emperador a
Federico I, aclaró posteriormente que la palabra tenía un sentido más general:
el papa otorgaba beneficios espirituales, no feudos. Pero la querella se había
reavivado, y cuando Rolando Bandinelli subió a la sede pontificia, se mostró
como un verdadero renovador de las teorías teocráticas. Teorías que ya no
tenían la simplicidad enérgica de los tiempos gregorianos. En la primera mitad del
siglo XII, sobre todo, hay autores que continúan las tesis de Gregorio VII,
como Hugo de San Víctor, Juan de Salisbury u Honorio Augustodunense, pero lo habitual
es que las ideas teocráticas asimilen de alguna forma las nuevas realidades:
redescubrimiento del Derecho romano, afirmación de los poderes políticos,
complicación del esquema social en un mundo en el que los oficios y situaciones
individuales posibles se multiplican, rompiendo el primitivo ideal de la «sociedad
trinitaria» formada por políticos, militares y campesinos.
Federico I Barbarroja contra Alejandro III
A la muerte de Adriano IV, veinticuatro cardenales
eligieron papa a Alejandro III. Sin embargo, Federico I reconoció como papa a
Víctor IV (antipapa). En 1158 se produjo el segundo viaje del emperador a
Italia. Poco después, la muerte de Adriano IV, abrió una crisis sucesoria en el
pontificado. En torno a ambos hechos se produce la primera coyuntura propicia
para el enfrentamiento entre el emperador y el papa. Federico pretendía
sojuzgar a las ciudades lombardas. Milán se alzó a la cabeza de este nuevo movimiento
urbano. El emperador asedió la ciudad y la obligó a capitular, conservando ésta
su autonomía interna, pero aceptando plenamente la autoridad imperial. A
continuación, Federico I reunió una magna asamblea en Roncaglia con el fin de
reorganizar la administración del Reino de Italia y recuperar en él toda su
autoridad. Pareció conseguirlo, pero la resistencia contra sus medidas
levantaría a las ciudades y renovaría su vieja alianza con el pontífice, para quien
la constitución de un poder imperial fuerte en el norte y centro de Italia era
el peligro inmediato más grave contra su independencia política. La pseudocanonización de Carlomagno fue un ejemplo de la culminación del
intervencionismo imperial.
El Sacro Imperio Romano Germánico en su época de máximo esplendor |
No hay comentarios:
Publicar un comentario