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domingo, 14 de mayo de 2017

Roma contra Cartago: las guerras Púnicas

En el Mediterráneo occidental existían tres grandes potencias desde hacía varios siglos: los etruscos, asomados al Tirreno; los griegos, cuyas ciudades-estado se levantaban en la península Balcánica, dando soporte a sus colonias en Asia Menor y en el sur de Italia (Magna Grecia); y por último estaban los cartagineses, que se oponían tanto a los griegos como a los etruscos desde su capital, Cartago, fundada siglos atrás por los fenicios en el norte de África (actual Túnez) y que constituían, con mucho, la más importante presencia comercial y política en toda aquella región estratégica. La expansión territorial de la República de Roma había absorbido en gran parte a dos de aquellas potencias —los etruscos y los griegos del sur de la península Itálica—, y esto habría de llevar al choque inevitable con Cartago.
Es verdad que cuando Roma dio los primeros pasos para provocar el conflicto —porque fue una provocación deliberada de los romanos—, nadie podía prever razonablemente los resultados, si bien la insistencia del Senado en precipitar los acontecimientos —al tiempo que mostraba en público su aversión a la guerra— indica que debió entrever cuál podía ser la recompensa. Sea como fuere, estos resultados iban a ser trascendentales y sentarían las sólidas bases sobre las que se levantaría el Imperio Romano. Todo comenzó en –264 cuando Roma aceptó una petición para intervenir militarmente en Sicilia para socorrer a la ciudad de Messina, aun sabiendo que si tomaba parte en el asunto, dentro de esa zona de exclusión, ello significaría un choque directo con Cartago, que terminó, después de tres guerras terribles en las que se agotaron las fuerzas y que costaron miles de vidas, con la total destrucción de la ciudad norteafricana en el 146 a.C.
La primera guerra púnica, o sea, la que se desencadenó tras la intervención romana en Sicilia duró, con distintas alternativas, más de veinte años, hasta el –241. La flota de la potencia marítima más grande de la época perdió todas las batallas navales frente a los romanos, a pesar de que éstos carecían de tradiciones náuticas y desconocían las tácticas de la guerra en el mar, hasta tal punto que los romanos debieron equipar sus navíos con unos puentes de abordaje que se enganchaban utilizando garfios; esto permitió transformar las batallas navales en una serie de duelos de infantería. Ante la pésima experiencia en la lucha cuerpo a cuerpo de los marinos púnicos, fue vano el valor demostrado por las milicias ciudadanas cartaginesas, que, al mando de Xantipo, pusieron en fuga a un ejército consular romano que desembarcó en las costas de África al mando del cónsul Atilio Régulo, de escasa formación militar. Finalmente, la decisiva batalla naval de las islas Egadas —que tuvo lugar el 10 de marzo de 241 a.C. entre los navíos cartagineses dirigidos por Hannón el Grande, y los romanos comandados por Cayo Lutecio Catulo—, dio a Roma la victoria en la primera guerra púnica, y el dominio de Sicilia. Los cartagineses se vieron forzados a aceptar las ignominiosas condiciones de un tratado de paz que los obligaba a pagar unas ruinosas indemnizaciones en concepto de reparaciones de guerra, lo que les impulsó a declarar una nueva guerra veinticinco años después, esta vez conducidos por un auténtico genio militar: Aníbal.
En este lapso de tiempo, la República se anexionó Córcega y Cerdeña, posesiones cartaginesas, invadió y sometió nominalmente a la Galia Cisalpina, o sea, la llanura del Po, y estableció su primera cabeza de puente más allá del Adriático, en lo que hoy es Albania.
En cuanto a Cartago, había reconstruido su posición estratégica en España reforzando las alianzas que, primero su padre, Amílcar Barca, y después su cuñado Asdrúbal, habían establecido con algunas tribus iberas, y, sobre todo, con los celtas de Lusitania. Roma, my alarmada, solo se tranquilizó después de la firma de un tratado que limitaba la esfera de influencia cartaginesa en la península Ibérica al sur del río Ebro. Desgraciadamente, al sur del Ebro se encontraba también una aliada de Roma, la ciudad fortificada de Sagunto, que fue la que rompió las hostilidades. Aníbal asedió y redujo a cenizas la ciudad levantina, y esto desencadenó una nueva guerra con Roma.
Consciente de que en ello iba la suerte de su patria, Aníbal se había preparado minuciosamente. Su temerario plan pasaba por desembarcar en Italia y combatir a los romanos en su propio terreno, al tiempo que favorecía una insurrección generalizada de todos los pueblos itálicos sometidos por la República. Aníbal contaba con un aguerrido ejército de veteranos, dotados de un núcleo de infantería bien pertrechada, un considerable contingente de elefantes adiestrados para el combate, y sobre todo una caballería soberbia, muy superior a la romana. No obstante, la infantería romana seguía siendo muy superior a la cartaginesa, por lo que las fuerzas estaban muy equilibradas. En mayo del 218 a.C. el ejercito expedicionario partió de Cartago Nova (Cartagena) la gran base naval de los cartagineses en España, y sus buques pusieron proa hacia las costas de Italia.
Fue una aventura épica, grandiosa, Aníbal condujo sus tropas a través de los Pirineos, del sur de la Galia —abiertamente hostil— del valle del Ródano, infestado de tribus hostiles y de un ejército consular romano. Desafiando a los elementos, Aníbal y su ejército escalaron los Alpes, donde las primeras nieves de septiembre ya banqueaban los pasos y descendió inesperadamente sobre la fértil llanura del Po. Los galos que vivían en Roma se amotinaron y un ejército romano fue derrotado en el estrecho de Tesino. Otro fue destruido a orillas del río Trebia; y un tercero, sorprendido mientras avanzaba a marchas forzadas para socorrer a los que ya habían caído, fue aniquilado a orillas del lago Trasimeno.
El dictador Quinto Fabio Máximo logró evitar nuevos desastres solo eludiendo cuidadosamente nuevas batallas y limitándose a hostigar al invasor con acciones puntuales. Esto le valió el sobrenombre de «Temporizador», que se adoptó, muchos siglos más tarde, como título de gloria. Muy pronto Fabio debió ceder el mando a quien quería presentar batalla a toda costa. El resultado fue el encuentro de Cannas, el mayor desastre militar de la historia romana, al menos, hasta ese momento. Cuatro legiones romanas completas, además de las tropas auxiliares, terminaron siendo rodeadas y masacradas por la caballería cartaginesa. Era el 2 de agosto del año 216 a.C. y la suerte parecía echada, pero no fue así. Los aliados no abandonaron a la metrópoli y la República reaccionó ante la catástrofe y acogió con cánticos y flores al general romano responsable del desastre, porque, según argumentó el Senado, no dudó de que la diosa Fortuna favoreciera a Roma. Aníbal, por su parte, no supo aprovechar su victoria, y se vio confinado en el sur de Italia, con un ejército cada vez más exiguo a causa de las enfermedades y las deserciones, sometidos a continuos acosos de las tropas romanas, que debilitaron sus fuerzas de modo considerable.
Surgió, finalmente, el antagonista de Aníbal: el general romano Publio Cornelio Escipión. En el año –204 dirigió al ejército romano que desembarcó en las costas norteafricanas y amenazó directamente a la ciudad de Cartago. Aníbal fue llamado para que acudiese urgentemente a socorrer a su patria, viéndose obligado a librar una batalla campal con su enemigo. Era el año 202 a.C. y se repitió en el decisivo encuentro la táctica y el resultado de Cannas, pero esta vez a la inversa: las fuerzas cartaginesas fueron aplastadas. La capital cartaginesa no tenía ya tropas que oponer a Escipión, cuyas cohortes acamparon al pie de las murallas desguarnecidas, a la espera de la orden para lanzar el asalto final. La guerra terminó con el triunfo absoluto de Roma y el poderío de Cartago fue destruido para siempre. Medio siglo después, la tercera guerra púnica constituiría el epílogo fatal de la feroz batalla de Zama.
Las consecuencias de la derrota cartaginesa fueron tremendas. De la más grande potencia marítima y militar de Occidente solo quedó el reducido territorio metropolitano y hasta éste se encontraba a merced de un aliado de Roma, el rey de Numidia, Masinisa, de quien Cartago no tenía siquiera derecho a defenderse. España pasó a manos de Roma, formándose el núcleo de una riquísima provincia. Bien pronto se emprendieron campañas punitivas para sofocar algunos focos de rebelión en Italia y someter definitivamente las nuevas posesiones adquiridas. Otras campañas se realizaron también en Oriente, donde el reino de Macedonia se había aliado con las fuerzas de Aníbal. Nacía el Imperio Romano. Pero no eran ya el mismo pueblo y el mismo pueblo los que emergían tras haber superado esta durísima prueba y el baño de sangre que había costado.
La devastación de Italia fue tan profunda como impresionante, y su población rural, que había nutrido las filas de las legiones, estaba diezmada. Entre los sobrevivientes, pocos tenían la posibilidad, y menos aún la voluntad, de regresar a las granjas abandonadas durante años y arruinadas por las guerras y la incuria. Las necesidades bélicas habían provocado un decisivo refuerzo del poder ejecutivo, es decir de las magistraturas, y luego del Senado, sobre el cual había recaído la responsabilidad de recolectar fondos, garantizar el aprovisionamiento y reclutamiento de las tropas, y coordinar todo el esfuerzo de guerra.
Los romanos derrotaron a los cartagineses gracias a la disciplina de sus legiones

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