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martes, 20 de junio de 2017

La rebelión de los Gigantes

Enfurecidos porque Zeus había recluido a sus hermanos los titanes en el Tártaro, ciertos gigantes, altos y temibles, tramaron un asalto a los cielos. Habían nacido de la madre Tierra en Flagras, en la región de Tracia, y eran dos docenas en total. Sin previo aviso agarraron rocas y tizones y los arrojaron hacia arriba desde las cimas de los montes, poniendo en peligro a los Olímpicos. Hera profetizó que los gigantes jamás morirían por la mano de ningún dios, sino únicamente por la de un solo mortal, vestido con una piel de león; y que incluso éste no podría hacer nada a no ser que los dioses se anticiparan al enemigo en su búsqueda de cierta hierba de invulnerabilidad, que sólo crecía en un lugar secreto. Inmediatamente Zeus fue a pedir consejo a Atenea; luego la envió a avisar a Heracles, el mortal ataviado con la piel de león, y prohibió a Eos, a Selene y a Helios que relucieran durante un tiempo. Bajo la luz de las estrellas, Zeus se puso a buscar a tientas, encontró la hierba, y consiguió llevarla a los cielos. Los Olímpicos ya podían trabar batalla con los Gigantes. Heracles lanzó su primer dardo contra Alcino, jefe de los gigantes. Alcino cayó, pero volvió a ponerse en pie de un salto, porque aquella era su tierra natal de Flagras y le confería una fuerza descomunal. 

—Rápido –exclamó Atenea–. ¡Arrástralo a otro país! Heracles aferró a Alcino por los pies y lo arrastró hasta el otro lado de la frontera tracia, donde lo despachó de un terrible mazazo que le hundió el cráneo. Seguidamente, Porfirio entró en los cielos dando un gran salto desde la alta pirámide de rocas que los gigantes habían amontonado, y ninguno de los dioses logró mantenerse firme sobre sus pies. Se abalanzó sobre Hera, con la intención de estrangularla, pero una certera flecha disparada por Eros le hirió en el hígado, y trocó su ira en lujuria. Zeus, al ver que su esposa estaba a punto de ser ultrajada, derribó a Porfirio con un rayo. El gigante se puso en pie nuevamente, pero Heracles, que regresaba en el momento oportuno, le hirió de muerte con otra flecha. Entre tanto Efialtes había golpeado sin piedad a Ares hasta ponerlo de rodillas, pero Apolo hirió al desdichado en el ojo izquierdo y Heracles le clavó otra flecha en el derecho, y así murió Efialtes. Y sucedió que, cada vez que un dios hería a un gigante, era Heracles quien tenía que rematarlo asestándole el golpe de gracia. Las diosas Hestia y Deméter, amantes de la paz y la concordia, no participaron en el conflicto y observaban consternadas. Sintiéndose desalentados, los demás gigantes huyeron de nuevo a la Tierra, perseguidos por los olímpicos. Atenea arrojó su pesada lanza contra Encéfalo y lo atravesó, transformándose en la isla de Sicilia. Y el dios del mar, Poseidón, partió con su tridente un trozo de la isla de Cos, célebre por sus excelentes vinos, y lo arrojó contra Polibanes, y ese peñasco se convirtió en la isla de Nisiros, bajo la cual está enterrado el gigante. El resto de los gigantes opusieron su última resistencia en Batos, cerca de Trapisonda, en Arcadia. Hermes, después de tomar prestado el yelmo de invisibilidad de Hades, derribó a Hipólito, y Artemisa derribó al gigante Gracián con una de sus flechas, mientras que, con sus manos de piedra, las Parcas rompían las cabezas de Agrio y Tonante. Ares, con su lanza, y Zeus con su poderoso rayo, se encargaron entonces de dar muerte a los demás, aunque llamaron a Heracles para que despachara a cada uno de los gigantes cuando caía malherido. Así acabó la guerra de los Olímpicos con los Gigantes, pero Tifón tomó venganza… 

Cadmo y la serpiente Pitón

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