En el Mediterráneo occidental
existían tres grandes potencias desde hacía varios siglos: los etruscos,
asomados al Tirreno; los griegos, cuyas ciudades-estado se levantaban en la
península Balcánica, dando soporte a sus colonias en Asia Menor y en el sur de
Italia (Magna Grecia); y por último estaban los cartagineses, que se oponían
tanto a los griegos como a los etruscos desde su capital, Cartago, fundada
siglos atrás por los fenicios en el norte de África (actual Túnez) y que
constituían, con mucho, la más importante presencia comercial y política en
toda aquella región estratégica. La expansión territorial de la República de
Roma había absorbido en gran parte a dos de aquellas potencias —los etruscos y
los griegos del sur de la península Itálica—, y esto habría de llevar al choque
inevitable con Cartago.
Es verdad que cuando Roma dio
los primeros pasos para provocar el conflicto —porque fue una provocación
deliberada de los romanos—, nadie podía prever razonablemente los resultados,
si bien la insistencia del Senado en precipitar los acontecimientos —al tiempo
que mostraba en público su aversión a la guerra— indica que debió entrever cuál
podía ser la recompensa. Sea como fuere, estos resultados iban a ser
trascendentales y sentarían las sólidas bases sobre las que se levantaría el
Imperio Romano. Todo comenzó en –264 cuando Roma aceptó una petición para
intervenir militarmente en Sicilia para socorrer a la ciudad de Messina, aun
sabiendo que si tomaba parte en el asunto, dentro de esa zona de exclusión,
ello significaría un choque directo con Cartago, que terminó, después de tres
guerras terribles en las que se agotaron las fuerzas y que costaron miles de
vidas, con la total destrucción de la ciudad norteafricana en el 146 a.C.
La primera guerra púnica, o
sea, la que se desencadenó tras la intervención romana en Sicilia duró, con
distintas alternativas, más de veinte años, hasta el –241. La flota de la
potencia marítima más grande de la época perdió todas las batallas navales
frente a los romanos, a pesar de que éstos carecían de tradiciones náuticas y
desconocían las tácticas de la guerra en el mar, hasta tal punto que los
romanos debieron equipar sus navíos con unos puentes de abordaje que se
enganchaban utilizando garfios; esto permitió transformar las batallas navales
en una serie de duelos de infantería. Ante la pésima experiencia en la lucha
cuerpo a cuerpo de los marinos púnicos, fue vano el valor demostrado por las
milicias ciudadanas cartaginesas, que, al mando de Xantipo, pusieron en fuga a
un ejército consular romano que desembarcó en las costas de África al mando del
cónsul Atilio Régulo, de escasa formación militar. Finalmente, la decisiva
batalla naval de las islas Egadas —que tuvo lugar el 10 de marzo de 241 a.C.
entre los navíos cartagineses dirigidos por Hannón el Grande, y los romanos
comandados por Cayo Lutecio Catulo—, dio a Roma la victoria en la primera
guerra púnica, y el dominio de Sicilia. Los cartagineses se vieron forzados a
aceptar las ignominiosas condiciones de un tratado de paz que los obligaba a
pagar unas ruinosas indemnizaciones en concepto de reparaciones de guerra, lo
que les impulsó a declarar una nueva guerra veinticinco años después, esta vez
conducidos por un auténtico genio militar: Aníbal.
En este lapso de tiempo, la
República se anexionó Córcega y Cerdeña, posesiones cartaginesas, invadió y
sometió nominalmente a la Galia Cisalpina, o sea, la llanura del Po, y
estableció su primera cabeza de puente más allá del Adriático, en lo que hoy es
Albania.
En cuanto a Cartago, había
reconstruido su posición estratégica en España reforzando las alianzas que,
primero su padre, Amílcar Barca, y después su cuñado Asdrúbal, habían
establecido con algunas tribus iberas, y, sobre todo, con los celtas de
Lusitania. Roma, my alarmada, solo se tranquilizó después de la firma de un
tratado que limitaba la esfera de influencia cartaginesa en la península
Ibérica al sur del río Ebro. Desgraciadamente, al sur del Ebro se encontraba
también una aliada de Roma, la ciudad fortificada de Sagunto, que fue la que
rompió las hostilidades. Aníbal asedió y redujo a cenizas la ciudad levantina,
y esto desencadenó una nueva guerra con Roma.
Consciente de que en ello iba
la suerte de su patria, Aníbal se había preparado minuciosamente. Su temerario
plan pasaba por desembarcar en Italia y combatir a los romanos en su propio
terreno, al tiempo que favorecía una insurrección generalizada de todos los
pueblos itálicos sometidos por la República. Aníbal contaba con un aguerrido
ejército de veteranos, dotados de un núcleo de infantería bien pertrechada, un
considerable contingente de elefantes adiestrados para el combate, y sobre todo
una caballería soberbia, muy superior a la romana. No obstante, la infantería
romana seguía siendo muy superior a la cartaginesa, por lo que las fuerzas
estaban muy equilibradas. En mayo del 218 a.C. el ejercito expedicionario
partió de Cartago Nova (Cartagena) la gran base naval de los cartagineses en
España, y sus buques pusieron proa hacia las costas de Italia.
Fue una aventura épica,
grandiosa, Aníbal condujo sus tropas a través de los Pirineos, del sur de la
Galia —abiertamente hostil— del valle del Ródano, infestado de tribus hostiles
y de un ejército consular romano. Desafiando a los elementos, Aníbal y su
ejército escalaron los Alpes, donde las primeras nieves de septiembre ya
banqueaban los pasos y descendió inesperadamente sobre la fértil llanura del
Po. Los galos que vivían en Roma se amotinaron y un ejército romano fue
derrotado en el estrecho de Tesino. Otro fue destruido a orillas del río
Trebia; y un tercero, sorprendido mientras avanzaba a marchas forzadas para
socorrer a los que ya habían caído, fue aniquilado a orillas del lago
Trasimeno.
El dictador Quinto Fabio
Máximo logró evitar nuevos desastres solo eludiendo cuidadosamente nuevas
batallas y limitándose a hostigar al invasor con acciones puntuales. Esto le
valió el sobrenombre de «Temporizador», que se adoptó, muchos siglos más tarde,
como título de gloria. Muy pronto Fabio debió ceder el mando a quien quería
presentar batalla a toda costa. El resultado fue el encuentro de Cannas, el
mayor desastre militar de la historia romana, al menos, hasta ese momento.
Cuatro legiones romanas completas, además de las tropas auxiliares, terminaron
siendo rodeadas y masacradas por la caballería cartaginesa. Era el 2 de agosto
del año 216 a.C. y la suerte parecía echada, pero no fue así. Los aliados no
abandonaron a la metrópoli y la República reaccionó ante la catástrofe y acogió
con cánticos y flores al general romano responsable del desastre, porque, según
argumentó el Senado, no dudó de que la diosa Fortuna favoreciera a Roma.
Aníbal, por su parte, no supo aprovechar su victoria, y se vio confinado en el
sur de Italia, con un ejército cada vez más exiguo a causa de las enfermedades
y las deserciones, sometidos a continuos acosos de las tropas romanas, que debilitaron
sus fuerzas de modo considerable.
Surgió, finalmente, el
antagonista de Aníbal: el general romano Publio Cornelio Escipión. En el año
–204 dirigió al ejército romano que desembarcó en las costas norteafricanas y
amenazó directamente a la ciudad de Cartago. Aníbal fue llamado para que
acudiese urgentemente a socorrer a su patria, viéndose obligado a librar una
batalla campal con su enemigo. Era el año 202 a.C. y se repitió en el decisivo
encuentro la táctica y el resultado de Cannas, pero esta vez a la inversa: las
fuerzas cartaginesas fueron aplastadas. La capital cartaginesa no tenía ya
tropas que oponer a Escipión, cuyas cohortes acamparon al pie de las murallas
desguarnecidas, a la espera de la orden para lanzar el asalto final. La guerra
terminó con el triunfo absoluto de Roma y el poderío de Cartago fue destruido
para siempre. Medio siglo después, la tercera guerra púnica constituiría el
epílogo fatal de la feroz batalla de Zama.
Las consecuencias de la
derrota cartaginesa fueron tremendas. De la más grande potencia marítima y
militar de Occidente solo quedó el reducido territorio metropolitano y hasta
éste se encontraba a merced de un aliado de Roma, el rey de Numidia, Masinisa,
de quien Cartago no tenía siquiera derecho a defenderse. España pasó a manos de
Roma, formándose el núcleo de una riquísima provincia. Bien pronto se
emprendieron campañas punitivas para sofocar algunos focos de rebelión en
Italia y someter definitivamente las nuevas posesiones adquiridas. Otras
campañas se realizaron también en Oriente, donde el reino de Macedonia se había
aliado con las fuerzas de Aníbal. Nacía el Imperio Romano. Pero no eran ya el
mismo pueblo y el mismo pueblo los que emergían tras haber superado esta
durísima prueba y el baño de sangre que había costado.
La devastación de Italia fue
tan profunda como impresionante, y su población rural, que había nutrido las
filas de las legiones, estaba diezmada. Entre los sobrevivientes, pocos tenían
la posibilidad, y menos aún la voluntad, de regresar a las granjas abandonadas
durante años y arruinadas por las guerras y la incuria. Las necesidades bélicas habían
provocado un decisivo refuerzo del poder ejecutivo, es decir de las
magistraturas, y luego del Senado, sobre el cual había recaído la
responsabilidad de recolectar fondos, garantizar el aprovisionamiento y
reclutamiento de las tropas, y coordinar todo el esfuerzo de guerra.
Los romanos derrotaron a los cartagineses gracias a la disciplina de sus legiones |
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