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jueves, 15 de junio de 2017

Las cartas de Juliano de Halicarnaso a Severo de Antioquía

Betel es la segunda ciudad más mencionada en la Biblia. En este lugar fue donde Abraham construyó su altar cuando llegó por primera vez a Canaán (Gn 12:8; 13:3). Allí Jacob tuvo la visión de una escalera cuyo extremo tocaba el cielo y los ángeles subían y bajaban por ella (Gn 28:10-19). Pues bien, de Jerusalén a Betel, situada en la frontera  de Samaria y Judea, había aproximadamente unos veinte o veintidós kilómetros. De Betel a Sebaste, lugar de la inhumación definitiva de los restos mortales de Jesús Barrabás, habría que añadir unos treinta kilómetros más. El recorrido era, por lo tanto, de unos cincuenta kilómetros, poco más o menos. Una distancia asumible para recorrerla una pareja viajando en una carreta con poca carga. Pero Betel estaba ya en territorio samaritano. El recorrido peligroso era sólo de 20 ó 22 kilómetros, dentro aún de los límites de Judea, pero el carromato en el que viajaban Tomás y María Magdalena podría haberlo cubierto en tres o cuatro horas de marcha todo lo más. Sin necesidad alguna de forzar el paso. Si se efectuaba a primera hora de la mañana, de ahí que todos se hubiesen presentado tan pronto en el cementerio, teniendo en cuenta la situación geográfica de Jerusalén, su latitud y la hora de salida del sol, la hora de llegada a Sebaste habría sido sobre las tres o las cuatro de la tarde todo lo más. Pero desde las nueve y media o las diez de la mañana se encontrarían en territorio samaritano, por tanto seguro. Ahora bien, los judíos de Judea, fieles a la ortodoxia tradicional, rehusaban penetrar en un territorio impuro para ellos, debido a la herejía samaritana. Y cuando iban de Judea (en el sur) a Galilea (en el norte), tomaban el camino de Jericó, atravesando el río Jordán para penetrar en Perea, y dejando a mano derecha el camino de Filadelfia, subían hacia Pela, en la Decápolis, para de allí, pasando por Escitópolis, llegar a Galilea, sin pisar tierra samaritana. Tomás y María no corrían peligro de encontrar, al menos tan temprano, a judíos informados de la exhumación de los restos de Jesús, ya que los que venían de la frontera samaritana hacia Jerusalén no estaban al corriente del caso, y, en sentido contrario, la pareja se habría adelantado a cualquier caravana que tomase la misma dirección, porque ellos estaban en el cementerio antes de que se hubiesen abierto las puertas de la ciudad. Pero tal vez el lector se preguntará cómo habían podido salir de Jerusalén tan pronto María y Tomás. La explicación es sencilla; porque no fueron a la necrópolis desde allí, sino desde Betania, donde se encontraba la casa de Lázaro, que era el lugar preferido por Jesús para pernoctar, por seguridad, jamás lo hacía en Jerusalén, una ciudad amurallada cuyas puertas se cerraban al atardecer convirtiéndose en una ratonera. Por otra parte, recordemos también que, María Magdalena y María de Betania, la hermana de Lázaro, eran la misma persona. Suponiendo que los romanos hubiesen descubierto, in extremis, a causa de algún soplo de los ángeles o empleados del cementerio a quién pertenecían los restos exhumados por Tomás y María, y hubiesen salido en su busca, tampoco corrían peligro alguno. Porque el propio procurador romano, Poncio Pilatos, había autorizado, un año antes, la entrega del cadáver a la familia y su inhumación según los rituales funerarios hebreos, trámites burocráticos que realiza, según los evangelios, José de Arimatea, ante el magistrado romano. La autorización de Pilatos, que sin duda se entregó por escrito, estaría avalada en primer lugar por la certificación de la muerte del reo, extendida por el exactor mortis, que habría sido el que propina la lanzada o la ordena para rematar al reo. Ningún misterio. Todo legal. No había delito por parte de María y Tomás, y si eran parados por las patrullas fronterizas romanas, sólo tenían que mostrar los salvoconductos y pasaportes sellados por el procurador romano. Además, no habían violado una sepultura para saquearla o para extraer restos orgánicos destinados a invocaciones mágicas malignas, actos que sí estaban severamente castigados por la Ley romana de las Doce Tablas. Habían procedido a una exhumación legal según las leyes judías y romanas de entonces, y llevaban los restos al lugar elegido para su reposo, tal vez designado por el propio Jesús en vida haciéndoselo saber a su esposa, María, y, por qué no, a Tomás, su hermano gemelo, que ahora pasaba a ser el primogénito. Todo se había cumplido según la ley.

El respeto a los muertos, aunque fuesen incircuncisos o paganos, era una obligación legal en el antiguo Israel, y así se recoge en el Talmud: «Si tú cumples hacia mí un acto de bondad después de mi muerte, es una bondad de fidelidad…» (Talmud: Génesis, 96, 5). Un cadáver insepulto recibía el nombre en hebreo, de met mitzva, es decir, «cadáver que es una obligación religiosa». Se concedía al entierro una importancia tal, que incluso un sumo sacerdote u otra persona santificada (cohen), o un nazir (puro), debía proceder a ello con sus propias manos si no encontraba a nadie disponible, de no ser él, y aunque a todos estos personajes les estuviera prohibido mancillarse por el contacto con un cadáver en circunstancias normales. (Talmud: Números, 26, 9a). Hay que señalar, no obstante, una contradicción importante entre el evangelio de Lucas y los Hechos, redactados por él mismo. En el citado evangelio es José de Arimatea, quien baja a Jesús de la cruz y lo coloca en una tumba. En los Hechos son los judíos quienes proceden al desenclavamiento y lo depositan en una sepultura. Conocemos sobradamente el respeto que se les debía a los padres en la religión judía. El quinto mandamiento, dictado por Yahvé a Moisés en el Sinaí lo establecía claramente: «Honrarás a tu padre y a tu madre, y así tendrás larga vida sobre la tierra que Yahvé, tu dios, te concede…» (Éxodo, 20, 12). Y existen pasajes del Talmud, muy explícitos al respecto. Pues bien, analizaremos ahora algunos detalles, que nos ofrecen una nueva dimensión del beatífico Jesús pergeñado por la Iglesia. Jesús no sólo no siente respeto por la tradición judía, y en consecuencia por la ley mosaica, cosa de la que nos da continuas pruebas, sino que tampoco lo siente hacia los muertos. Veámoslo: «Otro discípulo le dijo: "Señor, permíteme ir primero a sepultar a mi padre". Pero Jesús le respondió: "Sígueme y deja a los muertos sepultar a sus muertos"» (Mateo, 8, 21). Jesús no autoriza a su discípulo para que dé cumplimiento a uno de los más sagradas preceptos establecido por la Ley de Moisés que obliga a honrar a los padres, aun después de muertos, dándoles digna sepultura. Así pues, para Jesús, aquellos que, piadosamente, procedían al entierro decente de su padre o de su madre, aquellos eran muertos espirituales. Para ser, a sus ojos, un auténtico celoso de la Ley (zelote), más allá de cualquier duda o consideración, había que dejar el cadáver de su padre descomponiéndose insepulto en la casa familiar. Jesús demuestra el mismo comportamiento característico de cualquier líder espiritual fanatizado con su propia doctrina, y nada más cuenta para él.

Regresemos con el emperador Juliano, tres siglos después. Desde su llegada a Oriente en el 361, es decir, un año antes de proceder a la supuesta exhumación de los restos de Jesús, Juliano había proclamado a todo el que quisiese escucharle sus intenciones de acabar con el mito de Jesús, el resucitado al que los judíos adoraban como a un Dios, y cuya tumba se veneraba en Sebaste. Pues bien, ¿sería ilógico pensar que los devotos fieles que entonces aún veneraban la tumba, descendientes de aquellos buenos samaritanos con los que Jesús siempre mantuvo excelentes relaciones, hubiesen puesto a salvo los restos preservándolos de la destrucción anunciada por el emperador pagano? Existen pruebas concluyentes de que la tumba de Jesús en Sebaste, Samaria, existía en el siglo IV, la primera es el interés del propio emperador Juliano en visitarla. Pero contamos además con el texto de Contra Celso, atribuido erróneamente a Orígenes. Aunque hemos utilizado la expresión erróneamente quizá podríamos haber dicho falsariamente, y explicaremos el porqué. Existe un Discurso Verdadero que todavía se cataloga en algunas fuentes como Contra los Cristianos, y que tiene como autor a un tal Celso. Pero existen, al menos conocidos, tres autores con ese nombre: Celso Cornelio Aulo, médico y erudito, que vivió bajo el reinado de Augusto, es decir, entre el año 27 a.C. y el 14 d.C. Evidentemente, no se trata de éste. Celso, filósofo epicúreo (no platónico), que vivía en Roma bajo los Antoninos (siglo II) y al que la Iglesia católica atribuye la autoría del Discurso Verdadero. Habría redactado ese discurso hacia el año 180, coincidiendo con la muerte de Marco Aurelio, y entre el 246-250, es decir, setenta años después, Orígenes lo habría refutado en su obra Contra Celso.

Celso, amigo del emperador Juliano, su compañero de estudios en las escuelas de Atenas, alumno, amigo y admirador de Libanio, y a quien Juliano nombró gobernador de las provincias de Capadocia y Cilicia, y pretor de Bitinia. Él es, sin duda, el autor del Discurso Verdadero. Lo citan Amiano Marcelino, Libanio y diversos eruditos de reconocido prestigio en nuestra época. Si el Discurso Verdadero tenía como autor a Celso que vivió alrededor del año 180, ¿cómo es que los cristianos tardaron setenta años en refutarle? ¿Por qué los escritores cristianos que fueron sus contemporáneos no hablan de él? Porfirio, Melitón, obispo de Sardes, Apolinar de Hierápolis, Atenágoras y Arístides ignoran ese escandaloso y herético libro. ¿Por qué? Pues porque fue escrito por el tercer Celso para justificar lo que había decidido su amigo, el emperador Juliano. Y no fue entonces Orígenes (muerto en 254) quien le respondió con la obra Contra Celso, sino un autor anónimo, que se ha venido en llamar o catalogar como el pseudo Orígenes. No olvidemos que Celso era amigo del emperador, y que el autor de Contra Celso arriesgaba su vida, de ahí que no firmase su obra y no diese más detalles sobre su identidad. La prueba de todo ello reside en el siguiente pasaje: «Creed que aquel de quien os hablo es realmente el Hijo de Dios, aunque haya sido atado vergonzosamente, y sometido al suplicio más infamante, y aunque, recientemente, haya sido tratado con la última ignominia...» (Pseudo Orígenes, Contra Celso). Ese recientemente designa la violación de la tumba que estaba cerca de Sebaste, en Samaria, la incineración de los huesos de Jesús y la dispersión de sus cenizas al viento. Ahora bien, todo esto tuvo lugar en agosto del año 362, por orden del emperador Juliano. Así pues, la tumba de Sebaste, abierta en aquella época, no era en modo alguno la tumba del Bautista (como hemos demostrado en un capítulo anterior), sino la tumba de Jesús, ya que Juan el Bautista no fue sometido al suplicio más infamante (la cruz), pues tuvo la muerte honrosa de la decapitación, reservada a los nobles y a los ciudadanos romanos. Y, por descontado, jamás sostuvo que fuera el «Hijo de Dios», cosa que tampoco hizo Jesús, fue un título que le dieron los cristianos nicenos a partir del año 325, no antes. Ningún judío se habría proclamado jamás, «Hijo de Dios», ni siquiera uno tan díscolo como Jesús. Por último, y siguiendo con el tema de la existencia de un cadáver, que justifica la de una tumba y unos restos óseos, tenemos todavía un testimonio de los primeros años del siglo V. Juliano, obispo de Halicarnaso, en la prolongada correspondencia epistolar que mantuvo con Severo, obispo de Alejandría, defendió la incorruptibilidad absoluta y permanente del cuerpo de Jesús. En cambio, para Severo de Antioquía ese cuerpo [el de Jesús] había sido corruptible como todos los cuerpos humanos, y eso hasta que fue a sentarse a la diestra del Padre [Dios], es decir, hasta la Ascensión al Cielo. De entrada, esto nos aclara más allá de cualquier duda que todavía a principios del siglo V, casi ochenta y cinco años después del Concilio de Nicea (325), aún los doctores de la Iglesia no tenían asumido que Jesús fuese divino, es decir, un «dios encarnado». De hecho, el arrianismo, que negaba la divinidad de Jesús, era el cristianismo predominante entre los pueblos germánicos que invadieron el Imperio Romano en esa época (siglo V), y en España podría haber sobrevivido hasta la invasión musulmana del 711. De hecho, los godos arrianos habrían adoptado el islam sin mucha oposición.

Volvamos con Severo de Antioquía, éste veía claramente el peligro de la doctrina de Juliano de Halicarnaso. Si el cuerpo de Jesús había sido siempre incorruptible, no habría podido sufrir, ni ser herido por la flagelación, por el suplicio de la cruz y por la lanzada final. Y entonces todo eso no habría sido sino apariencia, ilusión. Juliano de Halicarnaso se acercaba peligrosamente al docetismo y al marcionismo en sus excesos doctrinales. Además, si el cuerpo de Jesús había sido incorruptible desde su formación no habría existido resurrección en el sentido estricto, ni por supuesto, encarnación en el sentido biológico del término, concepción, formación del feto, alumbramiento, etcétera. Severo tenía un argumento que, para él, era válido. Si se había tomado la precaución de envolver el cadáver de Jesús con mirra y áloes para evitar el normal proceso de putrefacción, era que se temía la corrupción natural común a todos los seres humanos. pero esas sustancias no eran para evitar la corrupción del cadáver, ya que el embalsamamiento está prohibido entre los judíos. Eran para remover el hedor, como dicen los evangelios. pero los exégetas cristianos de la época sabían poco de las costumbres judías, o no querían saber. Pero de toda esa discusión sutil entre nuestros dos obispos resulta que el problema que seguía planteándose aún a principios del siglo V era saber si el cadáver de Jesús, en su tumba, había permanecido incorrupto o, por el contrario, se había descompuesto. Lo que prueba palmariamente, más allá de cualquier duda, que los dogmas de la «Ascensión» y la «Resurrección» aún no estaban plenamente asimilados para la mayoría de los cristianos, incluidos los propios padres de la Iglesia. Semejante discusión establecía forzosamente (y de forma imperativa teniendo en cuenta la indiscutible autoridad espiritual de ambos interlocutores) la existencia de un cadáver de Jesús… Y en aquella época, los escribas anónimos que transcribían y copiaban los manuscritos de los evangelios, en griego (que, por cierto, son los únicos que han llegado hasta nosotros), afirmaban ya que los discípulos o las santas mujeres habían encontrado el sepulcro vacío, y que ya no estaba allí el cadáver de Jesús. Nada que objetar, ya que se está hablando de un sepulcro vacío cosa que pudo darse, pero no se dice nada de una resurrección, tal como se entiende literalmente. Se habla también en los evangelios de unos lienzos y del sudario, que se encuentran doblados, separadamente. Y de unos ángeles que se habían hecho responsables de ello. Es decir, los empleados del cementerio que habrían colaborado en la apertura de la tumba y, casi con toda seguridad, en liberar al esqueleto de los jirones de bandas que aún lo envolverían parcialmente, dada su mayor experiencia y habilidad para evitar que éste se desmadejase y los huesos fuesen a parar al suelo. Una vez terminan su trabajo, salen fuera de la tumba, dejando allí a María, la viuda, con algún familiar que nos inclinamos a pensar que es Tomás, el hermano gemelo de Jesús, al que se alude en uno de los evangelios como hortelano. Más tarde llegarán Juan, el «discípulo amado», que no es otro que el hijo de Jesús, y Simón-Pedro, otro de los hermanos en el sentido carnal y familiar del término. Vienen corriendo, posiblemente conscientes de que llegan tarde sobre la hora convenida. Los ángeles o empleados del cementerio les dicen que Jesús [sus restos] ya no está allí. Comprenden que María Magdalena y Tomás ya han finalizado el proceso de exhumación y como saben dónde encontrarles, no hay ninguna extrañeza ni tribulación. Saben dónde encontrarles. Todo acontece dentro de la más estricta normalidad. Desde tiempo inmemorial, la Iglesia, al ver venir el peligro que suponía para su supervivencia la explicación lógica de todos aquellos prodigios sobrenaturales, reaccionó inmediatamente, y a su manera. Las cartas de Juliano de Halicarnaso y de Severo de Antioquía, tanto los originales como las copias que se habían hecho de ellas y que circulaban libremente por el Imperio, debían ser quemadas por los católicos en cuanto cayeran en sus manos, pero sin enterarse de lo que decían, so pena de excomunión o, lo que era aún peor, so pena de visitar las mazmorras y acabar en el potro de tortura. Había que eliminar cualquier rastro de inverosimilitud en la nueva leyenda que se estaba construyendo. Lo inexplicable, lo absurdo, adquirían así tintes de insondable secreto, de misterio esotérico, y dudar, hacerse preguntas, era síntoma inequívoco de una manifestación herética y diabólica. Pero la verdad siempre prevalece, más tarde o más temprano, y no todo se perdió y, lo que es más curioso, en su obsesión por borrar el rastro de sus fechorías, los padres de la Iglesia dejaron más pistas de las que habían imaginado.

En 1952 fueron descubiertos en el monte de los Olivos, el lugar donde Jesús fue crucificado, cerca del Dominus Flevit, los emplazamientos de diversas tumbas, que al parecer formaban parte de una necrópolis activa en la época del segundo Templo. Se encontraron gran número de tumbas u osarios, donde se realizaba el primer entierro, y otras tumbas que contenían pequeños cofres con los huesos de los difuntos que previamente habían estado sepultados en las cámaras funerarias, como aquel sepulcro nuevo excavado en la roca del que nos hablan los evangelios y donde fue enterrado Jesús en primera instancia después de ser bajado de la cruz. En esos pequeños cofres estaba escrito a menudo el nombre del muerto, a veces en griego, a veces en arameo. En el monte de los Olivos se encontraron, entre otros, los de Jairo, Marta, María, Simón bar Jonás (o Barjonna, el fuera de la ley), Salomé (que aparece en los evangelios), Filón de Cirene, y un tal Yeshua. De estos descubrimientos pueden sacarse diversas conclusiones, en función de las siguientes hipótesis: si los osarios son falsos, es que fueron fabricados en una época posterior en la que ya presentaban interés con vistas a atraer a los peregrinos, y esto los situaría en la primera mitad del siglo IV, en la época de Constantino. Ahora bien, y esto es relevante, si se presentaba a los peregrinos un cofre de piedra que hubiese contenido los huesos de Jesús, esto significaba, más allá de cualquier duda, que todavía la leyenda de la «Resurrección», con desaparición del cadáver, la tumba vacía y la pretendida «Ascensión», aún no había sido elaborada por la incipiente Iglesia católica. Y esto confirmaría el valor de la discusión entre Juliano de Halicarnaso y Severo de Antioquía, obispos ambos en el año 402. Y también que en esa época se asumía que Pedro [Simón bar Jonna] había muerto en Jerusalén en el año 47, después del primer sínodo en tiempos de Herodes Agripa, al que asistió también Pablo de Tarso, y no en el año 67 en Roma, bajo el imperio de Nerón. Si los osarios son auténticos, el asunto es más grave todavía. Eso significa que Jesús murió y fue inhumado como todos los mortales, que no hubo «Resurrección», ni evaporación del cuerpo, ni transubstanciación de su cuerpo carnal, dado que los huesos fueron conservados, según la costumbre judía, mucho tiempo después de haberlos sacado del osario. La misma observación es válida en lo que respecta al cadáver de Simón-Pedro y, por supuesto, en lo que respecta al del otro hermano de Jesús, Santiago el Mayor, muerto en la misma época que su hermano Simón pero, cuyos huesos, según la tradición, reposan en una tumba bajo la catedral de Compostela en España. No hay que confundir el osario de los Olivos, el sepulcro que contuvo temporalmente el cadáver, con la tumba de Sebaste, donde los restos fueron inhumados definitivamente.

Hay un detalle muy revelador en el episodio de que hablan los evangelios acerca de la incredulidad de Tomás ante la aparición de Jesús, su resucitado hermano. Tomás duda, es el único de los Apóstoles que lo hace, y desea que Jesús le muestre sus heridas, las manos agujereadas y el costado traspasado. Bien, en nuestra opinión, la escena pudo desarrollarse del siguiente modo: una vez más es Tomás quien interpreta el papel de Jesús, su hermano resucitado, y quienes dudan son todos los demás, por eso le piden que muestre sus heridas, las cuales, desde luego, no tiene. Recordemos que entonces Tomás, en el rol de Jesús resucitado, no lleva barba, y que María Magdalena en el cementerio, y los discípulos que le ven en el camino de Emaús, tampoco le reconocen. Tomás y Jesús eran gemelos, pero no idénticos, cabe suponer, y sin barba, a los discípulos y a María les cuesta reconocerle. Conclusiones todas ellas en las que no pensaron quienes prepararon en el siglo IV el osario de la Sagrada Familia y otros personajes de los evangelios. Sabemos, sin embargo, que áun en el año 362 el mausoleo de Sebaste era venerado por los cristianos de Samaria, que bien pudieron trasladar los restos de Jesús a un lugar seguro, alejado del emperador apóstata y de los católicos que pretendían establecer el dogma de la Divinidad convirtiéndolo en «Jesucristo, el Hijo de Dios».



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