Powered By Blogger

lunes, 14 de agosto de 2017

El maravilloso sueño erótico de Aura

Hay un toma y daca entre los dioses, un rigurosa contabilidad, que se difunde a través del tiempo y de las eras. Artemisa fue un útil sicario para Dionisos cuando se trató de matar a Ariadna. Pero un día también Artemisa, la virgen orgullosa necesitó, con estupor, de aquel dios promiscuo e impuro para calmar sus instintos. También ella tuvo que pedir a otro que matara por su cuenta, y le dejó elegir las armas. Le tocó a Dionisos.
Una mujer mortal se habría reído de ella. Aura, una doncella de las montañas, alta, de brazos enjutos, de piernas rápidas como un soplo de viento. Sólo luchaba con jabalíes y leones, desdeñaba como presa los animales más débiles. No desdeñaba menos a la voluptuosa Afrodita y sus infidelidades. Apreciaba únicamente la virginidad y la fuerza. 
Un día caluroso, mientras dormía sobre unas ramas de laurel, Aura fue turbada por un sueño impúdico: Eros, como un salvaje torbellino, la poseía sobre una colcha de lana, y ofrecía después a Afrodita y Adonis una leona, de la que se había apoderado con el cinturón encantado de la diosa. ¿Acaso el adorno erótico se había convertido en un arma para capturar a las fieras? Aura se veía, en el sueño, junto a la hermosa Afrodita y el bello Adonis, desnuda y con los brazos apoyados en sus hombros. Era un grupo de criaturas hermosas, delicadas y florecientes. Eros aparecía con la leona y presentaba a su presa con estas palabras. «Diosa de las guirnaldas, te traigo a Aura, la doncella que sólo en sueños ha perdido su virginidad. El cinturón de Afrodita ha doblegado su obtusa voluntad de permanecer célibe e invencible. Ahora cualquier hombre podrá domeñarla y doblegar su voluntad». Aura se despertó angustiada. Por primera vez se había visto desdoblada: era la presa, a la vez que la cazadora que contempla a la presa. Se enfureció con el laurel, y por tanto con Dafne: ¿por qué una virgen le había enviado un sueño digno de una prostituta?
Otro día caluroso, Aura conducía el carro de Artemisa a las cascadas del Sangario, donde la diosa quería bañarse y purificarse. Junto al carro, las siervas de la diosa se habían quitado la cinta de la frente, alzaban el borde de la túnica y descubrían las rodillas al correr alegremente. Eran las vírgenes hiperbóreas. Upes le quitó el arco de los hombros a Artemisa y Ecaerge el carcaj y las flechas. Loso le desató las sandalias. Artemisa entró en el agua con cautela. Mantenía las piernas juntas y levantaba la túnica apenas el agua lamía su piel. Aura le dirigió una impía mirada escrutadora. Estudiaba el cuerpo desnudo de su dueña con lascivia. Después nadó a su alrededor, estirándose por completo en el agua. Se paró junto a la diosa, se sacudió unas gotas de los turgentes senos, y dijo: «Artemisa, ¿por qué tus senos están blandos e hinchados? ¿Por qué tus mejillas tienen un rosado esplendor? No eres como Atenea, que tiene el pecho liso como un muchacho. Contempla mi cuerpo, fragante de vigor. Mis pechos son como melones. Mi piel es tersa y se tensa como la cuerda de una lira. Puede que seas más idónea para ser utilizada por los hombres y sufrir las punzantes flechas de Eros. Nadie pensaría, al verte, en la inviolable virginidad que atesoras». Artemisa la escuchó en silencio. «Sus ojos despedían destellos asesinos». Saltó fuera del agua, se calzó las sandalias, se puso la túnica y ciñó el cinturón, luego desapareció sin decir palabra.
Se dirigió en seguida a pedir consejo a Némesis, en las cumbres del Tauro. Como siempre, la encontró sentada ante su rueca. Un grifo estaba encaramado en su trono. Némesis se acordaba de muchos ultrajes hechos a Artemisa. Pero siempre por parte de hombres, o en todo caso de una mujer fecunda, como Niobe, entonces una húmeda roca entre aquellas montañas. ¿O se trataba quizá de la vieja comedia matrimonial? ¿Quizá Zeus la seguía acuciando para que se casara? No, dijo Artemisa, esta vez era una virgen, la hija de Lelanto. No se atrevía a repetir las calumnias que Aura había aventurado acerca de su cuerpo y sus senos. Némesis dijo que no petrificaría a Aura como a Niobe. Entre otras cosas porque eran parientas, aquella muchacha pertenecía a la antigua estirpe de los Titanes, como la misma Némesis. Pero le arrebataría la virginidad, quizá un castigo menos cruel. Esta vez el encargado sería Dionisos. Artemisa asintió. Como para anticiparle el sabor de su destino, Némesis se presentó ante Aura con el carro arrastrado por los espantosos grifos. Para que la altiva cabeza de Aura se doblegara, le azotó el cuello con su fusta de sierpes, y el cuerpo de Aura fue invadido por la rueda de la necesidad.
Dionisos ya podía intervenir. En su última aventura había encontrado otra doncella guerrera: Palene. Con ella le había ocurrido algo sin precedentes en sus numerosas cuitas. Había tenido que librar una lucha cuerpo a cuerpo con Palene delante de cientos de lujuriosos espectadores y, sobre todo, delante de su incestuoso padre. Palene había aparecido en la palestra cubierta de arena; con sus largas trenzas alrededor del cuello y una estrecha franja roja alrededor de los núbiles pechos. Un pedazo de tela blanca en forma triangular apenas le cubría el pubis. Su piel estaba reluciente de aceite. La lucha fue larga. De vez en cuando, Dionisos se descubría estrujando en un lance de la pelea los senos deliciosamente blandos y delicados de su oponente. Y más que doblegarlo, deseaba acariciar aquel cuerpo. Quería retrasar aquella victoria voluptuosa, pero mientras tanto notaba que jadeaba como un mortal cualquiera. Bastó un instante de distracción para que Palene intentara levantar a Dionisos y derribarle con un movimiento de zancadilla. Esto era demasiado humillante. Dionisos se soltó y consiguió levantar a su adversaria. Pero después la depositó en el suelo con delicadeza, pues no quería herir su dignidad mientras sus ojos vagaban furtivos por su cuerpo semidesnudo bañado en sudor, y por su abundante cabellera esparcida en el polvo. Palene, entre tanto, ya estaba de nuevo en pie. Entonces Dionisos quiso derribarla en serio, con una presa en la nuca, mientras intentaba hacerle doblar la rodilla. Pero calculó mal y perdió el equilibrio. Sintió el polvo en la espalda, mientras Palene cabalgaba sobre su vientre. Un instante después, al notar la erección de Dionisos, la casta Palene se soltó horrorizada y dejó a Dionisos tendido en el suelo. Pero al instante siguiente, Dionisos consiguió derribarla. Estaban empatados y Palene, notando la verga enhiesta de Dionisos entre sus nalgas, habría querido poner fin a la lucha. Entonces intervino Sitón, el padre de la brava doncella, para conceder la victoria a Dionisos. El dios, empapado en sudor, levantó la mirada hasta el rey que se acercaba para premiarle y le atravesó con el tirso. Aquel tirano asesino debía morir en cualquier caso. Dionisos ofreció entonces a la hija estuprada por su propio padre el tirso goteante de la sangre del estuprador, como si del más primoroso don amoroso se tratara. Ahora le aguardaban las nupcias.
En el clamor de la fiesta, Palene lloraba al cruel estuprador porque, a pesar de su iniquidad, había sido su progenitor. Con dulzura, para consolarla, Dionisos le mostraba las cabezas roídas hasta el hueso por las aves del cielo de sus anteriores pretendientes secándose a los cuatro vientos, clavadas en estacas ante las puertas del palacio como primicias de la cosecha. Y, para calmarla, le decía que no podía ser hija de aquel hombre horrendo. Quizás un dios, tal vez el hermoso Hermes, quizás el viril Ares, era su verdadero padre. Mientras pronunciaba estas palabras, Dionisos ya sentía una vaga impaciencia por poseerla. Palene era ya una hembra domada y sería una dócil amante. Una vez que la hubiese penetrado, se convertiría en una de sus más devotas fieles, como tantas otras antes que ella. Pero sólo una vez había experimentado Dionisos la emoción de encontrarse abrazado en el polvo con una mujer que deseaba hacer suya. Sintió nostalgia de un cuerpo inasible.
Desapareció a solas en las montañas. Seguía pensando en una mujer fuerte y arisca, capaz de golpearle no menos de lo que él fuera capaz de golpearla a ella. Se estaba acercando el momento en que Eros le hiciera delirar por un cuerpo aún menos inaprehensible. Dionisos olfateó las veloces ráfagas de viento, y al punto supo que en aquel bosque se ocultaba una mujer joven todavía más fuerte, más bella y hostil que la andrógina Palene: la inaccesible doncella Aura. Y ya sabía que escaparía de él, que jamás se rendiría. Por una vez, Dionisos caminaba a solas y en silencio, aliviado por la ausencia de las sumisas y complacientes Bacantes. Escondido detrás de un matorral, vislumbró un muslo blanco de Aura que entraba en el oscuro follaje. Alrededor los perros ladraban. Entonces Dionisos notó una potente erección. Nunca se había sentido tan excitado. La verga se le puso tan dura que pensó que iba a reventar dentro del taparrabos. Hablar con aquella doncella le parecía inútil, igual que hablar con una encina. Pero una Amadríada que habitaba en las raíces de un pino, le dio la respuesta que buscaba: nunca se encontraría con Aura compartiendo un lecho. Sólo en el bosque, y si la ataba de pies y manos, conseguiría hacerla suya y poseerla. Y le recalcó que no debía mostrase amable con ella ni dejarle regalo alguno después de desflorarla.
Mientras Dionisos dormía, exhausto, se le apareció Ariadna una vez más. ¿Por qué abandonaba a todas las mujeres como la había abandonado a ella? ¿Por qué Palene, a la que tanto había deseado mientras rodaban juntos por la arena, se borraba ahora de su mente? En el fondo, Teseo había sido mejor amante que él. Al final, Ariadna tuvo también un gesto irónico. Le dio un huso para tejer y le rogó que se lo regalara a su próxima víctima. Así un día la gente diría: regaló el hijo a Teseo y el huso a Dionisos.
Seguía haciendo un calor sofocante, y Aura buscaba una fuente para refrescarse. Dionisos pensó que de todos sus recursos sólo disponía de uno: el vino. Cuando Aura acercó los labios a la fuente, los mojó con un dulce néctar desconocido y delicioso al paladar. Nunca había probado algo semejante. Estupefacta y torpe, se tendió ebria a la sombra de un gran árbol y se durmió. Descalzo, silencioso, Dionisos se acercó. Le quitó el carcaj con las flechas y el arco y los ocultó detrás de una piedra. El temor no le abandonaba. En aquellos días, sus pensamientos volvían siempre a otra cazadora que había conocido, Nicea. Parecía que su cuerpo hubiera acaparado toda la belleza del Olimpo. También ella rechazaba a los hombres, y cuando el pastor Himno se le había aproximado para hablarle de su devota pasión, Nicea había acallado sus palabras para siempre hundiéndole una flecha en la garganta. Fue entonces cuando los bosques resonaron con palabras que recordaban una cantinela infantil: «El hermoso pastor ha muerto, porque la bella doncella lo ha matado». La cancioncilla resonaba en la mente de Dionisos mientras sus hábiles manos ataban con una cuerda los pies de Aura. Luego le pasó otra cuerda alrededor de las muñecas. Aura seguía durmiendo a causa de su embriaguez, y Dionisos la poseyó atada. Era un cuerpo adormilado sobre la tierra, pero la propia tierra se balanceaba para celebrar la cópula mientras Dionisos embestía con su poderosa verga aquel cuerpo desnudo y abandonado. Sentía un placer inmenso sodomizando el cuerpo de Aura, exaltado por la cobardía de su acto, la cazadora se fue adentrando en un sueño turbio, al que continuaba otro sueño. Sus brazos delicadamente apoyados sobre los de Afrodita y de Adonis se habían cerrado ahora en un solo nudo con aquella carne extraña, y las muñecas se le retorcían en un espasmo horroroso de un placer que no pertenecía a ella, sino que les pertenecía a ellos, aunque se comunicaban con ella a través de las ataduras de sus muñecas que le desollaban la piel produciéndole un placentero dolor. Y, mientras tanto, Aura veía su cabeza doblegada sobre la verga de Dionisos y asentía a su propia humillación chupándosela con fruición, a pesar de la repugnancia que sentía al hacerlo. Después de derramar su semen en la boca de la doncella, Dionisos, exhausto, se separó de ella. Siempre silencioso, de puntillas, fue a recoger el arco y el carcaj y los depositó junto al cuerpo desnudo de Aura. Le desató los pies y las muñecas y regresó al bosque.
Al despertar, Aura vio sus muslos desnudos y el cinturón desceñido sobre sus senos. Notó la cálida humedad en su entrepierna, y un extraño sabor en su boca. Cuando intuyó lo que le había sucedido, pensó que iba a volverse loca. Bajó al valle gritando de dolor a causa del ano desgarrado. De la misma manera que tiempo atrás había matado leones y jabalíes, ahora atravesaba con sus certeras flechas a mayorales y pastores indefensos. Su paso quedó jalonado de cadáveres ensangrentados. Asaetó sin piedad a los cazadores que encontraba. Llegada a una viña, mató a los vendimiadores que estaban laborando, porque sabía que eran devotos de Dionisos, un dios enemigo, aunque Aura jamás lo había visto, salvo en sueños. ¿Porque todo fue un sueño, verdad? Sólo conservaba imágenes borrosas. ¿O tal vez, no? Desde luego, el dolor producido por sus heridas era muy real.
Llegó a un templo de Afrodita y flageló la estatua de la diosa. Después la levantó del pedestal y la arrojó a las aguas del Sangario, con la fusta enrollada en torno a las marmóreas caderas. Luego se ocultó de nuevo en el bosque. Pensaba en cuál de los dioses podía haberla estuprado, y los maldecía uno por uno. Juró que mataría a todos los dioses, y antes que a ninguno a Afrodita y a Dionisos. En cuanto a Artemisa, merecía todo su desprecio: la diosa virgen no había sabido protegerla, de la misma manera que no había sabido responder a sus chanzas sobre sus senos turgentes y pesados. Aura quería abrirse el vientre para extraer de él el semen del desconocido que la había mancillado. Se ofreció a una leona, pero la leona no la aceptó como víctima.
Entretanto, desde el Olimpo, la bella Afrodita había contemplado furiosa el sacrilegio cometido contra ella en su propio templo, y empezó a tramar una terrible venganza.


No hay comentarios:

Publicar un comentario