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miércoles, 17 de mayo de 2017

Piratas del Caribe

Los piratas y corsarios ingleses eran, además, negreros y contrabandistas. Procedían casi todos ellos del condado de Devonshire. De allí eran los Hawkins y los Drake. Allí habían aprendido a odiar a los españoles de Felipe II, y se habían formado los que iban a las colonias portuguesas de África y a la costa brasileña, antes de recalar en las costas españolas del Caribe y de la Península para saquearlas. El más adinerado de los filibusteros de Plymouth era un rufián llamado William Hawkins, enseñó a navegar a su hijo John y éste pronto le superó en sus correrías de rapiña. En las crónicas españolas se le conoce como Juan de Achines. Pero no era exactamente un pirata, más bien un contrabandista, negocio en el que le acompañaba la crema de la sociedad isabelina de Londres. El pirata por antonomasia será Francis Drake. El negocio que propone John Hawkins a los ricos de la City consiste en formar una sociedad que capture esclavos en el golfo de Guinea y los venda en Cuba y las demás Antillas. La Corona española está concediendo licencia para la compra-venta de esclavos africanos por recomendación del fraile dominico Bartolomé de las Casas. ¿Por qué los ingleses se van a quedar fuera de tan boyante negocio mientras españoles y portugueses se enriquecen? En África, lo mismo que entre los pueblos amerindios, unas tribus esclavizan a otras, y el negrero lo único que tiene que hacer es comprar los prisioneros al vencedor. Una fórmula que también se había empleado en el Imperio Romano y en las civilizaciones del Próximo Oriente. Los más cínicos dicen que en realidad los negreros llevan a cabo una obra de misericordia porque, por mal que les vaya en las Antillas a los esclavos, peor les iría con los mismos negros que los capturaron. Sean justas o no tales aseveraciones, el hecho es que nadie las discute. Lo único que quieren los desaprensivos que se meten a negreros es hacerse aún más ricos con el tráfico de esclavos. Atrapar a los infelices negros no es el problema. Llegar a las Antillas tampoco. Hawkins y los demás «perros» conocen el camino. La cuestión está en organizar las ventas. Todos los terratenientes del Caribe quieren comprar negros, pero ninguno se atreve a violar las leyes de Castilla. Hawkins logra entrar en varios puertos españoles haciéndose pasar por un desdichado marino que ha perdido su rumbo y solicita asilo. Siempre encuentra el modo de ponerse en contacto con el gobernador, o con quien tenga el dinero; vende la mercancía y llena la bolsa. Él no busca la gloria en la guerra o en la conquista, sólo quiere mercadear. En uno de sus viajes Hawkins llega a Santo Domingo en tres barcos, y regresa con cinco, repletos de oro, azúcar, cueros... Los cueros son tantos, que envía dos barcos para venderlos en la mismísima ciudad de Cádiz. Enteradas las autoridades españolas, decomisan los cueros y los barcos de Hawkins. El filibustero pone el grito en el cielo y pide a su bastarda reina que interceda por él ante el rey de España. La reina Isabel así lo hace. Escribe una carta a Felipe suplicándole que perdone a su súbdito. La respuesta de Felipe es contundente: no devuelve ni un cuero, ni un negro, e inglés que asome de nuevo las narices en el Caribe correrá idéntica suerte. Es la ley de España. Hawkins planea vengarse del rey Felipe. Algunos consejeros recomiendan a la reina Isabel que se mantenga al margen del asunto. Pero la reina bastarda tiene las ideas claras; no sólo alienta a Hawkins, sino que adquiere acciones en su compañía y le proporciona uno de sus barcos. Hawkins se convierte en el héroe del momento. La reina ha ofrecido un banquete en palacio en su honor, los accionistas de la compañía de Hawkins rebosan de alegría y de codicia. En Plymouth, toda la hez y la chusma de peor pelaje quieren unirse a la empresa. Para la nueva expedición se enrola un joven marinero que ya ha recalado en los puertos españoles del Caribe: Francis Drake. La piratería nace como un modo de contrabando de esclavos en el Caribe burlando las antiguas leyes de Castilla que prohibían tan abominable negocio. Los piratas del Caribe son negreros; criminales entregados al pillaje y a la rapiña que no dudan en atacar de noche poblaciones indefensas, y en pasar a cuchillo a todos sus habitantes para robarles sus exiguas pertenencias; violar a mujeres y estuprar a niños, además de incendiar casas e iglesias después de saquearlas. Los filibusteros que asolaron el Caribe español no tenían nada de simpáticos. 


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